Prólogo

La Sombra de Campo de Mayo

 

 

Para empezar a entender


Las balas picaron cerca pero, como éramos chicos, no apuntaban a nuestros cuerpos. Pero si ‘ellos’ hubieran querido, podíamos haber estado en la mira. Está demostrado que solo bastaba que una ráfaga de odio cruzara por sus cabezas contra cualquiera, como para que ese alguien pasara a ser un recuerdo.

La mañana del golpe de estado vimos la cara de tres uniformados que iban a custodiar los valores de la sociedad occidental y cristiana, ¿contra los ataques de la sociedad oriental, boreal o austral y judía, musulmana o budista?

Nadie entendía nada, y nosotros tampoco.

A la vuelta de la escuela donde estudiaba Fabián, en Martínez, volaron la casa de compañeritos que iban con él al jardín y al primario. Entonces no supo lo que pasó, pero siempre le quedó la imagen de la casa acribillada por miles y miles de tiros. Dicen que los chicos y sus padres murieron aquella noche.

Al poco tiempo de mudarse a San Miguel murió la tía Francis, a quien enterraron en el recién inaugurado cementerio de Grand Bourg. Nadie sabía explicarle lo que significaban las lápidas que decían N.N. y estaban ubicados a pocos metros de la antigua entrada de la necrópolis.

Meses después leyeron en ‘Crónica’ que en Grand Bourg habían arrojado camiones con tierra, cajas de ataúdes y cuerpos humanos. Los perros caminaban con huesos de personas en la boca y a la mamá de Fabián le agarró la desesperación de tan solo pensar que su hermana, a la que hacía poco había enterrado, hubiera sido arrojada a un descampado cercano. Nunca nadie le pudo explicar lo que pasó, y se quedó con la sensación que a los muertos los tiraban, de vez en cuando, en los descampados que estaban alrededor de las ciudades.

Tampoco supieron explicarle los motivos por los que su tío Fernando, el mozo que se hacía pasar por militar, vivaba como un desaforado a Videla la tarde en que los jugadores de la selección de fútbol lograron la copa del mundo. Esa misma noche el tío le contó cómo el hombre del sobretodo oscuro, con poblados bigotes, cara para atrás y nariz demasiado adelante se había inspirado en la antigua Roma para hacer el gesto con los pulgares hacia arriba. Fabián no entendió, ni lo pudo relacionar con el fútbol.

Alfredo, por ser cuatro años mayor que Fabián, vivió en ese mismo período de tiempo y en lugares similares, una historia distinta. La misma tarde del golpe de Estado quemaba junto a su hermana aquellos libros que presumían podía ser riesgoso tenerlos (con el transcurrir de los días confirmaron que textos de Pablo Neruda, María Elena Walsh, Bertold Brecht, Osvaldo Bayer y muchos más, serían prohibidos por el gobierno militar).

En la gran parrilla que había sido testigo de los fabulosos asados domingueros, ardía una vasta bibliografía. La situación, bien pudo haber sido un párrafo de Fahrenheit 451.

Esos cuatro años de diferencia también fueron suficientes para que Alfredo fuera requisado dos o tres veces por semana, cada vez que salía de la escuela donde cursaba el secundario a la noche. Un soldado palpaba, cuatro apuntaban y el temor de no saber si llegaría a su casa.

Los días continuaron con la pérdida del trabajo de su padre, considerado “prescindible” por la administración militar y el permanente miedo de la madre, porque Alfredo y sus hermanas salían a estudiar y a trabajar y el retorno, cada día, se hacía eterno.

Veinte años después, juntos en La Hoja, quisimos hacer un suplemento sobre el modo en que se vivió el golpe de Estado del ’76 en General Sarmiento. Descubrimos que no existía bibliografía, que ningún periódico de la época lo había cronicado, y que muchos dirigentes de entonces tenían mala memoria. A pesar de eso empezamos a escribir las primeras noticias del golpe. 

Fue allí donde descubrimos que de los compañeritos de Fabián no sobrevivió ninguno, pero que la beba que era su hermanita, Matilde Lanoscou, había sobrevivido y aún la estaban buscando. Fue entonces cuando supo que entre los N.N. de Grand Bourg podía haber muchos desaparecidos, y que esos mismos N.N. eran los que formaban parte de los montículos que habían tirado en un descampado. Para entonces ya sabía que los pulgares en alto de Videla significaban vida, y que cuando los bajaban significaban muerte, como en el antiguo imperio Romano.

Alfredo tampoco supo nada de los profesores y amigos que la policía, los soldados o, simplemente, gente de civil, sacaba a empujones de la escuela. Sí se enteró más tarde que los convirtieron en detenidos-desaparecidos. Además le contaron que Videla, mientras fue general de la Nación y durante unos meses después de asumir la Presidencia de facto, había vivido a escasas cuadras de su casa, en Hurlingham. Toda esta información la recibía mientras intentaba asumir con dolor e impotencia la muerte de su padre que, angustiado, sin trabajo y enfermo, mendigó hasta sus últimos días una miserable jubilación que nadie le reconoció. También su madre se fue sumiendo en una profunda tristeza por la desoladora situación, y sin haber logrado volver a vivir momentos de alegría murió, tras acarrear su cruel enfermedad, pocos años después.

Los caminos de la investigación periodística también nos hicieron descubrir que, aunque habían pasado dos décadas, la gente que había vivido aquella época aún conservaba el miedo. Que la sombra de Campo de Mayo pesaba sobre miles de espíritus.

Durante el ‘97 el tema se volvió álgido, y la intención de publicar lo más posible, de obtener información y tratar de entender lo que había pasado nos llevó a escribir numerosas notas en las ediciones de La Hoja. Tal vez muchos no entiendan los motivos por los que dábamos noticias que no tenían nada que ver estrictamente con el acontecer inmediato de los distritos donde realizamos las coberturas, pero para nosotros era crucial no dejar de informar al público que nos lee sobre las cosas que pasaron hace veinte años y de la que nadie había publicado ni una sola línea.

Así intentamos mantener vigente el ejercicio de la memoria. No es fácil ejercitarla en este país donde el olvido se convirtió en una constante. Donde, desde los estratos de poder, buscan promover la cultura de la desmemoria, premisa que nuestra sociedad acepta y, en ocasiones, la lleva a la práctica de manera escandalosa.

Este libro no tiene rigor literario. Tampoco buscamos ese objetivo, sino, simplemente, que “La sombra de Campo de Mayo” sea un aporte más al compromiso de mantener vigente esa memoria colectiva que pregonamos. 

Por eso decidimos recopilar las notas publicadas en formato de libro y abrir una puerta. No es un exhaustivo trabajo de investigación, es sólo una provocación que se va a ir renovando permanentemente con nuevas notas. A partir de ahora nos gustaría que muchos recuperen la memoria y hablen, cuenten y nos ayuden a comprender mejor lo que nos pasó. No solo por nosotros, sino también por nuestros hijos, porque la historia que no se conoce es una pesada carga para aquellas generaciones que deben forjar su vida, sin tener las bases sólidas que se cimientan cuando se sabe cuál fue su pasado.

Desde estas páginas pretendemos que las generaciones futuras estén interiorizadas de la historia reciente que, tal vez, también protagonizaron sin saberlo. 

No buscamos otra intención que apelar a la memoria, porque somos conscientes de que es lo único que nos permitirá mantenernos vivos.

Los autores