El nuncio y el Vaticano

Iglesia y Dictadura, por Emilio F. Mignone (Capítulo tercero)

 

El nuncio Laghi

Ha sido objeto de una polémica que obtuvo en su momento resonancia, la actuación durante la dictadura militar del nuncio de la Santa Sede en la Argentina, Pio Laghi, quien pasó a desempeñar iguales funciones en los Estados Unidos.

Quiero contribuir a aclarar la cuestión con los elementos de juicio de que dispongo y transmitir mi punto de vista.

El nombre de Laghi, que no había sido mencionado en relación con estros episodios, saltó a la luz pública con motivo de figurar en una nómina de 1.351 personas vinculadas con la represión publicada en el mes de noviembre de 1984, por la revista El Periodista de Buenos Aires. Esta inserción dio lugar a una larga serie de desmentidos y protestas, tanto en la Argentina como en el exterior.

El Periodista explicó que la lista en cuestión había sido elaborada por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, sobre la base de su documentación, omitiéndose en el informe denominado Nunca más.

La existencia de la nómina fue negada por Alfonsín y por algunas autoridades de la CONADEP. Me consta, sin embargo, que fue efectivamente preparada por personal de la Comisión pero se decidió no publicarla luego de conversarse sobre el tema con el presidente de la Nación, a quien se le entregó una copia confidencial. Era inevitable que trascendiera. La revista la obtuvo de un empleado de la CONADEP.

La Lista se confeccionó colocando por orden alfabético los nombres de los aludidos en alguno de los centenares de testimonios que recibió la Comisión. Dentro del ámbito eclesiástico figuran 15 sacerdotes católicos, entre ellos Antonio José Plaza, arzobispo de La Plata; los obispos Blas Conrero, de Tucumán y José Miguel Medina de Jujuy; monseñor Emilio Grasselli –de quien me he ocupado extensamente–, el presbítero Christian von Wernich y varios capellanes militares, mencionados en el primer capítulo. Mientras algunos de los testimonios referidos a estos últimos figuran en las páginas 259 a 263 del libro Nunca más, la declaración donde se nombra a Laghi no fue incorporada al informe. Lo mismo ocurrió con Plaza y Conrero.

Es interesante señalar que la furia se desató por la mención de Laghi. Nadie, incluyendo la Conferencia Episcopal Argentina, se ocupó de defender a los restantes acusados, como si se diera por natural su presencia en una lista de esa naturaleza. Monseñor Conrero estaba muerto y nada podía aducir. Plaza no protestó, ni siquiera porque sus colegas no lo hubiesen respaldado, debido seguramente a que nunca negó su identificación con las fuerzas represoras.

En aquel momento expliqué lo ocurrido en un artículo que apareció en La Razón del 8 de noviembre de 1984. Dije lo siguiente:

Esta referencia a Laghi no era desconocida para los organismos de derechos humanos que se ocupan de documentar lo ocurrido durante la dictadura militar. El 10 de diciembre de 1981 el ciudadano argentino Juan Martín difundió en Madrid un minucioso testimonio de su cautiverio ilegal en manos del Ejército, en Tucumán y lo remitió a la División de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Dicha declaración fue ratificada por la CONADEP y obra desde hace tiempo en los archivos del CELS. La afirmación no es, por lo tanto, anónima ni nueva como pareciera creerlo Laghi, quien solicita que “esa persona que me ha acusado salga a cara descubierta”.

En la página 45 de su informe Juan Martín relata su encuentro con el ex-nuncio ocurrido en el helipuerto del Ingenio Nueva Baviera, donde funcionaba el comando de operaciones de la zona. Para ello fue trasladado desde un campo clandestino de detención que se encontraba a escasa distancia.


Juan Martín estuvo en Buenos Aires con posterioridad y le expliqué que, en el departamento de documentación del CELS sólo se tiene constancia de una visita del nuncio Laghi a Tucumán, de la cual informa extensamente el diario La Nación del 27 de junio de 1976. Pero ocurre que Martín fue detenido en octubre de ese año y calcula que el encuentro tuvo lugar en noviembre o diciembre. No hay constancias de otro viaje en esos meses y Laghi lo niega enfáticamente. Las fechas, por lo tanto, no coinciden.

Interrogué largamente a Juan Martín, solicitándole todo tipo de detalles sobre el hecho. Me reiteró que fue traído desde el centro de detención al helipuerto y colocado en una fila en el momento que desembarcaban varios prelados. Uno de ellos, que él creyó era Laghi porque le dieron su nombre posteriormente, se le acercó. Pudo entonces trasmitirle una breve súplica en voz baja. Le pidió que buscara a su familia para informárselo. La descripción de la estatura y la vestimenta del visitante, incluso el sombrero de tipo redondo que se usa en Roma, coinciden con la de Laghi. Pero no le dijo quién era ni pudo advertir si tenía acento italiano.

No tengo dudas sobre la veracidad del relato de Juan Martín, pero al no haber podido comprobarse, hasta ahora, otro viaje de Laghi a Tucumán, debo inclinarme por creer que se trataba de otro prelado.

Aunque el hecho fuera cierto, no significa que Laghi haya visitado un centro clandestino de detención, como se publicó. Se le habrían presentado prisioneros –que podían o no estar legalizados– en el helipuerto del ingenio.

 


La reacción frente a la acusación

Como consecuencia del episodio relatado numerosas personas, además de la Conferencia Episcopal Argentina, salieron a defender al ex-nuncio en Buenos Aires. El presidente Alfonsín y el ministro Troccoli expresaron su desagrado por la publicación y no escatimaron elogios al acusado. Dos integrantes de la CONADEP, su presidente Ernesto Sábato y el profesor Gregorio Klimovsky, manifestaron que Laghi se interesó vivamente por la situación de los desaparecidos y contribuyó a la salvación de muchas personas. En el mismo sentido se expresaron el cardenal Raúl Primatesta, el obispo Jaime de Nevares y el ex-obispo Jerónimo Podestá, habitual crítico de las autoridades de la Iglesia católica. El presbítero Miguel Ramondetti de la diócesis de Goya, Corrientes, y uno de los iniciadores del movimiento de sacerdotes del tercer mundo, explicó que el ex-nuncio le había facilitado su salida del país. Me consta que similares gestiones hizo por otras personas, entre otros los jesuitas Francisco Jálics y Orlando Iorio, que estuvieron detenidos-desaparecidos entre el 23 de mayo y el 23 de octubre de 1976. Monseñor Emilio Grasselli cuenta lo mismo respecto de varios liberados.

El diario La Razón al publicar mi artículo, colocó una nota de redacción donde expresa, entre otras cosas, lo siguiente: “La Razón no polemiza con sus columnistas o colaboradores. Sin embargo se siente obligada a suministrar a sus lectores algunos datos que, necesariamente deben complementar el artículo del Dr. Emilio Mignone... El sub director de La Razón, Jacobo Timerman, ha certificado la dedicación de Pío Laghi a su familia cuando fue secuestrado por la dictadura militar... Es cierto que Monseñor Pío Laghi ocupa hoy una ancha franja de la polémica, pero no es menos seguro que la historia de estos terribles años le tiene reservada una página luminosa”.

Laghi, por cierto, ha negado enfáticamente su visita al ingenio Nueva Baviera y la Santa Sede lo respaldó con energía.

 


La actuación de Laghi

Con lo dicho está suficientemente aclarado, con los datos que dispongo, el episodio del presunto encuentro del nuncio Laghi con el prisionero Juan Martín y expuesta la reacción que provocó.

Pero se trata en definitiva de una cuestión menor, que no incide con el fondo del problema que quiero tratar, que es la actuación de Pío Laghi durante la dictadura militar, encuadrada por cierto en un contexto más amplio.

Para permitir que el lector se vaya formando una opinión voy a contraponer algunos hechos significativos.

En la madrugada del 4 de julio de 1976 fueron asesinados tres sacerdotes y dos seminaristas de la comunidad palotina de la parroquia de San Patricio, de Buenos Aires. En relación con este crimen, Roberto Cox, ex-director del Buenos Aires Herald, realizó el relato que transcribo, ante la Cámara Federal de la Capital Federal en el juicio a los ex-comandantes:  “Quisiera intercalar –expresó el testigo– algo que considero de importancia, que se relaciona con Pío Laghi, entonces nuncio papal en la Argentina. Yo vivía muy cerca de la nunciatura en ese momento (año 1976). Entonces iba muy a menudo a visitar a Pío Laghi, un hombre maravilloso que desde el comienzo fue uno ded los pocos que intentó llamar la atención de los milityares sobre los desaparecidos y una y otra vez trató de modificar lo que estaba ocurriendo. Yo tenía una relación de amistad con el secretario de Pío Laghi y estábamos en contacto constante y le pedí que arreglara una entrevista con Pío Laghi para hablar sobre el asesinato de los padres Palotinos”.

“Nos reunimos en una habitación de la nunciatura, los dos solos, Laghi tenía la misma impresión que yo, es decir que esto había sido hecho por las fuerzas de seguridad, que esto no era un incidente aislado, sino que era una más de las piezas de ese rompecabezas que iban cayendo en su lugar. Por supuesto, él sabía mucho más de lo que yo sabía y estaba verdaderamente horrorizado. Puedo recordar muy claramente su rostro.. Recuerdo con mucha precisión cuáles fueron sus palabras. Me dijo, yo tuve que darle la hostia al general Suárez Mason en la misa que celebré en San Patricio. Puede imaginar lo que sentí como cura. Hizo un gesto y agregó: sentí ganas de pegarle con el puño en la cara” (1).

Antes del crimen de San Patricio y después de la detención y desaparición de mi hija Mónica –es decir entre el 14 de mayo y el 4 de julio de 1976–, tuve tres entrevistas con Laghi. Confieso que me desconcertó. En la primera de ellas asintió a todos mis juicios y se manifestó preocupado por lo que estaba sucediendo. Agregó que comunicaría el episodio al gobierno, como lo hacía con centenares de denuncias iguales y me adelantó su impotencia. En la segunda casi no me escuchó, cambió de tema y trató de disculpar a las autoridades. En la tercera me dijo que estábamos gobernados por criminales, opinión que transmití puntualmente al almirante Massera dos años más tarde. Este hizo un gesto de sorpresa y me contestó: “me extraña que Laghi diga eso porque juega al tenis conmigo cada quince días”. 

En una de las conversaciones, Laghi me expresó que tenía miedo. Le respondí que no estaba expuesto a riesgos por su condición de nuncio. Los que estamos en peligro somos los argentinos, agregué. Le acoté que, como obispo, debía estar dispuesto a dar la vida por el prójimo, siguiendo el ejemplo de Jesús (“El buen pastor da su vida por las ovejas”, Juan 10, 11).

Pero ocurre que este hombre maravilloso, al decir de Cox; que tiene reservada una página luminosa en la historia como exagera Timerman, y que no tenía dudas sobre las enormidades que estaban cometiendo los militares, por la misma época, el 27 de junio de 1976 aceptó visitar la zona de operaciones de Tucumán, invitado por uno de los jefes a quienes calificaba de criminales, el comandante de la V brigada de infantería y gobernador de Tucumán, general Antonio Domingo Bussi. “Antes de emprender el regreso a Buenos Aires –relata La Nación–, monseñor Pío Laghi habló con jefes y oficiales de la guarnición de Tucumán y les impartió la bendición papal...”. “Ustedes –manifestó a los oficiales– saben encontrar bien una definición de la Patria...” Mencionó luego la acción de los efectivos militares en la zona de operaciones antisubversivas y dijo que “era una cuota de gran sacrificio; sigan ustedes las órdenes con subordinación y valor y mantengan la serenidad de los espíritus”.  

Al responder a una alocución de Bussi, Laghi manifestó que “la misión de las tropas eran de autodefensa”. Y antes de regresar a Buenos Aires, comentando dicha expresión, declaró a los periodistas: “En ciertas situaciones la autodefensa exige tomar determinadas actitudes, con lo que en este caso habrá de respetarse el derecho hasta dónde se pueda”. (el subrayado me pertenece) (2)

 


El problema de fondo  

Existe evidencia, por lo expuesto, que Laghi conoció desde el primer momento las características del sistema represivo implantado por el régimen militar y se sentía angustiado por lo que ocurría. En la nunciatura se recibía y se escuchaba a las familias de las víctimas y se llevaba una lista que era trasmitida regularmente al gobierno de las fuerzas armadas.  

Mucha gente encontró en Laghi comprensión y ayuda, particularmente en los casos de detenidos legalizados, como la familia Timerman y la de María Consuelo Castaño Blanco, que le escribió desde la cárcel una carta emocionada cuando tuvo noticias de las acusaciones contra él (María Consuleo, de cuyo caso me ocupe, fue detenida y hecha desaparecer por el ejército en los días en que se encontraba en Buenos Aires la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Gracias a las enérgicas gestiones de ésta fue legalizada y condenada a 18 años de prisión por un tribunal militar. Antes de la trasmisión del mando fue indultada por el gobierno militar. En cambio su esposo, detenido con ella, nunca apareció. Es decir, fue asesinado).  

Si se observa bien, las gestiones de Laghi para favorecer la salida del país se refieren a personas detenidas bajo una cobertura legal o liberadas. En nada pudo influir, aparentemente, para evitar o disminuir el sistema de desaparición forzada de personas y las ejecuciones clandestinas, que fueron la norma.  

En algunas ocasiones Laghi recibía de mal talante a las familias que iban a verlo. Me impresiona como un ciclotímico, con momentos de extroversión y de depresión. De ahí sus cambios de humor y sus temores. Al partir de Buenos Aires, en diciembre de 1980, manifestó que el problema de los derechos humanos había sido el más difícil y desagradable de su gestión. Se fue aliviado. “La nunciatura –dijo– fue un lugar donde mucha gente iba a pedir ayuda. Yo trataba de escuchar y de ayudar” (3).  

En sus declaraciones en los Estados Unidos reiteró que había sentido temores por su vida, agregando que recibió la noticia de una sentencia de muerte por parte de un comando Argentino Nacional-Socialista y que tomó la amenaza muy en serio (4). Yo me pregunto si esa circunstancia lo detuvo y reitero las reflexiones que antes expuse.  

Pero el problema de fondo es otro. ¿Por qué, frente a la gravedad de la situación, no adoptó Laghi una actitud de denuncia pública? ¿O acaso creía que jugando al tenis con Massera podía cambiar sus designios? ¿En qué consistieron las presiones privadas que, se supone, realizó? ¿No disponía, acaso, como nuncio, de instrumentos que no utilizó para obtener la detención del furor homicida de un régimen que se proclamaba a los cuatro vientos católicos? No creo necesario que le pegara una trompada a Suárez Mason, ¿pero no hubiera correspondido y no hubiese sido más eficaz que le negara la comunión, dado que estaba convencido de su culpabilidad, cuando cínica y sacrílegamente se acercó a recibirla en la misa por los palotinos? ¿Cómo se justifica que convencido del carácter criminal de la acción de las fuerzas armadas, pronunciase discursos haciendo su panegírico? ¿No hay una dualidad en ese proceder?  

 


Explicaciones

Conozco, porque los he leído y escuchado, los intensos de respuesta a parte de esos interrogantes. Los nuncios, se explica, son representantes de la Sede Apostólica ante los Estados y deben ser cuidadosos para no intervenir en sus asuntos internos. Una actitud imprudente podría conducir a una ruptura de relaciones y empeorar la situación. Además, en el caso de la Argentina, a partir del 8 de enero de 1979 el papa actuó como mediador en el diferendo con Chile y esa circunstancia hizo la posición de Laghi más delicada. Finalmente los nuncios están obligados a respetar los criterios de la Jerarquía católica local y no les corresponde reemplazarlos en su función.  

Dejo de lado la referencia –que he leído– a la mediación en el conflicto del Beagle, porque ella tuvo comienzo cuando los hechos que motivan este análisis ya habían tenido lugar en su mayoría.  

Con respecto a los demás argumentos se hace necesario una incursión histórica y teológica en el tema de las nunciaturas, que el lector me perdonará, pero que es útil para explicar la raíz del problema.  

 


Las nunciaturas  

Los legados o nuncios del obispo de Roma aparecen en el siglo IV, pero su expansión tuvo lugar en las épocas de fortalecimiento del poder papal, en los siglos XII y XIII. La institución con carácter diplomático se consolidó en el siglo XVI y en su forma actual procede del pontificado de Pío IX, en el siglo XIX, que inició un período de intensa centralización de la Iglesia.  

El robustecimiento del papel de las nunciaturas se fijó en una nota del Secretario de Estado de León XIII, del 13 de abril de 1885, emitida con motivo de una censura del nuncio en Madrid a un obispo español (5). Esa réplica, “que es evidentemente expresión de la voluntad del papa y que está destinada a servir de vademécum para los diplomáticos pontificios, afirma que los nuncios no sólo son representantes ante los gobierno, sino órganos naturales de la Santa Sede para los fieles y los obispos y sus delegados, en la medida en que el papa, cuya función de pastor universal en toda la Iglesia ha sido declarada solemnemente por el Concilio Vaticano I, crea oportuno confiarles su autoridad (6).  

El Concilio Vaticano II, como es sabido, pese a la tenaz oposición de la curia romana, supuso un avance de la colegialidad y una reacción contra el centralismo. La Constitución sobre la Iglesia y un decreto específico establecieron claramente que tanto la misión como la colegialidad de los obispos son de origen divino –es decir están incluidos en la Revelación contenida en las Escrituras– y provienen del carácter sacramental de su consagración como tales y no de la jurisdicción que le otorga la Santa Sede. Las nunciaturas, en cambio, son meras creaciones administrativas de los papas.  

Como corolario lógico de esa doctrina el obispo Joachim Ammann, de Muensterschwarzach, Alemania, propuso en el Concilio la supresión de las nunciaturas. La iniciativa no prosperó, pero creo que deberá ser contemplada en un futuro próximo por la Iglesia católica como uno de los medios de eliminar sus aspectos temporales y diplomáticos, acentuando su misión evangélica y pastoral. Un día deberá llegar en que el papa, como pastor universal, visite las iglesias particulares repartidas por el mundo como un simple peregrino, sin el boato de los actuales viajes y sus perniciosas implicaciones políticas derivadas de su condición, no deseable, de jefe de Estado.  

Pero en este aspecto, como tantos otros, se ha retrocedido después del Concilio Vaticano II. Los Sínodos universales de obispos se han convertido en una mera formalidad. El código de derecho canónico promulgado por Juan Pablo II el 25 de enero de 1983, determina la función de los nuncios con un criterio centralizador que se opone, a mi juicio, a la colegialidad episcopal aceptada por el Concilio Vaticano II.  

El artículo 364 otorga a los legados pontificios –que por el artículo 365 ejercen igualmente la representación ante los Estados–, funciones de supervisión de las iglesias locales, influyendo de manera decisiva en la designación de obispos.  

Estoy convencido que la Iglesia ganaría eliminando esas costosas representaciones diplomáticas, ejercidas por lo general por un personal sin experiencia pastoral, de cortas miras, que vive en permanente conflicto con las iglesias particulares que constituyen el pueblo de Dios. Sus interferencias de burócratas habituados al refinamiento de los salones diplomáticos no se concilian con la concepción de una Iglesia, profética con una opción preferencial por los pobres, fundada en la Palabra de Dios y en la guía del Espíritu Santo.  

Mi experiencia personal no hace sino confirmar estas aprensiones. En Buenos Aires he conocido a varios nuncios: José Fietta, Humberto Mozzoni, Lino Zanini, Pío Laghi, y el actual, Ubaldo Calabresi. A cual peor.  

Con Calabresi tuve dos entrevistas. La primera, a poco de llegar, para tratar de explicarle la situación creada por el terrorismo estatal. Fue en vano. Desconoce los aspectos más elementales de la historia y la vida argentinas y no se ha integrado con la Iglesia del país. Se maneja con espíritu de informante, influido por consejeros indeseables, que son los que cultivan los contactos con el palacio de la nunciatura en la avenida Alvear (otro absurdo). Sus limitaciones intelectuales y sus gaffes son notorias. Sostuvo que la “Constitución se opone a la exhibición de la película Je vous salue Marie porque expresa que la religión católica, apostólica y romana es la oficial” (7). No se le ha ocurrido, parece, leer la ley fundamental del país en el cual ejerce su representación.  

Cuando se anunció la visita de Juan Pablo II a la Argentina, lo fui a ver para solicitarle una audiencia con el papa para los organismos de derechos humanos. A los pocos días me envió una comunicación explicándome que, por la brevedad del tiempo, no sería posible. Comprendí que había mala voluntad. El 4 de junio de 1982, al enterarme por los diarios de la mañana del programa proyectado, me alarmé por algunos detalles: escribí una carta y la llevé temprano a la nunciatura. Como no confiaba en Calabresi, envié copia de la misiva a las agencias informativas extranjeras, las que las trasmitieron al exterior y aparecieron al día siguiente en varios diarios europeos, que se leen en el Vaticano. Mas tarde supe que, efectivamente, las habían conocido por ese medio. La carta, en sus principales pasajes dice lo siguiente:  

Estimado monseñor Calabresi:  

Considero indispensable, como un deber de conciencia, exponerle mi onda preocupación por algunas consideraciones que están ganando la opinión pública y que exigen, me parece, urgente atención, tanto de su parte como de los funcionarios vaticanos, de la comisión ejecutiva de la Conferencia Episcopal y del mismo Santo Padre.  

Al suprimirse todo contacto del papa con sectores representativos de la sociedad argentina y en particular con los que sufren de manera directa las graves violaciones a la dignidad de la persona humana, sólo quedan en pie las entrevistas oficiales con las jerarquías de las fuerzas armadas y con los funcionarios del gobierno de facto. Con ello, una visita que ha sido concebida como una misión evangélica y de paz, destinada al pueblo argentino –a quien se dirige y no al gobierno la emocionante y franca misiva de Juan Pablo II–, se convertirá en un acto político. Se hace necesario, por lo tanto, realizar los mayores esfuerzos para modificar esa situación.  

Para apreciar los riesgos del viaje hay que tener en cuenta los manejos habituales del gobierno de las fuerzas armadas, que usted conoce sobradamente. En nuestro país, bien se sabe, no hay libertad de expresión y los medios, en especial la radio y la televisión, están sometidos a los dictados de las autoridades y a sus manipulaciones. La propaganda masiva que se está preparando y la trasmisión misma de las ceremonias, con los miembros de la junta militar en los primeros planos, puede desvirtuar totalmente el sentido del viaje pontificio y convertirlo en un aval a la dictadura castrense y a sus aventuras belicistas.  

Hay más de un hecho que indica que lo señalado está ocurriendo. Leo que Juan Pablo II ha sido declarado huésped oficial. Comprendo que era inevitable. Pero la prensa también informa que el subsecretario administrativo del ministerio de Interior, coronel Bernardo Menéndez, coordina las comisiones destinadas a organizar el viaje. Me pregunto, ¿no corresponde a la Iglesia realizar esta tarea?. La secretaría de Información Pública de la presidencia de la Nación es quien ha dado a conocer el programa de la visita y no los órganos de la Iglesia. Esa repartición instalará un centro de prensa que canalizará las noticias en el centro cultural San Martín, monopolizando las relaciones con los medios de comunicación social.  

Se me dirá que paralelamente actuará por la Iglesia la Agencia Informativa Católica Argentina (AICA). Pero, ¿podrá contrarrestar, si lo quiere, la catarata de imágenes y palabras intencionadas? No constituye tampoco una garantía en este aspecto. Su director Miguel Woites es conocido por su constante actitud laudatoria hacia el régimen castrense y las directivas del cardenal Aramburu no modificarán esa posesión.  

Las autoridades militares pugnarán por ocupar los primeros puestos y ser enfocados por la televisión, que les obedece. Y usted, monseñor, conoce igual que yo el estilo y la retórica de nuestros locutores y “periodistas” radiales y televisivos. El general Galtieri recibirá y despedirá al papa en Ezeiza. La junta militar y el gobierno en pleno lo esperarán en la casa de gobierno. La junta estará en un lugar de honor durante la misa en Palermo, invitada por el arzobispo de Buenos Aires. Ignoro lo que ocurrirá en Luján, pero advierto que se han entregado 2.500 invitaciones para limitar la entrada a la Basílica. ¿Ha preguntado el señor nuncio quiénes serán los locutores radiales y televisivos en las ceremonias? ¿Qué garantías ofrecen los sacerdotes que interpretarán el sentido religioso de las mismas? He visto que aparece en primera línea en la preparación de los actos el presbítero Raíl Rossi, cuyo lamentable sermón en la catedral frente a la junta militar el pasado 25 de mayo lo pone en abierta contradicción con el magisterio de los cuatro últimos papas y con las expresiones de Juan Pablo II al despedirse de los galenses en Cardiff.  

Por otra parte es conocida la proclividad de gran parte del Episcopado y en particular del cardenal Aramburu para colocarse en una posición de dependencia respecto al poder político como “funcionarios del Estado” y no como “maestros de la verdad”, para usar palabras de Juan Pablo II en Puebla. Se está a tiempo para modificar estas perspectivas. Sobre el mismo tema constituye una advertencia oportuna la carta del obispo de Quilmes Jorge Novak, dirigida a la comisión ejecutiva de la Conferencia Episcopal, del 17 de mayo pasado.  

Creo haber cumplido con un deber de conciencia al hacerle llegar estas líneas, urgido por la gravedad de la situación.  


Nunca tuve contestación de esta carta, pero algunos de los hechos que señalé fueron corregidos.  

 


La voz del papa  

El análisis de la actitud de los papas en relación con las gravísimas violaciones de los derechos humanos en la Argentina exige algunas consideraciones previas.  

El gobierno de la Iglesia universal que ejercen los pontífices romanos posee una extraordinaria complejidad. Obliga, necesariamente, a formular consideraciones de carácter general. Son los obispos de cada región los encargados de aplicar esas doctrinas a las situaciones concretas. Un papa no puede volver a cada paso sobre un mismo asunto o sobre un determinado país, salvo que exista una circunstancia que lo haga oportuno.  

La sede apostólica, además, depende en gran medida de la información y los criterios que recibe de los nuncios y de los obispos y tiene que mantener coincidencia en sus manifestaciones con las conferencias episcopales. De Roma viene –dice un viejo adagio eclesiástico– lo que a Roma va, dando a entender el condicionamiento de la máxima autoridad de la Iglesia.  

Si se tienen en cuenta las circunstancias expuestas, considero que las intervenciones públicas de Paulo IV y Juan Pablo II fueron claras. Ignoro si al mismo tiempo hubo gestiones privadas y en caso de haber existido, qué carácter tuvieron. Lo que ocurrió es que la mayoría de los obispos, en vez de apoyarse en esas expresiones pontificias para incidir sobre la situación, las minimizaron o no las tuvieron en cuenta, como se verá enseguida.  

Las enseñanzas de los últimos pontífices acerca de la necesidad de salvaguardar la vigencia de los derechos humanos y la condena sin atenuantes de la desaparición de personas, la tortura y las ejecuciones clandestinas, dan pie para una tarea pastoral decidida, que involucre la denuncia de los responsables de esos hechos. Esto no lo hizo la Conferencia Episcopal Argentina. A ello se agregó, según surge de sus propias expresiones, la complicidad explícita de muchos prelados con la dictadura terrorista.  

El primer gesto del Vaticano correspondió a Paulo IV, en septiembre de 1976, al recibir las credenciales del embajador argentino Rubén Blanco. El cronista en Roma del diario francés La Croix, señaló en una correspondencia del 29 de noviembre, “la tensión inhabitual suscitada”. A la torpe apología del régimen militar realizada por el ex-diputado radical convertido en diplomático, el papa respondió brevemente, omitiendo las habituales fórmulas de cortesía hacia las autoridades del país. Se dirigió solamente al pueblo argentino, manifestándose “solidario con sus aspiraciones” y destacando el apoyo de la Iglesia a promoción de “la dignidad de las personas”. Agregó que las desapariciones de personas y asesinatos “esperaban todavía una explicación adecuada”. Finalmente como una advertencia hacia el Episcopado –cuyas debilidades evidentemente conocía–, el papa señaló que “la Iglesia argentina no debía mantener ningún privilegio. Ella debe contentarse –agregó– con poder servir a los fieles y a la comunidad civil dentro de un clima de serenidad y de seguridad para todos” (8).  

Antes de seguir adelante corresponde detenerse en el papel desempeñado por el embajador Blanco, antiguo dirigente de la Unión Cívica Radical de Arrecifes, provincia de Buenos Aires, íntimo de Ricardo Balbín –cuya anuencia tuvo– y ex-presidente de la comisión de educación de la cámara de diputados de la Nación. Traicionando su pasado democrático, durante más de un lustro Blanco dedicó sus energías a defender ante el Vaticano los crímenes de la dictadura militar. Influyó en su designación su proximidad con los sectores reaccionarios de la Iglesia, por ser hermano de monseñor Guillermo Blanco, entonces vice-rector y ahora rector de la Universidad Católica Argentina y de una religiosa de las Hermanas de la Misericordia. Esa colaboración le ha quitado perspectivas políticas, pero Alfonsín, aprovechando la confianza de que goza después de esos leales servicios en los círculos militares, lo ha designado director de la Escuela de Defensa Nacional. Argumenta que por primera vez existe allí un director civil... ma non troppo. Pero al vecino de Arrecifes, ¡quién le quita lo bailado!: seis años viviendo en un palacio romano, a costa del Estado, con constantes visitas de familiares y amigos alternando con cardenales y embajadores.  

El episodio causó sorpresa y furor en el gobierno de las fuerzas armadas, que se sentía seguro en sus relaciones con la Iglesia a tenor de las actitudes del Episcopado y significó una advertencia para éste. En un primer momento los militares atribuyeron el tono del discureso papal a la influencia del cardenal argentino Eduardo Pironio, allegado a Paulo VI y secretario de la sagrada congregación de religiosos e institutos laicales, cargo de gran influencia en la curia romana.  

A mediados de 1978 estuve en Roma. Visité a Pironio, antiguo amigo, con quien me había carteado y mantuve una entrevistas en la Secretaría de Estado con el funcionario encargado de la Argentina, un jesuita de nombre Fiorello Cavalle, que entiendo sigue en ese puesto. Es un hombre de confianza del actual secretario de Estado y entonces subsecretario, Agostino Casaroli, con quien perdí la ocasión de conversar por cuestión de horas.  

Tanto a Pironio como a Caballo les proporcioné un informe detallado lo que pasaba en la Argentina en materia de derechos humanos. Pironio se mostraba abrumado por la cantidad de cartas de denuncias de desapariciones que recibía de su país. Mientras conversábamos llegó el correo del día, lo abrió y, efectivamente, surgieron varias misivas de ese tipo. Con Cavalli estuve tres horas. Me escuchó con atención, tomó notas y me prometió transmitir a Casaroli y a Paulo VI –de quien trabajo a pocos metros de distancia, me dijo–, un resumen de mi exposición.  

Fui, como en este libro, absolutamente franco. No ahorré críticas a la mayoría del Episcopado ni elogios a los pocos obispos que enfrentaban la situación evangélicamente. Cuando aludí a monseñor Plaza, que había estado en el Vaticano pocas semanas antes, manifesté mi extrañeza porque se le permitiese seguir en su cargo, para escándalo de creyentes y no creyentes. Se trata, argumenté, de un caso de delincuencia, Cavalli no pestañeó siquiera. A los tres días de salir de Roma, mientras estaba en San José de Costa Rica, escuché la noticia de la muerte de Paulo VI. Era el 6 de agosto de 1978.  

Regresé con la convicción de que Pironio no había hecho ni haría nada para gravitar sobre la situación argentina, fuera de angustiarse. Corresponde esa actitud con su personalidad ambigua y vacilante. Cavalli conocía al detalle el estado de cosas en nuestro país y el papel de cada protagonista. Me explicó que los informes de los obispos eran contradictorios. Parecía dispuesto a intervenir a favor de la buena causa.  

El fallecimiento de Paulo VI, el pontificado de 33 días de Juan Pablo I y un nuevo cónclave, impusieron un inevitable interregno. El 16 de octubre era elegido papa Karol Wojtyla, con el nombre de Juan Pablo II. Hubo que esperar hasta el 23 de octubre de 1979 para que Juan Pablo II, desde el balcón de la iglesia de San Pedro, en una de sus audiencias semanales, aludiera a estos hechos. Se dirigió al Episcopado argentino solicitándoles que se “hiciera eco del angustioso problema de personas desaparecidas en esa querida nación, pues dañan el corazón de muchas familias y parientes”. El gobierno de las fuerzas armadas se irritó por la alusión, introducida seguramente por Cavalli. El cardenal Primatesta al regresar de Roma el 13 de noviembre siguiente, trató de disminuir la importancia de la referencia, diciendo que las manifestaciones del pontífice “habían sido parcializadas”.  

El 30 de agosto de 1980, en otra alocución en la plaza San Pedro, Juan Pablo II volvió sobre el trema de los desaparecidos y la falta de respeto a los derechos humanos en América Latina –nombró a varios países y entre ellos a la Argentina–, bajo el encuadre del “martirologio de los cristianos de nuestro tiempo”. Martirologio –concluyó–, “que no se puede olvidar”. Finalmente, como he referido en el capítulo segundo al recordar el llamado “documento final” de los militares, el papa formuló una inequívoca alusión al informe el miércoles 4 de mayo de 1983.  

En enero de este último año, en presencia del cuerpo diplomático y la asistencia del nuevo embajador argentino, José María Alvarez de Toledo, Juan Pablo II lanzó un vibrante llamado a favor de la paz, el desarme y los derechos humanos. Al hablar de los desaparecidos dijo: “La Iglesia no puede callar la acción criminal que consiste en hacer desaparecer un cierto número de personas, sin proceso, dejando a sus familiares en una incertidumbre cruel” (9). Pese a su evidente referencia al caso argentino, al aludir a “desaparecidos” sin proceso, es decir detenidos por las autoridades, el cardenal Primatesta sostuvo por radio y televisión que no había aludido a nuestro país (10).  

Tanto Paulo VI como Juan Pablo II se dirigieron al Episcopado argentino, instándole a actuar. Esto es lo lógico en el contexto de la Iglesia universal. El papa no puede suplir a los obispos, que viven –o deberían vivir– los sufrimientos de los cristianos y no cristianos de su país y aplicar a los casos concretos las enseñanzas y advertencias del pastor supremo.  

Pese a estas manifestaciones, incluidas en discursos elaborados con la participación de sus colaboradores, creo que Juan Pablo II nunca ha comprendido –o no ha querido comprender– el caso peculiar de los detenidos–desaparecidos argentinos, exterminados por el terrorismo impuesto deliberadamente por las fuerzas armadas encaramadas en el Estado. Esto surge de sus expresiones espontáneas. Juan Pablo II se limitó a escuchar cuando en una audiencia pública, en la plaza de San Pedro, en Roma, se acercaron a él dos Madres de Plaza de Mayo, Nora de Cortiñas y Angélica P. Sosa de Mignone, mi esposa. Un grupo de integrantes de las Madres de Plaza de Mayo consiguió entrevistarlo, por intercesión del cardenal Vicente Scherer en Porto Alegre, Brasil, el 5 de julio de 1980. El papa las escuchó, les tomó las manos y les dijo que tuvieran fe, paciencia y esperanza. Que él había pedido y seguiría haciéndolo. En ocasión de la visita de Juan Pablo II a Buenos Aires no fue posible conseguir ningún encuentro con las organizaciones de derechos humanos. Al regreso de este viaje, en el avión, cuando los periodistas le preguntaron si había hablado de la cuestión de los desaparecidos dijo que entendía que se habían producido mejoras. Y agregó: “ahora se preocupan por dar respuestas que no daban antes”. Añadió que “el asunto había sido planteado en conversaciones privadas pero que no podía hablar de eso públicamente. De cualquier manera –concluyó– siempre tratamos en el pasado y continuaremos tratando de obtener información” (11).

En cuanto al cardenal Pironio, visitó con frecuencia nuestro país, evitando cuidadosamente encontrarse con víctimas de la represión y organizaciones de derechos humanos. Tuvo tiempo, en cambio, para entrevistarse con Videla y sus sucesores en el cargo. Y al visitar Mar del Plata, el 2 de septiembre de 1979, expresó, faltando a la verdad, que “ahora se comprende mejor a la Argentina en Europa... hay quienes siempre buscan lo negativo... pero el rostro de la Argentina se ve muy positivamente” (12)

 

 

 

   

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Notas capítulo tercero

 

(1) El Diario del Juicio, número 2, Buenos Aires, 4 de junio de 1985, pág. 26.

(2) La Nación, Buenos Aires, 27 de junio de 1976.

(3) Jorge Routllón “Arentina’s ‘dirty war’ on trial”, en National Catholle Register, Los Angeles, Estados Unidos, 11 de agosto de 1985.

(4) Id. Id.

(5) Acta Apostolicae Sedis, (1884-1885), 561.

(6) Roger Aubert “La Iglesia católica desde la crisis de 1848 hasta la primera guerra mundial”, en Nueva historia de la Iglesia, Ediciones Cristianidad, 1977, tomo V, pág. 76

(7) Clarín, Buenos Aires, 6 de enero de 1986.

(8) Caras y Caretas, Buenos Aires, agosto de 1984.

(9) Tiempo argentino, domingo 16 de enero de 1983.

(10) Conf. Humor, Buenos Aires 12 de abril de 1984, pág. 124

(11) Clarín, Buenos Aires, 14 de junio de 1982.

(12) Clarín, Buenos Aires, 3 de septiembre de 1979.

 

 

 

  

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