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Desaparecidos en El Salvador (II)

La desaparición de Carlota Ramírez

    Además de la desaparición forzada de Paty Cuéllar, ahora comentamos el caso de Carlota Ramírez; ambos son sólo muestras del amplio "catálogo" de este tipo de violaciones graves a los derechos humanos ocurridas durante la larga noche de violencia política y bélica por la que atravesó El Salvador, sobre todo entre 1975 y 1992. En la edición anterior comentamos el caso de una ferviente activista en la lucha por la defensa de los derechos humanos; hoy queremos relatar el terrible drama de una familia campesina salvadoreña, humilde y solidaria, comprometida con el mensaje de Cristo. Hechos como el que compartimos en esta ocasión —cinco personas de una misma familia desaparecidas— fueron prácticas extendidas por todo el país, como parte de una política de Estado tendiente a destruir el movimiento de oposición armada y democrática. Muchos de esos actos fueron ocultados por los propios familiares de las víctimas, que aun hoy sienten miedo hasta de hablar sobre los mismos.

    Este tipo de acciones —que a once años del fin de la guerra, permanecen en la impunidad— fueron posibles por la participación activa de agentes estatales en la organización y funcionamiento de los llamados "escuadrones de la muerte", la tolerancia de los mismos por parte de sectores gubernamentales, por el entrenamiento que les dieron a sus miembros diversos asesores extranjeros y por el "generoso" apoyo económico que le brindaron poderosos personajes salvadoreños. Esos "escuadrones de la muerte" —que eufemística y muy tímidamente fueron bautizados, después de la guerra, como "grupos armados ilegales con motivación política"— actuaron a su antojo asesinando, torturando y despareciendo personas.

    Su modo de operar seguía, en la mayoría de las veces, un patrón preconcebido que es el que pretendemos revelar con las denuncias presentadas en la Fiscalía General de la República: hombres fuertemente armados, vestidos de civil, sin identificación alguna, con sus rostros cubiertos no para evitar ser reconocidos —pues gozaban de total impunidad— sino para atemorizar a sus víctimas. En ocasiones, también señalaban públicamente a la víctima; se le anunciaba que "le habían puesto el dedo", dándole como única posibilidad la urgente huida. En caso de no poder hacerlo, por falta de medios o contactos, la víctima —ya condenada— se enfrentaba a los cateos e interrogatorios amenazantes, así como a otro tipo de hostigamientos y al seguimiento constante. El suplicio de este proceso culminaba el día en que, finalmente, llegaban en grupo a su casa para llevársela o para matarla en el lugar. Como se demuestra en los casos de Paty Cuéllar y Carlota Ramírez, no eran actos aislados y fortuitos; eran hechos planificados que se ejecutaban sistemáticamente con el objeto de eliminar de raíz a adversarios políticos reales o posibles.

    A continuación, más allá del forzado olvido oficial, que se le ha querido imponer a las víctimas, se ofrece el relato doloroso y vigente de Carlota.

    En marzo de mil novecientos ochenta y dos, se presentaron a nuestra casa un grupo de aproximadamente diez hombres, vestidos de la misma forma e igual de armados que los que se presentaron el año anterior, pero acompañados esta vez de dos personas con el rostro cubierto con gorros de los que sólo se les ven los ojos. Preguntaron por mi hermano Rufino Ramírez, a quien negué otra vez. Nos sacaron de la casa, junto con mi hija Carla Deysi Ramírez, nos maltrataron, insultaron y nos amenazaron de muerte. En ese momento llegó mi papá Natividad de Jesús Ramírez, a quien encañonaron, y nos dijeron que para la próxima les tuviéramos listo a mi hermano. A los tres días llegó una camionada de soldados armados y con uniforme camuflajeado al mando de un señor gordo, moreno. Eran alrededor de las ocho de la mañana, los soldados se pusieron a registrar el terreno, encontrando un rancho donde dormíamos por la noche, el cual incendiaron. Por lo anterior, decidimos huir del lugar e irnos para la casa de mi hermano Alejandro Ramírez Hernández, donde nos quedamos a pasar la noche.

    En horas de la madrugada del día diez de mayo de mil novecientos ochenta y dos, en la casa de habitación propiedad de mi hermano Alejandro Ramírez, ubicada en Cantón San Jerónimo, nos encontrábamos Herculana Hernández de Ramírez, quien era mi madre; mis hermanos Salvador, Alejandro, Francisco, todos de apellido Ramírez; Virginia Contreras, esposa de Alejandro, sus hijos Eliseo Ramírez Contreras, Joaquín Santana, Lorenzo, María Rosa, Concepción, Alejandro y Luis Alonso, todos de apellido Ramírez, de 14, 13, 10, 15, 7, 12 y 3 años de edad, respectivamente; mi persona y mi hija Karla Besy Ramírez. Nos habíamos quedado durmiendo fuera de la casa, pero debido a que llovía fuerte nos vimos obligados a entrar a la casa, cuando a los cinco minutos de esto tocaron a la puerta y mi hermano Alejandro abrió, entrando un grupo de soldados comandados por un sargento, a quien identificó por su voz y quien ordenó capturar a Alejandro, ante lo que éste preguntó el motivo de su detención y el sargento contestó porque se había robado una grabadora, habiéndose negado mi hermano; no obstante, el sargento le ordenó se vistiera porque lo iban a llevar.

    Los soldados registraron la casa pero no encontraron el cuarto donde estábamos escondidos, llevándose a Alejandro, a quien intentaron ejecutar pocos metros después de haber salido de la casa, lo cual no pudo ser gracias a que mi hermano logró escapar en medio de los disparos que le propiciaron. Luego se escuchó una descarga de ametralladoras en la dirección de la casa de mi padre Natividad de Jesús Ramírez, ubicada en Cantón El Progreso, de Nueva San Salvador. Por lo que, una vez amaneció, me dirigí hacia la casa de habitación de mi padre. En el camino hacia la casa de mi papá encontré algunas velas, imaginándome que algo malo había sucedido; llegué a la casa y me encontré con los cadáveres de mis hermanos Rufino y Teresa.

    Al llegar a la casa encontré a mi hermana Marta Elba Ramírez, quien nos contó que como a la media noche llegaron individuos vestidos de deportistas armados con fusiles G-3 y con pañoletas en la frente y llamaron a su hermano Rufino, quien se levantó, se hincó e hizo sus oraciones; luego lo capturaron, pero en el camino lo mataron porque se quiso escapar, ante lo cual mi hermana Teresa les reclamó a los sujetos armados y éstos la mataron. Luego procedieron a detener a mi padre Natividad de Jesús Ramírez, a Guadalupe Robles, José Elías Ramírez Cuchilla y Jorge Adalberto Ramírez Cuchilla. Por si esto no fuera bastante, el ocho de agosto de mil novecientos ochenta y dos, mi hermano Salvador Ramírez se encontraba en un lugar denominado "El Cenicero", en el Cantón Las Granadillas, de Nueva San Salvador, donde fue capturado por sujetos vestidos de civil, que se conducían en un camión del ejército y llevado hacia el lugar conocido por "la Periquera", ubicado también en Las Granadillas, desconociendo su paradero.

    Proyecto Desaparecidos
Perú


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