El crimen de la guerra

por Juan Bautista Alberdi. (1810-1884)

 


I - Origen histórico del derecho de la guerra.

El crimen de la guerra. Esta palabra nos sorprende sólo en la fuerza del grande hábito que tenemos de esta otra, que es realmente incomprensible y monstruosa: el derecho de la guerra, es decir el derecho del homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la más grande escala posible; porque esto es la guerra, y si no es esto, la guerra no es la guerra.

Estos actos son crímenes por las leyes de todas las naciones del mundo. La guerra los sanciona y los convierte en actos honestos y legítimos, viniendo a ser en realidad la guerra el derecho del crimen, contrasentido espantoso y sacrílego, que es un sarcasmo contra la civilización.

El derecho de gentes romano era el derecho del pueblo romano para con el extranjero.
Y como el extranjero para el romano era sinónimo de bárbaro y de enemigo, todo su derecho externo era equivalente al derecho de la guerra.

El acto que era un crimen de un romano para con otro, no lo era de un romano para con el extranjero.

Era natural que para ellos hubiese dos derechos y dos justicias, porque todos los hombres no eran hermanos, ni todos iguales. Más tarde ha venido la moral cristiana, pero han quedado siempre las dos justicias del derecho romano, viviendo a su lado, como rutina más fuerte que la ley.

Se cree generalmente que no hemos tomado a los romanos sino su derecho civil ciertamente que era lo mejor de su legislación, porque era la ley con que se trataban a sí mismos: la caridad en la casa.

Pero en lo que tenían de peor es lo que más les hemos tomado, que es su derecho público externo e interno: el despotismo y la guerra, o, más bien, la guerra en sus dos fases.

Les hemos tomado la guerra, es decir, el crimen como medio legal de discusión, y sobre todo de engrandecimiento; la guerra, es decir, el crimen como manantial de la riqueza, y la guerra, es decir, siempre el crimen como medio de gobierno interior. De la guerra es nacido el gobierno de la espada, el gobierno militar, el gobierno del ejército, que es el gobierno de la fuerza sustituida a la justicia y al derecho como principio de autoridad. No pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte, se ha hecho que lo que es fuerte sea justo.( Pascal ).

Maquiavelo vino en pos del renacimiento de las letras romanas y griegas, y lo que se llama maquiavelismo no es más que el derecho público romano restaurado. No se dirá que Maquiavelo tuvo otra fuente de doctrina que la historia romana, en cuyo conocimiento era profundo. El fraude en la política, el dolo en el gobierno, el engaño en las relaciones de los Estados, no es invención del republicano de Florencia, que, al contrario, amaba la libertad y le sirvió bajo los Médicis en los tiempos floridos de la Italia moderna. Todas las doctrinas malsanas que se atribuyen a la invención de Maquiavelo, las habían practicado los romanos. Montesquieu nos ha demostrado el secreto ominoso de su engrandecimiento. Una grandeza nacida del olvido del derecho debió necesariamente naufragar en el abismo de su cuna, y así aconteció para la educación política del género humano.

La educación se hace, no hay que dudarlo, pero con lentitud.

Todavía somos romanos en el modo de entender y practicar las máximas del derecho público o del gobierno de los pueblos.

Para no probarlo sino por un ejemplo estrepitoso y actual, veamos la Prusia de 1866.
Ella ha mostrado ser el país del derecho romano por excelencia, no sólo como ciencia y estudio, sino como práctica. Niebür y Savigny no podían dejar de producir a Bismarck, digno de un asiento en el Senado romano de los tiempos en que Cartago, el Egipto y la Grecia eran tomados como materiales brutos para la constitución del edificio romano.

El olvido franco y candoroso del derecho; la conquista inconsciente, por decirlo así; el despojo y la anexión violenta, practicados como medios legales de engrandecimiento; la necesidad de ser grande y poderoso por vía de lujo, invocada como razón legítima para apoderarse del débil y comerlo, son simples máximas del derecho de gentes romano, que consideró la guerra como una industria tan legítima como lo es para nosotros el comercio, la agricultura, el trabajo industrial. No es más que un vestigio de esa política la que la Europa, sorprendida sin razón, admira en el conde de Bismarck.

Así se explica la repulsión instintiva contra el derecho público romano de los talentos que se inspiraron en la democracia cristiana y moderna, tales como Tocqueville, Laboulaye, Acollas, Chevalier, Coquerel, etc.

La democracia no se engaña en su aversión instintiva al cesarismo. Es la antipatía del derecho a la fuerza como base de autoridad; de la razón al capricho como regla del gobierno.

La espada de la justicia no es la espada de la guerra. La justicia, lejos de ser beligerante, es ajena de interés y es neutral en el debate sometido a su fallo.La guerra deja de ser guerra si no es el duelo de dos litigantes armados que se hacen justicia mutua por la fuerza de su espada.

La espada de la guerra es la espada de la parte litigante, es decir, parcial y necesariamente injusta.