Capítulo I
La acción represiva

Nunca Más - Informe de la Conadep - Septiembre de 1984

 

C. Torturas


«Si al salir del cautiverio me hubieran preguntado:
¿te torturaron mucho?, 
les habría contestado:
Sí, los tres meses sin parar.»

«Si esa pregunta me la formulan hoy 
les puedo decir que pronto cumplo siete años de tortura»

(Miguel D'Agostino - Legajo N° 3901).

 


En la casi totalidad de las denuncias recibidas por esta Comisión se mencionan actos de tortura. No es casual. La tortura fue un elemento relevante en la metodología empleada. Los Centros Clandestinos de Detención fueron concebidos, entre otras cosas, para poder practicarla impunemente.

La existencia y generalización de las prácticas de tortura sobrecoge por la imaginación puesta en juego, por la personalidad de sus ejecutores y de quienes la avalaron y emplearon como medio.

Al redactarse este informe existieron dudas en cuanto a la adopción del sistema de exposición más adecuado para este tema con el objeto de evitar que este capítulo se convirtiera en una enciclopedia del horror. No encontramos sin embargo la forma de eludir esta estructura del relato. Porque en definitiva ¿qué otra cosa sino un inmenso muestrario de las más graves e incalificables perversiones han sido estos actos, sobre los que gobiernos carentes de legitimidad basaron gran parte de su dominio sobre toda una nación?

Transcribimos el primero de los casos en toda su extensión, por ser prototípico; en él encontramos reflejados los terribles padecimientos físicos y psíquicos de quienes atravesaron este periplo. Lo relatamos de principio a fin, con todas sus implicancias en la personalidad de la víctima a la que se quería destruir. En el resto de los casos mencionados, hemos extraído solamente lo relativo a la modalidad del tormento que se aplicó.

Por último, no ignoramos-y nos conduele-la desgarradora impresión que la cruda exposición que aquí hacemos, producirá en las víctimas y sus familiares, a su vez damnificados. Sabemos del dolor que causa el acabado conocimiento de esta barbarie.

El Dr. Norberto Liwsky (Legajo N° 7397) es médico, casado con Hilda Norma Ereñú y padre de dos hijas menores.

En 1976, vivía en un Complejo Habitacional del partido de La Matanza, y trabajaba en el dispensario médico allí existente.

A raiz de reclamos y movilizaciones de los ocupantes de distintas unidades por la regularización jurídica y constructiva del Complejo Habitacional, el 25 de marzo de 1976 en un operativo nocturno, detienen a la esposa del presidente de la Junta Vecinal. Al día siguiente, fuerzas uniformadas desvalijaron varios domicilios, entre ellos el dispensario del Dr. Liwsky, secuestrando a Mario Portela, delegado de la Junta Vecinal, quien aparece muerto doce horas más tarde.

Dos años después, con motivo de realizarse una misa por la libertad de la Sra. Cirila Benitez, esposa del presidente de la Junta Vecinal, fueron secuestradas varias personas.

El 5 de abril de 1978, aproximadamente a las 22 horas, el Dr. Liwsky entraba a su casa en el barrio de Flores, en la Capital Federal:

«En cuanto empecé a introducir la llave en la cerradura de mi departamento me di cuenta de lo que estaba pasando, porque tiraron bruscamente de la puerta hacia adentro y me hicieron trastabillar.

Salté hacia atrás, como para poder empezar a escapar.

Dos balazos (uno en cada pierna) hicieron abortar mi intento. Sin embargo todavía resistí, violentamente y con todas mis fuerzas, para evitar ser esposado y encapuchado, durante varios minutos. Al mismo tiempo gritaba a voz en cuello que eso era un secuestro y exhortaba a mis vecinos para que avisaran a mi familia. Y también para que impidieran que me llevaran.

Ya reducido y tabicado, el que parecía actuar como jefe me informó que mi esposa y mis dos hijas ya habían sido capturadas y «chupadas».

Cuando, llevado por las extremidades, porque no podía desplazarme por las heridas en las piernas, atravesaba la puerta de entrada del edificio, alcancé a apreciar una luz roja intermitente que venía de la calle. Por las voces y órdenes y los ruidos de las puertas del coche, en medio de los gritos de reclamo de mis vecinos, podría afirmar que se trataba de un coche patrullero.

Luego de unos minutos, y a posteriori de una discusión acalorada, el patrullero se retiró.

Entonces me llevaron a la fuerza y me tiraron en el piso de un auto, posiblemente un Ford Falcon, y comenzó el viaje.

Me bajaron del coche en la misma forma en que me habían subido, entre cuatro y, caminando un corto trecho (4 ó 5 metros) por un espacio que, por el ruido, era un patio de pedregullo, me arrojaron sobre una mesa. Me ataron de pies y manos a los cuatro angulos.

Ya atado, la primera vez que oí fue la de alguien que dijo ser médico y me informó de la gravedad de las hemorragias en las piernas y que, por eso, no intentara ninguna resistencia.

Luego se presentó otra voz. Dijo ser EL CORONEL. Manifestó que ellos sabían que mi actividad no se vinculaba con el terrorismo o la guerrilla, pero que me iban a torturar por opositor. Porque: «no había entendido que en el país no existía espacio político para oponerse al gobierno del Proceso de Reorganización Nacional». Luego agregó: «¡Lo vas a pagar caro... !¡ Se acabaron los padrecitos de los pobres!»

Todo fue vertiginoso. Desde que me bajaron del coche hasta que comenzó la primera sesión de «picana» pasó menos tiempo que el que estoy tardando en contarlo.

Durante días fui sometido a la picana eléctrica aplicada en encías, tetillas, genital, abdomen y oídos. Conseguí sin proponérmelo, hacerlos enojar, porque, no sé por qué causa, con la «picana», aunque me hacían gritar, saltar y estremecerme, no consiguieron que me desmayara.

Comenzaron entonces un apaleamiento sistemático y rítmico con varillas de madera en la espalda, los gluteos, las pantorrillas y las plantas de los pies. Al principio el dolor era intenso. Después se hacía insoportable. Por fin se perdía la sensación corporal y se insensibilizaba totalmente la zona apaleada. El dolor, incontenible, reaparecía al rato de cesar con el castigo. Y se acrecentaba al arrancarme la camisa que se había pegado a las llagas, para llevarme a una nueva «sesión».

Esto continuaron haciéndolo por varios días, alternándolo con sesiones de picana. Algunas veces fue simultaneo.

Esta combinación puede ser mortal porque, mientras la «picana» produce contracciones musculares, el apaleamiento provoca relajación (para defenderse del golpe) del músculo. Y el corazón no siempre resiste el tratamiento.

En los intervalos entre sesiones de tortura me dejaban colgado por los brazos de ganchos fijos en la pared del calabozo en que me tiraban.

Algunas veces me arrojaron sobre la mesa de tortura y me estiraron atando pies y manos a algún instrumento que no puedo describir porque no lo vi pero que me producía la sensación de que me iban a arrancar cualquier parte del cuerpo.

En algún momento estando boca abajo en la mesa de tortura, sosteniéndome la cabeza fijamente, me sacaron la venda de los ojos y me mostraron un trapo manchado de sangre. Me preguntaron si lo reconocía y, sin esperar mucho la respuesta, que no tenía porque era irreconocible (además de tener muy afectada la vista) me dijeron que era una bombacha de mi mujer. Y nada más. Como para que sufriera... Me volvieron a vendar y siguieron apaleándome.

A los diez días del ingreso a ese «chupadero» llevaron a mi mujer, Hilda Nora Ereñú, donde yo estaba tirado. La vi muy mal. Su estado físico era deplorable. Sólo nos dejaron dos o tres minutos juntos. En presencia de un torturador. Cuando se la llevaron pensé (después supe que ambos pensamos) que esa era la última vez que nos veíamos. Que era el fin para ambos. A pesar de que me informaron que había sido liberada junto con otras personas, sólo volví a saber de ella cuando, legalizado en la Comisaría de Gregorio de Laferrère, se presentó en la primera visita junto a mis hijas.

También me quemaron, en dos o tres oportunidades, con algún instrumento metálico. Tampoco lo vi, pero la sensación era de que me apoyaban algo duro. No un cigarrillo que se aplasta, sino algo parecido a un clavo calentado al rojo.

Un día me tiraron boca abajo sobre la mesa, me ataron (como siempre) y con toda paciencia comenzaron a despellejarme las plantas de los pies. Supongo, no lo vi porque estaba «tabicado», que lo hacían con una hojita de afeitar o un bisturí. A veces sentía que rasgaban como si tiraran de la piel (desde el borde de la llaga) con una pinza. Esa vez me desmayé. Y de ahí en más fue muy extraño porque el desmayo se convirtió en algo que me ocurría con pasmosa facilidad. Incluso la vez que, mostrándome otros trapos ensangrentados, me digeron que eran las bombachitas de mis hijas. Y me preguntaron si quería que las torturaran conmigo o separado.

Desde entonces empecé a sentir que convivía con la muerte.

Cuando no estaba en sesión de tortura alucinaba con ella. A veces despierto y otras en sueños.

Cuando me venían a buscar para una nueva «sesión» lo hacían gritando y entraban a la celda pateando la puerta y golpeando lo que encontraran. Violentamente.

Por eso, antes de que se acercaran a mí, ya sabía que me tocaba. Por eso, también, vivía pendiente del momento en que se iban a acercar para buscarme.

De todo ese tiempo, el recuerdo más vivido, más aterrorizante, era ese de estar conviviendo con la muerte. Sentía que no podía pensar. Buscaba, desesperadamente, un pensamiento para poder darme cuenta de que estaba vivo. De que no estaba loco. Y, al mismo tiempo, deseaba con todas mis fuerzas que me mataran cuanto antes.

La lucha en mi cerebro era constante. Por un lado: «recobrar la lucidez y que no me desestructuraran las ideas», y por el otro: «Qué acabaran conmigo de una vez»

La sensación era la de que giraba hacia el vacío en un gran cilindro viscoso por el cual me deslizaba sin poder aferrarme a nada.

Y que un pensamiento, uno solo, sería algo sólido que me permitiría afirmarme y detener la caída hacia la nada.

El recuerdo de todo este tiempo es tan concreto y a la vez tan íntimo que lo siento como si fuera una víscera que existe realmente.

En medio de todo este terror, no sé bien cuando, un día me llevaron al «quirófano» y, nuevamente, como siempre, después de atarme, empezaron a retorcerme los testículos. No sé si era manualmente o por medio de algún aparato. Nunca sentí un dolor semejante. Era como si me desgarraran todo desde la garganta y el cerebro hacia abajo. Como si garganta, cerebro, estómago y testículos estuvieran unidos por un hilo de nylon y tiraran de él al mismo tiempo que aplastaban todo.

El deseo era que consiguieran arrancarmelo todo y quedar definitivamente vacío.

Y me desmayaba.

Y sin saber cuándo ni cómo, recuperaba el conocimiento y ya me estaban arrancando de nuevo. Y nuevamente me estaba desmayando.

Para esta época, desde los 15 ó 18 días a partir de mi secuestro, sufría una insuficiencía renal con retención de orina. Tres meses y medio después, preso en el Penal de Villa-Devoto, los médicos de la Cruz Roja Internacional diagnostican una insuficiencia renal aguda grave de origen traumático, que podríamos rastrear en las palizas.

Aproximadamente 25 días después de mi secuestro, por primera vez, después del más absoluto aislamiento, me arrojan en un calabozo en que se encuentra otra persona. Se trataba de un amigo mío, comparñero de trabajo en el Dispensario del Complejo Habitacional: el Dr. Francisco García Fernandez.

Yo estaba muy estropeado. El me hizo las primeras y precarísimas curaciones, porque yo, en todo este tiempo, no tenía ni noción ni capacidad para procurarme ningún tipo de cuidado ni limpieza.

Recién unos días después, corriéndome el «tabique» de los ojos, pude apreciar el daño que me habían causado. Antes me había sido imposible, no porque no intentara «destabicarme» y mirar, sino porque, hasta entonces, tenía la vista muy deteriorada.

Entonces pude apreciarme los testículos...

Recordé que, cuando estudiaba medicina, en el libro de texto, el famosísimo Housay, había una fotografla en la cual un hombre, por el enorme tamaño que habían adquirido sus testículos, los llevaba cargados en una carretilla. El tamaño de los míos era similar a aquel y su color de un azul negruzco intenso.

Otro día me llevaron y, a pesar del tamaño de los testículos, me acostaron una vez más boca abajo. Me ataron y, sin apuro, desgarrando conscientemente, me violaron introduciendome en el ano un objeto metálico. Después me aplicaron electricidad por medio de ese objeto, introducido como estaba. No sé describir la sensación de cómo se me quemaba todo por dentro.

La inmersión en la tortura cedió. Aisladamente, dos o tres veces por semana, me daban alguna paliza. Pero ya no con instrumentos sino, generalmente, puñetazos y patadas.

Con este nuevo régimen, comparativamente terapéutico, empecé a recuperarme físicamente. Había perdido más de 25 kilos de peso y padecía la insuficiencía renal ya mencionada.

Dos meses antes del secuestro, es decir, por febrero de ese año, padecí un rebrote de una antigua simonelosis (fiebre tifoidea).

Entre el 20 y 25 de mayo, es decir unos 45 ó 60 días después del secuestro, tuve una recidiva de la salmonelosis asociada a mi quebrantamiento físico.»



A la tortura física que se aplicaba desde el primer momento, se agregaba la psicológica (ya mencionada en parte) que continuaba a lo largo de todo el tiempo de cautiverio, aun después de haber cesado los interrogatorios y tormentos corporales. A esto sumaban vejaciones y degradaciones ilimitadas. 

«El trato habitual de los torturadores y guardias con nosotros era el de considerarnos menos que siervos. Eramos como cosas. Además cosas inútiles. Y molestas. Sus expresiones: «vos sos bosta». Desde que te «chupamos» no sos nada. «Además ya nadie se acuerda de vos». «No existís». «Si alguien te buscara (que no te busca) ¿vos crees que te iban a buscar aquí?«»Nosotros somos todo para vos». «La justicia somos nosotros». «Somos Dios».

Esto dicho machaconamente. Por todos. Todo el tiempo, muchas veces acompañado de un manotazo, zancadilla, trompada o patada. O mojarnos la celda, el colchón y la ropa a las 2 de la madrugada. Era invierno. Sin embargo, con el correr de las semanas, había comenzado a identificar voces, nombres (entre ellos: Tiburón, Víbora, Rubio, Panza, Luz, Tete). También movimientos que me fueron afirmando (conjuntamente con la presunción previa por la ruta que podría asegurar que recorrimos) en la opinión de que el sitio de detención tenía las características de una dependencia policial. Sumando los datos (a los que podemos agregar la vecindad de una comisaría, una escuela-se oían cantos de niñas-también vecina, la proximidad-campanas-de una iglesia) se puede inferir que se trató de la Brigada de Investigaciones de San Justo. 

Entre las personas con las que comparti el cautiverio, lo sé porque oí sus voces y me dijeron sus nombres, aunque en calabozos separados estaban: Aureliano Araujo, Olga Araujo, Abel de León, Amalía Marrone, Atilio Barberan, Jorge Heuman, Raúl Petruch, Norma Erenú.

El 1° de junio, día de comienzo del Mundial de fûtbol, junto con otros seis cautivos detenidos-desaparecidos, fui trsladado en un vehîculo tipo camioneta (apilqdos como bolsas unos arriba de otros) con los ojos vendados a lo que resultó ser la Comisaría de Gregorio de Lafèrrere.

Actuó en el traslado uno de los más activos torturadores. También puedo afirrnar que fue el que me disparó cuando me secuestraron.

El trayecto y tiempo empleado corrobora la hipótesis anterior con respecto al Centro Clandestino.

Un dato previo, de suma importancia, después, es el de mi participación profesional a partir de 1971, en la Escuela Piloto de Integración Social de Niños Discapacitados, que había sido creada en 1963. Funcionaba en Hurlingham, partido de Morón.

Después de permanecer dos meses en un calabozo de esa Comisaría (una noche me hicieron firmar un papel-con los ojos vendados-que después utilizaron como primera declaración ante el Consejo de Guerra Estable 1/1) el 18 de agosto me llevaron al Regimiento de Palermo, donde el Juez de Instrucción me hace conocer los cargos. Entre ellos figuraba el mencionado anteriormente de mi participación en la Escuela Piloto de Hurlingham.

Allí denuncié todas las violaciones, incluyendo las torturas, el saqueo de mi hogar y la firma del escrito bajo apremio y sin conocerlo».


El Dr. Norberto Liwsky fue conducido al Tribunal Militar-Consejo de Guerra Estable N° 1/1.- Este se declaró incompetente por no tener acusación que dirigirle. Giradas las actuaciones a la Justicia Federal se dicta inmediatamente el sobreseimiento definitivo. Todo el martirio relatado fue soportado por una persona contra la que nadie formuló cargo alguno.


Con el señor Oscar Martín Guidone, residente en Luján de Cuyo, Provincia de Mendoza, observaremos otra secuela de los tormentos. Manifiesta que fue detenido por una patrulla del Ejército y llevado al Regimiento. Que allí, era el 2 de junio de 1976, después de una semana:

«...le atan las manos a una pared, con los brazos abiertos, pudiendo apoyar solamente la punta de los pies sobre el piso. Lo amenazan e insultan permanentemente. Le empiezan a pegar con algo duro (tipo de guantes de boxeo) pero grande, que le abarcaba, cada vez que lo golpeaban, más de la mitad del abdomen. Eso duró tres horas aproximadamente. Lo interrogaban sobre nombres y personas. Eso se llamaba "sesión de ablande". 

Lo llevan a la guardia en una situación muy mala, tal es así que la gente que estaba detenida en la cuadra, comenzó a golpear las rejas pidiendo que fuera inmediatamente atendido. Es llevado al Hospital Militar de Mendoza, en un camión donde es atendido por médicos de dicho nosocomio. Le colocan guardias armados en la puerta. La orden era que, a ese lugar, no entrase ni el presidente de la República. Al lado estaba el ex Gobernador Martínez Baca. "Luego se realiza una junta médica, manifestándole que sabían que el dicente estudiaba medicina, diciéndole que sabría lo que era una segunda eclosión de bazo, así que tendrían que operarlo. Lo operan en dicho nosocomio al día siguiente practicándole una "laparotomía".

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Le efectuaron las curaciones estando fajado. A los 20 días vuelve al 8° Regimiento (que está al lado del Hospital Militar). Hasta le permiten seguir estudiando los libros de medicina. El dicente, por sus conocimientos, ayudaba a otros detenidos que salían de las sesiones de tortura. En una oportunidad, a los 45 días de su operación, lo maniatan y le vendan los ojos, transportándolo en un camión, por un muy corto recorrido, a un lugar de torturas. Uno de los que lo llevaba tenía la respiración muy agitada, como si estuviera drogado. Lo bajan y uno le dice "ya comenzamos mal", ya que lo había pisado. Lo interrogan sobre su ideología, él responde que no la tiene, y a cada respuesta negativa le hacen quitar una prenda, hasta dejarlo completamente desnudo.

Luego de esto lo maniatan a una mesa, atándolo boca arriba con cadenas. Estaba con todos los miembros en posición abierta. Lo comienzan a torturar con picana eléctrica, de variada intensidad, acusándolo por el despido de dos compañeros que lo habían torturado antes, dejándolo con los problemas físicos que lo llevaron a que se opere. Hacían disparos sobre su cuerpo y lo amenazaban constantemente con quitarle la vida y con eliminar a su familia. Este tormento dura unas dos o tres horas. En la parte final de la tortura le aplican una gran cantidad de voltaje, lo que hace que su cuerpo se contraiga, a tal grado que cortó las cadenas que lo ligaban a la mesa. Le decían que sus bigotes eran más de fascista que de comunista, que él se había equivocado de ideología. Las consecuencias de esta sesión le duran varios días, con una gran depresión y consecuencias físicas.

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En agosto de 1978 es liberado» (Legajo N° 6837).


El señor Luis Alberto Urquiza, que era estudiante de psicología ingresó a la Escuela de Suboficiales de la Policía de la Provincía de Córdoba el 1° de noviembre de 1974.

Por sus estudios universitarios fue reiteradamente acosado por el Oficial instructor.

Posteriormente, tras largos avatares minuciosamente narrados por el denunciante, y de haber trabajado, ya recibido, en dependencias relacionadas con la "inteligencia", fue tomado prisionero.

El testimonio del señor Urquiza (legajo N° 3847) fue hecho el 22 de marzo de 1984 en Copenhague, por ante la Embajada de la República Argentina en Dinamarca.

Su detención se produjo en Córdoba el 12 de noviembre de 1976. Padece torturas que se detallarán al tratar lo genéricamente llamado "submarino" y simulacro de fusilamiento.

«...entonces comienzan los golpes. Al día siguiente soy nuevamente golpeado por varias personas, reconozco la voz del Comisario Principal Roselli quien fue a visitar la dependencia por la detención nuestra y también logro reconocer la voz del asesor del Jefe de Policía, un Teniente Coronel quien también me golpea. Duran te todo el día soy golpeado con trompadas y puntapiés por personas que pasaban por el lugar. Al tercer día soy golpeado en horas de la tarde por varias personas, entre ellas una me dice que si lo reconocía, siendo el Oficial Ayudante Dardo Rocha, ex instructor de la Escuela de Policía y en ese momento cumpliendo funciones en el Comando Radioeléctrico. Siento que tengo varias costillas fracturadas por el fuerte dolor al respirar, pidiendo al Oficial de guardía la asistencía de un médico, siendo ésta negada. El día 15 de noviembre vuelvo a ser golpeado y en las horas de la noche especialmente por un grupo de varias personas de la Brigada de Informaciones. Consistía en estar en el medio de un círculo de personas y desde el interior era arrojado con trompadas y puntapiés hacía el grupo de personas y de allí devuelto al centro del círculo con los mismos métodos. Caer al suelo significaba ser pisoteado y levantado de los cabellos.

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En la madrugada del día 16 soy conducido al baño por el Oficial de guardia Francisco Gontero que desde una distancia de 4 a 5 metros carga su pistola calibre 45 y efectúa tres disparos uno de los cuales me atraviesa la pierna derecha a la altura de la rodilla. Se me deja parado desangrándome unos 20 minutos, la misma persona me rasga el pantalón y me introduce un palo en la herida y posteriormente el dedo. Al llegar varias personas al lugar, este mismo oficial argumenta que había intentado quitarle el arma y fugar. Soy separado del resto de los detenidos y puesto en una pieza oscura y se me niega ir al baño debiendo hacer mis necesidades fisiológicas en los mismos pantalones. Me revisa un médico, me coloca una inyección y me da calmantes pero no se me su ministra ningún otro tipo de medicamento, y mi pierna es vendada. Este médico era el medico forense de guardia del Policlínico Policial de esa fecha.

Durante el día 16 soy golpeado sobre todo en la pierna herida, pasando dos días en el suelo y no pudiendo recordar más por los fuertes dolores y el estado de semi-inconciencia en que me encontraba.» 


Luis Alberto Urquiza fue dejado en libertad por falta de mérito en agosto de 1978, permaneciendo en Argentina hasta septiembre de 1979.

La Dra. Teresita Hazurun (legajo N° 1127) argentina, abogada, fue secuestrada el sábado 20 de noviembre de 1976, a las 11 horas. Fue llevada por el propio Jefe de Policía sin hacer ningún intento de resistencia, por creer que era requerida dada su profesión para atender a algún demorado.

La Dra. Hazurun fue sometida a las torturas habituales (golpes y picana) además de otros procedimientos inéditos que ella observa aplicar a otras personas como el "enterramiento" que describe en su relato. Fue llevada a las oficinas de la SIDE en la calle Belgrano, de la propia ciudad de Frias, Santiago del Estero. Allí:

«El 22 (lunes), a las 8 horas, llegaron dos personas que la condujeron al fondo de las oficinas, donde había una pieza. La introdujeron en ella y comenzaron a pegarle trompadas en el estómago y en el rostro. Era interrogada por Musa Assar (lo reconoció por la voz).

Le preguntan sobre su ex novio Hugo Libaak, a qué se dedicaba él, qué actividades, con quién se reunía. Luego, al no poder obtener respuesta, la acostaron en una cama, donde le aplicaron la picana en diferentes lugares del cuerpo.

Cuando las personas llegaban allí eran llevadas a fosos que cavaban en la tierra con anterioridad, enterraban allí a las personas hasta el cuello, a veces durante cuatro o más días, hasta que pedían que los sacaran, decididos a declarar. I.os tenían sin agua y sin comida al sol o bajo lluvia. Al desenterrarlos (los enterraban desnudos) salían con ronchas de las picaduras de insectos y hormigas. De allí los llevaban a la sala de tonuras (al lado había una habitación donde vivían los torturadores).

Los detenidos-desaparecidos de allí decían que el torturador era el Capitán de la Compañía de Monte. Tenían un instrumento de tortura que era un teléfono (picana simultanea a los dientes y en la oreja)».

 

 

Indice del Nunca Más