Cámara Criminal y Correcional Federal, Sala II - 16/12/2004



 

La Sala II de la Cámara Federal avaló la constitucionalidad de la ley 25.779 que declaró la nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Consideró que constituye la manifestación legislativa que concurre a sanear actos anteriores propios. La Sala I del mismo fuero ya se había expedido en igual sentido, en el fallo del 13 de julio de 2004, perteneciente a la causa 36.253 “Crespi, Jorge Raúl y otros s/ falta de acción y nulidad”. Por otro lado, este criterio se contrapone al adoptado por la Sala I de la Cámara Federal de San Martín, de acuerdo al fallo del 22 de Noviembre de 2004 respecto del recurso de apelación planteado por el Dr. Florencio Varela, abogado defensor de Reynaldo Bignone y otros.

 

CCC Fed. Sala II
Causa 21.961
Incidente ordenado por la Cámara Nacional de Casación Penal en causa 8686/00
16.12.2004
Reg.23.243
J.4- S.7

 

Buenos Aires, 16 de diciembre de 2004.
 

Y VISTOS: Y CONSIDERANDO:

I- Llegan estas actuaciones a conocimiento del Tribunal en virtud del recurso de apelación interpuesto a fs.189/vta. por los Dres. Rodolfo E. Cattinelli y Mariano R. La Rosa, como defensores ad-hoc en la presente causa, contra la resolución de fs. 178/188 vta. por la que se declara la validez de la ley 25.779.

II- A fs. 201 luce el mantenimiento del recurso interpuesto, en los términos del artículo 451 del Código Procesal Penal de la Nación, por los letrados de referencia. Y a fs. 203/205 vta. obra la expresión de agravios formulada por ambos, de acuerdo a los previsto por el artículo 454 del código de forma, mientras que a fs. 206/213 vta. se encuentra agregado el escrito de mejora de fundamentos acompañado por las Dras Carolina Varsky y Alcira Ríos como abogadas apoderadas de Buscarita Imperi Roa y Horacio Verbitsky, como presidente de Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), partes querellantes en la causa.

III- Es necesario puntualizar que, independientemente del recurso de apelación planteado, la Sala I de la Cámara Nacional de Casación Penal, en su resolución de fecha 23 de diciembre de 2003 (registro n° 6429) en esta misma causa, dispuso dar a las partes oportunidad de debate -en todas las instancias- sobre la eficacia de la ley 25.779 que, por declarar insanablemente nulas las leyes 23.492 y 23.521, habría venido a modificar de manera sobreviniente la situación existente al momento de interposición del recurso de inconstitucionalidad concedido por ese Tribunal.

Esta Cámara de Apelaciones declaró la invalidez e inconstitucionalidad de los artículos 1 de la ley 23.492 y 1, 3 y 4 de la ley 23.521 en este proceso (cfr. C.C.C.Fed., Sala II, causa n° 17.889 “Incidente de apelación de Simón, Julio”, reg. 19.192 del 9 de noviembre de 2001 y causa n° 17.890 “Del Cerro, J. A. s/ queja”, reg. 19.191 del 9 de noviembre de 2001). La ley 25.779 constituye la manifestación legislativa posterior a los recursos interpuestos en la causa, acerca de la nulidad de ambas normas. Y si bien el sentido de la ley posterior convalida el criterio sentado por la Alzada, es necesario pronunciarse sobre la posibilidad de que el Congreso de la Nación dicte una ley de tales características y acerca de la validez de su contenido, de modo de contar con los antecedentes necesarios para expedirse con un debate fundado y debidamente sustanciado.

Sentado lo dicho, es preciso recordar la presunción de legitimidad de la que gozan las leyes dictadas de acuerdo a las pautas establecidas por la Constitución Nacional, criterio sentado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación desde antaño al afirmar que “... es un principio bien establecido que el poder judicial que conoce de un caso, no puede declarar inconstitucional una ley, a menos de existir oposición clara e indudable entre ella y la constitución bajo el imperio de la cual se ha dictado” (C.S.J.N. Fallos 112:63, citado en Fallos 226:688).

Tal afirmación alcanza a la posibilidad de decidir la inconstitucionalidad sólo cuando no queda otra vía que permita optar por la interpretación constitucional de la ley (Fallos 242:73, con cita de Hugues, Charles Evans, “La Suprema Corte de Estados Unidos”, Ed. F. C. E., México, ps. 51/52). Estos principios engarzan con la regla hermenéutica que exige interpretar las leyes, en tanto ello sea posible sin violencia, del modo más concorde con las normas y garantías de la Constitución Nacional (Fallos 226:688 y sus citas).

De tal modo la evaluación dispuesta por el Tribunal de Casación debe propender a desvirtuar la presunción de legitimidad de la norma en análisis y, de no lograrse tal objetivo, corresponde pronunciarse por su validez. En función de ello se observa que el primer cuestionamiento que se puede formular con relación a la ley 25.779 se vincula con la legitimidad de origen. Ello es, si el Congreso de la Nación puede dictar un acto de consecuencias legislativas como el que establece esa norma y, más allá de la posibilidad material de hacerlo, si, haciéndolo, no viola el principio republicano de división de poderes.

Corresponde destacar que no es la primera vez que el Congreso de la Nación anula una ley de tal naturaleza, es decir, asimilable en sus efectos a una amnistía. Como se recordará por medio de la ley 23.040 el Poder Legislativo derogó por inconstitucional y declaró insanablemente nula a la norma de facto 22.924 a través de la cual se perdonaban los crímenes perpetrados por el gobierno militar del período 1976/1983.

Lo dispuesto por la ley 23.040 fue tildado de inconstitucional en similares términos a los que hoy se cuestiona la validez de la ley 25.779. Entonces, la Corte Suprema de Justicia de la Nación convalidó la anulación por vía legislativa de la ley 22.924 en Fallos 309:1689, al afirmar que: “...el artículo 1° de la ley 23.040, que dice: “Derógase por inconstitucional y declárase insanablemente nula la ley de facto 22.924", remite a la consideración de las atribuciones del Congreso de hacer las leyes de la Nación (art. 67, Constitución Nacional), entre las que están, como contraparte necesaria, aquéllas que lo facultan para derogar -entre otras- las normas que por sus vicios de naturaleza constitucional, no pueden seguir vigentes. Esto conforme al vasto e indudable alcance del poder del órgano legislativo de dictar leyes, que organicen, desenvuelvan, apliquen y ejecuten en la práctica las diversas partes de la Carta Fundamental, que tiene como límite el que determinan los principios básicos de la Constitución y la integridad de las garantías y derechos reconocidos en ellas...” (Considerando 5°).

Agregó también que “... En cuanto a la anulación consagrada, debe destacarse ... que tanto ella como la regla del artículo 2° de la ley 23.040 apuntan a significar que la derogación que se efectuó tiene efecto retroactivo, lo que, vinculado a las pautas de eficacia de las normas en el tiempo según el artículo 3° del Código Civil, resulta válido y no permite inferir que haya existido una inadmisible intromisión en facultades propias del Poder Judicial, en tanto el Congreso efectuó una valoración pormenorizada de las circunstancias en que se dictó la norma de facto, y buscó privarla de toda eficacia.” (Considerando 5° idem).

De los párrafos transcriptos puede observarse que el Alto Tribunal considera que el dictado de una ley cuyo propósito es anular una anterior se enmarca en facultades propias de organización, desenvolvimiento, aplicación y ejecución de las diversas partes de la Carta Fundamental. Esta afirmación descarta cualquier posible crítica a la norma con fundamento en el órgano que la dictó. De tal modo no corresponde descalificar a la ley en cuestión por haber sido dictada por el Congreso de la Nación, en el marco de sus facultades constitucionalmente reconocidas. Desde otra perspectiva, tanto la ley 23.040 como la ley 25.779 tuvieron por finalidad privar de efectos legales a otras leyes para evitar la impunidad de hechos ilícitos perpetrados por un régimen de facto, caracterizados como atroces y aberrantes.

A diferencia de lo que ocurriera con la ley 22.924, las leyes 23.492 y 23.521 no presentan el problema de ilegitimidad fundado en el órgano que les diera origen. En este sentido, la primera de ellas sumaba a los vicios de contenido la condición de ley de facto, con una validez transitoria o precaria y sólo aplicable en la medida que no contradijera principios y valores básicos de nuestra Constitución (cfr. C.C.C.Fed., Sala I, causa “Fernández, Marino A. y Argemi, Raúl s/ tenencia de arma de guerra y falsificación de documento”, considerando VI voto del juez Ricardo Gil Lavedra).

Las llamadas leyes de “punto final” y “obediencia debida” (23.492 y 23.521, respectivamente) fueron dictadas de acuerdo a los cánones constitucionales que rigen la elaboración y sanción de normas en un régimen representativo, republicano y federal, criterio aceptado, como ya fuera dicho, por la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Esta circunstancia exige una evaluación acerca de su contenido, para establecer la posibilidad de que el Congreso de la Nación disponga medidas de tal naturaleza, asimilables, como se dijo, a una amnistía en sus efectos.

Es decir, se trata de determinar, en definitiva, si pueden ser perdonados, por parte de alguno de los poderes del Estado a través de actos propios, hechos calificados como crímenes contra la humanidad mediante los que la vida, la fortuna y el honor de los habitantes de la nación quedaran a merced de gobierno o persona alguna.

Tal situación remite al análisis del artículo 29 de la Constitución Nacional, como fuente inspiradora de los legisladores que sancionaron la ley 25.779, en cuanto aquel establece que: “El Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o la fortuna de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna. Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable, y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria”.

Para comprender el verdadero alcance de esta norma, es preciso recurrir a la interpretación que de ella hiciera nuestro Máximo Tribunal. En este sentido, en Fallos 234:16 se dijo: “... Que de los antecedentes de la causa resulta que los hechos que se imputan a los procesados encuadran “prima facie” dentro de los establecidos por el art. 20 de la Constitución [actual artículo 29] ... Que los términos enfáticos en que está concebida [la disposición constitucional], los antecedentes históricos y la circunstancia de habérsela incorporado a la ley fundamental de la República, revelan sin lugar a dudas que la disposición citada constituye un límite no susceptible de franquear por los poderes legislativos comunes, como son los que ejerce el Congreso de la Nación cuando dicta una ley de amnistía por delitos del Código Penal y leyes accesorias, o un gobierno revolucionario fuera de los fines primordiales de la revolución; en consecuencia, la amnistía que expresamente comprendiera en sus disposiciones el delito definido por dicho precepto constitucional, carecería enteramente de validez como contraria a la voluntad superior de la Constitución” (la cita corresponde a Sancinetti, Marcelo A. y Ferrante, Marcelo, “El derecho penal en la protección de los derechos humanos”, Hammurabi, Buenos Aires, 1999, pág. 276).

El contenido de esta doctrina alude al carácter relativo, es decir no absoluto, del artículo 75, inciso 20 de la Constitución Nacional, en cuanto acuerda al Congreso Nacional la facultad de dictar “amnistías generales”. De ella se desprende la imposibilidad, por parte del órgano legislativo, de perdonar actos de la naturaleza a la que alude el citado artículo 29 constitucional (es decir, la concesión de facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgar sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o la fortuna de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna).

El fundamento de esa limitación radica en la similitud que existe entre el perdón de hechos de esa índole y, a través de esa dispensa, conceder retroactivamente la suma del poder público. De acuerdo a la interpretación realizada por los autores consignados serían inamnistiables los actos que implicaran “traición a la patria” por el ejercicio mismo de la suma del poder público, más que por la concesión legislativa de tales facultades (ob. cit., pág. 280).

Sustentan esa afirmación en la doctrina de Fallos 247:387 según la cual: “... corresponde declarar que los beneficios de la ley 14.436 no son extensivos a delitos como el que motiva las presentes actuaciones, ya que el art. 29 de la Const. Nacional -que categóricamente contempla la traición a la patria- representa un límite infranqueable que el Congreso no puede desconocer o sortear mediante el ejercicio de su facultad de conceder amnistías”. La ley 14.436, a la que alude el párrafo transcripto concedía, en su artículo 1° una amnistía amplia y general para todos los delitos políticos, comunes conexos o militares también conexos, cometidos hasta la promulgación de esa ley, que comprendía los actos y los hechos realizados con propósitos políticos o gremiales, o cuando se hubiera determinado que bajo la forma de un proceso por delito común, se encubrió una intención persecutoria de índole política o gremial.

Así, como se dijo, el Congreso carece de facultades para amnistiar el ejercicio de la suma del poder público, del ejercicio del poder tiránico, en la medida en que en el marco de este desempeño fueran cometidos delitos por los que “la vida, el honor y la fortuna de los argentinos quedaran a merced de gobiernos o persona alguna”. De ese modo, cuando los actos cumplidos por el poder omnímodo fuesen delictivos conforme a la ley penal por su propia configuración (homicidios, torturas, privaciones de libertad, etc.), será imposible amnistiarlos (ob. cit., pág. 282).

Ello por una doble índole de razones. Por una parte, porque el Congreso no podría perdonar aquellos actos que la Constitución prescribe como delitos, sin incurrir en una atribución de facultades constituyentes. En palabras de Sebastián Soler: “... Estriba dicho error en asignar al Poder Legislativo, o al que ejerza las funciones propias de éste, la atribución de amnistiar un hecho que, por la circunstancia de estar expresamente prohibido por la Constitución Nacional, se halla, a todos sus efectos, fuera del alcance de la potestad legislativa. [...] Aceptar en semejantes condiciones que los sujetos de tal exigencia tienen la facultad de enervarla mediante leyes de amnistía, significa tanto como admitir el absurdo de que es la Constitución misma la que pone en manos de éstos el medio de burlarla, o bien dar por sentada la incongruencia de que la imperatividad de la norma, expresada en términos condenatorios de singular rigor, no depende sino de la libre voluntad de quienes son precisamente sus destinatarios exclusivos...” (Fallos 234:16).

Por otra parte, como ya se dijo, en la similitud que existe entre el perdón de hechos de esa índole y, a través de ese perdón, en la concesión retroactiva de la suma del poder público.

Como consecuencia de todo lo dicho es posible concluir que la ley 25.779 constituye la manifestación legislativa que concurre a sanear actos anteriores propios que, por sus efectos, pueden asimilarse a amnistías, tales como fueron las leyes 23.492 y 23.521. En este sentido, es interesante el aporte que formula Agustín Gordillo al señalar que “Esta ley [la 25.779] no “anula” sino que “declara” la nulidad, lo cual no merece óbice alguno y además de no ser intrascendente, es positivo” (“Decláranse insanablemente nulas las leyes 23.492 y 23.521", La Ley 2003 - E - 1506. El agregado corresponde al Tribunal).

La declaración constituye la expresión de la voluntad del legislador que, como tal, no impone una interpretación determinada al Poder Judicial y, por ello, no merece reparo constitucional alguno. Esta idea remite al concepto de derecho espontáneo (cfr. Bidart Campos, Germán J., “Manual de la Constitución Reformada”, EDIAR, Buenos Aires, 1997, Tomo III, pág. 142), que consiste en la expedición de todos los actos del Congreso con forma de ley. Ante la imposibilidad de que el Poder Legislativo se pronuncie formalmente de otro modo sobre actos que por su esencia, contenido o sustancia pueden ser políticos o administrativos (y por ello no estrictamente legislativos), no corresponde que el Poder Judicial se expida negativamente sobre la constitucionalidad de ese pronunciamiento. En particular si este último -el Poder Judicial- es el llamado a definir si las leyes 23.492 y 23.521 son nulas o no, y, en su caso, si los efectos de esa sanción son retroactivos o no lo son.

Es necesario destacar que la manifestación legislativa aludida no se produjo en un proceso en trámite. Es decir, no se advierte la asunción de funciones judiciales estrictas, sino que la ley 25.779 declara la nulidad en abstracto, sin remisión a una causa o proceso en particular, de modo que será el Poder Judicial quien en última instancia establezca el alcance, por vía de interpretación, que corresponde acordar a esa norma.

 

IV- Desde otra perspectiva, la mencionada ley 25.779 constituye el cumplimiento de la obligación internacional derivada del artículo 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos por parte del Congreso de la Nación.

Ese artículo establece que “Si el ejercicio de los derechos y libertades mencionados en el artículo 1° no estuviere garantizado por disposiciones legislativas o de otro carácter, los Estados Partes se comprometen a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones de esta Convención, las medidas legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades”.

Antes de profundizar en los alcances del artículo trascripto, cabe aclarar que los tratados de derechos humanos no contienen disposiciones expresas que establezcan la persecución de las violaciones a derechos humanos. Sin embargo, las prescripciones sobre los deberes de “respeto” y “garantía”, por una parte, y la existencia de “remedios efectivos” como medio de asegurarlos, por otra, se han reconocido como fundamento de la exigencia de una obligación de tal naturaleza (Ambos, Kai: “Impunidad y Derecho Penal Internacional”, Ad-Hoc, Buenos Aires, 1999, pág. 75 y sgtes.).

El deber de “garantía” fue caracterizado como “...el deber para los Estados partes de organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos. Como consecuencia de esta obligación los Estados deben prevenir, investigar y sancionar toda violación de los derechos reconocidos por la Convención y procurar además, si es posible, el restablecimiento del derecho conculcado y, en su caso, la reparación de los daños producidos por la violación de los derechos humanos” (Corte Interamericana de Derechos Humanos, caso “Velázquez Rodríguez”, sentencia de 29 de julio de 1988, Serie C, nº 4, párrafo 166).

Adviértase que en la sentencia citada se establecen como medios para asegurar esa “garantía” los deberes de prevención, investigación y sanción de las conductas que vulneren derechos reconocidos. A su vez, no resulta suficiente la declamación de esta garantía, sino que se exige al Estado la eficacia en su ejercicio.

Con esta última afirmación se relacionan los “remedios efectivos” o “derecho a un recurso”, tal como fueron consagrados por el Comité de Derechos Humanos (establecido en los términos del artículo 28 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos) en dos “Comentarios Generales” (artículo 40, inc. 4º del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos). En el primero de ellos se señaló que: “... se deriva del art. 7º, leído juntamente con el art. 2º del Pacto, que los Estados deben asegurar una protección efectiva a través de algún mecanismo de control. Las quejas por mal trato deben ser investigadas efectivamente por las autoridades competentes. Quienes sean culpables deben ser considerados responsables, y las víctimas deben tener a su disposición los recursos efectivos, incluyendo el derecho a obtener una compensación” (HRC, General Comment Nº 7, Doc. ONU. CCPR/C/21/Rev. 1 [19/5/1989], criterio luego reiterado en General Comment Nº 20, par. 13 y s., Doc. ONU CCPR/C/21/Rev. 1/Add.3 [7/4/1992], citados en Ambos, Kai, ob. cit., pág. 73).

A su vez, y como contenido de las obligaciones de garantía en el caso “Velázquez Rodríguez” ya consignado se ha definido a la prevención como “...todas aquellas medidas de carácter jurídico, político, administrativo y cultural que promuevan la salvaguarda de los derechos humanos y que aseguren que las eventuales violaciones a los mismos sean efectivamente consideradas y tratadas como un hecho ilícito que, como tal, es susceptible de acarrear sanciones para quien las cometa, así como la obligación de indemnizar a las víctimas por sus consecuencias perjudiciales”. Aunque, vale aclarar, la misma Corte Interamericana de Derechos Humanos señaló que esta obligación es de medio, de modo que no se demuestra su incumplimiento por la circunstancia de que un derecho haya sido violado (Caso “Velázquez Rodríguez”, cit., párrafo 175).

Además, y ello es de particular importancia en el caso, la obligación de adoptar medidas, en consonancia con el deber de garantía, versa también sobre la eliminación de las normas incompatibles con los tratados y comprende la obligación de no dictar tales medidas cuando ellas conduzcan a violar esos derechos y libertades (al respecto: C.I.D.H., Responsabilidad internacional por expedición y aplicación de leyes violatorias de la Convención -arts. 1 y 2, Convención Americana sobre Derechos Humanos-, Opinión Consultiva OC-14/94 de 9 de diciembre de 1994).

Volviendo al artículo 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y en cuanto a sus alcances, es menester señalar que la Corte Interamericana sostuvo que “...el deber general del Estado... incluye la adopción de medidas para suprimir las normas y prácticas de cualquier naturaleza que impliquen una violación a las garantías previstas en la Convención, así como la expedición de normas y el desarrollo de prácticas conducentes a la observancia efectiva de dichas garantías (...) En el Derecho de Gentes, una norma consuetudinaria prescribe que un estado que ha ratificado un tratado de derechos humanos debe introducir en su derecho interno las modificaciones necesarias para asegurar el fiel cumplimiento de las obligaciones asumidas. Esta norma es universalmente aceptada, con respaldo jurisprudencial. La Convención Americana establece la obligación general de cada Estado Parte de adecuar su derecho interno a las disposiciones de dicha Convención, para garantizar los derechos en ella consagrados. Este deber general de cada Estado Parte implica que las medidas de derecho interno han de ser efectivas (principio effect utile). Esto significa que el Estado ha de adoptar todas las medidas para que lo establecido en la Convención sea efectivamente cumplido en su ordenamiento jurídico interno, tal como lo requiere el artículo 2 de la Convención. Dichas medidas sólo son efectivas cuando el Estado adapta su actuación a la normativa de protección de la Convención” (Conf. Corte Interamericana de Derechos Humanos, “La última tentación de Cristo”, rta. 05/02/2001, Serie “C”, n° 73, parágrafos 85 y 87, citado en C.C.C.Fed., Sala I , causa n° 36.253, “Crespi, Jorge Raúl y otros s/ falta de acción y nulidad”, reg. n° 670 de fecha 13/7/2004).

En otra causa, ese Tribunal reiteró el alcance de la obligación que emana del artículo 2 de la Convención y agregó, además, que el deber general allí establecido implica adoptar dos tipos de medidas. Por un lado la supresión de normas y prácticas que de cualquier naturaleza impliquen una violación a los derechos y garantías que resguarda el tratado mencionado. El otro tipo de medidas tiene que ver con la promoción de normas y prácticas que guíen a cada Estado Parte hacia el cumplimiento cabal de la Convención (Corte Interamericana de Derechos Humanos, caso “Bulacio v. Argentina” fallado el 18/9/2003, citado C.C.C.Fed., Sala I, causa n° 36.243, invocada).

Indudablemente, la ley 25.779 constituye el cumplimiento de una obligación del Estado impuesta por el artículo 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

Para comprender el carácter imperativo de una norma convencional internacional en el orden interno corresponde remitirse, además del artículo 75 inciso 22 de la Constitución Nacional, a la doctrina del caso “Miguel Ángel Ekmekdjian c. Gerardo Sofovich” - C.S.J.N., Fallos 315:1492-.

Uno de los fundamentos expuestos por el Máximo Tribunal en ese precedente se refiere al artículo 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, aprobada por ley 19.865, ratificada por el Poder Ejecutivo nacional el 5 de diciembre de 1972, y en vigor desde el 27 de enero de 1980. En este caso, la Corte reconoce que esa norma constituye el “fundamento normativo para acordar prioridad” al tratado sobre la ley. Ese artículo establece que “...una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado” y de tal forma confiere primacía al derecho internacional convencional sobre el derecho interno. Esta prioridad de rango integra el ordenamiento jurídico argentino. Por otra parte, la convención es un tratado internacional, constitucionalmente válido, que asigna prioridad a los tratados internacionales frente a la ley nacional en el ámbito del derecho interno, esto es, un reconocimiento de la primacía del derecho internacional por el propio derecho interno (Considerando 18).

Así, el Alto Tribunal sostuvo con claridad y contundencia: “Que la necesaria aplicación del art. 27 de la Convención de Viena impone a los órganos del Estado argentino asignar primacía al tratado ante un eventual conflicto con cualquier norma interna contraria o con la omisión de dictar disposiciones que, en sus efectos, equivalgan al incumplimiento del tratado internacional en los términos del art. 27”.

En 1994, finalmente, se produjo la reforma constitucional que no sólo acogió esta doctrina sino que fue más allá ampliandola. A la vez que reconoció la mayor jerarquía normativa de los tratados respecto de las leyes nacionales, en el actual artículo 75, inciso 22 de la Constitución Nacional, dio rango constitucional a un grupo determinado de instrumentos internacionales, y agregó un mecanismo de decisión para otorgar esa jerarquía a otros tratados de derechos humanos.

Así, es indudable que esta nueva perspectiva del problema impone revisar los criterios relativos a la jerarquía de las normas internas y los instrumentos internacionales. En rigor, corresponde modificar los parámetros tradicionalmente utilizados y adaptarlos a la nueva realidad impuesta no sólo por vía jurisprudencial del Máximo Tribunal, sino por la propia Constitución.

En esta lógica se engarza la validez de la declaración legislativa expuesta en la ley 25.779.

Además, como se recordará, para la fecha de sanción de las leyes 23.492 y 23.521 (23 de diciembre de 1986 y 4 de junio de 1987, respectivamente) el Congreso ya había aprobado la Convención Americana de Derechos Humanos (desde el 1º de marzo de 1984), así como también el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (desde el 17 de abril de 1986) y la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (desde el 30 de julio de 1986)-.

A su vez, en función del criterio sentado por la Corte Suprema de Justicia según el cual los tratados internacionales quedan incorporados a la legislación del país a partir de su aprobación por el Congreso Nacional (Fallos 202:353), esas normas convencionales formaban parte del derecho interno.

De tal modo que la contradicción que se advierte entre las leyes 23.492 y 23.521 y los tratados internacionales invocados impone al Estado argentino la obligación de suprimir las normas y prácticas que de cualquier naturaleza impliquen una violación a los derechos y garantías que emanan de esos instrumentos.

Esta obligación alcanza a todos los órganos de Estado, entre ellos al Congreso de la Nación. La ley 25.779 constituye la declaración legislativa en tal sentido y, desde la perspectiva señalada, el cumplimiento de una obligación acorde con las exigencias de cooperación, armonización e integración internacionales a la que no es ajeno.

En palabras de la Corte Interamericana de Derechos Humanos “...el deber general del Estado, establecido en el artículo 2 de la Convención, incluye la adopción de medidas para suprimir las normas y prácticas de cualquier naturaleza que impliquen una violación a las garantías previstas en la Convención...” (C.I.D.H., caso “Barrios Altos” -Chumbipuma Aguirre vs. Perú-, sentencia de 14 de marzo de 2001).

 

V- De todo lo dicho, es posible concluir que la ley 25.779 goza de presunción de legitimidad, a menos que se demuestre su oposición e incompatibilidad con la Constitución bajo la cual fue dictada. Esa contradicción no existe en el caso pues la norma en cuestión no implicó la asunción de funciones judiciales por parte del Congreso de la Nación. Y la ley 25.779 constituye la manifestación institucional a través del único medio con el que cuenta el órgano legislativo, es decir el dictado de leyes, acerca de la validez de las leyes 23.492 y 23.521. A través de ella ha saneado cualquier posible crítica que pudiera formularse con relación a ambas, con fundamento en su condición de amnistías -por sus efectos- del ejercicio de la suma del poder publico, en la medida que a través de ese perdón estaría concediendo retroactivamente la suma del poder público y porque no podría condonar delitos establecidos en la Constitución Nacional sin arrogarse facultades constituyentes.

La cuestionada norma constituye también el cumplimiento, por parte del Congreso de la Nación, de la obligación internacional derivada del artículo 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de observancia imperativa en el orden interno, de acuerdo al artículo 75, inciso 22 de la Constitución Nacional.

Debe agregarse a lo dicho una última consideración. Se ha planteado la posible violación a la seguridad jurídica que podría derivar de la revisión de situaciones jurídicas que se suponían definitivas e inalterables por el dictado de las leyes 23.492 y 23.521. Ello con particular referencia al artículo 17 de la Constitución Nacional.

Sin embargo, “El Estado de Derecho significa no sólo seguridad jurídica, sino justicia material. Estos dos aspectos del principio del Estado de Derecho no siempre pueden ser respetados por el legislador de igual forma (BVerf GE 3, 225/ 237; 7, 89/ 92). En el conflicto entre la seguridad jurídica y la justicia será el legislador quien, en primera línea, tendrá la tarea de decidir por una u otra. Si ello tiene lugar de una manera no arbitraria, la decisión legislativa no podrá ser impugnada por motivos constitucionales...” (Eser, Albin y Burkhardt, Björn, “Derecho Penal”, pág. 49 y sgtes., Ed. Colex, Madrid, 1995).

La cita confirma la autoridad del legislador para discernir, a través del dictado de las normas correspondientes, entre seguridad jurídica e impunidad. Estas dos situaciones son caras contrapuestas de un mismo acontecimiento histórico y son los representantes del pueblo de las provincias y de los estados locales provinciales quienes, a través del dictado de leyes no arbitrarias, en primer término establecerán el criterio valorativo acorde al Estado de Derecho. La ley 25.779 es una manifestación clara en tal sentido.

Podría invocarse todavía el carácter arbitrario de la norma. Sin embargo, ella se refiere a dos leyes que impusieron restricciones al ejercicio de la acción penal en casos en los que se hallan involucrados atentados contra bienes jurídicos individuales fundamentales (como la vida, integridad física, salud, libertad, etc.) como parte de un ataque generalizado o sistemático realizado con la participación o tolerancia del poder político de iure o de facto, caracterizados como crímenes contra la humanidad, de acuerdo al concepto de crímenes de lesa humanidad adoptado por el Tribunal (con cita de Gil Gil, Alicia, “El genocidio y otros crímenes internacionales”, Centro Francisco Tomás y Valiente - UNED Alzira- Valencia, Valencia, 1999) . Frente a la imputación de tal categoría de delitos no parece razonable que sus eventuales autores pudieran suponer válidamente que poseían un derecho adquirido a las soluciones parciales y temporarias que limitaron su juzgamiento.

Por el contrario, existe una expectativa razonable en que el Estado asuma la obligación derivada del artículo 118 de la Constitución Nacional -no sólo ante sus nacionales, sino frente a la comunidad internacional- de juzgamiento de los delitos contra el derecho de gentes -de los que forman parte los crímenes contra la humanidad- como categoría de ilícitos de persecución obligatoria. Si a ello se agregan las razones descriptas en los considerandos precedentes, se observa que difícilmente pueda tildarse de arbitraria la decisión de los legisladores.

En este contexto la ley 25.779 resulta plenamente válida y adecuada a la idea de justicia material en el marco de un Estado de Derecho.

 

Por todo lo expuesto, el Tribunal RESUELVE:

 

CONFIRMAR la resolución de fs. 178/188 vta. en cuanto se pronuncia por la validez de la ley 25.779.

 

Regístrese, hágase saber y cúmplase con el emplazamiento dispuesto por la Sala I de la Cámara Nacional de Casación Penal a fs. 13 vta. de este incidente.

FIRMADO: HORACIO R. CATTANI, EDUARDO LURASCHI y MARTIN IRURZUN.
Jueces de Cámara.
Ante mí: MARCELO MARTINEZ DE GIORGI. Secretario de Cámara.

 


 

 

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