Matar para robar, luchar para vivir
por Carlos del Frade
I Parte - El pasado abierto en el presente
Capítulo 1 - Arqueólogos del infierno
La geografía rosarina tiene una cuarta dimensión.
No son solamente el largo, el ancho y el espesor.
Aparece el tiempo.
La historia pero no en forma lineal y racional.
Sino una historia plegada en el presente y que se desarrolla como un ir y volver
permanentes.
No hay límites precisos entre lo de ayer y lo de hoy.
Parece gobernar la estructura de la novela y no de la investigación científica.
La realidad santafesina tiene una cuarta dimensión.
La que está tejida por aquellos que buscan el origen y los protagonistas del
genocidio y por los que caminan por las mismas calles de siempre, ocultos por la
impunidad reciclada.
Se cruzan, se buscan, se desconocen.
Asesinos y torturados, financistas del terrorismo de estado y familiares que
buscan algún dato para su rompecabezas que es, en realidad, un mapa del alma.
Buscan un dato de sus seres saqueados y también alguna información que apure un
poco de justicia y lleve a los proveedores de la muerte al lugar donde deben
estar.
La geografía del macrocentro rosarino propone encuentros y lugares donde el
tiempo no pasa.
Agustín Vidal busca a su hermana María Teresa secuestrada el 6 de agosto de 1976
cuando vivía en el viejo Hotel “Italia” de Rosario, en Maipú y San Juan donde
ahora se levanta el rectorado de la Universidad Nacional.
Eran los días del comandante del Segundo Cuerpo de Ejército, Ramón Genaro Díaz
Bessone.
Y también el tiempo del reinado de Agustín Feced, interventor de la Unidad
Regional II de la policía de Rosario e integrante del Batallón 601 de
inteligencia del Ejército Argentino a partir de junio de 1974, cuando todavía
vivía Juan Domingo Perón.
Ese día llovía. Una señal.
La lluvia siempre acompañaría a Agustín en momentos claves de su búsqueda.
La encargada del hotel Italia era una mujer peronista vinculada a la Policía
Federal, Angela Pereyra Iraola, la misma que se ufanaba del dinero que tenía
guardado en sus grandes cajas de sombreros finos ante los militantes de la
juventud, según recordaría el hoy muerto ingeniero Gualberto Venesia.
La misma que una tarde se le apareció en la oficina de la Federal, en calle 9 de
Julio al 200 porque le debían un dinero.
-Usted está acá porque le falló a la señora -le dijo un oficial de la Federal.
La señora sabía demasiado y estaba siempre con los muchachos de la derecha
peronista.
Ahora el viaje de las palabras pinta el paisaje de esa geografía que se empecina
en mostrar un tiempo al revés de la lógica.
El padre de Agustín llegó hasta la oficina de Feced de la mano de un funcionario
del Consulado de España en Rosario.
-Nunca vas a saber lo que vi allí -le dijo después de la entrevista.
Había visto los famosos álbumes de tapas de madera que el ex comandante de
gendarmería había construido con las fotografías de los desaparecidos. Imágenes
durante las torturas y después de fusilados.
Albumes que existen todavía, según dicen los allegados directos a Feced, en
alguna parte de esta geografía de cuatro dimensiones.
Hasta que llegaron a la oficina de calle Salta al 1933.
Para Agustín era una dependencia de la Secretaría de Inteligencia del Estado.
-Ahí vive ahora una mujer con dos hijos que estudian en el Liceo Militar -dice
el arqueólogo del infierno rosarino.
Cuentan que en 1975 estalló una bomba que hizo volar los vidrios del lugar.
Ahí estuvo en 1976 junto a su padre.
Un tal Jorge, de pie, habla con los dos. Fumaba en una pipa cachada y tenía
anteojos.
Y sentado, dominando la situación, alguien que se hacía llamar el “comodoro
French”, un hombre alto, rubio, de ojos claros.
-Estamos limpios -dijo el tal Jorge.
Les llegaron a decir que incluso mataron a varios canas por los abusos que
estaban cometiendo.
-No la tenemos nosotros y no la tiene el Ejército -sostuvieron.
Fue entonces que Jorge les muestra una serie de fotografías de distintas
manifestaciones y le pregunta si conocía a Carlos S., porque cuando desapareció
Marité se llevó una valija del Hotel Italia y formaban parte de la llamada
columna 30.
Desde hacía 28 años que el nombre de Carlos S. daba vueltas en el alma de
Agustín Vidal.
Hasta que una noche del misterioso febrero de cinco domingos se encontraron en
un bar de Urquiza y Dorrego, a menos de doscientos metros del Servicio de
Informaciones y por donde suele pasar uno de los principales torturadores
todavía libre ofreciendo seguridad a las escuelas de la ciudad.
Pero era otro Carlos S. y buscaba otra mujer desaparecida que además estaba
embarazada.
Agustín no sabe, aún hoy, veintiocho años después, en qué organización militaba
su hermana.
Carlos S., Agustín Vidal y el periodista que los contactó están juntos pero sin
certezas.
Son tres buscadores en torno a una mesa del bar de Urquiza y Dorrego.
El invitado por el periodista tenía el mismo nombre y la edad de la persona que
Agustín buscaba.
Pero no sabía nada de Marité, la hermana de Agustín.
El traía su propio fantasma.
-Creía que me iban a decir algo de Mónica Wolfin que fue secuestrada cuando
estaba embarazada...
La impotencia por tres.
La geografía tiene una cuarta dimensión.
Aquella que cohabitan los buscadores del origen de la masacre y los asesinos y
sus financistas.
Un tejido de palabras, fotografías sin nombres, frases solitarias y recuerdos
difusos.
Una geografía atravesada por varios tiempos.
Donde el presente no parece solamente lo que sucede en el instante, sino lo que
viene sucediendo hace rato.
Demasiado cargado de pasado está el presente en la geografía rosarina.
Apenas han pasado una veintena de días del asesinato de Sandra Cabrera,
secretaria general de la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina,
seccional Rosario. Y en ese lapso otra vez la sombra de La Santafesina SA y el
escaso poder para construir verdad y justicia del llamado poder judicial.
Son los últimos días de febrero de 2004, un extraño febrero de cinco domingos.
Entre sus horas decenas de rosarinos y santafesinos vuelven a sentir la fiebre
de saber qué fue de los suyos, de los secuestrados y desaparecidos entre 1976 y
1983.
Algunos buscan fantasmas de años anteriores, incluso.
Allí anda Carlos Razzetti tratando de reabrir la causa penal que esclarezca el
asesinato de su padre, Constantino Razzetti, fusilado el 14 de octubre de 1973.
Y la hija de Ingalinella quiere saber todo sobre el médico muerto y secretario
provincial del Partido Comunista en las postrimerías del segundo gobierno
peronista.
También hay decenas de pibes que buscan su verdadera familia y la justicia que
sigue ausente.
Por esa esquina que forman las calles Urquiza y Dorrego, donde está ubicado el
bar en donde se produjo el triple encuentro que derrapó en una angustiosa
impotencia, suele pasar Mario Alfredo Marcote, uno de los más conocidos
torturadores que integró la patota que trabajaba junto al ex comandante de
gendarmería y dos veces jefe de la policía rosarina, Agustín Feced.
Anda con una carpeta y un maletín. Vende servicios de seguridad para las
escuelas y otras instituciones.
Su apodo era “El Cura”.
-A mi me destrozó un tipo al que le decían “El Cura”...-dice Fernando Brarda,
constructor de pantallas de cine y sobreviviente de un centro clandestino de
detención que todavía hoy no se sabe dónde está ubicado.
-Era Fisherton, ni Funes ni Granadero Baigorria. Fisherton -remarca Fernando que
no puede controlarse cuando le cuentan que “El Cura” es Marcote, el hombre que
trabajaba hasta 1995 como celador en el colegio Santa Unión de los Sagrados
Corazones, dependiente del Arzobispado de Rosario.
Fernando fue secuestrado el 6 de agosto de 1976.
El mismo día que se llevaron a Marité Vidal.
Y según Fernando estuvieron en el mismo desconocido lugar.
Bajo el signo que imponía Díaz Bessone, el armador del esquema represivo sobre
las seis provincias del litoral, Misiones, Corrientes, Entre Ríos, Formosa,
Chaco y Santa Fe.
¿Por qué Marcote está libre si ya se declararon nulas las leyes de punto final y
obediencia debida?.
¿Por qué a 28 años del golpe de estado todavía no se sabe cuántos y en qué
lugares funcionaron los distintos centros clandestinos de detención en la
provincia de Santa Fe?.
¿Por qué nunca se tomaron declaraciones informativas a los ex comisarios
titulares de las seccionales rosarinas y santafesinas de aquellos años?.
¿Por qué nunca comparecieron los integrantes de la Policía Federal, de
Gendarmería, de Prefectura y todos los integrantes de la oficialidad del Comando
del Segundo Cuerpo para que hagan un esquema del terrorismo de estado entre 1976
y 1983?.
A poco más de cien metros del bar que reunió a tres de los tantos que buscan
algo de la justicia ausente, en San Lorenzo y Dorrego, las paredes del ex
Servicio de Informaciones de la policía rosarina tienen nuevas pintadas:
“Capitán Viola” y “Coronel Larrabure”.
Son dos de los 117 militares matados por las organizaciones armadas entre el 29
de mayo de 1970 y el 20 de diciembre de 1978 más emblemáticos para los sectores
de derecha.
El terrorismo de estado se cobró 30 mil vidas, según los organismos de derechos
humanos, 9 mil según la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas y
520 son de la provincia de Santa Fe.
Pero en esas paredes en los que funcionó el mayor centro clandestino de
detención de personas en el territorio y por el que pasaron 1.800 personas entre
1976 y 1979, según la declaración del entonces teniente coronel Eduardo González
Roulet, los reivindicadores de los genocidas nunca estamparon el nombre de
ninguno de los 36 policías santafesinos muertos en aquellos años. Seguramente
porque la mayoría eran suboficiales y no valen ni siquiera ser tenidos en cuenta
por esta mano de obra siempre ocupada.
Esos dos nombres inscriptos en las paredes del ahora Centro Popular de la
Memoria “El Pozo” también tienen una historia.
El 10 de julio de 1974, el Ejército Revolucionario del Pueblo produce la toma de
la Fábrica Militar de Villa María, en la provincia de Córdoba. Allí fue apresado
el subdirector del establecimiento, mayor Julio del Valle Larrabure. La
guerrilla lo necesitaba como técnico para la fabricación de explosivos. El 22 de
agosto de 1975, el mayor Larrabure se suicidó estrangulándose con un cordel en
la cárcel del pueblo donde se encontraba. El Ejército difundió que se lo había
torturado. “Acostumbrado a torturar y fusilar a todo combatiente que caen en sus
manos, el Ejército quiere justificar su miserable actitud atribuyendo falsamente
a los revolucionarios los mismos métodos que él utiliza”, contestó el ERP.
El 10 de agosto de ese mismo año la llamada Compañía de Monte “Ramón Rosa
Jiménez”, del Ejército Revolucionario del Pueblo, intentó tomar el Regimiento 17
de Infantería Aerotransportada de Catamarca. No lo pudo llevar a cabo. El
ejército fusiló a la mayoría, 16 militantes de la organización, que se habían
rendido bajo la promesa de respetar sus vidas.
El ERP decidió tomar represalias: “a cada asesinato responderá con una ejecución
de oficiales indiscriminada”. El capitán Humberto Viola era el comandante de la
Brigada V de Infantería y tenía a su cargo distintas bandas paramilitares
responsables de torturas y desapariciones en Tucumán. Junto a él murió de manera
accidental su hija María Cristina de tres años. Fue el primero de diciembre de
1974. El jefe del comando del ERP fue destituido y se definió al hecho como
“exceso injustificable”. A partir de entonces el ERP cesó la campaña.
Esos son los nombres a fines de febrero de 2004 aparecieron pintados sobre las
paredes del Centro de la Memoria Popular “El Pozo”.
A menos de doscientos metros del bar de Uquiza y Dorrego donde hay tres
buscadores de razones y cuerpos queridos y por donde suele pasar uno de los
asesinos, de los protagonistas del infierno real que todavía se extiende en una
inverosímil gambeta de la impunidad a la justicia.
Por eso el pasado está más vivo que nunca en las necesidades del presente.
Edmundo Daniel Pozzi, de profesión bancario, fue secuestrado el 3 de junio de
1976 pero recién lo contó públicamente en noviembre de 2003.
Por aquellos días el diario “La Capital” publicaba una nota del periodista
Bernardo Neustadt titulada “Secuestro de un coronel” y se anunciaba que otro
coronel, Mario Coquet, se hacía cargo de la intendencia de Santa Fe.
La Unión Industrial de la provincia mostraba su beneplácito por los anuncios del
gobernador de ipso, vicealmirante Jorge Desimoni.
El cardiocirujano René Favaloro visitaba la provincia para disertar sobre
enfermedades cardiovasculares y Rafael Martínez Raymonda hablaba ante un grupo
de empresarios.
Se derogaba la ley 7.197 que reglamentaba la jornada de trabajo en ocho horas y
la 7.883 que también permitía respetar el descanso del obrero. Aumentaban las
horas de labor y ese era el motivo del júbilo empresarial provincial.
Albano Harguindeguy, como ministro del Interior de Jorge Videla, denunciaba “una
campaña de desprestigio desde el exterior”.
Aparecían moralinas tituladas “La noche y el dudoso prestigio de algunos de sus
personajes” y lo que quedaba de la Unión Obrera Metalúrgica de Rosario informaba
sobre la entrega de viviendas para sus afiliados.
El goleador del campeonato era el cordobés Mario Alberto Kempes con 16 goles.
Y un día después del secuestro de Edmundo, se informaba que “hallóse muerto de
tres balazos al general Torres”, uno de los militares bolivianos que buscaba la
nacionalización de los recursos naturales y el paso en democracia hacia el
socialismo.
En aquellos primeros días de junio, el llamado Proceso de Reorganización
Nacional disolvió 48 organizaciones gremiales, 22 de ellas consideradas
ilegales.
El dictador Augusto Pinoche inauguraba la asamblea anual de la Organización de
Estados Americanos.
Aparecían los encargados de la censura en los grandes medios de comunicación
radiales en Rosario: el inspector general de radiodifusión era el coronel Dardo
Migno; el mayor Rodolfo Pérez, se hacía cargo de LT 2; el teniente coronel Jaime
Fábrega, tomaba LT 8 y Federico Hasenbalg, LT 3.
La familia de Edmundo ya formaba parte del submundo creado por Díaz Bessone y
Feced.
El bancario vivía en Mendoza y Sarmiento, pleno centro rosarino, cuando a las
cuatro de la mañana llegó una patota y lo llevó junto a su mujer Mabel a un
destino incierto.
Ya habían allanado el departamento una semana antes, en mayo de aquel año.
La acusación que pesaba sobre él, era la de haber sido delegado en la fábrica de
tractores Massey Ferguson hasta el 19 de marzo de 1975 y oponerse al
oficialismo.
En esos días el departamento estaba desocupado cuando cayeron las fuerzas de
tarea.
Había eludido un pedido de captura que se extendió desde marzo de 1975 a febrero
de 1976. A él lo conocían los integrantes de la CGT rosarina y los
representantes de la Juventud Sindical Peronista. Según Pozzi, ellos lo marcaron
y el pedido de captura fue presentado ante la Policía Federal.
Hubo una redada después del golpe del 24 de marzo de 1976. Más de 600 cayeron en
la Jefatura rosarina, entre ellos el propio Pozzi. Pero cuando le hicieron
averiguación de antecedentes no saltó nada.
Hasta que llegó el martes 3 de junio y se lo llevaron.
Le mostraron un par de boleadoras del Yacaré, un compañero que vivía con él. Y
también una radio, su mujer y su hija que había nacido el 27 de febrero de aquel
año.
También sacaron algunas fotos de la cartera de su mujer.
Dieron vuelta todo. Les dijeron que eran prisioneros de guerra.
Actuaban a cara descubierta, usaban barba y sombreros. Los cargaron en autos
separados, en el piso.
“Bajate”, le ordenaron.
Estaba en un campo.
“Levantá la pata que hay un escalón”, advirtieron. Ya estaba con los ojos
vendados.
Era un espacio no muy grande. Una especie de pieza en donde había una cama. Lo
ataban con alambres. Contó entre seis y siete veces la historia de su vida.
Estaba al lado de la cocina y también cerca del lugar donde se interrogaba.
Sentía el paso de aviones que despegaban.
Escuchaba a su mujer y los comentarios lejanos de otros prisioneros.
Trajeron a una mujer de madrugada.
-Vamos a vaciar la casa del Palomar.
-Ahí quedó un televisor y una cama, ¿y si sale un vecino?.
-¿Para qué tenemos la 45?.
Lo envolvieron con la frazada que era suya.
-Yo me quedo con la enceradora.
-El gordo es un tarado.
Le preguntaron: “¿Quiénes son los del ERP?. A los montoneros los tenemos todos
infiltrados. No nos interesan”, dijeron.
“Vamos a torturar a tu mujer y vamos a matar a tu nena”, lo amenazaban.
Parece que “es un duro...hay que darle máquina”.
También le dieron de comer.
Vino la picana. “Dale que aguanta”, apuntaban.
-Yo veía desde arriba. Uno al lado de la cama y tres en un rincón. Fue una
sensación rara. El espacio vacío es lo que te destruye. Me ayudó mucho que
durante el último tiempo había aprendido algo de autohipnosis para aguantar el
dolor de muelas. Flameaba en la cama. Escuchaba una voz muy autoritaria. Con el
tiempo la volví a escuchar en el Círculo de Suboficiales del Ejército pero no me
atreví a darme vuelta. El miedo te persigue hasta hoy contó Pozzi en noviembre
de 2003.
-Te vamos a soltar. Acá hubo un error. Te pido disculpas -le dijeron no sabe
cuándo.
Estuvo siempre vendado y atado.
Le dieron un tenedor y le advirtieron que no intente ninguna boludez. De pronto
el auto que lo iba a devolver a la ciudad no arrancaba. Hasta que pudo.
Cuando volvió a encontrarse con su mujer nunca sintió un apretón de manos tan
fuerte en la vida.
-Ahí vienen luces. Subí al mirador -sintió que se decían los integrantes de la
patota.
Subieron al auto, hicieron alrededor de trescientos metros y luego llegaron al
pavimento.
Sintió llegar a un puente, un semáforo de cuatro manos y luego escuchó el ruido
de la ciudad.
Los dejaron detrás de la cancha de Ñuls, abrazados a un árbol
-A la nena se la dejamos a un vecino.
Pero en realidad se la llevaron a la policía.
La recuperó su mamá, Edith.
La jueza de menores la había dado en tenencia al segundo día al subjefe de la
policía rosarina. Era un matrimonio grande, sin chicos.
-Es mi única nieta y me la llevo -dijo Edith.
Se la dieron con todo el dolor del alma.
Por aquellos días el subjefe de la Unidad Regional II era un comisario inspector
de apellido Pascual.
Cuando su mujer y Edmundo abrazaron a Paulina, la beba de cuatro meses, ella se
calmó. Hacía dos días que lloraba sin parar, pero después del abrazo se durmió.
Un policía de Arroyo Seco le recomendó que vaya a hablar con los jefes de la
Comisaría Segunda de Rosario.
-Pibe, vos te tenés que ir. Esto es una mierda.
Hay de todo: militares, policías y patas de plomo de los sindicatos.
Después nos cagan a tiros a nosotros. A mi me faltan seis meses para jubilarme.
O te comprás una metralleta y tirás hasta que te bajen o te vas a un pueblo,
capaz que zafés. Andate - le dijo aquel comisario Fermín Bravo que en abril del
’76 pasó de la Agrupación Orden Público a la comisaría ubicada en Paraguay y San
Juan.
Edmundo se fue a Arequito.
Dijo que en el primer allanamiento a su departamento estuvo un tipo del SMATA.
Cuando cayó preso vio una montaña de fotos en el Servicio de Informaciones.
Le dejó el poster de dos chicos, uno negro y el otro blanco.
El comisario Bravo le dijo que pensaba que los dos iban a morir.
Pozzi esperó 27 años para contar su historia.
Y en su relato hay nombres ausentes pero huellas marcadas que dejó la burocracia
del terrorismo de estado.
Un mes después, la contratapa del diario “Página/12” ofreció el relato de otro
sobreviviente, ahora convertido en el canciller de la administración del
presidente Néstor Kirchner, Rafael Bielsa.
El título era “La tercera margen del río” y allí cuenta sobre Marité, su mejor
amiga a quien vio por última vez en 1976.
“Luego desapareció, se evaporó. Con los años hemos podido reconstruir parcelas
del final de la vida de los desaparecidos. Alguien los vio, estuvo con ellos,
pasaron por algún sitio. De mi amiga, nunca más se supo nada”, escribió el
hincha de Ñuls.
“El mes pasado fui a Rosario, para declarar en la causa de la llamada Quinta de
Funes, lugar en el que creía haber estado secuestrado. Mi relato, sin embargo,
no coincidía con el de otros, como Jaime Dri, que habían pasado por el chupadero
que Bonasso elevó desde la abominación al arte. Yo había estado en un sótano,
oía aviones, en el trayecto hasta “La Quinta”; crucé un par de pasos a nivel,
había cierta cercanía entre el lugar y el barrio rosarino Parquefield. “La
Quinta” de la que siempre se había hablado parecía que no era la “mía””, recordó
el sobreviviente de una hasta hoy misteriosa mazmorra que existía en la zona del
Gran Rosario.
A los pocos días recibió un correo.
Era Fernando Brarda. “Me contó su historia: un industrial que había dado trabajo
a algunos del ERP, que luego fueron detenidos, y que a su vez... etcétera.
Habían violado a su mujer, metido la cabeza de su hijo de cinco meses en el
inodoro, le habían bajado los dientes, inutilizado un riñón, vuelto semiloco”,
relató Bielsa.
Después le mostró la fotografía de “El Castillo” o “El Fortín”, el centro
clandestino que también funcionaba en Funes pero que solamente fue fotografiado
en diciembre de 2004 para una nota aparecida en el “Rosario/12” acompañando una
nota de la periodista Alicia Simeón.
Pero Brarda no estuvo allí.
Estuvo en algún lugar de Fisherton.
-Donde yo estaba eran todos erpios, no había montoneros -remarcó Fernando.
“¡De manera que hubo una “tercera Quinta”, la tercera margen del río de la
muerte! Una sucesión de visiones sanguinolentas se desplomó sobre mi memoria.
Las fotos de los muchachos muertos que veía cuando trabajaba en los tribunales
federales, con los ojos vaciados y sus bocas mustias, un cielo líquido e
incandescente que abolía el futuro, árboles arrasados por una fuerza ciega. Si
había una “tercera”, tal vez pudiera haber una “cuarta”, o incluso una “quinta
Quinta”. La sinrazón y el espanto elevados al cuadrado”, reflexionó Bielsa con
exactitud.
Después Fernando habló de una “la piba esa que trajeron secuestrada del hotel
Italia, la habían chupado junto con la abuela, a la que abandonaron en camisón,
y a la chica la trajeron a “la Quinta” se llamaba Marité Vidal”, sostuvo.
Y le recordó Fernando a Rafael que allí se escuchaba decir que “a los erpios, un
día de parrilla y un tiro en la nuca”.
Marité es la hermana que busca Agustín en el bar de Urquiza y Dorrego en donde
un Carlos S. que se llama igual a alguien que supuestamente sabe sobre ella dice
que no la conoce y retruca a los dioses ausentes qué se sabe de Mónica Wolfin
desaparecida cuando estaba embarazada.
Agustín, Carlos S., el periodista, Rafael, Fernando, Edgardo, buscan la verdad y
la justicia, mientras que los torturadores andan por esas mismas calles
ofreciendo seguridad para las escuelas pobladas de chicos.
Esos torturadores que a una cuadra de distancia de ese bar se ensañaban sobre
los cuerpos en el Servicio de Informaciones, hoy Centro Popular de la Memoria
“El Pozo”, donde aparecen pintados los nombres de los oficiales del Ejército,
Viola y Larrabure.
Torturadores que saben más que los jueces pero que ningún juez citó a pesar de
que ya estaban probados sus crímenes de lesa humanidad cuando explotaron las
leyes de punto final, obediencia debida y después los indultos.
Como José Rubén Lo Fiego, alias El Ciego.
Un mañana de 1997 recibió a ese mismo periodista que está sentado en la mesa del
bar de Urquiza y Dorrego buscando datos sobre Marité Vidal y le entregó tres
hojas escritas a máquina.
Lo Fiego seguía siendo el subjefe de Operaciones de la policía rosarina y
algunas veces tuvo a su cargo las maniobras tendientes a garantizar la seguridad
de los espectadores en los clásicos entre Central y Ñuls.
En esos papeles aparecía un resumen en el que se mencionaban expedientes
originales de la CONADEP rosarina que ya no estaban en la Cámara Federal de
Apelaciones porque en mayo de 1987 fueron enviados al Consejo Supremo de las
Fuerzas Armadas.
Se mencionaban los legajos originales de Fernando Brarda sobre la “quinta
operacional de Fisherton”; la denuncia sobre el caso de Héctor Retamar en la que
se habla de La Calamita; los datos aportados por el ex sacerdote Santiago Mac
Guire en torno a otra quinta en Funes; casas operativas del Comando del Segundo
Cuerpo de Ejército; la denuncia de Rafael Erasmo Guerrero en torno a las
torturas aplicadas en la Escuela Técnica “Magnasco”; posibles cremaciones de
cuerpos de desaparecidos en el Instituto Rábico de Rosario y un legajo que
incluía precisiones sobre la identidad del personal de inteligencia del batallón
121 y de la llamada Quinta Operacional de Oliveros.
Otro de esos legajos que forman parte del resumen entregado por Lo Fiego hace
mención a la denuncia de María Amelia González que ofrece datos precisos sobre
una quinta de Fisherton a la que fueron conducidos con su marido y en la que los
tortura.
Todos esos lugares directamente vinculados a los integrantes del Ejército
Argentino no fueron tenidos en cuenta en las investigaciones que buscaban
generar justicia en torno a los delitos de lesa humanidad.
Por eso Agustín, Fernando, Carlos S., Rafael, Edmundo y cientos más buscan datos
y personas, tratan de unir los rompecabezas y apenas pueden un poco.
Nada más que un poco.
Son arqueólogos del infierno.
Los que buscan sus raíces y también sus consecuencias.
Por eso es necesario que los jueces sigan con la investigación realizada en la
década del ochenta.
No que comiencen una vez más.