Presentación

El Escuadrón Perdido, por José Luis D'Andrea Mohr.
  
 


El espantoso asesinato del soldadito Omar Carrasco tuvo una inmediata cuanto disparatada respuesta del Poder Ejecutivo: eliminó de un plumazo el Servicio Militar Obligatorio (SOM). Tan burda maniobra política - a todas luces meramente efectista cuanto exenta de intención jurídica alguna - pudo tener, para cualquier desprevenido ciudadano, alguna de estas despistadas interpretaciones:

Que, en realidad, la culpa del vil asesinato la tenía el SMO: si no hubiese existido, Carrasco habría conservado su vida (lo cual no deja de ser cierto o, por lo menos, bastante probable, aunque mantiene su condición de falacia).

Que los propios asesinos eran, a su vez, víctimas de ese mismo SMO, que virtualmente los compelía a delinquir hasta tales extremos (lo cual tampoco deja de ser parcialmente cierto, de manera indirecta, aunque sigue siendo una falacia).

Que el Servicio Militar Voluntario (SW) elimina ipso facto toda posibilidad de que ocurran tamañas aberraciones. Es decir, se daría por descontado que en el SMO no sólo pueden morir soldaditos asesinados sino - esto es lo terrible - que es inevitable que los homicidas sean sus mismos superiores.

Que los voluntarios, por tal condición, resultan inmunes a esos peligros, toda vez que su voluntad no llega al extremo de aceptar graciosamente que los torturen hasta matarlos. Ni más ni menos.

Así, quienes como yo veníamos abogando desde hace mucho tiempo por la abolición del SMO (y sufrimos, no sin rigor, las consecuencias de haberlo hecho público más de una vez) nos vimos obligados a disentir con aquella decisión “a secas". La causa alegada resultaba a todas luces mentirosa, porque se fundamentaba en el desfachatado argumento según el cual el SMO - es decir, una figura abstracta- provocaba per se asesinatos de miliquitos, cuando no era lisa y llanamente su autor. Esa argumentación era expuesta como al pasar, con absoluta hipocresía.

Lo que sí cabía decir, aunque sin "incrustar" la burda digresión del SMO, era que la causa de semejantes atrocidades tenía origen en la formación de los cuadros de oficiales y suboficiales. Una formación que - desde que tengo memoria - conlleva ínsito el perverso ingrediente de la crueldad, en la cual la tortura física y psíquica ha sido cotidiana y sin medida y cuyo único extremo conocido es la muerte lisa y llana del atormentado. Una crueldad, en fin, que reconoce su pico más alto de degradación en los "años de plomo" del Proceso y que, en no pocos de sus autores, se conserva con estremecedora soberbia. El caso del "valiente" ex capitán Astiz da crédito a mis dichos.

También yo, en mis lejanos años de cadete (1947-1950), he sido torturado en mayor o menor grado, según fuera el índice de ferocidad del oficial torturador. Y mientras fui instructor de cadetes en el Colegio Militar (1956-1959) pude comprobar que nada había cambiado. Peor aún: mis propios pares, ya oficiales (antiguos torturados), asumían minuciosamente - y hasta jubilosamente - el papel de torturadores, en una suerte de cumplimiento de un pacto tácito entre generaciones. Me precio de no haber asumido jamás ese papel ni cumplido ese pacto. Mis cadetes de entonces son testigos.


El "generaludo" que defendía el servicio militar obligatorio

Allá por 1985, un ex camarada de mi promoción y arma me denunció - mediante una carta "mamarracho"- ante el Jefe del Estado Mayor General del Ejército, Héctor Ríos Ereñú. Decía considerarse agraviado porque, en una encuesta televisiva, yo había manifestado mi oposición al SMO. Mi posición se basaba en la inutilidad de mantenerlo porque ya habían desaparecido las razones objetivas que le dieran origen a comienzos del presente siglo.

El generaloide en cuestión era Mario Oscar Davico. Cuando Carlos Menem abolió el SMO, Davico, a pesar de su furia de entonces, se cuidó muy bien de endilgarle al Presidente los - para él- agraviantes calificativos de "marxista", "destructor de la institución" y otras imbecilidades por el estilo. Este auténtico Bayardo argentino se distingue por su condición de experto en la especialidad, desopilantemente llamada "inteligencia"; una especialidad en la que descollara como muy comedido adiestrador de "contras" nicaragüenses. Cuando regenteaba los Estados Unidos el recio Ronald Reagan, Davico recibía la paga de tan singular conchabo en dólares estadounidenses salidos del Tesoro del Tío Sam. Hasta donde se sabe, el "agravio" de nuestro Bayardo no fue suficiente para que dejara de asistir - como medida de protesta -, mensualmente y con puntualidad, a la Sociedad Militar Seguro de Vida para percibir sus haberes tan honradamente habidos.

Ese generalzuelo de pacotilla y los mandos que tramitaron su alcahueta denuncia fueron incapaces, por inepcia y cobardía, de contestar mis dichos ante ella, los cuales hago públicos por primera vez en estas páginas [véase Apéndice "¿Un insulto al Ejército Argentino?"].

Este comentario viene a cuento a propósito del espeluznante escuadrón perdido, porque, por el mismo camino de la perversa formación recibida y de su ciega internalización, podemos llegar a explicamos - aunque jamás a aceptar- las aberrantes actitudes de todos aquellos que participaron (en todas las jerarquías y responsabilidades) en esta espantosa cacería humana y exterminio de más de un centenar de soldaditos. A ellos se les había tomado juramento de servir a la bandera de la Patria. Sus victimarios, a su vez, juraron también - qué duda cabe - por la misma Patria y por Dios su absoluta ignorancia del destino de aquellos desdichados. Más aún, urdieron historias tan cínicas como ridículas, cuya sola exposición constituía un burdo agravio para quienes las recibían.

Que a ninguno de los integrantes de esta runfla despreciable, cobarde y asesina que se cita en este libro se le ocurra alegar que todos y cada uno de los casos que aquí se presentan ocurrieron porque existía el SMO. Lo que es innegable es que ocurrieron porque eran ellos quienes existían, con su formación criminal, soberbia y decididamente vesánica.

Aquí están. Estos son. Tanto hubiera dado que estos muchachitos brutalmente inmolados hubieran estado cumpliendo con el SMO o no. En este último caso, los habrían buscado en sus hogares, en la fábrica, en la universidad o dondequiera que hubiesen podido estar.

Aquí están. Estos son. Los ha marcado a fuego este ímprobo cuanto necesario, terrible pero esclarecedor trabajo de José Luis D'Andrea Mohr. Y más vale que no le ha temblado el pulso para realizarlo, como tampoco a mí para ponerlo de relieve, a pesar de las persecuciones y amenazas que ambos venimos arrastrando desde hace mucho tiempo. Y a pesar también de que no pocos de los aquí estigmatizados fueron - alguna vez, al menos- nuestros camaradas de armas. Hace largo tiempo que dejaron de serlo, y nos congratulamos por eso: no queremos, como postulaba "don Pepe" San Martín, que se nos pueda confundir "con los malvados y perversos". Amén.

FEDERICO EDUARDO MITTELBACH
Capitán de Caballería (R)

 

 

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