Causa Primer Cuerpo de Ejército



 

 

                  Y CONSIDERANDO.

 

                  Aclaración preliminar e introducción a los hechos materia de investigación

                  En la presente resolución se observará que los acápites referidos a las siguientes temáticas:

                  a) “Génesis del Plan Clandestino de Represión”;

                  b) “Los centros clandestinos de detención durante la dictadura militar”;

                  c) “La valoración de la prueba frente a hechos delictivos concebidos con previsión de impunidad” y

                  d) “La obediencia debida”; resultan, en sus partes fundamentales, similares a los desarrollados en oportunidad de dictar el auto de procesamiento y prisión preventiva de Julio Héctor Simón (fs. 16.303/399) y Oscar Augusto Isidro Rolón (fs. 17.410/527) quienes, recordemos, se desempeñaron como guardias e interrogadores en el centro clandestino de detención que sucesivamente se denominó “Atlético”, “Banco” y “Olimpo”.

                  La explicación de los puntos señalados deviene imprescindible, por explicar el marco fáctico en el cual ocurrieron los sucesos analizados, para discernir la responsabilidad penal de las personas cuya situación interesa distinguir en el presente resolutorio.

                  Sentado ello y a continuación, efectuaré una breve introducción a los hechos materia de investigación que permitirá comprender por qué durante el desarrollo del presente resolutorio se debe considerar, únicamente en los aspectos que importan para determinar la responsabilidad penal de las personas imputadas, las acciones desplegadas por la última dictadura militar que permitieron a miembros de las fuerzas armadas y de seguridad (en especial, al Ejército Argentino, Policía Federal y Gendarmería Nacional), secuestrar, torturar, asesinar, crear centros clandestinos de detención, con total impunidad y bajo la dirección de quienes controlaban -mediante la usurpación del poder- la totalidad de los mecanismos de dominación del Estado.

                  Durante los años comprendidos entre 1976 y 1983 el gobierno de facto impuso un plan sistemático de represión ilegal, conforme se ha acreditado mediante diversas resoluciones judiciales, tal el caso de la sentencia dictada por la Excma. Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal en la causa nro. 13/84, entre otras.

                  Uno de los puntos centrales de este plan estatal de represión -que conforme veremos a lo largo de la presente resolución estaba contaminado de las prácticas e ideologías propias del gobierno nacionalsocialista de Alemania de las décadas del ‘30 y ‘40 del siglo XX- era el secuestro de personas, su traslado a lugares clandestinos de detención, su sistemática tortura, y luego la liberación, la legalización o la muerte.

                  Los centros clandestinos de detención existentes en el país compartían distintas características comunes, tal como funcionar en lugares secretos, bajo el directo contralor de la autoridad militar responsable de dicha zona, y que las personas que eran alojadas allí eran sometidas a prácticas degradantes, tales como el tabicamiento (estar vendado día y noche y aislado del resto de la población concentracionaria), la prohibición absoluta del uso de la palabra o de la escritura, en fin, de cualquier tipo de comunicación humana; la asignación de una letra y un número en reemplazo del nombre, la tortura sistemática, el alojamiento en pequeñas celdas llamadas “tubos”, la escasa comida, la total perdida de identidad, en otras.

                  Resulta ilustrativa la declaración efectuada en la obra “Nunca Más” por el sobreviviente Mario Villani respecto a la vida en los centros de detención: “Debo decir que, desde el momento en que alguien era secuestrado por los grupos de tareas de la dictadura, él o ella era un desaparecido. La secuencia establecida era desaparición-tortura-muerte. la mayoría de los desaparecidos transcurríamos día y noche encapuchados, esposados, engrillados y con los ojos vendados, en una celda llamada tubo por lo estrecha. [...] Podíamos también volver a ser torturados en el quirófano y, finalmente, como todos los demás, ser <<trasladados>>, eufemismo que encubría el verdadero destino, el asesinato. A algunos pocos, por oscuras razones que sólo los represores conocían, se nos dejó con vida”.

                  Estas escenas, se repitieron, una y otra vez, en las declaraciones de los sobrevivientes, variando sólo en mínimos detalles según el centro de detención en el que estuvieron secuestrados.

                                     Asimismo, la estructura jerárquica de los distintos centros clandestinos de detención también era similar.

                                     La misma, estaba encabezada por un jefe de campo que podía ser un militar o un policía, tal es el caso de Comisario Antonio Benito Fioravanti respecto de “Atlético”, y del Mayor del Ejército Argentino Minicucci respecto de “Banco” y “Olimpo”.

                                     Por debajo de ellos, prestaban funciones un grupo de “oficiales” que se ocupaban de interrogar y custodiar a los detenidos.

                                     En los centros, también, actuaban “grupos de tareas” o “patotas” las cuales eran las encargadas, en primer término, del secuestro y traslado de los ilegalmente detenidos.

                                     El rol de los integrantes de las “patotas” muchas veces se completaba con los interrogatorios y torturas que se realizaban en los centros clandestinos de detención.

                  Por último, la pirámide jerárquica concluía con los que integraban las guardias, las cuales eran generalmente rotativas, quienes muchas veces tomaban un rol más activo incluyendo golpes, torturas, abusos, entre otras vejaciones.

                  El gobierno de facto, para cumplir estas tareas, se valió de personal de las distintas fuerzas de seguridad, conviviendo en los centros de detención clandestinos -a los cuales el propio régimen llamaba eufemísticamente”LRD”, es decir, lugar de reunión de detenidos- policías, militares y penitenciarios, pero siempre bajo la tutela de la estructura represiva implementada desde el Primer Cuerpo del Ejército.

                  Así en la presente resolución se analizará la actuación de oficiales de la Policía Federal Argentina Samuel Roberto Antonio Rosa, Julio Simón, Oscar Rolón, Raúl González, Eduardo Kalinec, Juan Carlos Falcón, Eufemio Jorge Uballes, Gustavo Adolfo Eklund, Luis Donocik y Juan Antonio del Cerro, de los suboficiales y oficiales de la Gendarmería Nacional Argentina Guillermo Víctor Cardozo, Eugenio Pereyra Apestegui, y del oficial del Servicio Penitenciario Federal Juan Carlos Avena, quienes, conforme se determinará, eran algunos de los encargados de realizar los secuestros y aplicar los tormentos que se le infligían a los detenidos en el centro de detención que sucesivamente se denominara “Atlético”, “Banco” y “Olimpo”.     

                  Las distintas personas involucradas cumplieron diversos roles en el plan sistemático de represión ilegal. La importancia de estas distintas funciones queda graficada en las palabras de Hannah Arendt en el análisis que se realizó del rol de Eichmann en el juicio llevado en su contra: “Allí escuchamos las afirmaciones de la defensa, en el sentido de que Eichmann tan sólo era una <<ruedecita>> en la maquinaria de la Solución Final, así como las afirmaciones de la acusación, que creía haber hallado en Eichmann el verdadero motor de aquella máquina. Por mi parte, a ninguna de las dos teorías di mayor importancia que la que les otorgaron los jueces, por cuanto la teoría de la ruedecilla carece de trascendencia jurídica, y, en consecuencia, poco importa determinar la magnitud de la función atribuida a la rueda Eichmann. El tribunal reconoció, como es lógico, en su sentencia, que el delito juzgado únicamente podía ser cometido mediante el empleo de una gigantesca organización burocrática que se sirviera de recursos gubernamentales. Pero en tanto en cuanto las actividades en cuestión constituían un delito -lo cual, como es lógico, era la premisa indispensable a la celebración del juicio- todas las ruedas de la máquina, por insignificantes que fueran, se transformaban, desde el punto de vista del tribunal, en autores, es decir, en seres humanos. Si el acusado se ampara en el hecho de que no actuó como tal hombre, sino como un funcionario cuyas funciones hubieran podido ser llevadas a cabo por cualquier otra persona, ello equivale a la actitud del delincuente que, amparándose en las estadísticas de criminalidad -que señalan que en tal o cual lugar se cometen tantos o cuantos delitos al día-, declarase que él tan sólo hizo lo que estaba ya estadísticamente previsto, y que tenía carácter meramente accidental el que fuese él quien lo hubiese hecho, y no cualquier otro, por cuanto, a fin de cuentas, alguien tenía que hacerlo” (cfr. Hannah, Arendt: Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, trad. de Carlos Ribalta, Editorial Lumen, Barcelona, 2000, p. 436).

                  En el caso del centro clandestino de detención denominado sucesivamente “Atlético”, “Banco” y “Olimpo” el personal que actuaba en ellos fue siguiendo la suerte de los mismos. Es decir, cuando “Atlético” dejo de operar, los represores pasaron a cumplir tareas en “Banco” y cuando éste fue abandonado pasaron a desempeñarse en “Olimpo”.

                  De esta manera, muchos guardias, secuestradores, torturadores e interrogadores cumplieron roles similares en los diversos centros en los que actuaron, por ende, dichos campos de detención deben ser considerados como una sola unidad que fue mutando de sede.

                   Descripta de manera sucinta los hechos materia de investigación, corresponde comenzar con el análisis de las cuestiones enunciadas.

                

                  Considerando Primero:            

                  Génesis del Plan Clandestino de Represión (remisión).

                  El Poder Judicial de la Nación, a través de diversos Juzgados y Cámaras de Apelaciones, se abocó al conocimiento de numerosas denuncias vinculadas con las violaciones a los derechos humanos y a la desaparición de personas ocurridas durante el gobierno de facto que se extendió desde el 24 de marzo de 1976 al 10 de diciembre de 1983.

                  En este sentido, la Excma. Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal analizó los sucesos ocurridos en el país durante el auto denominado “Proceso de Reorganización Nacional” en lo atinente, entre otros aspectos, al sistema represivo creado desde la cúpula del aparato estatal en la causa nro. 13/84 (también denominada “Causa originariamente instruida por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas en cumplimiento del decreto 158/83 del Poder Ejecutivo Nacional”); en la causa 44/86 seguida contra los ex-jefes de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (causa incoada en virtud del decreto 280/84 del P.E.N.), más el trámite de las presentes actuaciones.

                  En dicho conjunto de actuaciones, quedó acreditada la organización y funcionamiento de una estructura ilegal, orquestada por las Fuerzas Armadas, la cual tenía como propósito llevar adelante un plan clandestino de represión.

                  Así, la Excma. Cámara del Fuero en ocasión de dictar sentencia en la causa nro. 13/84, realizó un ajustado análisis del contexto histórico y normativo en el cual sucedieron los hechos que serán objeto de análisis en la presente resolución:

                  “...La gravedad de la situación imperante en 1975, debido a la frecuencia y extensión geográfica de los actos terroristas, constituyó una amenaza para el desarrollo de vida normal de la Nación, estimando el gobierno nacional que los organismos policiales y de seguridad resultaban incapaces para prevenir tales hechos. Ello motivó que se dictara una legislación especial para la prevención y represión del fenómeno terrorista, debidamente complementada a través de reglamentaciones militares.”

                  “El gobierno constitucional, en ese entonces, dictó los decretos 261/75 de febrero de 1975, por el cual encomendó al Comando General del Ejército ejecutar las operaciones militares necesarias para neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos en la Provincia de Tucumán; el decreto 2770 del 6 de octubre de 1975, por el que se creó el Consejo de Seguridad Interna, integrado por el Presidente de la Nación, los Ministros del Poder Ejecutivo y los Comandantes Generales de las fuerzas armadas, a fin de asesorar y promover al Presidente de la Nación las medidas necesarias para la lucha contra la subversión y la planificación, conducción y coordinación con las diferentes autoridades nacionales para la ejecución de esa lucha; el decreto 2771 de la misma fecha que facultó al Consejo de Seguridad Interna a suscribir convenios con las Provincias, a fin de colocar bajo su control operacional al personal policial y penitenciario; y 2772, también de la misma fecha que extendió la «acción de las Fuerzas Armadas a los efectos de la lucha anti subversiva a todo el territorio del país»”.

                  “La primera de las normas citadas se complementó con la directiva del Comandante General del Ejército nro. 333, de enero del mismo año, que fijó la estrategia a seguir contra los asentamientos terroristas en Tucumán, dividiendo la operación en dos partes, caracterizándose la primera por el aislamiento de esos grupos a través de la ocupación de puntos críticos y control progresivo de la población y de las rutas, y la segunda por el hostigamiento progresivo a fin de debilitar al oponente y, eventualmente, atacarlo para aniquilarlo y restablecer el pleno control de la zona. En su anexo n° 1 (normas de procedimiento legal) esta directiva cuenta con reglas básicas de procedimiento sobre detención de personas, que indican su derivación preferentemente a la autoridad policial en el plazo mas breve; sobre procesamientos de detenidos, que disponen su sometimiento la justicia federal, o su puesta a disposición del Poder Ejecutivo Nacional; sobre allanamientos, autorizándolos en casos graves, con prescindencia de toda autorización judicial escrita, habida cuenta del estado de sitio.”

                  “La directiva 333 fue complementada con la orden de personal número 591/75, del 28 de febrero de 1975, a través de la cual se disponía reforzar la quinta brigada de infantería con asiento en Tucumán, con personal superior y subalterno del Tercer Cuerpo del Ejército [...]”.

                  “Por su parte, lo dispuesto en los decretos 2770, 2771 y 2772, fue reglamentado a través de la directiva 1/75 del Consejo de Defensa, del 15 de Octubre del mismo año, que instrumento el empleo de la fuerzas armadas, de seguridad y policiales, y demás organismos puestos a su disposición para la lucha antisubversiva, con la idea rectora de utilizar simultáneamente todos los medios disponibles, coordinando los niveles nacionales [...]”.

                  “El Ejército dictó, como contribuyente a la directiva precedentemente analizada, la directiva del Comandante General del Ejército n° 404/75, del 28 de Octubre de ese año, que fijo las zonas prioritarias de lucha, dividió la maniobra estratégica en fases y mantuvo la organización territorial -conformada por cuatro zonas de defensa - nros. 1, 2, 3 y 5 - subzonas, áreas y subáreas - preexistentes de acuerdo al Plan de Capacidades para el año 1972 - PFE - PC MI72 -, tal como ordenaba el punto 8 de la directiva 1/75 del Consejo de Defensa [...]”.

                  “Al ser interrogados en la audiencia los integrantes del Gobierno constitucional que suscribieron los decretos 2770, 2771, y 2772 del año 1975, doctores Italo Argentino Luder, Antonio Cafiero, Alberto Luis Rocamora, Alfredo Gómez Morales, Carlos Ruckauf y Antonio Benítez, sobre la inteligencia asignada a la dichas normas, fueron contestes en afirmar que esta legislación especial obedeció fundamentalmente a que las policías habían sido rebasadas, en su capacidad de acción, por la guerrilla y que por “aniquilamiento” debía entenderse dar termino definitivo o quebrar la voluntad de combate de los grupos subversivos, pero nunca la eliminación física de esos delincuentes [...]”.

                  “Sostener que este concepto, insertado en esos decretos, implicaba ordenar la eliminación física de los delincuentes subversivos, fuera del combate y aún después de haber sido desarmados y apresados, resulta inaceptable [...]”.

                  “En el Orden Nacional, el Ejército dictó: a) la orden parcial nro. 405/76, del 21 de mayo, que sólo modifico el esquema territorial de la directiva 404 en cuanto incrementó la jurisdicción del Comando de Institutos Militares; [...] b) La Directiva del Comandante General del Ejército nro. 217/76 del 2 de abril de ese año cuyo objetivo fue concretar y especificar los procedimientos a adoptarse respecto del personal subversivo detenido; [...] c) la directiva del Comandante en jefe del Ejercito nro. 504/77, del 20 de abril de ese año, cuya finalidad, expresada en el apartado I fue “actualizar y unificar el contenido del PFE - OC (MI) - año 1972 y la Directiva del Comandante General del Ejército 404/75 (lucha contra la subversión); [...] d) Directiva 604/79, del 18 de mayo de ese año, cuya finalidad fue establecer los lineamientos generales para la prosecución de la ofensiva a partir de la situación alcanzada en ese momento en el desarrollo de la lucha contra la subversión.” (cfr. Causa nº 13/84, de la Excma. Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal. Sentencia de fecha 9 de diciembre de 1985, Imprenta del Congreso de la Nación, Tomo I, 1987, pág. 69 y sig.).

                  Con la toma del poder del gobierno militar dio comienzo el fenómeno de la desaparición de personas mediante la utilización de un plan sistemático de represión en cabeza del aparato de poder estatal que dominaba las Fuerzas Armadas.

                  La desaparición forzada de personas, tenía un patrón común de acción que la Cámara Federal, en la sentencia señalada precedentemente, sistematizó de la siguiente manera:

                  "...1) Los secuestradores eran integrantes de las fuerzas armadas, policiales o de seguridad, y si bien, en la mayoría de los casos, se proclamaban genéricamente como pertenecientes a alguna de dichas fuerzas, normalmente adoptaban preocupaciones para no ser identificados, apareciendo en algunos casos disfrazados con burdas indumentarias o pelucas [...]

                  “2) Otra de las características que tenían esos hechos, era la intervención de un número considerable de personas fuertemente armadas [...]

                  “3) Otra de las características comunes, era que tales operaciones ilegales contaban frecuentemente con un aviso previo a la autoridad de la zona en que se producían, advirtiéndose incluso, en algunos casos, el apoyo de tales autoridades al accionar de esos grupos armados.”

                  “El primer aspecto de la cuestión se vincula con la denominada <<área libre>>, que permitía se efectuaran los procedimientos sin la interferencia policial, ante la eventualidad de que pudiera ser reclamada para intervenir [...]

                  “No sólo adoptaban esas precauciones con las autoridades policiales en los lugares donde debían intervenir, sino que en muchas ocasiones contaban con su colaboración para realizar los procedimientos como así también para la detención de las personas en las propias dependencias policiales [...]

                  “4) El cuarto aspecto a considerar con característica común, consiste en que los secuestros ocurrían durante la noche, en los domicilios de las víctimas, y siendo acompañados en muchos casos por el saqueo de los bienes de la vivienda [...](cfr. La Sentencia…, Tomo I, pág. 97 y sig.).

                  Una vez secuestradas, las víctimas eran llevadas de inmediato a lugares especialmente adaptados, situados dentro de unidades militares o policiales o que dependían de ellas, conocidos con posterioridad como centros clandestinos de detención.

                  En dichos sitios, los secuestrados generalmente eran sometidos a largas sesiones de torturas para obtener algún tipo de información.

                  Luego de ello, la víctima podía correr tres destinos: ser puesta en libertad, la legalización de su detención o su muerte.

                  Los centros de detención, además de servir para alojar detenidos, eran utilizados por los grupos de tareas como base de operaciones para realizar sus secuestros.

                  Así, en “Banco” y “Olimpo” funcionaba el denominado Grupo de Tareas 2 (G.T. 2), el cual estaba a las órdenes del Capitán del Ejército Argentino Enrique José Del Pino alias “Miguel” (cfr. declaración testimonial de Juan Carlos Guarino de fs. 21.684/6).

                  La primera conclusión sobre lo hasta aquí expuesto, lleva a razonar que, bajo la existencia de un supuesto orden normativo -amparado por las leyes, órdenes y directivas que reglaban formalmente la actuación de las Fuerzas Armadas en la lucha contra el terrorismo-, en realidad las Fuerzas Armadas se conducían merced a mandatos verbales, secretos, y en todo lo referente al tratamiento de personas detenidas, la actividad desplegada por el gobierno militar no respondía al marco jurídico anteriormente señalado.

                  Todo lo contrario, se respondía a directivas verbales, secretas e ilegales que sustancialmente consistían en: detener y mantener oculta a las personas, torturarlas para obtener información y eventualmente matarlas haciendo desaparecer el cadáver o bien fraguar enfrentamientos armados como modo de justificar dichas muertes.

                  En definitiva, el plan criminal de represión, llevado a cabo durante el último gobierno militar consistió en: a) privar de su libertad en forma ilegal a las personas que considerasen sospechosas de estar enfrentadas al orden por ellos impuesto; b) el traslado a lugares de detención clandestinos; c) ocultar todos estos hechos a los familiares de las víctimas y negar haber efectuado la detención a los jueces que tramitaran hábeas corpus; d) aplicar torturas a las personas capturadas para extraer la información que consideren necesaria; e) liberar, legalizar la detención o asesinar a cada víctima según criterios poco estables por los que se puso de manifiesto la más amplia discrecionalidad y arbitrariedad con relación a la vida o muerte de cada una de las víctimas.

                  Dentro de este sistema, se otorgó a los cuadros inferiores de las Fuerzas Armadas una gran discrecionalidad para seleccionar a quienes aparecieran, según la información de inteligencia, como vinculados a la subversión; se dispuso que se los interrogara bajo tormentos y que se los sometiera a regímenes inhumanos de vida, mientras se los mantenía clandestinamente en cautiverio; se concedió, por fin, una gran libertad para apreciar el destino final de cada víctima, el ingreso al sistema legal la libertad o, simplemente la eliminación física (al respecto, ver Capítulo XX, de La Sentencia…, ya citada, donde todas estas circunstancia son explicadas en extenso).

                  En relación con la organización del sistema represivo y el accionar de las fuerzas armadas, Novaro y Palermo explican: "...En su diseño como hemos dicho se priorizó ante toda otra consideración la eficacia de la ofensiva a desarrollar contra el enemigo que enfrentaba la nación y las fuerzas Armadas, cuya naturaleza era política e ideólogica, más que militar: «el comunismo subversivo» o más simplemente «el subversivo» actuaba dentro de las fronteras y su entramado social, podía tener o no vinculación ideológica, política y financiera con los centros mundiales de la revolución, y actuaba en todos los planos de la vida social, la educación, la cultura, las relaciones laborales, la religión. Lo que debía combatirse en él era su condición subversiva que no estaba asociada solo con una práctica revolucionaria (la lucha armada) ni con una determinada estrategia de toma revolucionaria del poder (el modelo cubano, el vietnamita o el chileno) ni con la pertenencia a un determinado tipo de organización (los grupos revolucionarios y guerrillas) sino que se extendía mucho más allá.”

                  “Para identificar la «condición subversiva» era un dato relevante la ideología marxista y el izquierdismo. Se entendía, entonces, que para combatir eficientemente a «la subversión» había que atacarla especialmente, en su causa primera el «virus ideológico» que es diseminado por los marxistas, los comunistas o criptocomunistas, los izquierditas, los revolucionarios en general. Aunque también los católicos tercermundistas, los freudianos, los ateos y en una medida considerable, los peronistas, los liberales y los judíos representaban una amenaza para el orden, ya que difundían ideas contrarias a su preservación, por lo que también debía perseguírselo. Igual que todos aquellos que, con su prédica agnóstica, igualitaria o populista atacaron las bases del orden nacional. Es así que, si bien esas filtraciones eran datos suficientes, no eran del todo necesarias para identificar al enemigo que podía estar solapado bajo otros disfraces y ser inconsciente de su papel en esta guerra. Bastaba que la persona en cuestión actuara a favor de un «cambio social» y en contra del orden. En este sentido los activistas no violentos, ajenos a las organizaciones clandestinas que desarrollaban actividades políticas sindicales, religiosas o intelectuales legales y legítimas en cualquier sistema de derecho resultaban a los militares especialmente intolerantes, porque solían ser los más eficaces transmisores del virus subversivo para la sociedad. Subversivo, en suma, equivalía a ser enemigo de la Patria, de esa Patria uniforme, integrada e inmutable tal como la entendían los militares. No importaría, por lo tanto, que como sucedió en muchos casos, los secuestrados resultaran ser nacionalistas convencidos o devotos cristianos animados por sentimientos no menos profundos que los de sus verdugos. La inclusión de entre las señas de identidad del enemigo, de una amplia gama de «delitos de conciencia» y actitudes cuestionadoras fue expresada de modo prístino y reiterado por Videla: «Subversión es también la pelea entre hijos y padres, entre padres y abuelos. No es solamente matar militares. Es también todo tipo de enfrentamiento social (Gente n° 560, 15 de abril de 1976)» [...]. Y tal como había explicado Galtieri a fines de 1974, continuando con las metáforas médicas frente a la subversión como con el cáncer, «a veces es necesario extirpar las partes del cuerpo próximas aunque no estén infectadas para evitar la propagación»" (Novaro Marcos, Palermo Vicente: Historia Argentina: La Dictadura Militar 1976/1983. Del Golpe de Estado a la Restauración Democrática. Ed. Paidós, Bs. As., 2003, pp. 88 y sig.).

                  En tal sentido, se ha señalado recientemente, que “El discurso de la peste […] fue particularmente apropiado y resignificado por el gobierno instaurado en 1976. Las epidemias, los cánceres nacionales de todo tipo, eran los subterfugios utilizados por los militares para justificar la erradicación de los «focos» subversivos al interior del organismo enfermo. También desde 1976, con más fuerza que nunca la metáfora de la sociedad enferma se convertiría «en el diagnóstico oficial del gobierno para explicar de un modo didáctico y convincente el pasado inmediato de la República Argentina, para justificar el acceso al poder, la legitimidad de la permanencia en él y los objetivos históricos propuestos»” (Melo, Adrián – Raffin, Marcelo: “Obsesiones y fantasmas de la Argentina”, Editores del Puerto, Bs. As., 2005, p. 109, con cita de Delich, Francisco: Metáforas de la sociedad argentina, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1986, p. 29).

                  Y continúan los autores citados: “…Si el diagnóstico era que el grueso de la sociedad estaba enferma, las estrategias curativas tenían que ser necesariamente drásticas y apuntar allí mismo donde los males tienen su origen. El Estado autoritario impone un lema: el supuesto enfermo debe aislarse para extirpar el mal. Las terapéuticas instrumentadas fueron la desinformación, el congelamiento de la sociedad, la imposición del miedo, la desaparición física de las personas, entre las de mayor peso” (ob. cit., p. 109/0).

                  Previo a finalizar este capítulo, corresponde recordar que el Poder Ejecutivo Nacional, mediante la sanción del decreto nro. 187/83, dispuso la creación de la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (CONADEP), cuyo objetivo fue esclarecer los hechos relacionados con este fenómeno acontecido en el país. En el informe final presentado por la mentada Comisión se señaló que:

                  “...De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que los derechos humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas Armadas. Y no violados de manera esporádica sino sistemática, de manera siempre la misma, con similares secuestros e idénticos tormentos en toda la extensión del territorio. ¿Cómo no atribuirlo a una metodología de terror planificada por los altos mandos? ¿Cómo podrían haber sido cometidos por perversos que actuaban por su sola cuenta bajo un régimen rigurosamente militar, con todos los poderes y medios de información que esto supone? ¿Cómo puede hablarse de «excesos individuales»? De nuestra información surge que esta tecnología del infierno fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores. Si nuestras inferencias no bastaran, ahí están las palabras de despedida pronunciadas en la Junta Inter Americana de Defensa por el Jefe de la Delegación Argentina, Gral. Santiago Omar Riveros, el 24 de enero de 1980: «Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los Comandos Superiores». Así cuando ante el clamor universal por los horrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraron los «excesos de la represión, inevitables en una guerra sucia», revelan una hipócrita tentativa de descargar sobre subalternos independientes los espantos planificados.”

                  “Los operativos de secuestros manifestaban la precisa organización, a veces en los lugares de trabajo de los señalados, otras en plena calle y a luz del día, mediante procedimientos ostensibles de las fuerzas de seguridad que ordenaban «zona libre» a las Comisarías correspondientes. Cuando la víctima era buscada de noche en su propia casa, comandos armados rodeaban la manzana y entraban por la fuerza, aterrorizaban a padres y niños, a menudo amordazándolos y obligándolos a presenciar los hechos, se apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la encapuchaban y finalmente la arrastraban a los autos o camiones, mientras el resto de los comandos casi siempre destruía y robaba lo que era transportable. De ahí se partía hacia el antro en cuya puerta podía haber inscriptas las mismas palabras que Dante leyó en los portales del infierno: «Abandonar toda esperanza, los que entráis»”.

                  “De este modo, en nombre de la seguridad nacional, miles y miles de seres humanos, generalmente jóvenes y hasta adolescentes, pasaron a integrar una categoría tétrica y hasta fantasmal: la de los desaparecidos. Palabra - ¡triste privilegio argentino! - que hoy se escribe en castellano en toda la prensa del mundo.“ (cfr. Nunca Más, Informe de la Comisión Nacional de Desaparición de Personas, EUDEBA, Buenos Aires, 1996).

                  Lo hasta aquí expuesto, nos permite conocer el marco histórico nacional en el cual se desarrollaron los sucesos investigados en el marco del cual se desplegó el sistema represivo implementado por las Fuerzas Armadas, consistente en la captura, privación ilegal de la libertad, interrogatorios con tormentos, clandestinidad y en muchos casos, eliminación física de las víctimas, que fue sustancialmente idéntico en todo el territorio de la Nación.

                  Resulta relevante traer a colación aquí los desarrollos teóricos que en el marco del discurso penal se han efectuado, a partir de la irrupción de estados autoritarios tanto en Europa como en América Latina, durante todo el siglo XX, desarrollos que sintetizan las preocupaciones de los juristas y pensadores provenientes no sólo del Derecho penal sino de diversas ramas de las ciencias sociales, como lo son la sociología del castigo, la antropología jurídica y la criminología.

                  Estas preocupaciones han buscado comprender la relación entre el poder y la legalidad (entendida esta última según el modelo kelseniano que se impuso durante las décadas del ’20 y ’30 del siglo pasado), especialmente a partir de la crisis en esta relación, puesta en evidencia con la irrupción de los regímenes autocráticos de entre guerras, en especial, el nacionalsocialismo.

                  De estos desarrollos teóricos –entre los cuales se destacan los emprendidos por los juristas europeos Alessandro Baratta y Luigi Ferrajoli y nuestro E. Raúl Zaffaroni-, surge claro que hoy en día sólo es posible comprender al Derecho penal como una técnica de minimización de la violencia, con especial referencia a la violencia estatal, que por su concentración de poder punitivo (monopolio del uso de la fuerza, disponibilidad de aparatos de poder, posesión de arsenales bélicos, etc.), siempre tiende al abuso y a la desproporción en las réplicas frente a la puesta en peligro de dicho poder que surgen de sectores alejados del mismo.

                  De hecho, el Derecho penal moderno nació al calor de la Ilustración de fines del siglo XVIII (la obra de Beccaria, Dei delitti e delle pene, es de 1766), precisamente a partir de la necesidad de poner diques de contención al despotismo que los regímenes absolutistas ejercían sobre los súbditos, quienes hasta ese momento carecían de todo tipo de derechos.

                  Pues bien, los hechos ventilados en este proceso muestran a las claras que el supuesto progreso civilizatorio de la mano de la modernidad y de las luces está lejos de haber alcanzado, al menos de modo concluyente, estadios superadores en la relación entre el Estado y la sociedad civil.

                  Es a partir de este marco conceptual, que es posible visualizar una tensión permanente entre el ejercicio de poder punitivo (propio del Estado policial) y el Derecho penal como técnica proveedora de mayor paz social (propio del Estado de Derecho), tensión que está presente en todas las sociedades, más allá de la organización política que las configure (sigo aquí especialmente a Zaffaroni, E. Raúl, Alagia, Alejandro y Slokar, Alejandro: Derecho Penal - Parte General, Ed. Ediar, Bs. As., 2000, pp. 5 y sgts. y 38 y sgts.).

                  Esta dialéctica Estado de Derecho-Estado policial no se puede concebir espacialmente como dos frentes que coliden entre sí, dado que en verdad, el primero contiene al segundo en su interior: así, el Estado policial pugna permanentemente por su expansión en desmedro de espacios propios del Estado de Derecho, y a su vez, el Estado de Derecho aspira a reducir y encapsular todo lo posible los espacios librados al Estado policial que pervive en su interior.

                  En tal sentido, la mayor expansión del ejercicio de poder punitivo estatal trae como consecuencia su necesaria contrapartida, la virtual desaparición del Derecho penal limitador y lo que éste presupone, el Estado de Derecho.

                  No es posible imaginar una sociedad en donde todo sea Estado de libertades (un mínimo de poder de policía resulta absolutamente necesario para la coexistencia aún pacífica), así como tampoco es concebible una sociedad con todos sus espacios de libertades anuladas: una sociedad así, abierta y completamente totalitaria, terminaría aniquilando a todos sus súbditos a través del ejercicio del terror sistemático, masivo e implacable, generando uno tras otro, nuevos estereotipos de enemigos. Si bien han existido regímenes que se han acercado bastante al ideal (probablemente, la Alemania nazi en la plenitud de su poder, circa 1942), lo cierto es que también el Estado policial puro es solamente una hipótesis de trabajo para el científico social (al respecto, ver Arendt, Hannah: Los orígenes del totalitarismo, trad. de Guillermo Solana, Alianza Editorial, Madrid, 2002, pp. 687-688).

                  Pues bien, lo que surge claro tanto de los elementos de prueba colectados en la causa 13 instruida por el Superior, como por las investigaciones históricas del período inaugurado con el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, es que las pulsiones del Estado policial –conducido por la Junta Militar de aquel entonces- finalmente rompieron los últimos diques de contención que le ofrecían resistencia desde el Estado de Derecho, y anegaron todos aquellos espacios de derechos y libertades a los que desde siempre apuntaron y que hasta ese momento tenían resguardo de la Ley, mediante el empleo de un poder autoritario y manifiestamente ilegal.

                  Para ello, y habida cuenta que el catálogo de respuestas jurídicopenales que ofrecía el Estado de Derecho usurpado les resultaba manifiestamente insuficiente a los diseñadores del régimen militar instaurado para canalizar el enorme caudal de violencia estatal que preveían inyectar en la sociedad, frente a la disyuntiva –absolutamente factible debido a la sustitución de la mismísima norma fundamental del orden jurídico vigente- de cambiar a su antojo la legalidad formal en lo referente a delitos, juicios y penas, prefirieron una solución aún más drástica, como lo fue la de transferir todo el aparato bélico de poder estatal a la más pura clandestinidad, esto es, a la más abierta ilegalidad.

                  Y reafirmo esta nota de abierta ilegalidad, puesto que el Estado argentino, pese a la clara dominación del Estado policial, mantuvo remanente ciertos espacios del Estado de Derecho en ámbitos no vitales (no debemos olvidar que el código penal casi no fue modificado, así como tampoco el derecho civil, comercial, todos los cuales seguían siendo aplicados por jueces, etc.).

                  Dicho de otro modo, nos encontramos a partir de fines de marzo de 1976 en nuestro país con un Estado no ya constitucional sino meramente legal de Derecho, con casi todos sus espacios internos ocupados por un Estado policial liberado de toda contención y dominado por las agencias policiales (fuerzas armadas y de seguridad), y que para colmo de males, y como nota distintiva de la violencia estatal que se dio en la Argentina en aquellos años, con todos sus aparatos verticalizados de poder (fuerzas armadas, policías, servicios penitenciarios, servicios de seguridad del Estado) alineados en una sola estructura –al estilo del Leviatán que describe Hobbes-, liberado de toda atadura o contención desde la esfera de la legalidad, aunque más no sea la legalidad formal que regiría la organización política luego del golpe de Estado y hasta la restauración del sistema democrático de gobierno.

                  Es más, lo que se tuvo por probado en aquella causa 13 de la Excma. Cámara Federal, fue que desde el Estado legal de Derecho, la Junta Militar de gobierno que ocupaba el poder político del Estado Argentino, le proporcionó a los detentadores del aparato de poder unificado que había pasado a la clandestinidad, todo lo necesario para operar impunemente y en el mayor de los secretos: en primer lugar la asignación de los recursos económicos y logísticos, derivada de fondos públicos, sin los cuales la enorme empresa criminal jamás podía haberse llevado a cabo, y en segundo lugar, la promesa –cumplida por cierto-, de poner en funcionamiento el enorme poder discursivo y mediático que estaba al servicio del régimen (a través de órganos de información estatales o de aquellos privados controlados y del silenciamiento y persecución de los medios informativos independientes u opositores) para negar ante la opinión pública, los estados extranjeros y las organizaciones de derechos humanos, todo lo concerniente a la actuación de aquel Leviatán desatado.

                  Dicho de otro modo, no fue con las herramientas del ejercicio de poder punitivo formal que el régimen militar en cuestión llevó a cabo la represión contra los que consideraba sus enemigos políticos, sino que fue a través de un premeditado y perverso ejercicio masivo y criminal de poder punitivo subterráneo (cfr. Zaffaroni-Alagia-Slokar, op. cit., p. 24) que dieron cuenta de ellos, metodología que fue mantenida en secreto por todos los medios posibles y que, como todo ejercicio de violencia estatal liberada de las sujeciones del Estado de Derecho, degeneró en forma inmediata en terrorismo de estado.

                  Debemos recordar aquí que la cuestión del mantenimiento en secreto del aparato de poder puesto al servicio de la actividad criminal no fue algo privativo del régimen militar aquí en estudio; similar estrategia fue emprendida entre otros, por el nazismo y el stalinismo, siguiendo la lógica de todo modelo autoritario de poder estatal, según la cual “…cuanto más visibles son los organismos del Gobierno, menor es su poder, y cuanto menos se conoce una institución, más poderosa resultará ser en definitiva […] el poder auténtico comienza donde empieza el secreto” (cfr. Arendt, Los orígenes... cit., p. 608).

                  Para cumplir los objetivos propuestos, el régimen militar en el marco del cual se desempeñaron los aquí juzgados, extrajo por la fuerza a los supuestos enemigos políticos de sus ámbitos de pertenencia, ya sea familiares, sociales, culturales, y de los circuitos de comunicación social, despojándolos de este modo de toda significación socio-jurídica: “el primer paso esencial en el camino hacia la dominación…” –sostiene Arendt- “…es matar en el hombre a la persona jurídica” (Los orígenes... cit., p. 665).

                  Ello se logra colocando a ciertas categorías de personas fuera de la protección de la ley: el hasta entonces ciudadano, con nombre y apellido, profesión, etc., con derechos y obligaciones de diversa índole, pasa a ser una no-persona, alguien de la cual sólo queda pendiente un cuerpo vital, lo que Agamben ha llamado la nuda vida del homo sacer, el cual está enteramente en manos del Estado policial subterráneo, no sólo para torturarlo, negarle alimento, agua o condiciones sanitarias mínimas, sino además para disponer definitivamente de esa vida, anulándola en cualquier momento impunemente, sin necesidad de razón o justificación alguna más allá del puro acto de poder, negándole inclusive, los rituales debidos a toda muerte, propios de la condición humana.

                  Señala Agamben que allí cuando se desvanece la frontera entre orden jurídico y estado de excepción (como lo fue el régimen militar en toda su extensión), la nuda vida pasa a ser a la vez el sujeto y el objeto del ordenamiento político y de sus conflictos: “Todo sucede como si, al mismo tiempo que el proceso disciplinario por medio del cual el poder estatal hace del hombre en cuanto ser vivo el propio objeto específico, se hubiera puesto en marcha otro proceso […] en el que el hombre en su condición de [mero ser] viviente ya no se presenta como objeto, sino como sujeto del poder político […] en los dos está en juego la nuda vida del ciudadano, el nuevo cuerpo biopolítico de la humanidad” (cfr. Agamben, Giorgio: Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, trad. de Antonio Gimeno Cuspinera, Ed. Pre-textos, Valencia, España, 2003, p. 19).

                  De este modo, el ciudadano, la persona física y jurídica, pasaba a ser simplemente un desaparecido, sobre el cual, como bien quedó asentado en los considerandos de la causa 13, los detentadores del aparato de poder -liberado de toda atadura por parte de las cúpulas militares gobernantes- tenían amplia disponibilidad, ya sea para aniquilarlo, o bien para continuar su detención pero transfiriéndolo desde el sistema penal subterráneo al sistema penal formalizado (legalización por parte del Poder Ejecutivo), o bien liberándolo directamente o permitiendo su salida al exterior.

                   En definitiva, y en palabras de Ferrajoli:

                   “La vida y la seguridad de los ciudadanos se encuentran en peligro hoy más que nunca, no sólo por la violencia y los poderes salvajes de los particulares, ni por desviaciones individuales o la ilegalidad de específicos poderes públicos, sino también, y en medida mucho más notable y dramática, por los mismos estados en cuanto tales: […] torturas, masacres, desaparición de personas, representan actualmente las amenazas incomparablemente más graves para la vida humana. Si es cierto, como se dijo, que la historia de las penas es más infamante para la humanidad que la historia de los delitos, una y otra juntas no igualan, en ferocidad y dimensiones, a la delincuencia de los estados: baste pensar […] todas las variadas formas de violencia predominantemente ilegales con que tantísimos estados autoritarios atormentan hoy a sus pueblos” (Ferrajoli, Luigi: Derecho y Razón, Ed. Trotta, Madrid, 1989, p. 936).

 

                   Considerando Segundo:

                   Los centros clandestinos de detención durante la dictadura militar.

                   En el marco de la política de terrorismo de estado desarrollada por la última dictadura militar y el mecanismo de desaparición sistemática de personas, los centros de clandestinos de cautiverio, “pozos”, “chupaderos” o, lisa y llanamente, campos de concentración, han constituido una pieza fundamental del aberrante engranaje represivo: sostiene Arendt que estos espacios físicos especialmente preparados para el cautiverio, la tortura y la muerte son la verdadera institución central del poder organizador en el marco del terrorismo de estado (Arendt, Hannah: Los orígenes del totalitarismo, trad. de Guillermo Solana, Alianza Editorial, Madrid, 2002, p. 653).

                   La existencia de campos de concentración en la Argentina de mediados de la década del ’70 del siglo XX es, sin lugar a dudas, la página más negra de toda nuestra historia como país, no solamente por el hecho en sí de su existencia, sino además, porque estos sitios infernales irrumpieron en el marco de una sociedad supuestamente “civilizada”, con la tasa de educación más alta de toda América Latina y con estándares culturales similares a los de Europa, al menos en los grandes centros urbanos.

                   En sí, el empleo de campos de concentración en la Argentina no tiene nada de original. Se inscriben en una tristemente larga lista de sitios similares que acompañaron a casi todos los regímenes autoritarios al menos durante el siglo XX (es recurrente la atribución de la idea primigenia a los colonizadores ingleses en la guerra contra los boers en África austral, alrededor de 1910) y que tuvieron su punto culminante a partir de su empleo masivo por parte del régimen nacionalsocialista durante la Segunda Guerra Mundial.

                   En todos ellos –y los nuestros no han sido la excepción- los niveles de violencia y de terror infligidos a las víctimas han sido de tal magnitud, y la muerte ha campeado en tan alta escala, que de ellos sólo puede afirmarse, como denominador común, que en su seno “todo era posible” (así en Arendt, Los orígenes... cit., p. 652).

                   En referencia a ello, podemos señalar que estos centros clandestinos de tortura y de muerte constituyen “…un espacio de excepción, en el que no sólo la ley se suspende totalmente, sino en el que, además, hecho y derecho se confunden por completo: por eso todo es verdaderamente posible en ellos […] quien entraba en el campo de movía en una zona de indistinción entre […] lícito e ilícito, en que los propios conceptos de derecho subjetivo y de protección jurídica ya no tenían sentido alguno” (cfr. Agamben, Giorgio: Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, trad. de Antonio Gimeno Cuspinera, Ed. Pre-textos, Valencia, España, 2003, p. 217).

                   La imagen que nos devuelve el reflejo frente a este espejo, es la de un espectro que se acerca a la concepción del mal más radical.

                   Al respecto, señala el mismo autor que “lo que tuvo lugar en los campos de concentración supera de tal forma el concepto jurídico de crimen que con frecuencia se ha omitido sin más la consideración de la estructura jurídico-política en que tales acontecimientos se produjeron. El campo es así tan sólo el lugar en que se realizó la más absoluta conditio inhumana que se haya dado nunca en la tierra: esto es, en último término, lo que cuenta tanto para las víctimas como para la posteridad” (ídem, p. 211).

                   La multiplicación de estos lugares por todo el país y su permanencia en el tiempo refleja la imagen del colapso moral de una sociedad y a la vez, del fracaso del supuesto progreso civilizatorio de toda una Nación.

                   Sobre esto último, con razón sostiene Agamben que: “La pregunta correcta con respecto a los horrores del campo no es, por consiguiente, aquella que inquiere hipócritamente cómo fue posible cometer en ellos delitos tan atroces en relación con seres humanos; sería más honesto, y sobre todo más útil, indagar atentamente acerca de los procedimientos jurídicos y los dispositivos políticos que hicieron posible llegar a privar tan completamente de sus derechos y prerrogativas a unos seres humanos, hasta el punto de que el realizar cualquier tipo de acción contra ellos no se considerara ya un delito” (ídem, p. 217/8).

                   Los centros clandestinos de detención, como todo espacio que adopta ciertas características del universo concentracionario, han sido funcionales en más de un aspecto al poder que los engendró.

                   En primer lugar, fueron sitios que reforzaron el adoctrinamiento ideológico de los integrantes del aparato de poder, en el sentido de que el terror absoluto imperante en estos sitios, y las atrocidades cometidas, se convirtieron en aplicación práctica del adoctrinamiento ideológico, de comprobación de la ideología (Arendt, Los orígenes... cit., p. 652/3).

                   En segundo lugar, los campos fueron concebidos no sólo para degradar a los seres humanos y eventualmente eliminarlos físicamente, sino además para “…transformar a la personalidad humana en una simple cosa, algo que ni siquiera son los animales” (ídem, p. 653).

                   “El auténtico horror de los campos de concentración radica en el hecho de que los internados, aunque consigan mantenerse vivos, se hallan más efectivamente aislados del mundo de los vivos que si hubieran muerto […] Cualquiera puede morir como resultado de la tortura sistemática o de la inanición o porque el campo esté repleto y sea preciso liquidar el material humano superfluo” (íd., p. 659).

                   “No existen paralelos para la vida en los campos de concentración. Su horror nunca puede ser abarcado completamente por la imaginación por la simple razón de que permanecen al margen de la vida y la muerte […] las masas humanas encerradas son tratadas como si ya no existieran, como si lo que les sucediera careciera de interés para cualquiera, como si ya estuviesen muertas y algún enloquecido espíritu maligno se divirtiera en retenerlas durante cierto tiempo entre la vida y la muerte…” (íd., p. 662).

                   Adentrándonos en las características específicas en las que operaron Oscar Augusto Isidro Rolón, Julio Héctor Simón, Samuel Miara, Roberto Antonio Rosa Raúl González, Juan Carlos Avena, Eduardo Kalinec, Juan Carlos Falcón, Eufemio Jorge Uballes, Gustavo Adolfo Eklund, Luis Donocik, Guillermo Víctor Cardozo, Eugenio Pereyra Apestegui y Juan Antonio del Cerro, las personas privadas ilegalmente de su libertad eran conducidas de inmediato a este tipo de lugares, situados ya sea dentro de unidades militares o policiales con dependencia operacional de las Fuerzas Armadas, acondicionados al efecto, distribuidos a lo largo de todo el territorio nacional, y cuya existencia era ocultada del conocimiento público no obstante haber superado los 340 centros: “En todos estos casos, un lugar aparentemente anodino delimita en realidad un espacio en que el orden jurídico normal queda suspendido de hecho y donde el que se cometan o no atrocidades no es algo que dependa del derecho, sino sólo […] de la policía que actúa provisionalmente como soberana” (cfr. Agamben, cit., p 222).

                   Ahora bien, mientras los familiares y amigos agotaban los recursos a su alcance para dar con el paradero de los “desaparecidos”, las autoridades públicas respondían negativamente a todo pedido de informe vinculado a las detenciones de los buscados y los recursos de habeas corpus interpuestos ingresaban en el destino inexorable del rechazo.

                   Es que el mantenimiento en secreto de estos sitios es una cuestión central para su constante reproducción. “El experimento de dominación total en los campos de concentración depende del aislamiento respecto del mundo de todos los demás, del mundo de los vivos en general, incluso del mundo exterior” (cfr. Arendt, Los orígenes... cit., p. 653).

                   Por último, entiendo acertadas las palabras de Enrique Vázquez quien sobre los objetivos de la última dictadura militar señaló: “A partir de la represión y la censura la dictadura buscó -y en muchos casos logró- imponer como correlato el espanto y la autocensura. De tal modo los campos de detención clandestina y las cárceles eran un castigo ejemplar para una parte de la sociedad pero además significaron un espejo donde debía mirarse el resto”.

                   “El ambicioso intento del proceso en e l ámbito de la justicia- fue barrer con el concepto de seguridad jurídica, llevándolo al limite de relativizar el propio derecho a la libertad y a la vida.”

                   “Sin embargo, lo ocurrido en la Argentina no fue una catástrofe natural al estilo de un terremoto: se trató del intento más serio de buscar cambios en las estructuras sociales y en las formas de organización política basado en al represión violenta consiguiendo una relación entre el Estado y el hombre mediático por la sujeción. La manipulación de las conciencias a partir de su adormecimiento y de la ignorancia de la realidad es una técnica ya ensayada por regímenes autoritarios...” (cfr. La última. Origen, apogeo y caída de la dictadura militar, Ed. Eudeba, Buenos Aires, 1985, p. 65).

 

                   2.1. La tortura como actividad sistemática en los centros de detención.

                   Sin perjuicio del desarrollo que con posterioridad se efectuará, corresponde dejar asentado el concepto de tortura como actividad sistemática en los centros clandestinos de detención.

                   Ello, a efectos de entender el funcionamiento de los mismos, pues es preciso remarcar que la actividad desplegada por los responsables de los centros clandestinos de detención no se limitaba a privar en forma ilegal de la libertad a una víctima, sino que a ese injusto se le sumaba la imposición de tormentos desde el primer momento en que la persona era secuestrada.

                   La tortura era algo innato y de aplicación sistemática en cada uno de los centro de detención y era la regla de tratamiento, siendo la excepción el cautivo que no la padeció.

                   A tal fin, los campos de concentración contaban con personal especialmente abocado a ello, ámbitos acondicionados al efecto -los “quirófanos”-, una variada gama de instrumentos y distintas técnicas de provocar los padecimientos.

                   Entre las técnicas de tortura, la más emblemática de ellas –la picana eléctrica- venían aplicándose en actividades represivas policiales ilegales desde hacía ya varias décadas en nuestro país, aunque nunca en la escala que se vio a partir del 24 de marzo de 1976 (cfr. Rodríguez Molas, Ricardo: Historia de la tortura y del orden represivo en la Argentina, Eudeba, Bs. As., 1985, pp. 114/5 y ss.).

                   “Hasta tal punto eran similares los hechos con los del pasado, lo mismo podemos decir de la barbarie de la década de 1970, y a pesar de las técnicas distintas, que en las declaraciones y en las denuncias reaparecían con la mejor espontaneidad las palabras de dos o tres siglos antes. No olvidemos, siempre fue así, que en todos los casos los efectos de la aplicación de la tortura, el rigor de los verdugos, esa fuerza despiadada que sirve incondicionalmente al poder, causa espanto” (Rodríguez Molas, cit., p. 116).

                   En rigor de verdad, estas técnicas y metodologías destinadas ad hoc a imponer a otro ser humano graves padecimientos físicos y psíquicos, insoportables a los ojos de toda comunidad medianamente civilizada, resultan tributarias de toda una cultura autoritaria, arraigada desde los propios cimientos de nuestra Nación: en tal sentido, he dicho en otro lugar que sólo la larga mano del modelo inquisitivo, que caló hondo en nuestras instituciones a través de la influencia cultural española, puede explicar que recién en 1958 la Argentina contara por fin con un tipo penal que contemplara específicamente la imposición de tormentos a detenidos por parte de funcionarios públicos (vid,. Rafecas, Daniel: Los delitos contra la libertad cometidos por funcionario público en: AA.VV., Delitos contra la libertad, Directores: Stella Maris Martínez y Luis Niño, Ed. Ad Hoc, 2003, p. 200).

                   Ahora bien, reitero que la dimensión de lo sucedido a partir del golpe de estado del ’76 constituyó un salto cuantitativo y cualitativo nunca antes visto en nuestra historia, a tal punto que el legislador nacional de la democracia restaurada en 1983, movido no tanto por un meditado estudio de la cuestión sino más bien por el espanto frente a los recientes horrores del terrorismo de estado (de los cuales los hechos aquí ventilados son una acabada muestra) sancionó la ley 23.097 por la que, como se sabe, se aumentaron las penas drásticamente, equiparando el delito de torturas al del homicidio simple, decisión político-criminal que quiso poner de manifiesto el afán por la protección de los bienes jurídicos en juego (dignidad, libertad, integridad física y psíquica).

                   Traigo a colación aquí, el mensaje del Poder Ejecutivo Nacional en ocasión del envío del Proyecto de Ley de referencia, fechado el 20 de diciembre de 1983, diez días después de asumido el nuevo gobierno constitucional: “Constituye uno de los objetivos primordiales del actual gobierno instaurar un régimen de máximo respeto por la dignidad de las personas […] Dado que los sufrimientos que [la tortura y la sevicia] comportan, lesionan principios morales fundamentales a los que el gobierno constitucional adhiere sin reservas se introducen modificaciones al Capítulo I del Título V, Libro Segundo, del Código Penal…”.

                   Asimismo, este salto en la dimensión del terror desatado a partir del ’76, en lo que respecta a la calidad y cantidad de torturas impuestas en estos centros, está condensado en estos dos pasajes de la obra Nunca Más:

                   “En la casi totalidad de las denuncias recibidas por esta Comisión se mencionan actos de tortura. No es casual. La tortura fue un elemento relevante en la metodología empleada. Los Centros Clandestinos de Detención fueron concebidos, entre otras cosas, para poder practicarla impunemente. La existencia y generalización de las prácticas de tortura sobrecoge por la imaginación puesta en juego, por la personalidad de los ejecutores y de quienes la avalaron y emplearon como medio […] ¿qué otra cosa sino un inmenso muestrario de las más graves e incalificables perversiones han sido estos actos, sobre los que gobiernos carentes de legitimidad basaron gran parte de su dominio sobre toda una nación? (vid. Nunca más, Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas –CONADEP-, Eudeba, Bs. As., 1984, p. 26).

                   “La comprobación de la extensión que adquirió la práctica de la tortura en tales centros y el sadismo demostrado por sus ejecutores resultan estremecedores. De alguno de los métodos empleados no se conocían antecedentes en otras partes del mundo. Hay varias denuncias acerca de niños y ancianos torturados junto a un familiar, para que éste proporcionara la información requerida por sus captores” (id., pp. 479/0).

 

                   2.2 Acerca del centro clandestino de detención que funcionó bajo los sucesivos nombres de “Atlético”, “Banco” y “Olimpo”.

                   Bajo la órbita del Primer Cuerpo del Ejército Argentino y acorde a la lógica del terror precedentemente explicada, funcionaron numerosos centros clandestinos de detención, en cada una de las sub zonas en las cuales estaba dividido el Comando de Zona de Defensa Primera.

                   En el ámbito geográfico de la Capital Federal funcionó desde mediados del año 1976 hasta principios de 1979 un centro clandestino de detención que mutó de nombre y de ubicación, pero no de detenidos, guardias, y elementos de suplicio.

                   En primer lugar, este campo de detención se denominó “Atlético” o “Club Atlético”, el cual funcionó durante el año 1976 y hasta el mes de diciembre de 1977 en los sótanos de la División Suministros de la Policía Federal Argentina ubicado entre las calles Paseo Colón, San Juan, Cochabamba y Azopardo de esta Ciudad, es decir, a pocas cuadras de la Casa de Gobierno.

                   Ese predio, por razones de fuerza mayor y debido a razones absolutamente ajenas a la dinámica de la estructura de la represión política liderada por el régimen, tuvo que ser abandonado, debido a su inevitable demolición al encontrarse en el área de trazado de la autopista “25 de Mayo” que se estaba construyendo en aquellos años a instancias del intendente de facto Cacciatore, impuesto por el mismo gobierno militar, obra que se materializó meses después y que en la actualidad se encuentra erigida sobre el lugar, conforme pudo verificar in situ el suscripto en el reconocimiento judicial llevado a cabo días atrás. A tal punto esto es así que un enorme talud de tierra, materiales y escombros, a la vez que sirve como soporte a la autovía que atraviesa exactamente el predio, simultáneamente impide el avance de las excavaciones para recuperar los espacios en donde funcionaba el centro clandestino, más precisamente, fue erigido justo encima del área en donde se encontraban la mayoría de las celdas individuales (“tubos”) y las salas donde se aplicaba la tortura en forma sistemática (“quirófanos”), ello conforme a los planos existentes desde la época de la CONADEP y las descripciones efectuadas por las dos sobrevivientes que participaron del reconocimiento judicial antes señalado, quienes fueron contestes en señalar estas precisiones de lugar.

                   El personal del centro, al igual que muchos detenidos mientras se terminaba de acondicionar un nuevo campo de detención (al respecto cfr. manifestación de Isabel Fernández Blanco en ocasión de realización la inspección ocular de “Olimpo”) se trasladó transitoriamente a un predio ubicado a doscientos metros del cruce de la Autopista General Ricchieri y el Camino de Cintura (Puente 12), partido de La Matanza, Provincia de Buenos Aires, donde con posterioridad funcionó la XI Brigada Femenina de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, al cual se lo denominó “El Banco”.

                   Al respecto, Mario César Villani, en oportunidad de testimoniar ante la Excma. Cámara Federal de la ciudad de la Plata, manifestó al referirse al centro de detención “Banco”: “este lugar en realidad fue para los secuestrados que allí estábamos y para el Grupo de Tareas que manejaba el lugar, un lugar provisorio porque estaban construyendo otro campo en la Capital Federal, un campo que se llamó <<El Olimpo>>“ (cfr. fs. 20.081/96).

                   Una vez concluida la construcción del nuevo centro de detención, el cual funcionó en la División de Automotores de la Policía Federal, ubicada en la calle Lacarra y Ramón L. Falcón de la Capital Federal, al cual, efectivamente, se lo denominó “El Olimpo”, los guardias, torturadores y los detenidos fueron allí trasladados, esta vez, desde el asiento provisorio conocido como “Banco”.

                   “El Olimpo” dejó de funcionar a fines de 1979, en forma coincidente con la baja de Carlos Suárez Mason como titular del Primer Cuerpo del Ejército, lo cual aparejó el comienzo del fin de aquel grupo de militares que bajo el amparo del nombrado, alias “Pajarito”, se hacían llamar “Los Halcones”.

                   La reconstrucción fáctico-jurídica de estos tres lugares como un único centro de detención que trasladó su base operativa por razones de fuerza mayor, se refuerza también al verificar quiénes ejercieron sus Jefaturas.

                   En efecto, el responsable de “Club Atlético” fue el fallecido Comisario de la Policía Federal Argentina Antonio Benito Fioravanti, alias “Tordillo”, “Coronel” o “De Luca”, quien hasta mediados de 1978 detentó el mismo cargo en “El Banco”, época en la que fue reemplazado por el fallecido Mayor (R) del Ejército Argentino Guillermo Antonio Minicucci, alias “Petiso Rolando” u “Odera”, quien, bajo una línea de continuidad, ejerció primero la jefatura de “Banco” y luego de “Olimpo”, desde su apertura en agosto de 1978 hasta su cierre en enero de 1979.

                   En definitiva el “Atlético”, principal centro clandestino de detención que operó bajo la órbita del Primer Cuerpo del Ejército, a raíz de la construcción de uno de los emblemas de la última dictadura militar, como lo fue la autopista “25 de Mayo”, debió ser trasladado precariamente a otro sitio, “Banco”, hasta que estuviera construido un nuevo campo de detención, “Olimpo”.

                   A continuación, efectuaré una descripción de cada uno de los lugares mencionados bajo los nombres de “Atlético”, “Banco” y “Olimpo”, sin perjuicio que debe enfatizarse el concepto por el cual estos tres lugares, no son más que un único centro clandestino de detención en el cual se repetían los detenidos, los guardias y los interrogadores.

 

                   2.3. El centro clandestino de detención denominado “El Atlético”, “El Club” o “El Club Atlético”.

                   2.3.1 Características.

                   “El Atlético” estuvo instalado en un predio ubicado entre las calles Paseo Colón, San Juan, Cochabamba y Azopardo, de Capital Federal, siendo fuerzas pertenecientes a la Policía Federal las encargadas del lugar.

                   En dicho sitio, habría funcionado anteriormente el Departamento Abastecimiento y la División Almacenes, dependientes de la ex-Superintendencia de Administración de la Policía Federal.

                   Este centro de detención operó desde mediados del año 1976 hasta el mes de diciembre de 1977, siendo demolido poco después a raíz de la construcción de la autopista “25 de Mayo” que actualmente pasa por el lugar.

                   Las personas alojadas en dicho centro llegaban “tabicadas” -una especie de anteojo de vendas sucias que impedía casi totalmente la visión-, en el interior de vehículos particulares. Al arribar, se abría un portón donde eran ingresadas violentamente por una escalera pequeña hacia un lugar subterráneo que carecía de ventilación. Los cautivos eran desnudados sin excepción, mientras eran empujados y maltratados. Se les retiraban todos sus efectos personales y se les imponía una identificación consistente en una letra y un número que pasaba a ser su identidad de allí en más.

                   El centro presentaba un primer nivel donde había un salón azulejado, con puertas de vidrio, y dos escritorios, uno grande y otro pequeño; en ellos se identificaba y asignaba el número a cada detenido. Desde allí, se accedía disimuladamente al subsuelo.

                   Prácticamente sin excepciones, los recién llegados eran llevados al “quirófano” o sala de torturas donde se les propinaba una primera sesión de “ablande”, algunos eran llevados a la rastra a la “enfermería” y luego, a la “leonera” -celda colectiva de ingreso o de “amanse” a los recién llegados-, o directamente a los “tubos”. En los tobillos se les colocaban unas cadenas o grillos, cerrados con candados.

                   El subsuelo no presentaba ningún tipo de ventilación ni luz natural. La temperatura oscilaba entre los 40 y 45 grados, en verano y era extremadamente frío en invierno. El lugar era marcadamente húmedo y las paredes y el piso destilaban agua en forma continua. La escalera conducía a una sala provista de una mesa de ping pong que usaban los represores. Al costado, había una sala de guardia, dos celdas para incomunicados y una sala de torturas y otras para enfermería, una cocina, lavadero y duchas.

                   Las celdas se presentaban con tabiques bajos que separaban espacios mínimos de 1,60 m. por 0,60 m. En un sector, había 18 celdas; del otro lado, 23.

                   Existían, al menos, tres salas de tortura, cada una con una pesada mesa metálica a la cual se ataban las víctimas y colchones pequeños de goma espuma, manchados de sangre y transpiración. El aire se tornaba irrespirable en una mezcla de olor a carne quemada, excrementos y suciedad.

                   El “campo” tenía lugar para alrededor de doscientas personas, y según refieren los liberados, durante su funcionamiento habría alojado a más de 1.500 personas. Este dato es deducido de las letras que precedían al número, cada letra encabezaba una centena. Por los testimonios asentados ante la CONADEP, se llegó a la letra X en noviembre de 1977.

                   El centro, tenía dos secciones de celdas, que estaban enfrentadas en un pasillo muy estrecho: de un lado los pares y del otro los impares.

                   La alimentación de los cautivos se producía, por lo general, dos veces al día y consistía en un plato de agua con fideos crudos, harina de maíz sin cocción suficiente o pasta con vísceras sucias de animal.

                   Las condiciones de higiene eran críticas. Los detenidos eran sacados tres veces al día para ir al baño en fila india y, la mayorías de las veces, el tiempo era insuficiente para que atendieran sus necesidades fisiológicas, sumado a ello los golpes que recibían aleatoriamente.

                   En cuanto a la posibilidad de bañarse, esto ocurría, en el mejor de los casos, una vez por semana y en baños grupales donde gozaban a tal fin de menos de un minuto, debiendo compartir trapos que servían de toallas. Se trataba de un episodio no carente de degradación, puesto que muchas veces eran hostigados y vejados por los guardias mientras los detenidos intentaban limpiarse.

                   Los grupos de tareas con base en este centro de detención operaban fundamentalmente en Capital y Gran Buenos Aires. El personal integrado por las fuerzas de seguridad actuaba en contacto con otros lugares de detención, como la ESMA y Campo de Mayo.

                   El promedio de ingresos de secuestrados era de 6 ó 7 por día, pero hubo oportunidades en que ingresaban hasta 20 personas. Periódicamente, un grupo importante de detenidos partía con destino desconocido, eran “trasladados” en una mezcla de expectativa e incertidumbre.

                   Los detenidos que permanecían en este lugar fueron llevados provisoriamente al centro de detención “El Banco” y posteriormente a “El Olimpo”. Incluso, partes de la estructura y mobiliario (puertas metálicas de acceso a las celdas, por ejemplo), comprendiendo hasta los instrumentos de tormento del “Club Atlético” fueron utilizados para la instalación del “Olimpo”.

                   En oportunidad de realizar una inspección ocular en el lugar, el suscripto contó con la presencia de las sobrevivientes de dicho lugar Delia Barrera y Ana María Careaga.

                   Del acta labrada en dicha oportunidad (fs. 21.693/5) se desprende que el predio se encuentra protegido con rejas color rojo, y ya ingresando al mismo se advierte que se están realizando excavaciones. Sobre el lugar pasa la autopista “25 de Mayo” y se indica en un principio que al nivel de la calle se ven baldosas grises y blancas, las cuales refiere la testigo Barrera que habrían pertenecido a lo que era la planta de Policía Federal que allí funcionaba.

                   En el acta de referencia, consta que “…bajando por la escalera de metal puesta en el lugar para los trabajos de excavación, se arriba a un sitio en el cual según Careaga habrían estado dos celdas, las cuales se dividían por una pared. Careaga refiere haber estado en una de esas celdas [...] Señala la testigo que en las celdas y en todo el centro estaba prohibido hablar, reír, llorar, como expresar cualquier tipo de sentimiento, que si los represores escuchaban a alguien reír o llorar, o incluso hablar, o si levantaban la mirilla de la celda y veían que estaba el detenido destabicado, entonces lo sacaban y lo torturaban. Que si había dos detenidos alojados juntos, tampoco podían hablar entre ellos, que no podía haber expresión humana, se tendía a la despersonalización y a la deshumanización, es decir, apuntaban a la pérdida de toda entidad humana. Aclara la testigo que a veces sólo sacaban de las celdas a los judíos, que les preguntaban el apellido y el que era judío, era sacado de la celda y se lo torturaba. Que cuando salían al baño, lo hacían en fila, que caminaban con las cadenas puestas en los pies y que los represores en esos momentos aprovechaban para manosear a las mujeres.”

                   A su vez en la inspección ocular se pudo verificar, merced a los trabajos de excavación realizados, una puerta que según indicó Careaga sería la entrada al “Consejo”, o sala donde estaban los detenidos que estaban destabicados con los represores y que allí escribían a máquina.

                   “Muy cerca de la entrada a este ambiente, y del otro lado al cual se hallan las celdas, se encuentra lo que -conforme informa Careaga- se trataba del ascensor montacargas. Se visualiza su puerta de metal plegable, cables, reja y demás elementos de su estructura, la cual se encuentra sumamente deteriorada. Hace saber la citada testigo que debajo del montacargas se encontró la pelotita de ping pong que usaban los represores para jugar, recordando tanto Careaga como Delia Barrera que en este centro se los escuchaba jugar al ping pong”.

                   Asimismo se pudo observar una estructura compuesta por cimientos de paredes, que permiten determinar la existencia de lo que las testigos indican que era la enfermería, en la cual había boxes con camas donde se internaba a los detenidos.

                   La testigo Delia Barrera recordó que cuando ingresaban eran alojados en la “leonera” -lugar al cual todavía no se ha llegado con la excavación-, que cuando ésta se colmaba se producían traslados y así se descomprimía el centro. Que luego pasaban a la tortura y después a celdas, que eran todas iguales y que estaban en un sitio que todavía no fue excavado.

                   “También recuerda Delia Barrera cuando uno de los compañeros se suicidó ahorcándose con una camiseta que ató a un ventiluz, y que a raíz de ello, los hombres estuvieron una semana con el torso descubierto. También recordó cuando el represor apodado “Dr. K” o Kalinec, le dijo que no podía enyesarla porque tenía rotas unas costillas, y cuando el represor Kung Fu consideraba que no le pegaban fuerte y entonces comenzó a pegarle más.”

                   A continuación el Tribunal se trasladó al Archivo donde la Subsecretaría de Derechos Humanos de la Ciudad de Buenos Aires conserva los objetos encontrados durante las excavaciones del centro de detención “Atlético”

                   En dicho lugar se observan partes de colchones, una pelotita de ping pong, una plantilla de zapato, una moneda, una parte que habría sido el sector interno de una gorra de represor, donde se ve la inscripción “nasista” (literal) y luego una svástica; unas medias rojas tres cuartos, unos prendedores y una cachiporra con un nro. de identificación.

                   Por último se advierten escombros de una pared que pertenecen a la que existiera entre las dos celdas a las cuales se refirió Careaga y se informó que una de ellas posee una inscripción que dice “Dios ayúdame”.

                   Ubicación geográfica de “Atlético”:

                  

                  

                   2.3.2. Acreditación de la existencia de “Atlético”.

                   Dan cuenta de la existencia de este centro, su conformación, funcionamiento y ubicación, entre otros, los dichos de Ana María Careaga (cfr. fs. 245/262, 394/430 del Legajo 120 y Legajo 158), Miguel Ángel D´Agostino (fs. 433 del Legajo 120 y Legajo 224), Marcelo Gustavo Daelli (fs. 437/8 del Legajo 120; ante Conadep -Legajo 7314- y Legajo 225), Delia Barrera (fs. 439/440 del Legajo 120 y Legajo 233); Carlos Pacheco (fs. 472/4 del Legajo 120 y Legajo 219), Fernando José Ángel Ulibarri (fs. 475/6 del Legajo 120 y Legajo 220), Daniel Eduardo Fernández (fs. 477/9 y 717/9 del Legajo 120 y Legajo 84), Nora Strejilevich (fs. 480 del Legajo 120), Gerardo Silva (fs. 481/2 del Legajo 120), Carmen Elina Aguiar de Lapacó (fs. 483/4 del Legajo 120 y Legajo 231), Gabriela Beatriz Funes de Peidro (fs. 488 del Legajo 120), Ricardo Hugo Peidro (fs. 489/490 del Legajo 120), Luis Federico Allega (fs. 492/4 del Legajo 120 y Legajo 234), Roque Enrique Alfaya (fs. 495 Legajo 120), Zulema Isabel Sosa de Alfaya (fs. 496 del Legajo 120), Fermín Gregorio Álvarez (fs. 513/6 del Legajo 120); Jorge Alberto Allega (ante Conadep, glosada a fs. 527/534 y fs. 552/4 del Legajo 120 y Legajo 234); Adolfo Ferraro (fs. 537 Legajo 120 y Legajo 228); Pedro Miguel Antonio Vanrell (ante Conadep, glosado a fs. 539/546; fs. 871/876) y 649/654 Legajo 120 y Legajo 84); Susana Ivonne Copetti de Ulibarri (su exposición ante Conadep -Legajo 2518- y Legajo 220); Mónica Marisa Córdoba (sus dichos ante Conadep, Legajo 4260 y Legajo 264).

                   Asimismo, sustentan ello: el informe de la Conadep de fs. 467/70 del Legajo 120; informe y planos sobre demolición y construcción Autopista 25 de Mayo de fs. 574/5; informes de fs. 932 donde se agrega el informe requerido a la MCBA sobre planos del edificio de Paseo Colón 1266, los planos y croquis de Paseo Colón ‑Atlético‑ e informe del Ingeniero Salomón Herman de fs. 1003/1017, declaración testimonial del mencionado profesional que estima que existen concordancias entre los planos acompañados por la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires y Obras Sanitarias y los confeccionados por los testigos y la Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas.

                  

                   2.4 El Centro Clandestino de Detención “El Banco”.

                   2.4.1. Características.

                   Como ya se señalara al comienzo de este capítulo, este centro estuvo instalado en cercanías de la intersección de la Autopista Ricchieri y Camino de Cintura (Ruta Nacional N° 4), en Puente 12, Partido de La Matanza, Provincia de Buenos Aires. Allí, funcionó con posterioridad la XI Brigada Femenina de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.

                   El edificio sirvió como lugar de alojamiento de detenidos clandestinos entre fines de 1977 y mediados de 1978, y estaba rodeado por otras construcciones antiguas, pertenecientes a la Policía de la Provincia de Buenos Aires.

                   El ingreso se producía a través de una playa de estacionamiento, donde se hallaba un portón de doble hoja de acero, con barrotes en la parte superior. Hacia la izquierda, se encontraba un pasillo que conducía adonde daban tres salas de tortura, una de ellas con un baño anexo. Más allá, estaba la enfermería. A la derecha, las oficinas de inteligencia y el laboratorio fotográfico, luego una “leonera” o celda colectiva, después transformada en un taller electrónico. Separadas del sector anterior por una circulación transversal, había casi 50 calabozos o “tubos”, muy estrechos, letrinas, baños, pileta, duchas, lavadero y cocina. Había un patio cubierto y otro descubierto, cuyas paredes estaban cubiertas de vidrios.

                   En este centro clandestino de detención operaban como base de operaciones varias fuerzas: Inteligencia de la Policía Federal, GT1, GT2, GT3, GT4 y FTE.

                   Todo el mobiliario de “El Banco” estaba marcado con la inscripción "DIPA" (Dirección de Inteligencia de la Policía Federal).

                   En fecha 28 de septiembre del cte. año el suscripto realizó una inspección ocular en este centro clandestino de detención, donde en la actualidad funciona la Jefatura Departamental La Matanza de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.

                   De dicho acto procesal, participaron los sobrevivientes de dicho centro clandestino: Susana Caride, Isabel Teresa Cerruti, Isabel Fernández Blanco y Rufino Almeida, además de las partes asistentes, entre ellas la Dra. Valeria Corbacho, letrada defensora de Samuel Miara y Eufemio Jorge Uballes.

                   Del acto labrada en dicha ocasión se desprende: “Al lugar accedemos por una puerta de doble hoja de madera color verde oscuro, se visualiza un camino de cemento y al final de él, la construcción de acceso al predio; [...] En cuanto al lugar de acceso, refieren Fernández Blanco y Caride que el sitio se encuentra igual, que el techo verde que se advierte es el mismo que estaba antes. Refieren ambas testigos que mientras estaban detenidas, no se percibían movimiento o traslado de personas que hiciera pensar que allí funcionaba una dependencia policial o de otra fuerza. Seguidamente ingresamos por la puerta principal de chapa verde, advirtiéndose que desde el lugar se accede a tres pasillos distintos. Fernández Blanco refiere que ellos eran ingresados por allí, que recuerda que luego la llevaron hacia la izquierda. Cerruti refiere que cuando ingresó al lugar fue por aquí y que luego fue llevada hacia la izquierda, que en esa dirección estaba el quirófano. Seguidamente tomamos por uno de los pasillos al cual comunica este acceso, por la izquierda se advierte un pasillo en forma de letra U, por el cual se accede a un patio que posee baldosas negras y blancas alternadas. Previamente a llegar a dicho sitio, en el pasillo que desemboca en el citado hall, se encuentra una puerta, que ingresamos al lugar, refiriendo Cerruti que allí habría estado el quirófano o sala de torturas...”.

                   Ya en el hall de mención (de baldosas negras y blancas), se advierte que posee maderas en sus paredes; refieren las testigos que la ventana que se advierte sobre la pared en la cual se encuentra la puerta por la que accedimos al hall, era la enfermería y que contiguo a ésta se encontraba el sector de Inteligencia”.

                   “Luego nos dirigimos a un hall que se encuentra entre el lugar de los tubos y el hall de las baldosas blancas y negras, y doblamos por un pasillo a la izquierda. Al fondo del mismo se advierte un ambiente de cemento de pequeñas dimensiones y pintado de verde claro, el cual posee un banco de cemento y comunica a un baño [...] Seguidamente, nos conducimos por el mismo pasillo volviendo hacia el hall en el cual nace el mismo, parados en este sitio Fernández Blanco dice que entre este espacio y aquel en el cual estaban los tubos, mirando hacia este último ambiente, a la izquierda, hay una oficina y recuerda Cerruti que a su criterio allí había más tubos y ella estaba alojada ahí; coincidiendo con ello Fernández Blanco”.

                   “Siguiendo por el otro tramo nos encontramos con un espacio que posee lockers y una ventana. En el techo de este sitio, se advierten signos de haber habido construcciones del mismo tamaño a los tubos o celdas antes vistos. Fernández Blanco menciona que había en este sector doble fila de tubos [...] A esta altura se advierte en el techo la existencia de marcas que evidencian que alguna vez hubieron construcciones de las dimensiones de las celdas o tubos”.

                   “Luego nos trasladamos al hall antes mencionado, el cual se halla entre la sala de cuchetas visitada en primer lugar y el hall de las baldosas negras y blancas, y Cerruti insiste en advertir que el espacio donde se halla una de las oficinas que hay allí, era antes usado para tubos. En este momento los testigos Almeida, Cerruti y Fernández Blanco reconocen el escalón que hay entre este hall y el de las cuchetas. También Almeida recuerda que en este sector en el cual estamos se cruzó con una señora mayor detenida cuando lo sacó el represor “Turco Julián” para hablar con Minicucci. Recordó que en este sector estaba tirado en el piso, desnudo y encadenado Ricardo Moya, que lo vio por debajo del tabique, y que lo tenían así porque su mujer Laura Crespo, se negaba a tener sexo con Miara.”

                   Ubicación geográfica de “Banco”:

                  

                   2.4.2. Acreditación de la existencia de “El Banco”.

                   La Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas efectuó el 31 de marzo y el 2 de junio de 1984, procedimientos de constatación en la Brigada Femenina XIV de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, a unos doscientos metros de la intersección de la Autopista General Ricchieri y el Camino de Cintura (Puente 12), Partido de La Matanza, Provincia de Buenos Aires.

                   Así, fue posible verificar que ese edificio había sido efectivamente utilizado para el funcionamiento de un centro clandestino de detención, tal como lo afirmaban numerosas denuncias registradas ante esa Comisión.

                   Sustentan ello las actas de reconocimiento del lugar -Legajos Conadep 1583, 3764, 3890, 3889, 436, 4152, 4154, 4124, consignados en la presentación de fs. 1/17 del Legajo 119-.

                   Asimismo, entre otros, dan cuenta de la existencia del centro, su ubicación, conformación y funcionamiento, los dichos de Norma Teresa Leto (cfr. fs. 83/4; 1662; 2456; 2945 del Legajo 119 y Legajo 136); Patricia Bernal (fs. 93/4, 1317, 2943 del Legajo 119); Jorge César Casalli Urrutia (fs. 96/98, 1655 del Legajo 119 y Legajo 28); Miguel Ángel Benítez (fs. 103/vta. del Legajo 119 y Legajo 22); Susana Leonor Caride (fs. 119/vta.; 1024, 1242/1244 vta., 1633 del Legajo 119 y Legajo 14); Nora Bernal (fs. 1315/6, 1601 del Legajo 119 y Legajo 98); Mario César Villani (fs. 224, 227 268, 273, 1330 del Legajo 119 y Legajo 211); José Alberto Saavedra (fs. 1003, 2429 del Legajo 119 y Legajo 119 bis); Osvaldo Acosta (fs. 1248, 1674 del Legajo 119); Enrique Carlos Ghezan (fs. 135, 1607 del Legajo 119 y Legajo 20); Isabel Mercedes Fernández Blanco de Ghezan (fs. 137, 1622 del Legajo 119 y Legajo 20); Elsa Ramona Lombardo (fs. 1645 del Legajo 119 y Legajo 20); Hebe M. Cáceres (fs. 2141 del Legajo 119); Jorge Raúl Marín (fs. 2184 del Legajo 119); Oscar Alberto Elicabe Urriol (fs. 2186 del Legajo 119 y Legajo 275); María del Carmen Rezzano de Tello (fs. 2191, 2195, 2200/2210, 2300 del Legajo 119); Mariana Patricia Arcondo de Tello (fs. 2211, 2255, 2276, 2301 del Legajo 119); Graciela Irma Trotta (fs. 2495 del Legajo 119 y Legajo 16); Emilia Smoli de Basile (fs. 2574 del Legajo 119 y Legajo 140); Julio Eduardo Lareu (fs. 2659 del Legajo 119 y Legajo 28); e Isabel Teresa Cerruti (Legajo 23).

                   Finalmente, acredita de modo definitivo la existencia y funcionamiento del centro, las copiosas constancias agrupadas en el Legajo M “centro de detención El Banco” que concentra los testimonios de diversos damnificados que permanecieron alojados en dicho lugar, croquis, planos y vistas fotográficas del lugar.

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