Documento final sobre la guerra
contra la subversión y el terrorismo

La Sombra de Campo de Mayo

 


(emitido a través de la cadena nacional de radio y televisión por la Junta Militar, el 28 de abril de 1983 a las 20)

 

Introducción

La Junta Militar presenta a la ciudadanía un cuadro del desarrollo de la agresión terrorista a lo largo de casi dos décadas y, por su intermedio, las Fuerzas Armadas asumen la cuota de responsabilidad histórica que les compete frente a la Nación en el planeamiento y ejecución de acciones, en las que no se agotan las responsabilidades que frente a la República pudieran corresponder a otros estamentos, sectores e instituciones.

Esta síntesis histórica de un doloroso pasado todavía cercano quiere ser un mensaje de fe y reconocimiento a la lucha por la libertad, por la justicia y por el derecho a la vida.

Ha llegado el momento de que encaremos el futuro: será necesario mitigar las heridas que toda guerra produce, afrontar con espíritu cristiano la etapa que se inicia y mirar el mañana con sincera humildad.

Su destinatario primero somos nosotros, el pueblo de la Nación, víctima de una agresión que nunca mereció y partícipe invalorable y decidido de la superación final. Su segundo destinatario es el mundo de los hombres libres al que pertenece y seguirá perteneciendo la República, fiel su destino histórico.

Se somete a la reflexión del pueblo argentino y del mundo una experiencia que la Nación jamás deberá repetir, anhelando que, con la misma gracia de Dios, los hermanos de nuestra América y los pueblos de otros continentes la recojan, la comprendan y la eviten.


Los hechos

La República Argentina, a partir de mediados de la década del ´60, comenzó a sufrir la agresión del terrorismo que, mediante el empleo de la violencia, intentaba hacer efectivo un proyecto político destinado a subvertir los valores morales y éticos compartidos por la inmensa mayoría de los argentinos.

Procuraba modificar la concepción que del hombre y del estado tiene nuestra comunidad, conquistando el poder por medio de la violencia.

Empleando el terror como un medio par tomar el poder, se proponía llegar a la desaparición de la República como estado democrático, jurídica y políticamente organizado, en una acción a nivel nacional y continental.

La agresión tomó inicialmente la forma de guerrilla rural, pero sus intentos fracasaron.

Su derrota en un país limítrofe marcó, a escala continental, un cambio de estrategia en la que, progresivamente, la Argentina pasaba a constituirse en uno de los objetivos prioritarios de la acción del terrorismo internacional.

En este contexto adquirió mayor gravitación el accionar del terrorismo urbano.

Robos de armas, asaltos a bancos y otras instituciones, secuestros, extorsiones y asesinatos en escalada creciente, hicieron que la opinión pública tomara conciencia de la acción delictiva de las tres agrupaciones terroristas más poderosas: fuerzas armadas revolucionarias, ejército revolucionario del pueblo y montoneros.

El accionar de las mismas, dirigido a paralizar a la población, estuvo signado por una permanente e indiscriminada violación de los más fundamentales derechos humanos: asesinatos, torturas y prolongados secuestros son pruebas indiscutibles de sus actos y propósitos criminales.

Sus víctimas abarcaron todos los estratos sociales: obreros, sacerdotes, intelectuales, hombres de empresa, periodistas, funcionarios públicos, jueces, militares, agentes del orden, dirigentes políticos, sindicales y hasta niños.

La escalada del terror fue acompañada por una captación ideológica que indujo a muchos a aceptar la violencia criminal como un modo de acción política.

Las bandas terroristas continuaron su organización y llegaron, en su apogeo, a reclutar miles de personas, a la que instruyeron en el manejo de las armas. La mayoría de ellas las poseían y utilizaban efectivamente, constituyendo, de hecho, un ejército clandestino, mercenario de la violencia.

La infiltración en el aparato del estado abrió el camino para que, a partir del 25 de mayo de 1973, con la asunción del gobierno constitucional, los grupos terroristas abandonaran la clandestinidad y, sumados a los que obtuvieron su libertad, iniciaran el ataque al poder.

Miembros activos y simpatizantes decididos de las organizaciones terroristas ocuparon posiciones relevantes en el gabinete nacional y en los gobiernos provinciales, en el Congreso Nacional, en las legislaturas provinciales y en el Poder Judicial. Ni las organizaciones religiosas, ni las fuerzas legales estuvieron a cubierto de esta infiltración.

La nación estaba en guerra: una prueba de ello fueron los enfrentamientos entre grupos antagónicos registrados en la localidad de Ezeiza, el 20 de junio de 1973, que generaron una verdadera masacre con un saldo lamentable de muertos y heridos, cuya identidad y número total, el gobierno de entonces nunca pudo llegar a determinar ni esclarecer.

Posteriormente, los elementos terroristas intentaron, infructuosamente, copar el Comando de Sanidad del Ejército, el 6 de septiembre de 1973, y la guarnición militar de Azul, una de las más poderosas del país, el 19 de enero de 1974.

En medio de ese generalizado clima de inseguridad y confusión, el acceso del general Perón a la primera magistratura, con el apoyo de una amplia mayoría del electorado, parecía perfilar en el horizonte político nacional una alternativa viable de paz y orden.

Sin embargo el terrorismo no redujo su accionar durante el gobierno constitucional: por el contrario, la naturaleza criminosa de sus fines y sus métodos quedaron definitivamente en evidencia.

Los funcionarios y los dirigentes que comprendieron la magnitud de este problema, aun con peligro de sus propias vidas, intentaron detener el copamiento terrorista del aparato del Estado y de las organizaciones intermedias. La dirigencia empresaria y gremial es claro ejemplo y doloroso testimonio del riesgo que afrontaron quienes se les opusieron.

En los actos de plaza de mayo, celebratorios del Día del Trabajo en el año 1974, el presidente de la Nación denunció a los elementos montoneros como mercenarios e infiltrados y los repudió públicamente.

Las bandas terroristas continuaron perfeccionando sus estructuras: montaron imprentas donde falsificaban documentos de identidad y fábricas donde, clandestinamente, elaboraban armas y explosivos, apoyados por un sólido respaldo financiero, producto de sus actos delictivos.

Su insidioso accionar produjo la desviación de miles de jóvenes. Muchos de ellos aun adolescentes, incorporados a bandas mediante cualquier técnica de captación o, simplemente, a través del miedo. Muchos murieron enfrentando a las fuerzas del orden; otros se suicidaron para evitar su captura; algunos desertaron, debiendo ocultarse de las autoridades y de sus propias bandas.

Los denominados “códigos de justicia penal revolucionarios” sancionaron con la muerte a quienes pretendieron dejar las filas terroristas y liberarse del engaño en que habían caído.

Y la seguridad y el orden ya no existían. A la etapa de asesinatos selectivos siguió la fase del terrorismo indiscriminado, produciendo víctimas en todos los sectores de la sociedad argentina.

A principios de 1975, como último recurso para preservar los valores en peligro, el gobierno constitucional impuso el estado de sitio en todo el país y ordenó el empleo de las Fuerzas Armadas para neutralizar y/o aniquilar el foco terrorista que actuaba y se extendía desde la provincia de Tucumán.

La responsabilidad de ese gobierno era insoslayable, y el desafío inédito para las Fuerzas Armadas, ya que la doctrina orgánica, la estructura y el despliegue de éstas respondían a previsiones de lucha clásica.

Imperfecciones e imprecisiones en las etapas iniciales de una lucha no convencional, fueron superadas gradualmente, aprovechando la experiencia adquirida en el desarrollo de las operaciones.

Doblegadas en el monte tucumano, las bandas terroristas reforzaron y acentuaron su accionar en las grandes concentraciones urbanas.

Las operaciones de sus elementos armados, por su magnitud, recursos y procedimientos, iban adquiriendo nivel similar al de las fuerzas regulares. El año 1975 registra los más ambiciosos intentos de copamiento de unidades militares: el Batallón de Arsenales de San Lorenzo, el 19 de abril; el Regimiento de Monte 29 de Formosa, el 5 de octubre; el Batallón de Arsenales de Monte Chingolo, el 23 de diciembre, siendo esta la mayor operación del terrorismo urbano que recuerda la historia.

Las derrotas sufridas en los grandes enfrentamientos mostraron a los dirigentes terroristas la necesidad de volver a las tácticas originarias, basadas en la acción celular e individual. Una secuela interminable de muertes, secuestros y atentados afectaron durante tres largos años la paz de la República y la seguridad de sus habitantes.

Los ataques terroristas se extendieron a toda la comunidad. Los atentados contra la vida y los bienes públicos y privados fueron hechos cotidianos. Los periódicos de la época documentan que ese cuadro era parte de la vida diaria del país y todos sus habitantes, que vivieron y sufrieron esa experiencia, son testigos de ello.

En la lucha contra el terrorismo, las fuerzas legales detectaron innumerables celdas secretas, denominadas por las bandas terroristas “cárceles del pueblo”. Ellas, además de haber alojado a ciudadanos de todos los niveles, en oportunidades allí mismo asesinados, fueron también usadas para castigar y ejecutar a integrantes de las propias bandas.

Para tener una clara idea de la magnitud del accionar terrorista por medio de las cifras, merece destacarse que en el año 1974 se registraron 21 intentos de copamientos de unidades de las fuerzas legales; 466 atentados con artefactos explosivos y 16 robos de sumas importantes de dinero; 117 personas fueron secuestradas y 110 asesinadas.

El año 1976 marcaba la máxima escalada de la violencia. Los secuestros llegaron a 600 y los asesinatos a 646, con un promedio de dos víctimas diarias del terrorismo.

Se registraron 4.150 acciones terroristas entre copamiento de localidades, acciones de propaganda armada, intimidaciones extorsivas y atentados con explosivos.

Un examen de la crónica periodística correspondiente a los años 1973/79 informa que en ese lapso, en 742 enfrentamientos resultaron muertas 2.050 personas, cifra que no incluye las bajas sufridas por las fuerzas legales.

Entre 1969 y 1979 se registraron 21.642 hechos terroristas. Esta cifra guarda relación con la magnitud de la estructura subversiva que llegó a contar en su apogeo con 25.000 subversivos de los cuales 15.000 fueron combatientes, es decir, individuos técnicamente capacitados e ideológicamente fanatizados para matar.

La naturaleza y características propias de esta forma de ataque sorpresivo, sistemático y permanente, obligaron a adoptar procedimientos inéditos en la guerra afrontada; debió imponerse el más estricto secreto sobre la información relacionada con las acciones militares, sus logros, las operaciones en desarrollo y los descubrimientos realizados.

Se tornaba imprescindible no alertar al adversario, no descubrir las propias intenciones, recuperando la iniciativa y sorpresa en las acciones, hasta ese momento en manos del oponente.

Durante todas estas operaciones fue prácticamente imposible establecer con precisión las bajas totales sufridas por las bandas de delincuentes terroristas y la identidad de sus componentes, incluso cuando sus cadáveres quedaron en el lugar de los episodios, dado que actuaban bajo nombres falsos y con apodos conocidos como “nombres de guerra” y porque su estructura celular, modo de operar y compartimentación de sus acciones imposibilitaron disponer de un panorama más completo de los acontecimientos.

Los esfuerzos realizados por las Fuerzas Armadas, de seguridad y policiales para restablecer la paz y el orden arrojaron resultados progresivos. La agresión terrorista fue cediendo y la sociedad argentina comenzó a recuperar el espacio perdido, en cuanto a paz y seguridad.

Los jefes de las bandas terroristas y varios de sus seguidores comenzaron a dejar el territorio nacional al vislumbrar su derrota, abandonando en el país a muchos de sus integrantes y protegiendo, en otros casos, su huida a la clandestinidad.

Fue culminando así una dolorosa y dura etapa, en la que la victoria finalmente alcanzada posee un contenido coincidente con el propio significado de la derrota de los violentos. Ello fue así porque la sociedad argentina se mantuvo fiel a sus tradiciones, leal a su conciencia y firme en su decisión. Para cada uno de los sectores sociales, la subversión elaboró y puso en marcha diversas metodologías, todas ellas convergentes al fin común de destruirlos, dominarlos o paralizarlos. Pero también fracasó, al herir en sus valores más firmes a un pueblo pacífico y libre.


Los principios y los procedimientos

La preservación y el mantenimiento efectivo del goce de los derechos y las garantías que la Constitución reconoce a todos los habitantes de la Nación, es decir, la salvaguardia de los derechos humanos, constituye la finalidad sustancial de la seguridad de un Estado democrático, como lo es la República Argentina por su tradición histórica, política y jurídica.

Este concepto de seguridad incluye también el resguardo de la inviolabilidad de su territorio contra amenazas externas e internas, y la consolidación de un funcionamiento eficiente de su gobierno en el marco de la ley.

La Constitución Nacional reconoce la adopción de mecanismos que suspenden transitoriamente los derechos y garantías individuales, cuando situaciones objetivas de peligro crean riesgos graves para el bien común y para la seguridad de la Nación.

Las condiciones de excepcionalidad que vivía el país durante el período de la agresión terrorista hicieron que los elementos esenciales del Estado fueran afectados en niveles que dificultaban su supervivencia.

El ejercicio de los derechos humanos quedó a merced de la violencia selectiva o indiscriminada impuesta por el accionar terrorista, traducido en asesinatos, secuestros, “juicios revolucionarios”, salidas obligadas del país y contribuciones compulsivas.

En extensas zonas del territorio grupos subversivos actuaban desembozadamente con la mayor impunidad, mientras las fronteras nacionales eran traspuestas en ambos sentidos por terroristas argentinos y extranjeros, munidos de documentación falsa o que eludían los puestos de control habilitados.

La capacidad de actuar del Gobierno se veía seriamente comprometida por la infiltración de la subversión y el vacío político causado por la muerte del presidente Perón.

La sanción, por parte del Congreso de la Nación, de leyes que penalizaban en forma específica y con mayor gravedad las conductas subversivas y los actos terroristas, y la declaración del estado de sitio no fueron suficientes para conjurar la situación.

En ese crucial momento histórico, las Fuerzas Armadas fueron convocadas por el gobierno constitucional para enfrentar a la subversión. Esta convocatoria se materializó en dos resoluciones: 

“Decreto Nº 261, del 5 de febrero de 1975, que ordena ejecutar las operaciones militares que sean necesarias a efectos de neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio del país”.

“Decreto Nº 2772, del 6 de octubre de 1975, que ordena ejecutar las operaciones militares y de seguridad que sean necesarias a efectos de aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio del país”.

El gobierno nacional, en procura del bien común, por vía de este mandato legal y por intermedio de las Fuerzas Armadas, imponía el logro del restablecimiento de los derechos de todos los habitantes y de las condiciones esenciales que deben garantizar la inviolabilidad del territorio y la convivencia social, y así facilitar la capacidad de funcionamiento del Gobierno.

La naturaleza y características propias del accionar terrorista, cuyos elementos se organizaban en sistema celular y compartimentación de acciones, obligaron a adoptar procedimientos inéditos.

El eventual deterioro de la dimensión ética del estado y la necesidad de salvaguardarla, ante el riesgo de imputación de adscripción de teorías totalitarias no compartidas sobre la seguridad estuvieron también presentes en la adopción de las decisiones que materializaron el ataque frontal, definitivo y victorioso contra la subversión y el terrorismo.

Las Fuerzas Armadas, de seguridad y policiales actuaron en defensa de la comunidad nacional, cuyos derechos esenciales no estaban asegurados, y, a diferencia del accionar subversivo, no utilizaron directamente su poder contra terceros inocentes, aun cuando indirectamente éstos pudieran haber sufrido sus consecuencias.

Las acciones así desarrolladas fueron la consecuencia de apreciaciones que debieron efectuarse en plena lucha, con la cuota de pasión que el combate y la defensa de la propia vida genera, en un ambiente teñido diariamente de sangre inocente, de destrucción y ante una sociedad en la que el pánico reinaba. En este marco, casi apocalíptico, se cometieron errores que, como sucede en todo conflicto bélico, pudieron traspasar, a veces, los límites del respeto a los derechos humanos fundamentales, y que quedan sujetos al juicio de Dios en cada conciencia y a la comprensión de los hombres.

Fue por ello que con la aprobación expresa o tácita de la mayoría de la población, y muchas veces con una colaboración inestimable de su parte, operaron contra la acción terrorista orgánicamente y bajo sus comandos naturales.

En consecuencia, todo lo actuado fue realizado en cumplimiento de órdenes propias del servicio.

No es fácil encontrar en la historia reciente un antecedente de las características que ofreció la situación argentina. Por ello, los calificativos de inédita, excepcional y límite son ciertos y no guardan ningún propósito exculpatorio.

Aquellas acciones que como consecuencia del modo de operar pudieron facilitar la comisión de hechos irregulares y que fueron detectados, han sido juzgados y sancionados por los consejos de guerra.

Las Fuerzas Armadas aspiran a que esta dolorosa experiencia ilumine a nuestro pueblo, para que todos podamos hallar los instrumentos compatibles con la ética y con el espíritu democrático de nuestras instituciones, que permitan asegurar con indiscutible legitimidad la defensa contra todo riesgo de disolución por la violencia y el terror.

Un conflicto que, por su extensión temporal y geográfica, sacudió a toda la República, porque cualquier lugar de nuestro suelo podía transformarse súbitamente en campo de batalla y porque cualquier habitante podía verse envuelto y caer víctima de enfrentamientos o atentados, debía inexorablemente dejar profundas secuelas de inseguridad, pérdidas humanas, destrucción y dolor.

Muchos argentinos han sufrido y aun hoy padecen, en respetable silencio, las secuelas de una pérdida irreparable, sabiendo todo el país que no pocos de los autores materiales e ideológicos de esos asesinatos se encuentran en el exterior, gozando de una impunidad y, en algunos casos, de un apoyo que torna sospechosa la parcial y, por lo tanto, injusta, preocupación que se expresa sobre una sola de las secuelas de esta peculiar guerra.

Por ello es preciso puntualizar claramente que son muchas las heridas no cerradas de la sociedad argentina: largos años de profunda inseguridad, frecuentes momentos de terror, pérdida de familiares y seres queridos que cayeron por obra de un ataque tan injustificado como artero, mutilaciones, largas detenciones y desaparición física de personas.

Todas ellas, individuales y colectivas, físicas y espirituales, son las secuelas de una guerra que los argentinos debemos superar.

Ello sólo será posible con humildad y sin espíritu de revancha, pero, fundamentalmente, sin parcializaciones que, por injustas, solo servirán para que emerja a la superficie el dolor de quienes, contribuyendo a la paz de la República, ha soportado con estoica conducta las secuelas de una agresión que no provocaron ni merecieron.

En todo conflicto armado resulta difícil dar datos completos: en la guerra clásica, donde los contendientes son de nacionalidades distintas, usan uniforme que los diferencian y están separados por líneas perfectamente identificables, existen numerosos desaparecidos. En una guerra de características tan peculiares como la vivida, donde el enemigo no usaba uniforme y sus documentos de identificación eran apócrifos, el número de muertos no identificados se incrementa significativamente.

Las Fuerzas Armadas, fieles a la finalidad de restañar las heridas dejadas por la lucha y deseosas de aclarar las situaciones de duda que pudieran existir, ponen a disposición para consulta en el Ministerio del Interior, la siguiente información:

“Nómina de los integrantes de las organizaciones terroristas actualmente condenados y bajo proceso por la justicia federal y por los consejos de guerra, y detenidos a disposición del Poder Ejecutivo en virtud del Art. 23 de la Constitución Nacional.

Pedidos de paradero (presuntos desaparecidos) registrados por el Ministerio del Interior desde el año 1974 hasta la fecha.

Pedido de paraderos solucionados por la vía judicial o administrativa.

Bajas producidas por la acción terrorista”.

Es el tema de los desaparecidos el que con más fuerza golpea los sentimientos humanitarios legítimos, el que con mayor insidia se emplea para sorprender la buena fe de quienes no conocieron ni vivieron los hechos que nos llevaron a esta situación límite.

En reiteradas oportunidades el gobierno nacional expresó a las comisiones específicas de los organismos internacionales competentes la circunstancia de que, en los listados presentados, entre nombres incompletos y referencias confusas, figuraban personas que nunca se encontraron en esa situación, detenidos sobre los cuales las autoridades habían dado la información respectiva y hasta personas fallecidas de muerte natural o, simplemente, inexistentes.

La experiencia vivida permite afirmar que muchas de las desapariciones son una consecuencia de la manera de operar de los terroristas. Ellos cambian sus auténticos nombres y apellidos, se conocen entre si por los que denominan “nombre de guerra” y disponen de abundante documentación personal fraguada. Las mismas están vinculadas con lo que se denomina como el “pasaje a la clandestinidad”; quienes deciden incorporarse a organizaciones terroristas lo hacen en forma subrepticia, abandonando su medio familiar, laboral y social. Es el caso más típico: los familiares denuncian una desaparición cuya causa no se explican o, conociendo la causa, no la quieren explicar.

Así, algunos “desaparecidos” cuya ausencia se había denunciado, aparecieron luego ejecutando acciones terroristas. En otros casos, los terroristas abandonaron clandestinamente el país y viven en el exterior con identidad falsa. Otros, después de exiliarse, regresaron al país con identidad fraguada; y existen también terroristas prófugos, aun en la República o en el extranjero.

Hay casos de desertores de las distintas organizaciones que viven hoy con identidad falsa, para proteger su propia vida, en el país o en el exterior.

Muchos de los caídos en enfrentamientos con las fuerzas legales no tenían ningún tipo de documento o poseían documentación falsa y, en muchos casos, con las impresiones digitales borradas. Ante la inminencia de la captura, otros terroristas se suicidaron, normalmente mediante la ingestión de pastillas de cianuro. En estos casos los cadáveres no fueron reclamados y, ante la imposibilidad de identificarlos fueron sepultados legalmente como “N.N.”.

Siempre que les fue posible, los terroristas retiraron los cuerpos de sus muertos del lugar de un enfrentamiento. Los cadáveres, lo mismo que los heridos que fallecieron como consecuencia de la acción, fueron destruidos o enterrados clandestinamente por ellos.

La lucha por la hegemonía del terror determinó asesinatos y secuestros entre organizaciones de distinto signo. El terrorismo, amparándose en un pseudo código revolucionario hizo parodias de juicios y asesinó a aquellos de sus integrantes que defeccionaron o fracasaron en las misiones impuestas.

Estos fueron sepultados con identidad falsa o en lugares y circunstancias desconocidos.

Las fuerzas legales, durante el desarrollo de la lucha, infiltraron hombres en las organizaciones terroristas. Descubiertos, fueron ultimados, sin que se registrara el lugar de sepultura.

Asimismo se han presentado casos de personas denunciadas como desaparecidas, que luego aparecieron y desarrollaron una vida normal, sin que esta circunstancia hubiera sido puesta en conocimiento de las autoridades judiciales o administrativas competentes.

Finalmente, la nómina de desaparecidos puede ser artificialmente aumentada, si se computan los casos no atribuibles al fenómeno terrorista, que se registran habitualmente en todos los grandes centros urbanos.

Cabe destacar que los supuestos en que se denuncia la comisión de un secuestro son materia de investigación judicial: gran número de causas por presuntos delitos de privación ilegítima de la libertad han sido iniciadas de oficio por los jueces competentes.

La posibilidad de que personas consideradas desaparecidas pudieran encontrarse sepultadas como no identificadas ha sido siempre una de las principales hipótesis aceptadas por el Gobierno. Coincidió con ese criterio el informe elaborado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que visitó el país en 1979, al expresar que, en distintos cementerios, se podía verificar la inhumación de personas no identificadas que habían fallecido en forma violenta, en su mayoría en enfrentamientos con fuerzas legales.

Se habla asimismo de personas “desaparecidas” que se encontrarían detenidas por el gobierno argentino en los más ignotos lugares del país. Todo esto no es sino una falsedad utilizada con fines políticos ya que en la República no existen lugares secretos de detención, ni hay en los establecimientos carcelarios personas detenidas clandestinamente.

En consecuencia debe quedar definitivamente claro que quienes figuran en nóminas de desaparecidos y que no se encuentran exiliados o en la clandestinidad, a los efectos jurídicos y administrativos se consideran muertos, aun cuando no pueda precisarse hasta el momento la causa y oportunidad del eventual deceso, ni la ubicación de sus sepulturas.


Consideraciones finales

No obstante ser el desprecio absoluto de los derechos humanos la expresión más trágica del fenómeno subversivo, el terrorismo es solo uno de los procedimientos. La agresión subversiva existe en virtud de que ante y durante su desarrollo, la ideología de la violencia se introdujo y dominó la educación y la cultura, el sector del trabajo, las estructuras de la economía y hasta llegó a entronizarse en agrupaciones políticas y en el aparato del Estado.

La victoria obtenida a tan alto precio contó con el consenso de la ciudadanía, que comprendió el complejo fenómeno de la subversión y expresó a través de sus dirigentes, su repudio a la violencia.

De esta actitud de la población se desprende, con claridad, que el deseo de la Nación toda es poner punto final a un período doloroso de nuestra historia, para iniciar, en unión y libertad, la definitiva institucionalización constitucional de la República.

Para lograr éxito en este camino, es imprescindible que tengamos el equilibrio suficiente para comprender lo acaecido, sin olvidar las circunstancias que nos llevaron al borde mismo de la disgregación, así como tampoco las responsabilidades que, por acción u omisión, les correspondieron a los distintos sectores de la comunidad, a fin de no recorrer, otra vez, ese doloroso camino que no queremos volver a transitar.

Quienes dieron su vida para combatir el flagelo terrorista merecen el eterno homenaje de respeto y agradecimiento.

Quienes supieron sostener los principios de un estilo de vida sustentado en el respeto a los derechos fundamentales de las personas y en los valores de la libertad, la paz y la democracia, arriesgando su seguridad personal y la de su familia, cuales fueron dirigentes políticos, sacerdotes, empresarios, sindicalistas, magistrados o simples ciudadanos, merecen el reconocimiento de la comunidad.

Quienes han puesto su inteligencia, buena voluntad, solidaridad y piedad, ofreciendo todo el peso de su entrega al servicio de la reconciliación de la familia argentina, son dignos de reconocimiento y respeto.

Quienes perdieron la vida enrolados en las organizaciones terroristas que agredieron a esa misma sociedad que los había nutrido, más allá de las diferencias ideológicas y unificados por la condición de hijos de Dios, reciban su perdón.

Quienes han reconocido su error y han purgado sus culpas, merecen ayuda. La sociedad argentina, en su generosidad, está dispuesta a recuperarlos en su seno.

La reconciliación es el comienzo difícil de una era de madurez y de responsabilidad asumidas con realismo por todos. Las cicatrices son memoria dolorosa, pero también cimiento de una democracia fuerte, de un pueblo unido y libre. Un pueblo que aprendió que la subversión y el terrorismo son la muerte inexorable de la libertad.

Las Fuerzas Armadas entregan a sus conciudadanos esta información para que juzguen en comunidad esta luctuosa etapa de nuestra historia que, como tal, es un problema que toca a todos los argentinos y que todos los argentinos debemos resolver en común, si queremos asegurar la supervivencia de la República.

Por todo lo expuesto la Junta Militar declara:

1º) Que la información y explicitaciones proporcionadas en este documento es todo cuanto las Fuerzas Armadas disponen para dar a conocer a la Nación sobre los resultados y consecuencias de la guerra contra la subversión y el terrorismo.

2º) Que en este marco de referencia, no deseado por las Fuerzas Armadas y al que fueron impelidas para defender el sistema de vida nacional, únicamente el juicio histórico podrá determinar con exactitud a quién corresponde la responsabilidad directa de métodos injustos o muertes inocentes.

3º) Que el accionar de los integrantes de las Fuerzas Armadas en las operaciones relacionadas con la guerra librada constituyeron actos de servicio.

4º) Que las Fuerzas Armadas actuaron y lo harán toda vez que sea necesario en el cumplimiento de un mandato emergente del gobierno nacional, aprovechando toda la experiencia recogida en esta circunstancia dolorosa de la vida nacional.

5º) Que las Fuerzas Armadas someten ante el pueblo y el juicio de la historia estas decisiones que traducen una actitud que tuvo por meta defender el bien común, identificado en esta instancia con la supervivencia de la comunidad y cuyo contenido asumen con el dolor auténtico de cristianos que reconocen los errores que pudieron haberse cometido en cumplimiento de la misión asignada.


Documento que el jefe del Ejército, teniente general Martín Balza, leyó en el programa televisivo Tiempo Nuevo (Telefe) el 25 de abril de 1995, a modo de autocrítica por la actuación de su Arma durante la dictadura militar.


El difícil y dramático mensaje que deseo hacer llegar a la comunidad argentina busca iniciar un diálogo doloroso sobre el pasado, que nunca fue sostenido y que se agita como un fantasma sobre la conciencia colectiva, volviendo, como en estos días, irremediablemente de las sombras donde ocasionalmente se esconde.

Nuestro país vivió una década, la del setenta, signada por la violencia, por el mesianismo y por la ideología. Una violencia que se inició en el terrorismo, que no se detuvo siquiera en la democracia que vivimos entre 1973 y 1976, y que desató una represión que hoy estremece.

En la historia de todos los pueblos, aun los más culpables, existen épocas duras, oscuras, casi inexplicables. No fuimos ajenos a ese destino, que tantas veces parece alejar a los pueblos de los digno, de lo justificable.

Ese pasado de lucha entre argentinos, de muerte fratricida, nos trae a víctimas y victimarios desde el ayer, intercambiando su rol en forma recurrente, según la época, según la óptica, según la opinión dolida de quienes quedaron con las manos vacías por la ausencia irremediable, inexplicable.

Esta espiral de violencia creó una crisis sin precedentes en nuestro joven país. Las Fuerzas Armadas, dentro de ellas el Ejército, por quien tengo la responsabilidad de hablar, creyeron erróneamente que el cuerpo social no tenía los anticuerpos necesarios para enfrentar el flagelo y, con la anuencia de muchos, tomó el poder, una vez más, abandonando el camino de la legitimidad constitucional.


Error del Ejército

El Ejército, instruido y adiestrado para la guerra clásica, no supo cómo enfrentar desde la ley plena al terrorismo demencial.

Este error llevó a privilegiar la individualización del adversario, su ubicación por encima de la dignidad, mediante la obtención, en algunos casos, de esa información por métodos ilegítimos, llegando incluso a la supresión de la vida, confundiendo el camino que lleva a todo fin justo, y que pasa por el empleo de medios justos. Una vez más reitero: el fin nunca justifica los medios.

Algunos, muy pocos, usaron las armas para su provecho personal.

Sería sencillo encontrar las causas que explicaron estos y otros errores de conducción, porque siempre el responsable es quien conduce, pero creo con sinceridad que ese momento ha pasado y es la hora de asumir las responsabilidades que correspondan.

El que algunos de sus integrantes deshonraran un uniforme que eran indignos de vestir no invalida el desempeño, abnegado y silencioso, de los hombres y las mujeres del Ejército de entonces.

Han pasado casi veinte años de hechos tristes y dolorosos; sin duda ha llegado la hora de empezar a mirarlos con ambos ojos. Al hacerlo, reconoceremos no sólo lo malo de quien fue nuestro adversario en el pasado sino también nuestras propias fallas.


No hay un solo culpable

Siendo justos, miraremos y nos miraremos; siendo justos reconoceremos sus errores y nuestros errores. Siendo justos veremos que del enfrentamiento entre argentinos somos casi todos culpables, por acción u omisión, por ausencia o por exceso, por anuencia o por consejo.

Cuando un cuerpo social se compromete seriamente, llegando a sembrar la muerte entre compatriotas, es ingenuo intentar encontrar un solo culpable, de uno u otro signo, ya que la culpa de fondo está en el inconsciente colectivo de la Nación toda, aunque resulta fácil depositarla entre unos pocos, para liberarnos de ella.

Somos realistas y a pesar de los esfuerzos realizados por la dirigencia política argentina creemos que aun no ha llegado el ansiado momento de la reconciliación. Lavar la sangre del hijo, del padre, del esposo, de la madre, del amigo, es un duro ejercicio de lágrimas, de desconsuelo, de vivir con la mirada vacía, de preguntarse por qué... por qué a mí... y así volver a empezar cada día.

Quienes en este trance doloroso perdieron a los suyos, en cualquier posición y bajo cualquier circunstancia, necesitarán generaciones para aliviar la pérdida, para encontrarle sentido a la reconciliación sincera.

Para ellos no son estas palabras, porque no tengo palabras, sólo puedo ofrecerles respeto, silencio ante el dolor y el compromiso de todo mi esfuerzo para un futuro que no repita el pasado.

Para el resto, para quienes tuvimos la suerte de no perder lo más querido en la lucha entre argentinos es que me dirijo pidiéndoles, a todos y a cada uno, en la posición en que se encuentre ante este drama de toda la sociedad, responsabilidad y respeto.

Responsabilidad para no hacer del dolor la bandera circunstancial de nadie. Responsabilidad para que asumamos las culpas que nos toquen en el dejar de hacer de esa hora.

Respeto por todos los muertos, dejar de acompañarlos con los adjetivos que arrastraron, unos y otros, durante tanto tiempo. Todos ellos ya han rendido sus cuentas, allí donde sólo cuenta la verdad.


Las listas no existen

Las listas de desaparecidos no existen en la fuerza que comando, si es verdad que existieron en el pasado no han llegado a nuestros días.

Ninguna lista traerá a la mesa vacía el rostro querido, ninguna lista permitirá enterrar a los muertos que no están ni ayudar a sus deudos a encontrar un lugar donde rendirles un homenaje.

Sin embargo, sin poder ordenar su reconstrucción, por estar ante un hecho de conciencia individual, si existiera en el Ejército alguien que dispusiera de listados o, a través de su memoria, la capacidad de reconstruir el pasado, les aseguro públicamente, la reserva correspondiente y la difusión de las mismas, bajo mi exclusiva responsabilidad.

Este paso no tiene más pretensión que iniciar un largo camino, es apenas un aporte menor de una obra que sólo puede ser construida entre todos. Una obra que algún día culmine con la reconciliación entre los argentinos.

Estas palabras las he meditado largamente y sé que al pronunciarlas siempre dejaré a sectores disconformes.

Asumo ese costo, convencido de que la obligación de la hora y el cargo que tengo el honor de ostentar, me lo imponen.

Sin embargo, de poco serviría un mínimo sinceramiento, si al empeñarnos en revisar el pasado no aprendiéramos para no repetirlo en el futuro.

Sin buscar palabras innovadoras, sino apelando a los viejos reglamentos militares, ordeno, una vez más, al Ejército Argentino, en presencia de toda la sociedad argentina, que:

Nadie está obligado a cumplir una orden inmoral o que se aparte de las leyes y reglamentos militares. Quien lo hiciera incurre en una inconducta viciosa, digna de la sanción que su gravedad requiera.

Sin eufemismos digo claramente:

Delinque quien vulnera la Constitución Nacional.
Delinque quien imparte órdenes inmorales.
Delinque quien cumple órdenes inmorales.
Delinque quien, para cumplir un fin que cree justo, emplea medios injustos, inmorales.

La comprensión de estos aspectos esenciales hacen a la vida republicana de un Estado y cuando ese Estado peligra, no es el Ejército la única reserva de la Patria, palabras dichas a los oídos militares por muchos, muchas veces.

Por el contrario, las reservas que tiene una Nación nacen de los núcleos dirigenciales de todas sus instituciones políticas, religiosas, sindicales, empresarias y también de sus dirigentes militares.

Comprender esto, abandonar definitivamente la visión apocalíptica, la soberbia, aceptar el disenso y respetar la voluntad soberana, es el primer paso que estamos transitando desde hace años, para dejar atrás el pasado, para ayudar a construir la Argentina del futuro, una Argentina madurada en el dolor, que pueda llegar algún día al abrazo fraterno.

En estas horas cruciales para nuestra sociedad, quiero decirles como jefe del Ejército que, asegurando su continuidad histórica como institución de la Nación, asumo nuestra parte de la responsabilidad de los errores de esta lucha entre argentinos que hoy nos vuelve a conmover.

Soy consciente de los esfuerzos que realizamos todos con vistas al futuro. Por ello agradezco a los hombres y mujeres que tengo el orgullo de comandar. Ellos representan la realidad de un Ejército que trabaja en condiciones muy duras, respetuoso de las instituciones republicanas y poniendo lo mejor de sí al servicio de la sociedad.

Pido la ayuda de Dios, como yo lo entiendo o como lo entienda cada uno, y pido la ayuda de todos los hombres y las mujeres de nuestro amado país para iniciar el tránsito del diálogo que restaure la concordia en la herida familiar argentina.


(El miércoles 3 de mayo de 1995 el jefe de la Armada, almirante Enrique Molina Pico hizo el autocrítica de su Arma, reconociendo que esa fuerza cometió “horrores inaceptables” durante la represión ilegal de los años ´70, y que fue un “error histórico” el golpe de Estado del ´76. El mismo día, el titular de la Fuerza Aérea, brigadier general Juan Paulik, también reconoció los “horrores” cometidos por los militares en la “guerra sucia”, pero aclaró que fueron “patrimonio de ambas partes”, en alusión a la acción guerrillera. Además agregó que “no resulta equitativo nuevamente enjuiciar a un solo actor” de aquel enfrentamiento. Cuatro días antes de las declaraciones de ambos militares, el sábado 39 de abril, la Conferencia Episcopal Argentina, reunida en la Casa María Auxiliadora en San Miguel, dio a conocer en un “informe de prensa” de dos carillas su opinión sobre la actuación de la Iglesia durante la dictadura, destacando en uno de sus párrafos que “la Iglesia a través de sus obispos irá elaborando, con tiempo y serenidad, un examen de conciencia que (...) ponga de manifiesto los pecados más graves en nuestra propia vida y en la de todos los cristianos a lo largo de la historia nacional, y que nos ayude a una verdadera conversión”).



Cuento

Portero de noche

Sus movimientos torpes lo delataban. Aunque era el tercer jueves que se arrimaba al centro de la plaza, vigilando atento la marcha de las mujeres de los pañuelos blancos, ellas sospechaban que no era un mandadero de los dueños de la vida y la muerte. La guerra que ocupaba al país y su etílico conductor no les importaba, ellas ya habían sufrido sus propias bajas antes que cualquier familia, pero lo peor era que las balas habían sido arrojadas por otros argentinos.

El hombre de tez oscura, vestir humilde y andar tímido se les acercó. No había agresión en su andar, sólo se delataba una gran angustia a través de su mirada. Cuando estuvo junto a Nora, una de las tantas madres, la abrazó y se puso a llorar. Pasaron cinco minutos de desconsolado, interminable y lastimero llanto. La ronda habitual se había detenido. Las mujeres de las cabezas cubiertas lo habían rodeado y, sin mediar palabras, lloraban junto a él. Todos sabían que compartían el dolor por el hijo perdido.

Sentados en un bar de la avenida de Mayo, a pocas cuadras de la plaza de la Historia, se refugiaban de la llovizna mientras el hombre contaba su desdicha. Su hijo, de tan solo 18 años, no había vivido el tiempo de los hijos de las Madres. Su hijo se había salvado de la noche de la dictadura porque era solo un niño; y se salvó por segunda vez de la muerte al no ser destinado a la guerra del Atlántico Sur. Pero en algún lugar estaba escrito que debía morir bajo la irracionalidad de un borceguí.

Manija, baile, castigo. No sabía cómo llamar a la sesión de tortura que había sufrido el adolescente durante cuatro meses. La constancia médica donde mencionaba el asma jamás fue tenida en cuenta, lo consideraban una artimaña. ¡Carrera mar! ¡Cuerpo a tierra! ¡Paso de pato! ¡Salto rana! ¡Carrera mar! ¡Tagarna! ¡Ponga cara de algo y no de Olga! ¡Levántese soldado! Pero el soldado no se levantó más.

Esa era parte de la historia que desgarraba el interior del hombre, que esa tarde ocultó el verdadero origen de su desdicha.

Luego del testimonio de Nora ante el tribunal que juzgaba a los comandantes de la oscuridad, el hombre se acercó a ella. La angustia de conocer el lugar donde habían enterrado al hijo de la mujer, junto a decenas de chicos más, lo volvió a atormentar. La abrazó, le pidió perdón con sus ojos vidriosos y, caminando por la soleada plaza frente al palacio de la mujer de ojos vendados, vomitó el resto de su pesadilla.

El hombre había sido el sereno del cementerio de un pueblo cercano a una guarnición militar. Muchos meses después del golpe empezó a ser visitado por personas extrañas, de uniforme y civil, que se acercaron una noche a su casa portando fusiles y manejando los clásicos autos verde. La primer visita fue el día anterior al partido Argentina- Holanda. Al principio se asustó, le dijeron que todo era parte de un ‘operativo antisubversivo’, y que tenían la orden de pasar por el lugar cuantas veces fuera necesario. El temor siempre permaneció, pero las armas lo disuadían para que las llaves dieran paso a los contingentes. Nunca preguntó lo que hacían en el camposanto, pero desde el principio imaginó todo. El sector que denominaban NN iba creciendo día a día sin que él llorara por ellos. 

Con indiferencia mantuvo el secreto un par de años, hasta que vio entrar el último cuerpo, que fue el de su propio hijo. Que el entierro fuera a la luz del día y que no fuera a una tumba NN no lo aliviaron. Nunca más volvió al lugar, nunca más volvió a vivir con su conciencia tranquila, hasta ese día.



Obras cuestionadas

Clínica en observación

La aprobó la municipalidad hace diez años, aunque contrariaba las leyes. El caso está en la justicia, como prueba de la desigualdad de las autoridades ante situaciones similares.

Según la denuncia que un técnico en Construcciones Civiles inició en la justicia contra la municipalidad de General Sarmiento, sería irregular la aprobación y habilitación del edificio de la clínica “Nuestra Señora del Buen Ayre” por parte de la secretaría de Obras de la comuna. Ubicado en Riccheri y Santa Fe, de Bella Vista, no respetaría las normas que regulan la realización de obras particulares.

El profesional técnico Juan Carlos Torres Rojo inició una demanda por daños y perjuicios contra la comuna, por las trabas que sufrió en la aprobación de planos de obras que llevaba adelante (ver “La denuncia...”); y presentó casos en los que la municipalidad aprobó obras que no se ajustarían a las leyes vigentes, señalando que constituyen actos de corrupción (ver “Obras particulares...”). Uno de los ejemplos es el de la clínica de Bella Vista.


Fuera de la ley

El juez interviniente ordenó la realización de pericias técnicas en el edificio, tarea que encomendó al ingeniero Roberto Maglie. Según el perito, excede las restricciones impuestas por ley: los factores de ocupación del suelo (FOS) y del total de la superficie cubierta (FOT), la altura y la distancia respecto de la línea municipal (lo que impediría el eventual ensanche de la calle).

Maglie afirma en su informe al juez que el FOS es 0,60, cuando debiera ser 0,40 y el FOT es 3, cuando el máximo es 0,60; el edificio tiene subsuelo, planta baja y tres plantas, cuando la altura máxima permite planta baja y una planta; los 4 metros respecto de la línea municipal no se respetan, ni la debida iluminación y ventilación de consultorios. 

También objeta que no esté resuelto el estacionamiento, para lo que la clínica afectó la avenida Santa Fe. Además, según el Código de Zonificación, por el lugar no se podría instalar una clínica de esa complejidad, sino consultorios médicos y de primeros auxilios.

“El órgano jurisdiccional municipal, a pesar de los aspectos técnicos detallados, aprobó el uso del suelo y planos respectivos”, concluye el informe, coincidiendo con un dictamen de la dirección de Legales de la municipalidad, del 9 de junio de 1988: “El procedimiento seguido para la aprobación del uso del suelo, los planos originales de la clínica ‘in examine’ y su posterior ampliación, no se ajustó a la normativa vigente”.


Cómo se aprobó

Los propietarios de la clínica iniciaron los trámites ante la secretaría de Obras de General Sarmiento en 1980. Aunque la zona no contempla la posibilidad de instalación de una clínica, el entonces director de Planeamiento, Eduardo Andueza, autorizó el uso del suelo, amparándose en un acta de una comisión consultora formada en La Plata para la aplicación de la ley 8912 (de uso del suelo). 

El mismo funcionario autorizó luego la ampliación de obra y la entonces directora de Obras Particulares, Mercedes Bogo, aprobó los planos en 1982 (en sólo tres meses), afirmando que cumplía con los FOS y FOT, y que estaba en zona de tipo “Comercial”, cuando se trata de “Residencial media”. El 10 de diciembre de 1987, día de su asunción, el intendente Eduardo López (hasta entonces secretario de Gobierno de su padre, Remigio) autorizó la radicación de la clínica.

(Publicado en la edición Nº 473 del lunes 6 de julio del ´98)