Dictamen
del procurador general de la Nación en contra de las leyes de Obediencia Debida
y Punto Final en la Causa S.C. S. 1767; L. XXXVIII.- "Simón, Julio Héctor y otros s/privación ilegítima de la libertad, etc. Causa nº S.C.S. 17768. (Caso Poblete)
S u p r e m a
C o r t e:
-I-
La
Sala II de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional
Federal de esta ciudad confirmó el auto de primera instancia que decreta el
procesamiento con prisión preventiva de Julio Héctor Simón y amplía el
embargo sobre sus bienes, por crímenes contra la humanidad consistentes en
privación ilegal de la libertad, doblemente agravada por mediar violencia y
amenazas y por haber durado más de un mes, reiterada en dos oportunidades en
concurso real, las que, a su vez, concurren materialmente con tormentos
agravados por haber sido cometidos en perjuicio de perseguidos políticos, en
dos oportunidades en concurso real entre sí (fojas 1 a 6). Contra esa resolución
la defensa interpuso recurso extraordinario (fojas 45 a 71) que, denegado (fojas
72 a 73 vuelta) dio origen a la presente queja.
-II-
1.
De la resolución de la cámara de fojas 1 a 6, surge que se imputa a Julio Héctor
Simón, en aquel entonces suboficial de la Policía Federal Argentina, haber
secuestrado en la tarde del 27 de noviembre de 1978 a José Liborio Poblete Rosa
en la Plaza Miserere de esta ciudad y, en horas de la noche, a la esposa de éste,
Gertrudis Marta Hlaczik, y a la hija de ambos, Claudia Victoria Poblete, tal
como fuera establecido en la causa
nº 17414, “Del Cerro, Juan A. y Simón, Julio H. s/ procesamiento”.
Todos ellos fueron llevados al centro clandestino de detención conocido como
“El Olimpo”, donde el matrimonio fue torturado por distintas personas entre
las que se encontraba Simón. Allí permanecieron unos dos meses, hasta que
fueron sacados del lugar, sin tenerse, hasta ahora, noticias de su paradero.
El
a quo rebate en dicha resolución las
objeciones probatorias de la defensa y para el agravio consistente en la no
aplicación de la ley 23521, el tribunal se remite a los fundamentos dados en
las causas 17889 y 17890, resueltas ese mismo día.
En cuanto a la calificación legal de la conducta atribuida a Simón, se
mantiene la efectuada por el juez de primera instancia, con expresa referencia a
que se aplican los tipos penales más benignos, esto es, los que regían con
anterioridad al año 1984.
Posteriormente,
la cámara declara inadmisible el recurso extraordinario interpuesto por la
defensa contra dicha resolución, con el argumento de que la presentación
carece del fundamento autónomo que exige el artículo 15 de la ley 48 y no
cumple con los recaudos indicados por la Corte en el precedente publicado en
Fallos: 314:1626. Y
en tal sentido, observa el tribunal que -debido a tal defecto- para una
comprensión cabal de la materia en discusión es necesario acudir al expediente
principal a fin de determinar la existencia de resoluciones diversas, el
contenido de cada una de ellas y las tachas que hacen a la defensa.
2.
La recurrente, por su parte, invocó los siguientes agravios: el querellante
Horacio Verbitsky (presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales) carece
de legitimación para querellar, y su participación en el proceso significó la
consagración, por vía judicial, de una acción popular no contemplada en la
ley procesal ni susceptible de encontrar amparo en el artículo 43 de la
Constitución Nacional que recepta la protección de los derechos de incidencia
colectiva. Se
postula, en consecuencia, la nulidad absoluta de todo lo actuado con intervención
de esa supuesta parte.
Por otra parte, la defensa pide que se
aplique al imputado el beneficio otorgado por la ley 23521, norma de la cual
postula su validez constitucional citando la doctrina del caso publicado en
Fallos: 310:1162. Agrega
que las leyes 23492 y 23531 revisten calidad de leyes de amnistía, de muy larga
tradición entre nosotros, y que por el alto propósito que persiguen (la
concordia social y política) no son susceptibles de ser declaradas
inconstitucionales.
De esto se deriva el carácter no justiciable del tema analizado, pues al
Poder Judicial no le es dado, en los términos de los artículos 75, incisos 12
y 20, juzgar sobre la oportunidad, mérito o conveniencia de las decisiones
adoptadas en la zona de reserva de los demás poderes del Estado.
Por
último, la defensa cuestiona que los jueces inferiores receptaran el Derecho de
Gentes de una manera que lesionaba las garantías
de la ley penal más benigna, del
nullum crimen nulla poena sine lege,
así como de la prohibición de aplicar la ley ex
post facto. Aduce
que se aplicó retroactivamente una norma de naturaleza penal, la Convención
Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas -aprobada por la ley
24556 y, en cuanto a su jerarquía constitucional, por la ley 24820- con la
consecuencia de que elimina los beneficios de la prescripción de la acción y
de la pena. Agrega
la recurrente que no se puede restar significación a la validez inalterable de
la garantía consagrada en el artículo 18 de la Constitución Nacional, en aras
de los principios generales reconocidos por la comunidad internacional (artículo
4 de la ley 23313).
-III-
1. Toda vez que está involucrada en el sub
judice la libertad de Julio Héctor Simón, podemos conjeturar que se encuentran
reunidos en este recurso los requisitos de tribunal superior (“Rizzo”
-publicado en Fallos: 320:2118-, “Panceira, Gonzalo y otros s/ asociación ilícita
s/ incidente de apelación de Alderete, Víctor Adrián” -expediente
P.1042.XXXVI- y “Stancanelli, Néstor Edgardo y otro s/ abuso de autoridad y
violación de los deberes de funcionario público s/ incidente de apelación de
Yoma, Emir Fuad - causa nº 798/85” -expediente S.471. XXXVII) y de sentencia
definitiva (Fallos: 310:2246; 312:1351; 314:451 y, más recientemente, en las
recaídas en los precedentes ya citados de “Panceira, Gonzalo” y
“Stancanelli, Néstor Edgardo”).
2. A ello debe agregarse que, al haber
postulado el recurrente -en contra de lo decidido por la cámara- la validez
constitucional de los artículos 1, 3 y 4 de la ley 23521, norma que regula una
institución del derecho castrense, cual es los límites de la obediencia
militar, así como la interpretación que realiza de garantías penales
constitucionales, nos encontramos ante cuestiones federales, por lo que resulta
procedente admitir la queja y declarar formalmente admisible el recurso
extraordinario interpuesto, para lo cual paso a desarrollar los agravios
pertinentes.
-IV-
En lo que respecta a la facultad para
querellar del presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) aún
cuando se aceptare la naturaleza federal de la cuestión, como lo ha hecho V. E.
en los precedentes publicados en Fallos: 275:535; 293:90; 302:1128 y 318:2080,
disidencia de los jueces Belluscio y Petracchi, puesto que está en juego la
interpretación del concepto de “particular ofendido” -que exige la ley
procesal para obtener la legitimación activa- a la luz del Derecho
internacional de los derechos humanos, lo cierto es que la defensa ya dedujo la
excepción de falta de acción de Horacio Verbitsky para querellar a Julio Simón,
por estos mismos hechos, cuestión que fue tratada y resuelta por la cámara
(fojas 44 de este incidente) sin que se advierta, o se alegue, arbitrariedad.
Este agravio, en consecuencia,
no es más que la redición de aquél, por lo que no resulta pertinente
un nuevo tratamiento en esta ocasión.
Por otro lado, tampoco se trata de una cuestión imprescindible para
resolver este recurso o que tenga una conexión necesaria con la resolución en
crisis, toda vez que la misma consiste en el dictado de medidas cautelares en el
marco de un proceso donde el Ministerio Público Fiscal, más allá de la
actuación de la querella, ejerce en plenitud su voluntad requirente.
Todo ello sin perjuicio de mi opinión favorable en cuanto a las
facultades del CELS para actuar en juicio en representación de las víctimas de
estos delitos, según lo desarrollara en mi dictamen emitido en los autos
“Mignone, Emilio F. s/ promueve acción de amparo”(S.C.M.1486, L. XXXVI)
-V-
En lo tocante al examen de las cuestiones
sustanciales traídas a debate, estimo conveniente adelantar brevemente, para
una más clara exposición, los fundamentos que sustentarán la posición que
adoptaré en el presente dictamen y los distintos pasos argumentales que habré
de seguir en el razonamiento de los problemas que suscita el caso.
Dada la trascendencia de los aspectos
institucionales comprometidos, explicitaré, en primer lugar, la posición desde
la cual me expediré. Para ello comenzaré con una introducción relativa a la
ubicación institucional del Ministerio Público, las funciones encomendadas en
defensa de la legalidad y de los intereses generales de la sociedad, en
particular, en relación con la protección de los derechos humanos, y específicamente
en el ejercicio de la acción penal, cuya prosecución se halla en cuestión.
Seguidamente, me ocuparé, de examinar la
constitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521 a la luz del artículo 29 de la
Constitución Nacional, con el objeto de demostrar que, ya para la época de su
sanción, las leyes resultaban contrarias al texto constitucional.
En tercer lugar, abordaré el examen de la
compatibilidad de las leyes con normas internacionales de jerarquía
constitucional, vinculantes para nuestro país, al menos desde 1984 y 1986, que
prohíben actos estatales que impidan la persecución penal de graves
violaciones de los derechos humanos y crímenes contra la humanidad (artículos
27, 31 y 75, inciso 22, de la Constitución Nacional, 1 y 2 de la Convención
Americana sobre Derechos Humanos y 2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles
y Políticos). Concluiré que las limitaciones a las potestades legislativas -y
de los demás poderes del Estado- que de ellas se deriva son coincidentes con
aquella que ya imponía originariamente una correcta interpretación del artículo
29 del texto constitucional. Expondré, asimismo, que el deber de no impedir la
investigación y sanción de los graves ilícitos mencionados pesa no sólo
sobre el Legislativo, sino que recae sobre todo el Estado y obliga, por tanto,
al Ministerio Público y al Poder Judicial a no convalidar actos de otros
poderes que lo infrinjan.
En cuanto lugar, puesto que las
consideraciones precedentes solo tienen sentido en tanto no deba concluirse que
se ha operado la prescripción de la acción penal para la persecución de los
delitos imputados, explicaré por qué, a pesar del paso del tiempo, la acción
penal para la persecución del hecho objeto de la causa aún no ha prescripto.
Preliminarmente haré una consideración en lo que respecta al análisis de la
privación ilegítima de la libertad como delito permanente, así como la fecha
a partir de la cual corre la prescripción, a la luz del Derecho interno.
Por último, también en relación con este
aspecto, fundamentaré que, ya para la época de los hechos, existían normas en
el ordenamiento jurídico nacional que reputaban la desaparición forzada de
personas como delito de lesa humanidad y disponían su imprescriptibilidad en términos
compatibles con las exigencias de lex
certa y scripta, que derivan del
principio de legalidad (artículo 18 de la Constitución Nacional).
-VI-
A
El examen de la constitucionalidad de un
acto de los poderes del Estado importa necesariamente la tarea de precisar y
delimitar el alcance y contenido de las funciones y facultades que la Constitución
Nacional ha reservado al Ministerio Público Fiscal.
Esta institución, cuya titularidad ejerzo,
ha recibido del artículo 120 de la Carta Fundamental, luego de la reforma de
1994, el mandato de defender la legalidad y velar por los intereses generales de
la sociedad. Este mandato, otorgado por el poder constituyente, emerge
directamente del pueblo soberano y, por ello, no es una simple potestad jurídica,
sino un verdadero poder público que erige al Ministerio Público en un órgano
constitucional esencial de la República Argentina. Una perspectiva congruente
con las concepciones que en la actualidad intentan explicar el fenómeno
“Estado” invita a analizar el sentido de la inserción del Ministerio Público
en el orden institucional argentino y la significación que tiene para la
sociedad en su conjunto.
La defensa de la legalidad, en el Estado de
Derecho, no es otra cosa que la defensa de la vigencia del Derecho en el Estado,
y se refiere, fundamentalmente, a la legalidad de la actuación de las
instituciones y al respeto de los derechos y libertades fundamentales de los
ciudadanos. Con este objeto, la Constitución ha facultado al Ministerio Público
para “promover la actuación de la justicia” en defensa del orden
institucional (artículo 120). Ello, a la vez, constituye un presupuesto
esencial para defender “los intereses generales de la sociedad”; porque el
orden institucional es el que ofrece las condiciones elementales para asegurar
la libertad de los ciudadanos y de todos sus derechos esenciales. Nadie puede
hoy negar que sin orden institucional es imposible la convivencia justa y pacífica,
y sin ambas es inconcebible lograr el verdadero fin del Estado: la libertad de
los hombres cuya cooperación organiza, ordena y regula. Ambas -la tutela del
orden constitucional expresado como principio de la legalidad, y la de los
intereses generales de la sociedad- constituyen las dos caras de un mismo
problema.
De este modo, que la Constitución Nacional
le haya dado esta misión al Ministerio Público obedece a la lógica del Estado
de Derecho. El pueblo soberano ha puesto la custodia de la legalidad, la
custodia del Derecho en manos de un órgano público independiente y autónomo,
a fin de que pueda requerir a los jueces la efectividad de dicha tutela. La
libertad sólo es posible cuando se vive en paz; sin paz no hay libertad. Y ésta
debe ser la preocupación fundamental del Derecho y del Estado.
Los acontecimientos mundiales nos han enseñado
que estamos compelidos a realizar una profunda conversión de nuestro
pensamiento. Las fuentes de significación y las certezas de la modernidad
(tales como la fe en el progreso; la creencia de que el avance tecnológico
mejoraría el nivel de vida; la equivalencia entre crecimiento económico y
desarrollo humano; etc.) se están agotando rápidamente en una sucesión
temporal que acelera cada vez más la historia. Ampliar los horizontes mentales
es un deber inexcusable para quienes ejercemos una autoridad pública. Y esa
conversión implica que, aun entre los escombros de las catástrofes humanas,
podemos descubrir una singular oportunidad de cambio. La actuación de las
instituciones públicas que implique el avasallamiento de los derechos
fundamentales de las personas y del orden institucional son una señal, un
signo, del peligro de disolución social y constituyen una violación del Estado
de Derecho.
Como bien es sabido, nuestro sistema de
control de la supremacía constitucional, al ser difuso, habilita a todo juez, a
cualquier tribunal de cualquier instancia, para ejercerlo; e incluso,
recientemente, V.E. aceptó ampliar la posibilidad de dicho control a la
“declaración de oficio” por parte de los jueces (Fallos: 324:3219).
El Ministerio Público, en el marco de su
tarea de velar por la vigencia del orden público constitucional y los intereses
generales de la sociedad debe actuar en “defensa del orden jurídico en su
integralidad” y denunciar, por tanto, los actos y las normas que se opongan a
la Constitución (Fallos: 2:1857; 311:593; 315:319 y 2255); máxime cuando se
hallan en juego los derechos y libertades fundamentales reconocidos en ella y en
los instrumentos del Derecho internacional de los derechos humanos, a los que
expresamente el constituyente otorgó jerarquía constitucional. Esas son las
notas características, la misión fundacional y fundamental a la que no puede
renunciar bajo ningún concepto el Ministerio Público, porque debe cumplir, en
definitiva, con la representación de la sociedad argentina.
B
En reiteradas ocasiones he sostenido que
los casos de violaciones sistemáticas de los derechos humanos, como las
ocurridas en nuestro país entre los años 1976 -y aun antes- y 1983, exigen
como imperativo insoslayable, y más allá de la posibilidad de imponer
sanciones, una búsqueda comprometida de la verdad histórica como paso previo a
una reconstrucción moral del tejido social y de los mecanismos institucionales
del Estado (cf. dictámenes de Fallos: 321:2031 y 322:2896, entre otros).
Tal como expresé en el precedente
“Suarez Mason” (Fallos: 321:2031) el respeto absoluto de los derechos y
garantías individuales exige un compromiso estatal de protagonismo del sistema
judicial; y ello por cuanto la incorporación constitucional de un derecho
implica la obligación de su resguardo judicial. Destaqué, asimismo, que la
importancia de esos procesos para las víctimas directas y para la sociedad en
su conjunto demanda un esfuerzo institucional en la búsqueda y reconstrucción
del Estado de Derecho y la vida democrática del país, y que, por ende, el
Ministerio Público Fiscal no podía dejar de intervenir en ellos de un modo
decididamente coherente y con la máxima eficiencia. Esta postura institucional
ha sido sustentada durante mi gestión mediante el dictado de las resoluciones
73/98, 74/98, 40/99, 15/00, 41/00 y 56/01, ocasiones en que he sostenido la
necesidad de empeñar nuestros esfuerzos para que las víctimas obtengan la
verdad sobre su propia historia y se respete su derecho a la justicia.
Pues bien, en este mismo orden de
pensamiento, y puesto ante la decisión de precisar los alcances de la obligación
de investigar y sancionar a los responsables de graves violaciones de los
derechos humanos y del derecho a la justicia, creo que el compromiso estatal no
puede agotarse, como regla de principio, en la investigación de la verdad, sino
que debe proyectarse, cuando ello es posible, a la sanción de sus responsables.
Como lo expondré en los acápites siguientes, la falta de compromiso de las
instituciones con las obligaciones de respeto, pero también de garantía, que
se hallan implicadas en la vigencia efectiva de los derechos humanos, no haría
honor a la enorme decisión que ha tomado el Constituyente al incorporar a
nuestra Carta Magna, por medio del artículo 75, inciso 22, los instrumentos
internacionales de derechos humanos de mayor trascendencia para la región.
Esta línea de política criminal es
consecuente con la tesitura que he venido sosteniendo desde este Ministerio Público
Fiscal en cada oportunidad que me ha tocado dictaminar sobre la materia (cf.
dictámenes en Fallos: 322:2896; 323:2035; 324:232; 324:1683, y en los
expedientes A 80 L. XXXV “Engel, Débora y otro s/hábeas data”, del
10/3/99; V 34 L. XXXVI “Videla, Jorge R. s/falta de jurisdicción y cosa
juzgada”, del 14/11/00; V 356 L. XXXVI “Vázquez Ferrá, Karina s/privación
de documento”, del 7/5/2001).
Pienso, además, que la reconstrucción del
Estado nacional, que hoy se reclama, debe partir necesariamente de la búsqueda
de la verdad, de la persecución del valor justicia y de brindar una respuesta
institucional seria a aquellos que han sufrido el avasallamiento de sus derechos
a través de una práctica estatal perversa y reclaman una decisión imparcial
que reconozca que su dignidad ha sido violada.
El sistema democrático de un Estado que
durante su vida institucional ha sufrido quiebres constantes del orden
constitucional y ha avasallado en forma reiterada las garantías individuales básicas
de sus ciudadanos requiere que se reafirme para consolidar su sistema democrático,
aquello que está prohibido sobre la base de los valores inherentes a la
persona. La violencia que todavía sigue brotando desde el interior de algunas
instituciones y que hoy en forma generalizada invade la vida cotidiana de
nuestro país debe ser contrarrestada, ciertamente, con mensajes claros de que
impera el Estado de Derecho, sobre reglas inconmovibles que deben ser respetadas
sin excepción, y que su violación apareja necesariamente su sanción. No hace
falta aquí mayores argumentaciones si se trata de violaciones que, por su
contradicción con la esencia del hombre, resultan atentados contra toda la
humanidad.
C
En
consecuencia, debo reafirmar aquí la posición institucional sostenida a lo
largo de mi gestión, en el sentido de que es tarea del Ministerio Público
Fiscal, como custodio de la legalidad y los intereses generales de la sociedad,
como imperativo ético insoslayable, garantizar a las víctimas su derecho a la
jurisdicción y a la averiguación de la verdad sobre lo acontecido en el período
1976-1983, en un contexto de violación sistemática de los derechos humanos, y
velar, asimismo, por el cumplimiento de las obligaciones de persecución penal
asumidas por el Estado argentino.
Todo
ello, en consonancia con la obligación que pesa sobre el Ministerio Público
Fiscal, cuando se halla frente a cuestiones jurídicas controvertidas, de optar,
en principio, por aquella interpretación que mantenga vigente la acción y no
por la que conduzca a su extinción. Esta posición ha sido sostenida, como
pilar de actuación del organismo, desde los Procuradores Generales doctores Elías
Guastavino y Mario Justo López, en sus comunicaciones de fecha 19 de octubre de
1977 y 24 de julio de 1979, respectivamente, y mantenida hasta la actualidad
(cf., entre otras, Res. 3/86, 25/88, 96/93, MP 82/96, MP 39/99, MP 22/01).
-VII-
Es
por todos conocido que la naturaleza de las leyes “de obediencia debida” y
“de punto final”, que en este caso han sido invalidadas por el a quo, ha sido materia de controversia. Para ello no cabe más que
remitirse, por razones de brevedad, al precedente “Camps” del año 1987
(Fallos: 310:1162), que dejó sentada la posición del máximo Tribunal en ese
entonces respecto a su validez constitucional y, al cual se han remitido los
diversos fallos posteriores que las han aplicado (Fallos: 311:401, 816, 890,
1085 y 1095; 312:111; 316:532 y 2171 y 321:2031, entre otros).
Sin
embargo, a mi entender, ya sea que se adopte la postura en torno a que la ley de
obediencia debida constituye una eximente más que obsta a la persecución penal
de aquellas previstas en el Código Penal o que la ley de punto final representa
una causal de prescripción de la acción -cuyo régimen compete al Congreso
Nacional legislar-, lo cierto es que el análisis correcto de sus disposiciones
debe hacerse en torno a los efectos directos o inmediatos que han tenido para la
persecución estatal de crímenes de la naturaleza de los investigados y, en
este sentido, analizar si el Poder Legislativo de la Nación estaba facultado
para dictar un acto que tuviera esas consecuencias. Por lo tanto, ya en este
punto he de dejar aclarado que este Ministerio Público las considerará en
forma conjunta como “leyes de impunidad” dispuestas por un órgano del
gobierno democrático repuesto luego del quiebre institucional.
A
esta altura, no es posible desconocer que el gobierno militar que usurpó el
poder en el período comprendido entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de
diciembre de 1983 se atribuyó la suma del poder público, se arrogó facultades
extraordinarias y en ejercicio de estos poderes implementó, a través del
terrorismo de Estado, una práctica sistemática de violaciones a garantías
constitucionales (cf. Informe sobre la situación de los derechos humanos en la
Argentina, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, aprobado en la
sesión del 11 de abril de 1980; Informe de la Comisión Nacional sobre
desaparición de Personas [CONADEP], del 20 de septiembre de 1984 y Fallos:
309:1689).
Por
lo tanto, la cuestión gira en torno a la afirmación de que estas leyes, por su
propia naturaleza, han impedido a los órganos de administración de justicia el
ejercicio de la acción penal ante la comisión de determinados hechos que
constituyeron graves violaciones de los derechos humanos y por los cuales la
vida, el honor y la fortuna de los argentinos quedaron a merced del gobierno de
facto.
Cabe
abordar, por ello, la cuestión si el contenido de las leyes en análisis
resulta conciliable con lo dispuesto por el artículo 29 de la Constitución
Nacional.
Ciertamente
el artículo 29 contiene prohibiciones al Legislativo y al Ejecutivo que, en
puridad, se derivan ya del principio de separación de poderes que es inherente
a la forma republicana de gobierno adoptada por la Constitución, y que surgen
implícitas, asimismo, de las normas que delimitan las distintas esferas de
actuación de los poderes de gobierno. Sin embargo, lejos de representar una
reiteración superficial, la cláusula contiene un anatema que sólo se
comprende en todo su significado cuando se lo conecta con el recuerdo de la
dolorosa experiencia histórico-política que antecedió a la organización
nacional. Como enseña González Calderón, este artículo “fue inspirado
directamente en el horror y la indignación que las iniquidades de la dictadura
[se refiere a Rosas] engendraron en los constituyentes, pero es bueno recordar
que también otros desgraciados ejemplos de nuestra historia contribuyeron a que
lo incluyeran en el código soberano” (Juan A. González Calderón, Derecho
Constitucional Argentino, 3º ed., t. I, Buenos Aires, 1930, pág. 180).
En
efecto, sólo en el marco de esos hechos históricos puede comprenderse
correctamente el objetivo político que los constituyentes persiguieron con su
incorporación. Permítaseme, por ello, traer a colación algunos antecedentes
-anteriores al dictado de la Constitución Nacional de 1853/1860- en los que las
Legislaturas concedieron “facultades extraordinarias” al Poder Ejecutivo, y
que resultaron, sin duda, determinantes a la hora de concebir la cláusula
constitucional. Así, puede recordarse las otorgadas por la Asamblea General el
8 de setiembre y 15 de noviembre de 1813 al Segundo Triunvirato, para que
“obre por sí con absoluta independencia” y con el objetivo de “conservar
la vida del pueblo” (Ravignani, Emilio, Asambleas Constituyentes Argentinas,
Buenos Aires, 1937, t. I, pág. 72); también aquellas que se otorgaron el 17 de
febrero de 1820 a Manuel de Sarratea, como gobernador de Buenos Aires “con
todo el lleno de facultades” (Méndez Calzada, La función judicial en las
primeras épocas de la independencia”, pág. 357-359, Buenos Aires, 1944); las
dadas al entonces gobernador Martín Rodríguez, el 6 de octubre del mismo año,
para “la salud del pueblo”; y claramente las concedidas al también
gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, el 6 de diciembre de 1829, el
2 de agosto de 1830 y el 7 de marzo de 1835 (Ravignani, op.
cit.).
Es
curioso destacar que las razones alegadas en aquellos momentos -al igual que
desde el año 1930, en ocasión de la constante interrupción de la vida democrática
del país-, han estado siempre basadas en la identificación “por algunos”
de graves e inminentes “peligros para la Patria”. Ello, con la consecuente
decisión de que los cauces institucionales propios del Estado no eran aptos
para despejar estos peligros, y sí lo era la violación de la garantía
republicana de división de poderes y el recorte de las libertades individuales.
En aquellas épocas se sostenía: “…se hace necesario sacrificar momentáneamente
al gran fin de salvar la existencia del país…los medios ordinarios de
conservar las garantías públicas y las particulares de los ciudadanos…”.
(Ravignani, op.cit. pág. 1087).
Fue,
pues, sobre la base de esta realidad, que el constituyente incorporó el artículo
29 del texto constitucional, en clara reacción contra aquellos que pretendieran
otorgar o ejercer, con la excusa de querer proteger a la Nación de “graves
peligros”, poderes omnímodos al gobernante, con la consecuente violación del
principio republicano de división de poderes y el inevitable avasallamiento de
las libertades civiles y los derechos inherentes a las personas que ese
ejercicio ilimitado de poder trae aparejado.
En
este sentido, suele citarse como antecedente inmediato del texto del artículo
29 una decisión de la legislatura de la provincia de Corrientes. El Congreso
General Constituyente provincial sancionó el 16 y 17 de diciembre de 1840 dos
leyes cuyo contenido era la prohibición de que la provincia fuera gobernada por
alguna persona con facultades extraordinarias o la suma del poder público. La
razón de estas leyes quedó expuesta en el mensaje que se envió con ellas; así,
se dijo que se ha querido imponer este límite “…aleccionados por la
experiencia de los males que se han sufrido en todo el mundo por la falta de
conocimiento claro y preciso de los primeros derechos del hombre en
sociedad…”; que “…los representantes de una sociedad no tienen más
derechos que los miembros que la componen”, y que en definitiva, “aquellos
no pueden disponer de la vida y libertad, derechos inalienables del hombre…”
(cit. por Rubianes, Joaquín “Las facultades extraordinarias y la suma del
poder público”, Revista Argentina de Ciencias Políticas, t. 12, 1916) y
contra aquellos que la calificaron de superflua, José Manuel Estrada, en su
Curso de Derecho Constitucional, enseñaba sobre el origen del artículo 29 de
la Constitución y las razones de su incorporación al texto constitucional
“…nunca son excesivas las precauciones de las sociedades en resguardo de sus
derechos… Mirémoslo con respeto, está escrito con la sangre de nuestros
hermanos”.
Ahora
bien, sobre la base de estos antecedentes, pienso que basta comparar las
circunstancias históricas que acabo de reseñar con las que tuvieron lugar
durante el último gobierno de facto para
concluir que durante los años 1976 a 1983 se vivió en nuestro país la situación
de concentración de poder y avasallamiento de los derechos fundamentales
condenada enfáticamente por el artículo 29 de la Constitución Nacional (cf.,
asimismo, Fallos: 309: 1689 y debate parlamentario de la sanción de la ley
23.040, por la cual se derogó la ley de
facto 22.924).
Desde
antiguo, sin embargo, esta Procuración y la Corte han interpretado que el
contenido del anatema de esa cláusula constitucional no se agota en la
prohibición y condena de esa situación, sino que, por el contrario, la cláusula,
conforme a su sentido histórico-político, implica asimismo un límite
infranqueable a la facultad legislativa de amnistiar.
Es
que, como fuera expresado por Sebastián Soler en el dictamen que se registra en
Fallos: 234:16, una amnistía importa en cierta medida la derogación de un
precepto, lo cual sería inadmisible constitucionalmente en este caso, puesto
que ha sido el constituyente quien ha impuesto categóricamente la prohibición,
de modo que sólo él podría desincriminar los actos alcanzados por el artículo
29 de la Constitución Nacional. Esta ha sido la interpretación que el
Ministerio Público Fiscal sostuvo en el dictamen de Fallos: 234:16, en el que
dejó sentado el error de:
"…asignar al Poder Legislativo, o al que ejerza las
funciones propias de éste, la atribución de amnistiar un hecho que, por la
circunstancia de estar expresamente prohibido por la Constitución Nacional, se
halla, a todos sus efectos, fuera del alcance de la potestad legislativa […]
Aceptar en semejantes condiciones que los sujetos de tal exigencia tienen la
facultad de enervarla mediante leyes de amnistía, significa tanto como admitir
el absurdo de que es la Constitución misma la que pone en manos de éstos el
medio de burlarla, o bien dar por sentada la incongruencia de que la
imperatividad de la norma, expresada en términos condenatorios de singular
rigor, no depende sino de la libre voluntad de quienes son precisamente sus
destinatarios exclusivos. Se trata en la especie de un delito que sólo puede
cometerse en el desempeño de un poder político, que afecta la soberanía del
pueblo y la forma republicana de gobierno, y que deriva de una disposición
constitucional […] En resumen, el verdadero sentido del artículo 20 es el de
consagrar una limitación a las atribuciones de los poderes políticos, y el de
considerar el exceso a los límites impuestos como una grave trasgresión a
cuyos autores estigmatiza con infamia. Y si la Constitución se ha reservado
exclusivamente para sí ese derecho, quienes quisieran de algún modo
interferirlo a través de la sanción de una ley de amnistía, se harían
pasibles, en cierta medida, de la misma trasgresión que quieren amnistiar.”
En
sentido concordante con esa posición V.E. resolvió en Fallos 234:16 y 247:387
-en este último respecto de quien era imputado de haber ejercido facultades
extraordinarias-, que:
"el artículo 29 de la Constitución Nacional -que categóricamente
contempla la traición a la patria- representa un límite infranqueable que el
Congreso no puede desconocer o sortear mediante el ejercicio de la facultad de
conceder amnistías…”.
Una
correcta interpretación del artículo 29, por consiguiente, permite colegir que
existe un límite constitucional al dictado de una amnistía o cualquier otra
clase de perdón no sólo para el Poder Legislativo que otorgara facultades
prohibidas por la Constitución Nacional, sino también para aquellos que
hubieran ejercido esas facultades.
En
mi opinión, sin embargo, tampoco aquí se agotan las implicancias que derivan
del texto constitucional atendiendo a su significado histórico-político. Por
el contrario, pienso que un desarrollo consecuente del mismo criterio
interpretativo que ha permitido extraer los corolarios anteriores debe llevar a
la conclusión de que tampoco los delitos cometidos en el ejercicio de la suma
del poder público, por los cuales la vida, el honor y la fortuna de los
argentinos quedaran a merced de persona o gobierno alguno, son susceptibles de
ser amnistiados o perdonados. En efecto, sería un contrasentido afirmar que no
podrían amnistiarse la concesión y el ejercicio de ese poder, pero que sí
podrían serlo los delitos por los que la vida, el honor y la fortuna de los
argentinos fueron puestas a merced de quienes detentaron la suma del poder público.
Ello tanto más cuanto que los claros antecedentes históricos de la cláusula
constitucional demuestran que el centro de gravedad del anatema que contiene, y
que es, en definitiva, el fundamento de la prohibición de amnistiar, es decir,
aquello que en última instancia el constituyente ha querido desterrar, no es el
ejercicio de facultades extraordinarias o de la suma del poder público en sí
mismo, sino el avasallamiento de las libertades civiles y las violaciones a los
derechos fundamentales que suelen ser la consecuencia del ejercicio ilimitado
del poder estatal, tal como lo enseña -y enseñaba ya por entonces- una
experiencia política universal y local. Empero, estos ilícitos rara vez son
cometidos de propia mano por quienes detentan de forma inmediata la máxima
autoridad, pero sí por personas que, prevaliéndose del poder público o con su
aquiescencia, se erigen en la práctica en señores de la vida y la muerte de
sus conciudadanos.
En
definitiva, se está frente a la relevante cuestión de si no es materialmente
equivalente amnistiar la concesión y el ejercicio de la suma del poder público
que amnistiar aquellos delitos, cometidos en el marco de ese ejercicio
ilimitado, cuyos efectos hubieran sido aquellos que el constituyente ha querido
evitar para los argentinos. En cierta medida, conceder impunidad a quienes
cometieron delitos que sólo pueden ser explicados en el contexto de un
ejercicio ilimitado del poder público representa la convalidación del
ejercicio de esas facultades extraordinarias en forma retroactiva. Por ello, si
por imperio del artículo 29 de la Constitución Nacional la concesión de la
suma del poder público y su ejercicio se hallan prohibidos, y no son
amnistiables, los delitos concretos en los que se manifiesta el ejercicio de ese
poder tampoco pueden serlo.
Con
el objeto de evitar confusiones, sin embargo, debe quedar bien en claro que con
esta interpretación no pretendo poner en debate los límites del tipo penal
constitucional que el artículo 29 contiene con relación a los legisladores que
concedieren la suma del poder público; es decir, que en modo alguno se trata de
extender analógicamente los alcances de ese tipo a otras personas y conductas,
en contradicción con el principio de legalidad material (artículo 18 de la ley
fundamental). Antes bien, lo que he precisado aquí es el alcance de las
facultades constitucionales de un órgano estatal para eximir de pena los graves
hechos delictivos que ha querido prevenir en su artículo 29 de la Constitución
Nacional. Por ello, no es posible objetar los razonamientos de índole analógico
que, con base en el sentido histórico-político de esa cláusula
constitucional, he efectuado para precisar las conductas que, a mi modo de ver,
quedan fuera de la potestad de amnistiar o perdonar.
Por consiguiente, toda vez que, como lo expresé en el acápite precedente, no cabe entender los hechos del caso ,sino como una manifestación más del ejercicio arbitrario de poder por el que el último gobierno de facto puso los derechos más fundamentales de los ciudadanos a su merced y de las personas que en su nombre actuaban, he de concluir que las leyes 23.492 y 23.521 son inconstitucionales en tanto por intermedio de ellas se pretende conceder impunidad a quien es imputado como uno de sus responsables.