54. La Memoria es más larga que la Traición

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

Patricio me pidió que fuera a España, llevara el testimonio sobre Brusa ante Garzón y que procurara el apoyo de los europeos. Que aprovechara el mes de feria judicial para viajar y que a la vuelta, seguro lo rematábamos al tipo.

Mientras tanto, el caso se había convertido en un suceso periodístico. 

Todos los periodistas se volvieron de repente democráticos. Te entrevistaban, pero seguían sin parecer entender nada sobre el genocidio ocurrido. 

Volvían a preguntar, una y otra vez, si Brusa me torturaba en persona.

Parecía que se negaban a comprender el funcionamiento del terrorismo de estado como un sistema integrado, racional y científicamente organizado en la que cada parte es imprescindible, y por ello, solidariamente responsable por el todo.

Fui a Madrid y testimonié ante Garzón en persona.

Tuve decenas de entrevistas en España, en Portugal y en Francia. En todos lados el mismo asombro: los europeos creían saber todo sobre la represión en la Argentina, pero no conocían el caso de un juez torturador.

Era, y eso es lo que dijo un dirigente de la Acción de Cristianos contra la Tortura de París, como si Brusa fuera -el colmo del violador de los derechos humanos.

Volví justo a tiempo para llegar a una sesión de la Comisión de Acusaciones del Consejo de la Magistratura que quería cerrar el caso porque con un solo testimonio no se sostiene la acusación, decían.

Y ahí saltó Adriana, de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos.

Sin permiso, pasó al frente y se puso a acusarlos por la complicidad con el genocidio, por ser quienes le daban fachada legal a la impunidad.

Y los amenazó con que eso se iba a saber en todo el mundo.

Entonces, los magistrados nos quisieron apurar.

Dijeron que nos daban 24 horas para presentar testigos espontáneos y la Adriana les tomó el desafío. Cuando nos sentamos en el bar no teníamos un solo testigo, que digo un testigo, no teníamos ni un número de teléfono para llamar.

Yo me había ido de Santa Fe en el ’78 y hacía como tres años que pasaba más tiempo en Buenos Aires que en Rosario. Hablamos con Patricia, que estaba en España, y nos dio algunos números de teléfono de Santa Fe.

Y yo me acordé que el Mono vivía en Reconquista.

Empezamos a hablar a todos lados, y fuimos encontrando la respuesta que esperábamos. Como ya conté, con el Mono hablé a la noche y fue entonces que me dijo aquello de que los testimonios sólo tendrían sentido si servían para recomponer la memoria.

-Que la destitución de Brusa por la destitución misma le importaba un carajo.

Encontramos doce sobrevivientes de la Cuarta que se ofrecieron a testimoniar.  Eran tantos que el Consejo de la Magistratura decidió realizar dos sesiones, pero igual quedaron varios compañeros sin poder dar el testimonio.

Pero, de los que hablaron, ninguno cometió la torpeza de ir a pedir explicaciones por lo pasado.

Ninguno fue a decir que no sabía por qué lo habían perseguido o a fingir haber sufrido algún daño accidental, como si se hubiera caído de un colectivo, o de una montaña.

Cada uno de ellos explicó, a su modo, que pertenecíamos a una generación de militantes comprometidos con el cambio. Y en ese grupo estaban casi todos los colores. Los que fueron Montos, los que fueron Perros, los que fueron Pecesillos, los Curas y los sueltos (83).

Me  acuerdo del Ñato Huidobro y gozo de nuestro día de victoria

Yo presentía que todavía faltaba bastante para poder voltearlo a Brusa, aunque no sabía que tendríamos que ganar dos votaciones: una en la Comisión de Acusaciones y otra en el Plenario del Consejo de la Magistratura.  Y que cada una sería un parto. Y que en cada una aparecerían los que defendían la impunidad de Brusa, que no era otra que su propia impunidad. Y después el Jury de destitución en el que no nos dejaron testimoniar a las víctimas.

Y en el que al final, como en esas películas de cowboy de mi infancia en las que en el último minuto el soldadito blanco y yanqui salva a los rehenes de los indios malos y sucios, aquí intervino la Corte Suprema para negociar la destitución de Brusa a cambio de que borren toda referencia a la violación de los derechos humanos. Y la mayoría de los miembros del Jury aceptó.

Que pasarían meses hasta que llegara la orden de detención contra Brusa emitida desde España, y que al final el tipo estuvo solo unos días preso y que volvió a salir.

Lo presentía, pero en esos momentos ni lo sabía, ni me importaba mucho como iría a terminar esa historia del Jury.

Prefería gozar de mi día de la victoria.

Sentado en la Sala del Honorable Consejo de la Magistratura, lo veo al Negro levantar su enorme humanidad y hablar en nombre de una generación que fue exterminada para defender los privilegios que hoy agobian al pueblo argentino, y la escucho a Stella hablar de la gloriosa Jotape, y lo veo al Mono reivindicar al Comandante Santucho...

Qué me importa que gobierne la Alianza y que a casi todos mis amigos de los ‘70 los mataron, o se borraron, o se asustaron, o se perdieron en las vueltas del largo camino que nos trajo hasta aquí, o sabrá Dios lo que pasó con ellos.

Con los que quedaron en pie sobra para empezar de nuevo.

Un periodista que trabaja para la BBC de Londres y la televisión inglesa, insiste en preguntar quien soy y le explico que yo soy un militante de la Juventud Comunista de la Argentina, de la Fede le digo aunque no sé si el tipo podrá traducir lo que eso representa para mí. Y para los centenares de miles, sí, centenares de miles de jóvenes que pasaron por sus filas buscando el camino de la victoria.

Para el Ciego, para Danilo, para Alberto Cafaratti, para el Negro Quieto o para Marcos Osatinsky.

Para el que volaba atado por los pies a un helicóptero en la base Belgrano y cuando lo bajaban seguía diciendo que él era de la Fede.

Para Teresa que miraba a los ojos de los torturadores hasta que los tipos bajaban la cabeza.

Para los que lloraban pateando la puerta del Comité Central del pece la noche en que Alfonsín ganó las elecciones y se rompió -para bien y para siempre- el mito de la infalibilidad de la dirección y de la ineluctabilidad de la victoria.

El Ñato dice que la derrota y la victoria es más relativa de lo que parece.

-Que el general Humberto Ortega, jefe del ejército de Nicaragua y custodio del gobierno neoliberal, es el símbolo de la derrota del Sandinismo; y que Raúl Sendic, saliendo del pozo en que lo quisieron destruir los militares uruguayos, para seguir siendo un militante revolucionario es nuestra victoria.

Y esta es mi victoria. 

La de la memoria sobre la traición.

Pequeña, casi intrascendente. 

Pero, ¿cuántas veces pude sentir la victoria en estos treinta años? 

¿Acaso aquella mañana del ’69 en que los secundarios ocupamos Santa Fe?

¿O cuando todas las Juventudes Políticas amenazaban con cruzar la cordillera para pelear junto a los hermanos chilenos en aquella marcha multitudinaria?

¿En mayo del 2000 cuando la Izquierda Unida salió del anonimato y Patricio se hizo diputado?

¿O en diciembre del 2001 cuando miles, y miles, y miles, y miles de jóvenes arrasaron con la Alianza, con De la Rúa, con Rodríguez Saa, con los radicales, los peronistas, los conservadores y el Frepaso; y con todos los que nos robaron, tantas veces, nuestra lucha y nuestra sangre?.

En Rosario, mejor dicho en una pequeña ciudad pegada a Rosario que se llama Villa Gobernador Gálvez mataron a una comunista en la pueblada de diciembre.

Se llamaba Graciela Acosta y vivía en una villa miseria sola con sus siete hijos.  Era militante de una organización en defensa de los derechos humanos, y de un movimiento de desocupados.

Dicen que el tiro no era para ella, era para su amiga Mónica, su compañera, su hermana militante. Pero ella se movió para salvarla y se quedó con la bala que tenía otro destino.

Hicieron un acto frente a la seccional de la que salieron los policías que la mataron. Jorge llamó y me preguntó si podía participar, le dije que sí y terminé siendo uno de los oradores.

Hablaron muchos compañeros, parados de espalda a los milicos que provocaban con las armas larga en las manos. El ambiente estaba tenso.

La última de la lista de oradores fue la que vive por Graciela.

Tiene tres meses de comunista, pero varias generaciones de pobreza y de luchar por la dignidad.

Nadie aprende tanta política en tres meses como lo que sabe esta mujer.

Lo que sabe lo aprendió en años de sufrir, y de pelear.

Levanta el dedo y los acusa. Dice que los conoce uno a uno, y que no se le van a escapar. Los tipos sienten el impacto. Si yo fuera uno de ellos, también tendría miedo.

Mónica sigue su discurso frente a los mismos que la habían querido matar hacía solo quince días. Y termina con una parte del alegato de Fidel en aquel Hospitalito que estaba al lado del cuartel Moncada en Santiago de Cuba.

¿Recuerdan?, el de La Historia me Absolverá.

Fue en 1953 después del fallido asalto al Cuartel, cuando Fidel parecía que estaba derrotado para siempre y lo juzgaban para escarmiento de todos los que se habían atrevido a seguir su ejemplo.

Y para que nadie se atreviera a intentarlo de nuevo.

Y Fidel dice, Mónica dice -que no quiere la sangre de los asesinos.

-Que no le hace falta la venganza. Que como la vida de su compañera no tiene precio, ni toda la sangre de los asesinos podrá pagar su muerte.

-Que para los caídos pide el triunfo de la lucha liberadora.

-Que no hay mejor venganza que para todos el pan, para todos la rosa, para todos la escuela y el hospital; para todos el trabajo y la dignidad.

-Para todos la felicidad.

Yo la miro asombrado, hace años que buscaba el final de este libro y no sabía que esta mujer, que vive por la generosidad de su hermana militante, sería quien me ayudaría, al fin, a encontrarlo.

Ahora sé que la memoria venció a la traición.

Que cruzamos el desierto, y llegamos enteros. 

Pocos, pero enteros.

Y que del otro lado nos esperaban miles y miles que nunca oyeron hablar de la Cuarta, tampoco de la Guardia de Infantería Reforzada de Santa Fe o de la Casita de Santo Tomé, ni falta que les hacía saberlo para poder pelear y tumbar dos gobiernos.

Me doy cuenta que ya no es necesario seguir buscando como transmitir la memoria de un modo adecuado.

Que a esta gente, mujeres y hombres del pueblo, se les puede contar esta historia sin más vueltas, ellos sabrán que es la suya.

 

Escrito entre Rosario y Buenos Aires, 
de noviembre de 2001 a mayo de 2002.

 

 

 

 

Este libro se terminó de imprimir en septiembre de 2002
en  Juan B. Justo 1871, 200 Rosario,

Pcia. de Santa Fe, República Argentina

  

  


Notas 

(83) En lenguaje de preso: militantes de Montoneros, del Partido Revolucionario de los Trabajadores, del Partido Comunista, de los movimientos de la Teología de la Liberación o independientes.

 

  

 

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