2. De libros y recuerdos

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

Mi padre fue un inmigrante judío que vino a la Argentina a mediado de los años ´20. Había  nacido en los alrededores de Vilnus, la capital de Lituania; un país báltico encerrado entre Polonia, Rusia y el Mar Glacial Ártico.

El pueblito donde él vivía solo con su papá desde muy chiquito, ya que su mamá murió al nacer su hermanita menor, quedó dentro de la zona que los bolcheviques tuvieron que entregar a los alemanes. Esa fue la llamada Paz de Brest, a finales de la Primera Guerra Mundial, cuando ya había triunfado la revolución de Octubre en Rusia, la primera revolución socialista, y Lenin buscaba parar la ofensiva militar alemana a toda costa. 

En aquellos años, por aquellas regiones, la pobreza y la hambruna eran tan persistentes que mi abuelo vivía de vender arriba de los trenes fósforos de madera, cortados a través y multiplicados por cuatro, y granitos de sal. Iba y venía, arriba de aquellos trenes misérrimos, distancias enormes procurando algo de comida para su familia.

Ayudado por una fundación sionista de los yanquis, a los quince años mi papá se largó solo a cruzar el océano Atlántico, y terminó de carpintero en los frigoríficos de Berisso…

De ese viaje dejó un relato formidable en un cuaderno de las Academias Pitman, donde aprendió a leer y a escribir en castellano al llegar a Buenos Aires, cuaderno que los milicos me robaron en uno de los tantos allanamientos.

Mi viejo era de aquellos obreros comunistas que se hicieron a sí mismos de una cultura bastante amplia. Primero en las bibliotecas obreras, después con una consecuente lectura autodidáctica.

El caso es que cuando yo crecí, lo hice entre libros.

Cientos de libros, entre los cuales había muchos sobre la Segunda Guerra Mundial, casi todos relatos soviéticos sobre los crímenes de los nazis, los campos de concentración y la infinita maldad del fascismo.

Por ello me llamaba muchísimo la atención, que semejante cataclismo como el genocidio que sufrimos, no tuviera la creación artística que se merece.

Me costó años entender que nadie puede contar el horror infinito, que nadie puede imaginar aquello sino los sobrevivientes y que ellos, nosotros mejor dicho, teníamos las manos atadas por el único modo de recordar que es olvidar lo que no es imprescindible.

Que recordábamos los nombres de los caídos, y las señas de sus asesinos.  Y no mucho más.

En 1999, forzado por la circunstancia de tener que declarar ante el Consejo de la Magistratura que debatía si debía enjuiciar a Brusa (6) , tuve que enfrentarme a mi olvido y en una noche -toda una noche- reconstruí el circuito por donde había pasado, los lugares, los nombres de los torturadores y algunos de los  nombres de los compañeros. Y también el dolor.

Ese dolor infinito. 

La angustia profunda que surgía de una certeza: entre el cinco de diciembre de 1975, fecha en que me pusieron una bomba suficiente como para destruir la casa de mis padres y liquidarme; y el 30 de marzo de 1982, día en que la movilización obrera y popular ocupó las calles de todo el país, acorralando a la dictadura de Galtieri, que  buscó salvarse invadiendo las Islas Malvinas pero que luego de aquel desastre tuviera que emprender la retirada; yo viví con la convicción profunda, inconmovible, de que tarde o temprano me iban a matar. Era sólo una cuestión de tiempo.

Además de aquella primera bomba, en esos años fui detenido dos veces por las fuerzas represivas coordinadas. En la segunda, en noviembre de 1977, sufrí apremios ilegales, torturas y dos simulacros de fusilamiento. Antes, en el ’75, en un episodio desopilante, un matón sindical, me gatilló una 45 en la cabeza en los pasillos de un hospital donde la FEDE (7) y la Juventud Sindical Peronista (8) de la UOM habían llevado sus respectivos heridos, resultantes de un previo enfrentamiento callejero.

No eran los míos temores infundados o desvaríos psicológicos. Era un simple cálculo de probabilidades, cálculo que -por otra parte- hacía cada uno de los que decidió seguir militando en aquellos años donde el terror se hizo cotidiano. Cualquiera haya sido la fuerza desde donde lo hiciera.

Hay muchos libros (9) que explican cómo actuaban los grupos de tareas, su ideología, su modus operandi, el modo en que todo eso afectó a las víctimas directas y al pueblo todo. Yo voy a tratar de explicar (explicarme sería mejor dicho) cómo resistimos en esos años fuera y dentro de las cárceles.

Cómo logramos sobrevivir y enterrar el número que nos habían puesto. Cómo recuperamos nuestros rostros y dejamos de lado las capuchas.

Cómo, a pesar de todo, para muchos de nosotros el horizonte hacia el que queremos caminar sigue siendo el mismo que nos puso en marcha a finales de los ´60, cuando estábamos seguros de que el triunfo sería nuestro y la derrota de ellos.

Y no al revés, como realmente sucedió.

 


Notas 

(6) Juez Federal de la ciudad de Santa Fe que formaba parte del dispositivo del terrorismo de estado.

 (7) Denominación abreviada de la Federación Juvenil Comunista que era utilizada ampliamente en el movimiento juvenil político.

 (8) La Juventud Sindical Peronista se creó en contraposición de la Juventud Peronista de las Regionales, fuerza de izquierda referenciada en Montoneros y que coordinaba con la Fede en la Coordinadora de Juventudes Políticas.

(9) Empezando por el Nunca Más de la Conadep, Poder y desaparición de Pilar Calveiro, La ideología de la seguridad nacional de Losada y otros, El estado terrorista de E. Duhalde, para nombrar algunos.

 

  

 

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