Prólogo

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

Vivencias de un militante responsablemente insertado en la problemática social y política de los últimos treinta años, son las que ofrece José Ernesto Schulman en este libro testimonial.

Los episodios que se suceden cuentan experiencias presentes en el espíritu del autor, hilvanadas con independencia de los ordenamientos cronológicos del tiempo.

El lector podrá modificar la secuencia de los textos, aún más, leerlos apelando al libro en cualquiera de sus páginas: cada relato es una historia en sí misma conectada por múltiples articulaciones con las restantes historias. Todas configuran un tiempo de dudas y de afirmaciones; de esperanzas y frustraciones, de claridad ideológica y de cegueras políticas irritantes y ofensivas, de convicciones muy profundas, de represiones inscriptas en la barbarie, de compromisos asumidos hasta la entrega total, de ausencias muy queridas.

La incorporación a la Federación Juvenil Comunista en la adolescencia y el compromiso total con el Partido Comunista cuando los años afirmaron la temprana militancia, las múltiples tareas realizadas en los distintos frentes hasta alcanzar altas responsabilidades partidarias, son descriptas objetivamente. Sin el afán de mostrar protagonismo, el autor describe la intrincada madeja de relaciones existentes en el campo popular y las distintas posibilidades de luchar contra las organizaciones y los hombres del sistema sabiendo que éstos no evitan ninguna acción para intentar imponerse, recurriendo, inclusive, a los más abyectos procedimientos.

Las posibilidades han sido siempre muy desiguales porque además de disponer de fuerzas represoras preparadas para abortar intentos de transformación social, la mayoría de las instituciones civiles democráticas responden a la ideología de dominación imperante en la sociedad.

Los militantes populares no solamente son descalificados por sus convicciones sino, también, perseguidos arteramente. Por ello, la adhesión a principios contestarios y a formulaciones solidarias, conllevaba  -y conlleva- un alto riesgo.

José Ernesto Schulman lo supo siendo muy joven y optó por estar junto a la gente, meterse fraternalmente en las angustias de los hombres y mujeres explotados y marginados, condenados al hambre y a la desesperación.

La elección tenía precio, Schulman supo de persecuciones, atentados, cárceles y torturas en distintas sedes policiales de la provincia de Santa Fe. Sufrió, junto a compañeros comunistas, peronistas, troskistas, los métodos que el proceso militar aplicó para silenciar a los activistas: el ocultamiento de las detenciones, los simulacros de fusilamientos, la imposición de castigos y tormentos casi imposibles de imaginar, la utilización de la picana eléctrica hasta la destrucción de los cuerpos.

Schulman sobrevivió el terror paralizante ante la presencia de la  patota que no solamente instalaba pavor en los ocupantes de los pabellones, sino también a los propios guardiacárceles. Tal la bestialidad de sus actos. Cuando arrancaban a los detenidos de sus celdas se sabía que serían asesinados en los traslados. La dramática espera de los compañeros regresando de las salas de tortura producía un estremecedor abatimiento. Muchas veces la locura habitaba las celdas.

Dice el autor: Creo que en aquellos días sólo adentro del sistema represivo se podía tener una dimensión exacta del genocidio.

El régimen carcelario, vigente entonces y aplicado a los presos políticos, perseguía el objetivo de destruirlos como personas.  Las permanentes humillaciones a que fueron sometidos atestiguan la perversidad de que la policía muchas veces torturaba más allá de las confesiones que pretendían para aniquilar espiritualmente a las víctimas, asesinándolas en las mesas de tormento.

No obstante, en los mismos pabellones, controlados rigurosamente, se crearon células que mantenían circuitos de información activos en el interior de las cárceles y lograban comunicación con el mundo exterior.

Declara Schulman:  No éramos sólo un número.  Seguíamos siendo militantes populares resistiendo en la trinchera que nos tocaba defender, la de nuestra propia identidad.

En todos los momentos del libro brillan nombres -generalmente los apodos- de hombres y mujeres de distinta extracciones políticas.  Ellos compartieron tramos de vida en la lucha sostenida para lograr que la Justicia fuese un bien común y el respeto por las diferencias asegurasen la convivencia humana.

Muchos son quienes nos reclaman: el Negro Oscar, López, el Hachero; el Viejo Berraz, el Rafaelino, el Bachi, el Chocho y su hijo, el Tito, el Alberto, el Mono, la Mechi y el Ciego, el Ñato, el Mormón, el Chino, y más y más.

Desde sus historias personales y desde la infinita humanidad que los definieron nos hablan de enfrentamientos, de anhelos, de esperanzas.

Con sus cuerpos perforados por las balas asesinas también nos dicen sus verdades queridos militantes: Alberto Cafaratti y Leonel Mac Donald. Cayeron en plena juventud.  Posiblemente, el Pelado en su León Rouge, haya plantado rosales con sus nombres como hizo por tantos compañeros desaparecidos, allá, en su jardín de Tucumán.

Es muy probable también que haya florecido el rosal de Tito Messies quien, con su obstinado silencio, señala el profundo sentido del compromiso sin límite.

Muchas de las historias dan fe de pequeños actos heroicos vividos sin heroísmo. Simplemente ocurrieron.  Ocurrieron en la sordidez de las celdas y no tuvieron más testigo que los compañeros castigados.

¡Cuidado con cantar en la celda! exigían los represores. Pero no pudieron evitar que las voces de los detenidos superasen las rejas, los cerrojos y las prohibiciones del ámbito carcelario. Hoy, el autor nos acerca a ellas trasuntando la emoción de revivir tiempos siniestros compartidos con hombres íntegros, nobles, fieles a sus principios éticos.

Porque la memoria venció a la traición aparece en el libro Víctor Brusa, el juez torturador, protegido por el poder político de Santa Fe y de la Nación.

El laberinto judicial que lo amparó pudo ser obviado por la permanente denuncia de José Ernesto Schulman.  Su acción fue tenaz contra las cerradas puertas de los espacios oficiales y también contra la indeferencia de su propio partido que no comprendió el alcance de la lucha emprendida y no brindó, inicialmente, el apoyo necesario que se requería para descalificar a Brusa por su participación en el criminal proceso militar.

El autor señala con absoluta claridad su disconformidad por la débil posición de su partido durante la última dictadura que se marginó de la lucha emprendida por sectores populares pero exalta el compromiso y la tarea de antiguos militantes como Fidel Tonioli y José Sorbellini, porque siempre estuvieron al lado de los luchadores. Nuevas voces  -la contundente de Mónica Cabrera-  le permite vislumbrar que en los tiempos difíciles de nuestras horas sabremos de hostilidades, de enfrentamientos, de vida y de muerte. También de la dignidad de quienes resisten y no callan; pelean y no aceptan imposiciones, pese a las rejas y a los cerrojos.

En todas las páginas del libro está presente Julius Fusik.

Fue secretario de Prensa del clandestino Partido Comunista de Checoslovaquia cuando las tropas de Hitler invadieron su país, durante la Segunda Guerra Mundial.

Detenido y condenado a morir en la horca, legó a la Humanidad testimonio de sus actos, aún permaneciendo en la cárcel de la Gestapo. En reportajes a sus compañeros de cautiverio -la mayoría condenados como él- , sus referencias constantes a la derrota del nazismo y a la certeza de un mundo futuro libre de explotadores, definieron su ideario.

Al Tribunal Militar que lo condenó, Fusik, dijo: Ahora ustedes van a dictar sus sentencia. Conozco su contenido: la muerte a ese  hombre. Mi veredicto acerca de ustedes lo he dictado hace ya mucho tiempo. Escrito con la sangre de toda la gente honrada del mundo, he aquí lo que contiene: ¡Muera el fascismo, muera la esclavitud capitalista! ¡La vida al hombre!

José Ernesto Schulman apeló a su pensamiento y se protegió con su ejemplo en muchos momentos de su vida. El libro lo atestigua.

Desde otras páginas nos convoca la Mechi y nos dice: De nuestras vidas no nos podemos ir.

En la obra de Schulman se abrazan fraternalmente los militantes que están aquí, a la vuelta de la esquina, y Julius Fusik.

El tiempo que lo separa, y los une, fue testigo de profundas transformaciones pero aún no se alcanzó el mundo Justo por el cual peleó y murió Fusik.

Muchos hombres y mujeres están luchando para alcanzarlo sabiendo que en la pelea se puede ir la vida.  Sin embargo asumen el desafío porque de nuestra vida no nos podemos ir.

José Ernesto Schulman lo sabe.

Y está marchando el camino de la noble gente que se topa con la muerte.  No marcha solo.

También lo sabe.

   


                                                                                                          Rubén Naranjo

  

 

¿Qué revolución compensará
las penas de los hombres?
Andres Rivera




“En síntesis:


1. Quedó probado que el Juez Brusa participó en forma directa de interrogatorios de personas detenidas cuya situación jurídica supuestamente se regularizaba en ámbitos inadecuados para el interrogatorio: la comisaría Cuarta y la Guardia de Infantería Reforzada de Santa Fe. Está probado también que los interrogatorios se hacían a personas que se presentaban en condiciones infrahumanas en cuanto a su estado físico y vestimenta.

2. Está probado asimismo que en estos interrogatorios, calificables de apremios ilegales, el Juez Brusa aconsejaba una actitud pasiva para evitar males mayores y exhibió gestos y actitudes de amenazas que amedrentaban a las personas que se interrogaba......”

 

(Fragmentos del voto en disidencia parcial del Dr. Guillermo Nanno, apoyando la destitución de Víctor Brusa de su cargo de Juez Federal de Santa Fe, resuelta el 20 de Marzo de 2000 por el Jury encargado de resolver el caso).

 

A la memoria de Gastón Gesrik
que amaba escuchar estos relatos. 
Y yo, contárselos.

 

  

 

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