Las influencias ideológicas

Iglesia y Dictadura, por Emilio F. Mignone (Capítulo sexto)

 

La ideología


Además de los condicionamientos históricos analizados en el capítulo precedente, otro factor influyó en la actitud de la mayoría de los obispos argentinos: su formación intelectual.

Dos son las corrientes, íntimamente ligadas entre sí, perceptibles en la mentalidad de gran parte del episcopado: el integrismo y la ideología del nacional-catolicismo. Ambas concepciones están presentes en pastorales, homilías y declaraciones. Subsisten a pesar de los cambios producidos y la aparición de nuevos modelos posconciliares, entre ellos los de la Iglesia como sacramento de salvación y la Iglesia a partir de los pobres, este último nacido en América Latina (1).

No entra en el plan del presente trabajo un estudio de la evolución doctrinal y pastoral de la Iglesia católica argentina. Es un labor pendiente que no puedo intentar en esta ocasión porque me alejaría de mi objetivo central y ocuparía una extensión desmesurada. Voy a limitarme entonces a una breve conceptualización y la indicación de su incidencia en el problema que nos ocupa.

El integrismo es la doctrina básica, de la cual constituye una vertiente la ideología del nacional-catolicismo. No significan las dos exactamente lo mismo, aunque en la práctica se confundan. Es que ambas, además de una posición teológica-política, constituyen una forma común de expresión y de acción, una actitud, un talante, para utilizar el vocablo adoptado por un estudioso español del tema (2). Talante que aparece –conciente o inconcientemente– en muchas manifestaciones de nuestros obispos y, por supuesto, en su práctica diaria, aunque superficialmente procuren adecuarse a las formulaciones del Concilio Vaticano II, con el cual resulta incompatible (3).

Para el integrismo la Iglesia es una sociedad perfecta en el sentido que tiene un fin en sí misma, no subordinado a otro y debe asegurarse los medios para cumplirlo, ya sea de manera directa o requiriéndolo a otros, normalmente el Estado. La iglesia es contemplada como institución jurídica, más que como misterio de fe o sacramento de salvación que viene a proclamar la Buena Noticia. 

La situación deseable para la Iglesia es el “Estado católico”. En ese sentido se idealizan algunos períodos históricos, en particular la Alta Edad Media europea, en la cual el poder eclesiástico habría impregnado la totalidad de la estructura social y colocado bajo su influjo a los poderes estatales.

Según los integristas, el nominalismo filosófico, primero; la reforma religiosa y el cartesianismo, después; y finalmente la revolución francesa, con su lema de libertad, igualdad y fraternidad, destruyeron esa sociedad ideal. De esta última surgió el liberalismo del cual han nacido los restantes errores modernos: socialismo, anarquismo, comunismo, indiferentismo.

El integrismo es una disposición del espíritu que lleva a preferir todo lo que viene de lo alto por vía de autoridad y a desconfiar del hombre y de los procesos que conducen a la construcción de la verdad con los datos de la experiencia. El integrista –ha dicho el P. Congar–, condena todo matiz del pensamiento moderno. Y pone el acento más en una imagen de gloria de la Iglesia, que en una Iglesia terrena, compuesta por hombres pecadores y errantes que no es todavía el Reino de Dios anunciado por Jesús, al cual somos convocados a través de la conversión. En la concepción integrista no se comprende la historia de la salvación, historia de la humanidad que avanza a través de las contradicciones del pecado hacia el Reino de Dios. Para la visión integrista las soluciones de los problemas políticos y sociales se presentan como teoremas matemáticos, como principios inmutables a los que el hombre ha de someterse.

El integrismo –ha dicho el cardenal Suhard–, no acepta la adaptación de la expresión o fórmula de la fe, porque rechaza a priori la evolución, la ley de la historia que es el devenir y que vale también para la Iglesia. El integrismo táctico y el integrismo moral tienen en común el desprecio del mundo, reino del pecado y del error, al que hay que combatir oponiendo bloque contra bloque.

Un análisis pormenorizado de sermones, homilías, documentos episcopales, periódicos y literatura católica en general permitiría advertir la gravitación en la Argentina de la corriente integrista, que sufrió un rudo golpe con el Concilio Vaticano II. Este abrogó silenciosamente encíclicas y condenaciones, como el Syllabus de Pío IX (1864), del cual poco o nada queda en pie. Aunque la influencia del último concilio se advierte en pronunciamientos episcopales como Iglesia y Comunidad Nacional, de 1981, la actitud integrista reaparece constantemente, indicando que está viva en la conciencia y en la mente de gran parte de nuestro episcopado. Quedó claramente de manifiesto en los argumentos y medios utilizados en la campaña antidivorcista de mediados de 1986, que culminó con la concentración en la Plaza de Mayo, convocada por el arzobispo de Buenos Aires y algunos prelados del conurbano (4).

Una variante del integrismo lo constituye la ideología del nacional-catolicismo, muy fuerte entre nosotros. En éste, a partir de la concepción de que el cristianismo debe abarcar las estructuras estatales, el catolicismo pasa a ser una suerte de religión nacional. La Religión y la Patria –ambas con mayúscula–, como antes la Religión y el Rey, se confunden. No aceptar el catolicismo y sus devociones –particularmente las marianas– es ser un mal argentino. Múltiples episodios históricos se aducen para abonar esta simbiosis, que rebaja el cristianismo a la condición de ideología.

El nacional-catolicismo no se compadece con la realidad del país y constituye una corrupción del cristianismo. Es una herencia proveniente de España, donde durante muchos siglos el catolicismo, por razones históricas, se constituyó en una ideología nacional. Su pervivencia significa un absurdo, tanto en el terreno sociopolítico como religioso (5).

Estas corrientes se vinculan con el llamado nacionalismo católico, de raigambre maurrasiana. Como es sabido, el escritor y político francés Charles Maurras (1858-1962), creador de la Acción Francesa, promovió un movimiento monárquico y antidemocrático que consideraba al catolicismo como uno de los pilares de la nacionalidad gala. Maurras era personalmente agnóstico y su doctrina fue condenada por la Santa Sede en 1926. Sus ideas gravitaron sobre el nacionalismo argentino, que se confunde con el nacional-catolicismo (6).

Nuestros obispos, salvo excepciones, no han salido del integrismo y reducen con frecuencia el catolicismo a la condición de ideología nacional.

Ese sustrato intelectual, condicionó la reacción del episcopado frente a la dictadura militar. ¿Cómo iban a enfrentar a un régimen que aparecía ante sus ojos como un Estado católico, protector de la Iglesia y dispuesto a eliminar a los herejes y enemigos de la fe? Era la nueva alianza del Trono y del Altar. Las fuerzas armadas –sin tener en cuenta la convicción personal y la conducta moral de su oficialidad– consideran al catolicismo como un elemento integrante de la Nación y un instrumento de control social, de tal manera que coinciden con el nacional-catolicismo, prevaleciente en amplios sectores eclesiásticos.

La prolongación del régimen militar constituía para muchos obispos la tranquilidad de mantener la ficción de un país nominalmente católico, que les permitía influir con el apoyo de la estructura del Estado. La restauración del sistema constitucional se les presentaba como un paso hacia el vacío. Integrismo y nacional-catolicismo se oponen a pluralismo y democracia. Conviven con dificultad con ella, a la que consideran la antesala del comunismo. Alfonsín es el Gran Satán, como aparece dibujado en la tapa de la revista Cabildo, y el régimen democrático es sinónimo de libertinaje, pornografía, divorcio, drogadicción, aborto y delincuencia de los marginados (7).

En la época de la dictadura, cuando se presionaba a algunos obispos para que defendieran la dignidad de la persona humana, solían contestar: “No podemos hacerlo, porque si este gobierno cae vendrá el comunismo”. Ese temor contribuía a detenerlo. Hoy más de uno de los prelados tiene la convicción que el sistema constitucional nos conduce a ese camino sin retorno.

 

 


Complicidad


Además de la ideología otro factor gravitó en la actitud del episcopado: la ignorancia y la mediocridad. Hubo excepciones notables, pero fueron acalladas.

Jesús eligió para Apóstoles hombre humildes, carentes de formación escolástica. Eran adultos con experiencia vital. Luego de una intensa preparación que no los desvinculó de su pueblo, se presentaron como testigos de la fe, llamando a la conversión, sin preocuparse de la autoridad temporal, que, por otra parte, les era hostil.

En la Argentina los sucesores de los Apóstoles proceden de manera distinta. Hace algunos años Enrique Tierno Galván señaló que el episcopado español tenía influencia oficial y política pero no religiosa. Las cosas están cambiando en la Madre Patria. Entre nosotros la observación sigue siendo válida, con notorias excepciones.

La percepción que los obispos tienen de la realidad es defectuosa y está teñida de prejuicios, equívocos y aprensiones. Sólo escuchan a quienes contribuyen a confirmar su apreciación parcial de hechos y personas. Pareciera, además, que la lectura no se encuentra entre sus hábitos. Ya dije que los dos cardenales, Aramburu y Primatesta, se negaron a recibir a las organizaciones de derechos humanos y a los familiares de las víctimas. Lo mismo ocurrió con el cuerpo episcopal, que tenía e deber de conocer de primera mano lo que estaba sucediendo. Su único canal de información fueron los servicios de inteligencia de las fuerzas armadas. Veamos lo que nos cuenta el arzobispo de San Juan, Idelfonso Sansierra, de la asamblea episcopal de 1977: “Por iniciativa del presidente de la Nación (Videla), la Conferencia recibió a los generales Viola (jefe del estado mayor del ejército), Jáuregui y Martínez (responsables de los servicios de inteligencia), quienes nos informaron con amplitud sobre la situación actual del país en el marco de la actividad defensiva y ofensiva contra la guerrilla subversiva que se nos ha impuesto desde adentro y afuera de nuestro territorio... al término de la exposición de los generales hubo un intercambio de ideas en un clima verdaderamente cristiano y patriótico (8).

¿Qué podía esperarse de un episcopado cuya única fuente de datos provenía de los diseñadores y ejecutores del terrorismo de Estado, con quienes confraternizaba y cuyo lenguaje utilizaba?

Un mínimo de responsabilidad exigía que la Conferencia Episcopal hubiera convocado a las organizaciones de derechos humanos para conocer un punto de vista distinto y estar en condiciones de formarse un juicio fundado.

En Buenos Aires y Córdoba la figura de sus dos arzobispos es patética. Salvo en los aspectos formales y protocolares, no existen. Integran la estructura estatal-eclesiástica, sin vigilancia espiritual, intelectual y social. Viven aislados. Sus discursos, que nadie lee –con la excepción de quienes nos imponemos esa penosa obligación–, son una acumulación de palabras deliberadamente oscuras y ambiguas, sin conexión con la realidad. Citan continuamente al papa, con el objeto de eludir la responsabilidad de emitir opiniones propias.

En esos intercambios las fuerzas armadas utilizaron una forma de chantaje que surtió efecto sobre el ánimo pacato de los obispos y contribuyó a paralizarlos. Consistió en explicar la supuesta participación de sacerdotes y religiosos, en particular pertenecientes a colegios católicos, con la guerrilla o su relación con jóvenes que la integraban. Mostraron películas y audiovisuales. Se insinuaba que en caso de no encontrar colaboración en la Iglesia de daría a conocer dicha información y se lanzaría una campaña dirigida a responsabilizar a los prelados de haber cobijado a la subversión.

La dictadura militar encontró al episcopado en un estado de ánimo propicio para esos argumentos. Los cambios copernicanos producidos por el Concilio Vaticano II (1962-1965) y los documentos aprobados en la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín (1968), produjeron una fuerte crisis interna en la Iglesia argentina; sorprendieron y desbordaron a los obispos, que no estaban preparados para encabezarlos y conducirlos. Los desenvolvimientos políticos de la década del 70, en parte producto de esa conmoción, terminaron por asustarlos. Su única preocupación consistió, entonces, en encontrar la forma de sacarse de encima a los perturbadores y volver al antiguo orden. Los militares se encargaron, en parte, de cumplir la tarea sucia de limpiar el patio interior de la Iglesia, con la aquiescencia de los prelados.

Esta siniestra complicidad explica algo que cuesta entender a los observadores católicos extranjeros: la sorprendente pasividad de un episcopado que contempla sin inmutarse como obispos, sacerdotes, religiosos y simples cristianos son asesinados secuestrados, torturados, apresados, exiliados, calumniados. Las escasas quejas, en los episodios más resonantes, tienen un carácter formal y se adelantan a insinuar las disculpas, como se advierte en la declaración sobre el crimen de San Patricio que transcribo en el capítulo segundo. El episcopado aceptó sin dificultad las mendaces explicaciones de las autoridades en los casos de monseñor Angelelli y de los clérigos y seminaristas palotinos, a pesar de existir pruebas abundantes de la responsabilidad oficial, probanzas que los obispos y el nuncio conocían. No hay ningún documento episcopal que se refiera al asesinato del obispo de La Rioja.

En algunas ocasiones la luz verde fue dada por los mismos obispos. El 23 de mayo de 1976 la infantería de Marina detuvo en el barrio del Bajo Flores al presbítero Orlando Iorio y lo mantuvo durante cinco meses en calidad de “desaparecido”. Una semana antes de la detención, el arzobispo Aramburu le había retirado las licencias ministeriales, sin motivo ni explicación. Por distintas expresiones escuchadas por Iorio en su cautividad, resulta claro que la Armada interpretó tal decisión y posiblemente, algunas manifestaciones críticas de su provincial jesuita Jorge Bergoglio, como una autorización para proceder contra él. Sin duda los militares habían advertido a ambos acerca de su supuesta peligrosidad.

La magnitud y la ferocidad de esa persecución son sorprendentes, como se advertirá con la lectura del capítulo octavo. La Iglesia argentina cuenta con centenares de auténticos mártires, que sufrieron y murieron por la fidelidad a los principios evangélicos, en medio de la indiferencia o la complicidad de sus obispos. ¡Qué dirá la historia de estos pastores que entregaron sus ovejas al enemigo sin defenderlas ni rescatarlas!

Hubo obispos que visitaban a los presos políticos de su jurisdicción y en particular a los sacerdotes: Marengo, de Azul; Devoto, de Goya; Witte de La Rioja; de Nevares, de Neuquen; Kemerer, de Posadas; Ponce de León, de San Nicolás de los Arroyos; Zaspe, de Santa Fé; Hesayne, de Viedma; Novak de Quilmes. Pero fueron los menos y en todo caso faltó una acción institucional que enfrentara la totalidad del problema y que incluyera la situación de los detenidos-desaparecidos.

Desde el punto de vista pastoral hay algo más grave todavía y es la negativa del episcopado a prestar protección y apoyo material y espiritual a las víctimas de la represión ilegal y a sus familias. Monseñor de Nevares propuso formalmente a la asamblea episcopal la creación de una vicaría similar a la chilena pero la iniciativa fue rechazada por el voto de la mayoría de los prelados.

Es común la animadversión de los dos cardenales y de la mayoría de los obispos respecto a las organizaciones de derechos humanos y de familiares de las víctimas. He traído a colación en páginas anteriores algunas expresiones públicas en ese sentido. En privado sostienen que son instituciones “comunistas”. Si esto ocurriera la responsabilidad sería del episcopado, por no haber ocupado el lugar que su misión evangélica e histórica le exigía. De haber jugado la Iglesia un papel protagónico en la protección de los perseguidos, no sólo hubiera salvado miles de vidas y mitigado sufrimientos; por el contrario su ascendiente pastoral habría crecido de una manera inimaginable y hoy no soportaría la ola de críticas que surgen de todos los sectores, además de haber evitado el apartamiento de la fe de millares de católicos.

Recuerdo una de mis últimas conversaciones con monseñor Vicente Zaspe, arzobispo de Santa Fe y entonces vice-presidente primero del comité ejecutivo de la Conferencia Episcopal. Fue en los jardines de la casa de ejercicios espirituales María Auxiliadora de San Miguel, donde estaba reunida la asamblea del episcopado. Si no me traiciona la memoria, era el año 1977. En un momento dado se detuvo, bajó la cabeza pensativo y me dijo: “mire Mignone, de aquí a algunos años la Iglesia va a estar en la picota”. En otro momento me explicó: “Es tan tremendo esto, que no me alcanza el día para atender las familias de los desaparecidos, que vienen de todo el país”. Tenía una conciencia clara de las omisiones del cuerpo al que pertenecía, pero careció de la decisión suficiente para romper con la maraña de intereses, prejuicios y cobardías.

Quienes en cambio lo hicieron fueron monseñor Jaime de Nevares, obispo de Neuquen, que aceptó desde el primer momento la presidencia honoraria de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos; monseñor Miguel Hesayne, obispo de Viedma, que integra también ese organismo y a quien se deben los pronunciamientos más enérgicos sobre el terrorismo de Estado; y monseñor Jorge Novak, consagrado obispo de Quilmes el 19 de septiembre de 1976, cuya diócesis, junto con varias confesiones protestantes, conforma el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos. Es importante señalar que en estos tres obispados se vive, a mi juicio, el cristianismo más auténtico de la Iglesia argentina, con participación de la comunidad, apertuta teológica, pobreza evangélica y profunda fe. En ellos encontraron las familias de los detenidos-desaparecidos, asesinados y torturados, el consuelo y el apoyo que se les niega en otras jurisdicciones.

La hostilidad de la mayoría de los obispos hacia las organizaciones de derechos humanos llegó a dificultar la participación de  sacerdotes y religiosos. Hay tres casos paradigmáticos: los presbíteros Enzo Giustozzi, Mario Leonfanti y Antonio Puigjané.

Giustozzi pertenece a la Pequeña Obra de la Divina Providencia, congregación fundada por don Orione. Es también un conocido especialista en Sagrada Escritura, ex-director de la Revista Bíblica. Miembro de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, ocupa un cargo en su secretariado, representando oficiosamente a la Iglesia católica. Coom residía en jurisdicción de la diócesis de Avellaneda, el entonces obispo auxiliar y ahora residencial, Rubén II. Di Monte (amigo íntimo, entre otros, de los generales Nicolaides y Suárez Mason), amenazó a su superior con retirarle las licencias sacerdotales si no se alejaba de la A.P.D.H. Se encontró como solución trasladarlo a Mar del Plata desde donde su actividad en la Asamblea ha quedado limitada por la distancia.

Algo parecido ocurrió con el P. Mario Leonfanti, de la congregación salesiana, que realizaba una admirable labor de asistencia a los familiares de “desaparecidos” y presos en el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos. Debió retirarse por la presión que ejerció sobre sus superiores el arzobispo Aramburu, a quienes advirtió que en caso de no hacerlo le retiraría sus licencias sacerdotales. Leonfanti, sin embargo, siguió trabajando con familiares de las víctimas, en forma más discreta, en un taller instalado en la parroquia de Nuestra Señora de los Remedios, en el barrio de Mataderos, donde ha desarrollado una admirable labor. Posteriormente fue trasladado a Zárate.

Más penosas han sido las vicisitudes del sacerdote capuchino Antonio Puigjané. “Desde que conocí su drama –explicó en una entrevista con Mona Mocalvillo en la revista Humor– el eje de mi vida han sido las madres de los desaparecidos”. Se lo ve siempre en la plaza de Mayo. Fue llevado preso y ha sido reiteradamente amenazado. El cardenal Aramburu le dijo en una ocasión en que lo llamó para reprenderlo, que lo que hacía con las madres era “antievangélico”. “Que lío monseñor, le contestó con su paciente e ingenuo modo de hablar, porque a mi me parece antievangélico lo que usted dice”. El P. Antonio, como es conocido, dirigió encendidas epístolas públicas con duros términos a la Conferencia Episcopal y al cardenal Aramburu. Obtuvo que se lo desterrara a Córdoba hasta recalar en una villa miseria de Quilmes Oeste, donde ejerce su ministerio entre los pobres, en la diócesis de monseñor Novak, aunque tiene prohibido celebrar misa en Buenos Aires, Lomas de Zamora y Tucumán. Pero la persecución prosigue. Desde el arzobispado de Buenos Aires y la nunciatura llueven las denuncias a la Santa Sede y un funcionario romano de la Sagrada Congregación de Religiosos ha escrito a sus superiores en la Orden de Frailes Menores Capuchinos requiriendo que se tomen medidas contra él.

Dada la prohibición existente en la ciudad de Buenos Aires, actúan en la Asamblea Permanente el presbítero Luis Farinello, de Quilmes, y el sacerdote pasionista Federico Richards, presidente en Vicente López, diócesis de San Isidro donde el obispo Alcides Jorge Casaretto tiene una actitud tolerante. En Córdoba desarrolla una intensa actividad en el campo de los derechos humanos el presbítero Felipe Moyano Funes, pero es mal visto por el arzobispo Primatesta y ha debido renunciar a su parroquia.

“Veo que en la Iglesia no nos movemos por el hombre en sí, no nos jugamos. Creo que vamos a tener que pedir perdón de rodillas al pueblo argentino”, concluye Puigjané en la entrevista con Mona Moncalvillo en la revista Humor. Y en otro reportaje de la misma periodista el P. Farinello dice: “por todos esos jóvenes que han dado la vida, a veces uno se siente medio culpable... Y a veces da vergüenza de pertenecer a la Iglesia. ¿Cómo la Iglesia no estuvo a la altura necesaria? ¡Habría podido salvar tantas vidas!...”.

La actitud de los obispos creó situaciones difíciles para las familias de las víctimas, provocando dolores y resentimientos que será difícil superar. Las puertas de la catedral de Buenos Aires permanecen siempre cerradas cuando las madres se reúnen en la plaza. En más de una oportunidad, cuando lograron entrar, se las amenazó con llamar a la policía. Era difícil encontrar un sacerdote que aceptara oficiar una misa pública para pedir por los desapar3ecidos. Los incidentes se multiplicaron. En una oportunidad, el P. Rafael Carli, lazarista, vicario de la Basílica de Luján, ordenó retirar los pañuelos de las madres dejados como ofrenda, porque no quería “hacer política”. Esa actitud mereció una carta pública del presbítero Rubén Capitanio, incardinado en la diócesis de Neuquen por resultarle imposible ejercer su ministerio en La Plata, en la cual pide perdón en nombre de la Iglesia. “Invitaría al P. Carli –expresa– a ser coherente al menos con esa postura asumida en contra de un grupo de mujeres cristianas: que haga retirar entonces de las vitrinas del Santuario tantos emblemas, trajes y elementos militares, también un día presentados como ofrenda, porque son precisamente esas mismas fuerzas armadas las que han cometido y cometen aún el crimen más grande de la historia contra nuestro Pueblo”. Capitanio es uno de los clérigos que se ha expresado con más claridad. Después del informe final de las fuerzas armadas, en 1983, prohibió a los integrantes de las juntas militares, a los gobernadores, a los ministros de la dictadura, a los integrantes de las fuerzas armadas y a la plana mayor de la policía, recibir los sacramentos en la jurisdicción de su parroquia, San Lorenzo, en Neuquen, “hasta tanto no den los pasos que pidió el episcopado para la reconciliación, que son reconocer el pecado, pedir perdón, someterse a la justicia y prometer que no lo van a volver hacer”.

“Yo estoy en la Iglesia –dijo en una entrevista–, por Jesucristo, no por De Nevares o por Plaza. A esta Iglesia yo la quiero y por eso tengo que reconocer que está en pecado muy grave, desde el papa, pasando por el nuncio, el episcopado, los curas, las monjas y las comunidades cristianas. La Iglesia es responsable de miles de vidas, no por haberlas matado, sino porque no las salvó. Cuando el episcopado vio que podía ser acusado por omisión, sacó un libro que daba cuenta de todas las gestiones que hiciera. Pero ese libro que pretendió servir de justificación no es más que la prueba para la condena, porque es un testimonio de que conocían lo que estaba ocurriendo... Yo me pregunto qué hubiera sucedido si en abril de 1977, que es la fecha de la primera notita a la junta militar, se hubiese amenazado con la excomunión a la junta, con la renuncia del vicario castrense, con la renuncia de todos los capellanes militares y con la ruptura total con el gobierno” (9).

 

 


Las villas de emergencia


El 9 de junio de 1978, el Equipo de Sacerdotes de Villas de la arquidiócesis de Buenos Aires, integrado en ese momento por los presbíteros Héctor Botán, Jorge Goñi, José Meisegeier, Rodolfo Ricciardelli, Daniel de la Sierra, Miguel Angel Valle y Jorge Vernazza, se dirigió a la opinión pública con un documento intitulado “Informe sobre la situación de las villas de emergencia”.

Denunciaban con valentía la política llevada a cabo desde el año anterior por el intendente municipal de facto brigadier Osvaldo Cacciatore, con la activa intervención del director de la Comisión Municipal de la Vivienda, Guillermo Del Cioppo –más tarde intendente– y su principal ejecutivo, comisario Osvaldo Lotito. La misma consistía en expulsar mediante presiones de todo tipo, promesas incumplidas y, sobre todo, el uso de la violencia, a más de 40.000 familias. “Desde hace diez años –decían– venimos trabajando en las villas. Ya en otras oportunidades hemos expuesto las precarias y lastimosas condiciones de habitación y subsistencia de estos hermanos nuestros... Esta lamentable situación, desde hace un tiempo, se ha agravado... Hoy no se les presta ninguna ayuda, sino que se juzga, además, que no se les debe prestar... Se piensa sólo en eliminarlos porque hay que construir autopistas o recuperar los terrenos o porque afean a la ciudad, pero no se atiende el tremendo problema humano, la angustiosa situación que se crea  miles de familias. Y para facilitar la erradicación, basándose en casos anecdóticos y singulares, se difunde una visión inexacta e injusta de la realidad”.

“En tres anteriores oportunidades –concluían– hemos presentado este problema a nuestro Arzobispo, el cardenal Aramburu y solicitado su intervención. Ahora recurrimos a la opinión pública”.

La interpretación de este último párrafo es clara. El Arzobispo, como la mayoría de la población, permaneció insensible ante esta gravísima violación a los derechos humanos fundamentales. 

Las 40.000 familias fueron cargadas en camiones, dispersadas y abandonadas, con sus escasos enseres, en terrenos de la provincia de Buenos Aires, donde se reagruparon en peores condiciones que antes. Algunas regresaron a sus lugares de origen y las menos recibieron un pequeño subsidio de la municipalidad gestionado por Caritas merced a la insistencia del equipo sacerdotal de villas. Existe un segundo trabajo de ese grupo de clérigos, muy documentado, intitulado “La verdad sobre la erradicación de las villas de emergencia del ámbito de la capital federal”, del 31 de octubre de 1980. Lleva las mismas firmas, con excepción del P. Goñi que falleció y fue reemplazado por el presbítero Pedro Lephalille.

Se tiene poca conciencia de este crimen de la dictadura militar, del cual fueron testigos los sacerdotes mencionados. Como respuesta del arzobispo Aramburu a su crítica, los denunciantes recibieron una fuerte amonestación, trasmitida por los vicarios de zona. Estos le explicaron que ese tipo de declaraciones perturbaba los trámites ante la municipalidad, que concluyeron entre otras ventajas, con el subsidio que he comentado para la adquisición de una residencia para el Arzobispado. La casa de Aramburu está construida sobre el dolor y las lágrimas de millares de sus hijos, tirados en medio del campo mientras sus precarias viviendas eran destruidas sin misericordia. Supongo que en las noches de lluvia y frío, protegido y abrigado, Aramburu, se acordará, si Dios le permite esa visión, de los hermanos que abandonó, con sus chicos desnutridos tiritando debajo de una chapa de zinc o de un pedazo de cartón.

Cacciatore y Del Cioppo cumplieron con su objetivo, expulsando a más de 200.000 villeros de la ciudad. El esfuerzo de los sacerdotes del equipo de las villas logró desarrollar con la ayuda de cristianos de buena voluntad, un interesante movimiento de cooperativas de vivienda que ha construido numerosos barrios en la periferia de Buenos Aires con el sistema del trabajo propio y otras variantes. Cabe señalar que contaron con la colaboración de Caritas diocesana, autorizada por el cardenal Aramburu. En esas modestas pero confortables casas se aloja una parte, naturalmente ínfima, de los villeros expulsados (10).

Estuvimos muy cerca de este problema con mi esposa por estar vinculados con el barrio de emergencia del Bajo Flores y la parroquia Santa María Madre del Pueblo, donde actuaba nuestra hija Mónica. Colaboramos con la cooperativa de vivienda Madre del Pueblo que, con el eficaz asesoramiento de los presbíteros Ricciardelli y Vernazza, lleva construidos tres barrios. Cuando estábamos en los comienzos de nuestra tarea surgió la posibilidad que una congregación de religiosas vendiese a un precio ínfimo un terreno próximo al camino de cintura, en el partido de La Matanza. Existía un obstáculo: las monjas sabían que el obispo de San Justo, Carlos Carreras, se había interesado por el predio para la construcción del seminario y no querían desairarlo. Se destacó una comisión encabezada por el ingeniero Carlos A. García, para ir a verlo. Resultó fácil la entrevista porque el prelado había encontrado otro inmueble para ese fin. Cuando se le explicó el motivo de la visita, Carreras trató de desalentar a los interlocutores. “Tengo entendido, dijo, que las cooperativas son un invento comunista. Además –agregó–, ¿cómo van a traer gente pobre y villeros a un terreno lindero con un convento de religiosas contemplativas, rodeado de hogares de gente bien?”. Felizmente el barrio, con el sacrificio de la gente, se construyó y constituye una hermosa realidad. Los villeros, naturalmente, han dejado de serlo. Carreras se jubiló como obispo. Me quedó una reflexión: ¿cómo es posible que un hombre con esos criterios y prejuicios gobernara una diócesis en La Matanza y tuviera voz y voto en las asambleas episcopales para dirimir los problemas derivados del terrorismo de Estado? Esto explica muchas cosas.

 

 


Colegios católicos


Los cambios producidos por el Concilio Vaticano II y la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín dieron lugar a una considerable renovación en los colegiosa católicos, tanto parroquiales como de congregaciones religiosas. Esto provocó que la dictadura militar los mirara con recelo, por considerarlos semilleros de subversivos.

Para depurarlos hubo un acuerdo con la Jerarquía católica. Esto se desprende del punto 5, Anexo 5 (Ambito religioso) de la Directiva del CJE N° 504/77 (Continuación de la ofensiva contra la subversión durante el período 1977/78), incorporada a varios expedientes judiciales. Dice así: “Debería darse importancia a las medidas de diversos tipo relacionadas con el control de los colegios religiosos, tarea que han resuelto asumir directamente las autoridades eclesiásticas. Por ello se preverá la coordinación de esfuerzos para evitar fricciones o acciones propias prematuras”.

No siempre las fuerzas armadas cumplieron con el compromiso y hubo episodios resonantes como el allanamiento efectuado el 29 de noviembre de 1976 con gran despliegue de fuerzas, al colegio San Miguel de los Misioneros de la Inmaculada Concepción de Lourdes, ubicado en Larrea 1254 de la capital federal, anexo a la parroquia del Santísimo Redentor. El procedimiento fue dirigido por el jefe de la subzona de operaciones del primer cuerpo de ejército, coronel Roberto Roualdés y como consecuencia del mismo fueron detenidos los sacerdotes Andrés Bacqué, Daniel Haldkin, Ignacio Racedo Aragón y Bernbardo Canal Feijoo. Este último fue obligado a dejar el país. El allanamiento que dio por único resultado la apropiación de un mimeógrafo, fue originado en la denuncia de algunos padres. Un episodio similar tuvo lugar en el colegio Sagrado Corazón, de Pringles, provincia de Buenos Aires.

La presión sobre los colegios fue intensa y creó un clima de verdadero terror. Al mismo tiempo los servicios de inteligencia utilizaban los medios de comunicación, particularmente las revistas de la editorial Atlántida, para denunciar presuntas actividades subversivas en establecimientos privados católicos. La protesta de éstos obligó a la comisión permanente de la Conferencia Episcopal Argentina a emitir un comunicado que lleva fecha 3 de diciembre de 1976, donde señala dos preocupaciones. La primera, las insistentes “publicaciones periodísticas y opiniones de grupos que atacan la enseñanza impartida en algunos colegios católicos”. La segunda, “las inhabilitaciones recaídas sobre religiosas, catequistas o docentes, sin sumario previo y sin causa conocida”.

En realidad el episcopado había aceptado sin protestar la ley 21.381, del 13 de agosto de 1976, por la cual el Estado se arrogó la facultad de inhabilitar a personal de establecimientos privados, obligando a su despido sin indemnización alguna y prohibiéndole el ejercicio de la docencia. Dice su artículo 1°: “Facultase hasta el 31 de diciembre de 1976 al ministro de Cultura y Educación y al Delegado Militar en el Area para declarar inhabilitado para desempeñarse en los establecimientos de enseñanza privada –incluidas las universidades de este caracter– al personal docente y no docente que haya sido dado de baja por aplicación de la ley 21.260 o que de cualquier forma se encuentre vinculado a actividades subversivas o disociadoras, como asimismo a aquellos que en forma abierta o encubierta o solapada preconicen o fomenten dichas actividades”.

La cláusula 2° establece que la inhabilitación es causa legítima de despido y priva del derecho a las indemnizaciones legales. En caso de no interrumpir la relación laboral los establecimientos pierden el reconocimiento estatal y cualquier beneficio que posean.

La norma fue prorrogada por las leyes 21.490, del 30 de diciembre de 1976 y 21.744, del 8 de febrero de 1978, que extendieron su vigencia hasta el 31 de diciembre de este último año. Sin embargo, la disposición se aplicó aun después de expirado el término legal. En el número 146 de noviembre de 1979 del “Boletín” de la Superintendencia Nacional de la Enseñanza Privada, se informa sobre 11 resoluciones ministeriales fechadas en 1979, sancionando a igual número de docentes.

Como la ley se aplicó no solamente a profesores de materias profanas sino también a docentes de religión el episcopado aceptó tácitamente que el gobierno militar supervisase la enseñanza de la doctrina católica. Como he escrito en otra ocasión, “por primera vez, que yo sepa en los tiempos modernos, la Iglesia entregó al Estado la facultad de determinar la ortodoxia de sus miembros (Recuérdese que en la época de la Inquisición eran los clérigos quienes realizaban ese juzgamiento. El ‘brazo secular’ sólo intervenía para el castigo de los condenados)” (11).

Uno de estos caos fue el de la hermana Lidia Argentina Cazzulino, profesora del Instituto Niño Jesús, de Paso de los Libres, Corrientes. El delegado de la Junta Militar ante el ministerio de Cultura y Educación dispuso su inhabilitación por resolución del 23 de septiembre de 1976, en ejercicio de las atribuciones conferidas por la ley 21.381 y obligó al establecimiento a separarala. La víctima interpuso las acciones legales correspondientes. Los magistrados intervinientes (juez y cámara federal) dispusieron la nulidad de la medida. La sentencia quedó firme en abril de 1981. En las actuaciones el ministerio sostuvo que existían “razones de seguridad” que no tenía necesidad de probar. La Cámara llegó a la conclusión que la inhabilitación tenía origen en una denuncia sobre la orientación “post-conciliar” de sus catequesis, juicio compartido por el delegado militar, coronel Agustín Valladares, que suplía de esa manera al arzobispo de Corrientes, Jorge Manuel López, ahora en Rosario.

La redacción del artículo primero de la ley 21.381, por su generalidad, permitía descalificar fácilmente a los docentes. Cualquier expresión progresista o democrática podía ser interpretada como forma solapada de propagar la subversión. La interpretación de la doctrina de la Iglesia fuera de los moldes del integrismo o del nacional-catolicismo, de conformidad con el Concilio Vaticano II, podía caer dentro de esta apreciación.

No voy a extenderme sobre la acción de la dictadura militar en el ámbito educativo, porque escapa al plan de mi trabajo. Pero no quiero dejar de mencionar dos documentos donde se pone de manifiesto la certeza de lo dicho anteriormente. El primero es la resolución número 44 de fecha 11 de octubre de 1977, dictada por el secretario de Estado de Educación. Contiene un anexo llamada “Directiva sobre infiltración subversiva en la enseñanza”, que es un manual de delación y control ideológico destinado a los directores de los establecimientos educativos. Entre otros ejemplo de orientación para la subversión señala “la tendencia a modificar la escala de valores tradicionales”; “la desnaturalización del concepto de propiedad privada”; “la interpretación tendenciosa de los hechos históricos, asignándoles un sentido clasista o reivindicatorio de los anhelos populares contra los excesos del capitalismo”; y “la utilización interesada de la doctrina social de la Iglesia para alentar la lucha de clases” (II-3-a, c, d y e). También la interpretación de la corrección de la doctrina social católica recae en el personal militar del ministerio de Cultura y Educación. 

En 1977 el ministerio de Cultura y Educación, bajo la égida de Juan José Catalán, distribuyó  un folleto de 74 páginas, intitulado “Subversión en el ámbito educativo (Conozcamos a nuestro enemigo)”. Es anónimo, como todo el material emanado de los servicios de inteligencia, aunque en la presentación se dice que “la autoría y origen del trabajo garantizan la información que contiene”. La tesis del documento, como todas las de esa fuente, es simplista y ahistórica. La subversión es “producto de un comando que, desarrollando una estrategia perfectamente instrumentada y con una definida ideología, lleva a cabo lo que técnicamente se denomina “la ‘agresión marxista internacional’ ”

 

 

 

 

   

Página Inicial del Sitio

 

 


Notas capítulo sexto

 

(1) Conf.: José María Rovira Belloso: Sociedad perfecta y Sacramentum Salutis: dos conceptos eclesiológicos, dos Imágenes de Iglesia en “Iglesia y sociedad en España, 1939/1975”,; Madrid, Editorial Popular, 1977, págs. 317/352; Leonardo Boff: Iglesia, carisma y poder Ensayos de eclesiología militante, Santander, Editorial Sal Terca, 1982, págs. 20/28.

(2) Juan María Laboa: El integrismo, un talante limitado y excluyente, Madrid, Narcea S.A. de Ediciones, 1985, 190 págs.

(3) “En Iglesia y comunidad nacional (1981), nuestros obispos han reconocido que la sociedad argentina es una sociedad pluralista. Sabemos sin embargo –y que la experiencia del Concilio Vaticano II está allí para atestiguarlo– que no todos los firmantes de un documento son plenamente concientes de sus consecuencias. Y que se requiere un tiempo bastante prolongado para que las conductas de la comunidad eclesial se adapten a las nuevas perspectivas abiertas por una lectura actualizada de los ‘signos de los tiempos’. Aceptar que la Argentina es una sociedad pluralista es renunciar al modelo de la ‘Argentina católica’ y a la fraseología que identifica al catolicismo con un mítico e indefinible ‘ser nacional’ “. (Criterio, Buneos Aires, número 1959, 23 de enero de 1986, pág. 3).

(4) La biblia del integrismo es el libro del presbítero catalán Félix Salvá y Salvany, El liberalismo es pecado. Cuestiones Candentes, publicado en Barcelona en 1884. Alcanzó un sinnúmero de ediciones. Entre nosotros el principal expositor del integrismo fue el presbítero Julio Meinvielle, que ha dejado una caudalosa bibliografía. Ejerció influencia sobre distintos grupos hasta su muerte, ocurrida en 1973. Entre sus títulos cabe citar los siguientes: Concepción católica de la política, Buenos Aires, Cursos de Cultura Católica, 1932, 163 págs.; El judío, Buenos Aires, Editorial Antídoto, 1936, 157 págs.: Los tres pueblos bíblicos en su lucha por la dominación del mundo, Buenos Aires, Adsum, 1937, 99 págs.; El comunismo en la revolución anticristiana, Buenos Aires, Ediciones Teoría, 1961, 139 págs.; La Iglesia y el Mundo Moderno, Buenos Aires, Ediciones Teoría, 325 págs.; De la Cábala al progresismo, Salta, Editora Calchaquí, 1970, 463 págs.

(5) Recuerdo de mi adolescencia una expresión extrema del nacional-catolicismo. En una procesión en Luján, donde entonces residía, un sacerdote forastero dijo por el altoparlante lo siguiente: “EL argentino que no venera a la Virgen es un traidor a la Patria y merece ser fusilado por la espalda”. 

(6) Conf.: Charles Maurras: Encuestas sobre la monarquía, traducción y notas de Fernando Bertrán, Madrid, Sociedad General Española de Librerías, 715 págs.; Enrique Zuleta Alvarez: Charles Maurras, en el Nacionalismo Argentino, Buenos Aires, Ediciones La Bastilla, 1975, T. I, págs. 27/32; Enrique Zuleta Alvarez: Introducción a Maurras, Buenos Aires, Nuevo Orden, 1965.

(7) El presbítero Manuel Beltrán en una misa de FAMUS del 2 de agosto de 1986 acusó a las autoridades de ser “responsables y cómplices” del “destape anticlerical”. “Ellos saben (las autoridades) y conocen muy bien: el auge de la droga, la delincuencia y la pornografía”. (Clarín, 3 de agosto de 1986).

(8) La Razón, Buenos Aires, 13 de mayo de 1977. 

En esa sesión los visitantes exhibieron una película con la “confesión” de la presunta guerrillera Marta Carmen Campana, quien explica haber sido catequizada para la subversión por el P. Pablo Gazzari. Posteriormente el texto apareció en la revista Para Ti.

(9) El Periodista de Buenos Aires, número 39, Buenos Aires 7 al 13 de junio de 1985, pág. 13.

(10) Caritas es una institución que durante el arzobispado del cardenal Aramburu ha adquirido un importante desarrollo y eficacia, bajo la dirigencia de Carlos Elliff y Ricardo Murtagh.

(11) El Periodista de Buenos Aires. Buenos Aires, 24 de marzo de 1986.

 

 

 

 

   

Página Inicial del Sitio