-VIII-
En
el acápite anterior he expuesto las razones por las que considero que para la
época de su sanción los argumentos que se derivan del artículo 29 ya eran
suficientes para concluir en la inconstitucionalidad de las leyes de obediencia
debida y punto final.
Si
a pesar de todo se entendiera, como ocurrió en el fallo “Camps” (Fallos:
310:1162), que ello no es así, nuevos argumentos, producto de la evolución del
pensamiento universal en materia de derechos humanos, han venido a corroborar la
doctrina que permite extraer una sana interpretación del sentido histórico-político
del artículo 29 de la Constitución, y obligan a replantear la solución a la
que se arribó en el caso “Camps” mencionado.
En
concreto, en lo que sigue expondré las razones por las que considero que las
leyes cuestionadas resultan, en el presente caso, incompatibles con el deber de
investigar y sancionar a los responsables de graves violaciones a los derechos
humanos que surge de los artículos 1.1 de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos y 2.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos;
normas éstas que integran el derecho interno nacional con jerarquía
constitucional.
A
El
control judicial de constitucionalidad implica la revisión de decisiones que
los representantes de la ciudadanía han tomado en virtud de su mandato
constitucional y, en este sentido, es preciso reconocer su carácter, de algún
modo, contra-mayoritario. En atención a ello es que la declaración de
inconstitucionalidad de una ley del Congreso debe estar guiada por parámetros
sumamente estrictos, debe tener el carácter de última ratio y fundarse en la imposibilidad de compatibilizar la
decisión mayoritaria con los derechos reconocidos por el texto fundamental.
Sin
embargo, el test de constitucionalidad
de una norma debe tener correspondencia, también, con el momento histórico en
el que ese análisis es realizado. Son ilustrativas las discusiones de teoría
constitucional sobre el paso del tiempo y la interpretación de los textos
constitucionales escritos. Así, es doctrina pacífica la necesidad de realizar
una interpretación dinámica de la Constitución, de acuerdo con la evolución
de los valores de la sociedad y la atención que requieren aquellos momentos
históricos en los que se operan cambios sustanciales de los paradigmas
valorativos y, por consiguiente, interpretativos.
En
tal sentido, no puede desconocerse que la evolución del Derecho internacional,
producto de la conciencia del mundo civilizado de la necesidad de trabajar con
nuevas herramientas que sean capaces de impedir que el horror y la tragedia
envuelvan cotidianamente a la humanidad, ha puesto en evidencia nuevos desafíos
para los Estados nacionales. Como consecuencia se ha producido una evolución y
consolidación de todo un corpus
normativo que se ha materializado en una nueva rama del Derecho internacional público,
como lo es el Derecho internacional de los derechos humanos.
A
mi entender, nuestro país ha vivido, en consonancia con esta evolución
mundial, un cambio sustancial en la concepción de su ordenamiento jurídico, en
virtud de la evolución del Derecho internacional de los derechos humanos, que
comenzó por plasmarse en la jurisprudencia del más alto Tribunal y que ha
tenido su máxima expresión en la reforma constitucional de 1994. En efecto, es
importante destacar que no sólo se ha operado en nuestro país un cambio de
paradigma interpretativo de la Constitución, esto es un nuevo momento
constitucional (cf. Ackerman, Bruce, We the People: Foundations, Cambridge,
Mass. Harvard U. P., 1991), sino que además, si alguna duda pudiera caber al
respecto, dicha evolución ha hallado reconocimiento expreso en la reforma del
texto escrito de la Constitución Nacional.
Es
a la luz de este nuevo paradigma valorativo que se impone, en mi opinión, una
revisión de los argumentos que sobre esta misma materia efectuó V.E. en el
precedente de Fallos: 310:1162 ya citado.
B
Antes
de proseguir, y para dar contexto a este análisis, creo necesario hacer una
referencia obligada a la cuestión de la aplicación en el ámbito interno de
las normas del Derecho internacional por las que se ha obligado la República
Argentina.
Es
sabido que el Derecho internacional remite al ordenamiento jurídico interno de
cada Estado la decisión acerca de cómo habrán de incorporarse las normas del
Derecho internacional en el Derecho interno. Así, las normas de un Estado podrían
disponer la aplicación automática y directa de las normas internacionales -en
la medida en que fueran operativas- en el ámbito interno, o podrían exigir que
cada norma internacional tuviera que ser receptada por una norma interna que la
incorpore. Por otra parte, y de acuerdo con las reglas del Derecho internacional
público, también corresponde al orden jurídico interno resolver las
relaciones de jerarquía normativa entre las normas internacionales y las normas
internas (Fallos: 257:99).
De
antiguo se ha entendido que nuestra Constitución ha optado por la directa
aplicación de las normas internacionales en el ámbito interno. Ello significa
que las normas internacionales vigentes con relación al Estado argentino no
precisan ser incorporadas al Derecho interno a través de la sanción de una ley
que las recepte, sino que ellas mismas son fuente autónoma de Derecho interno
junto con la Constitución y las leyes de la Nación.
Esta
interpretación tiene base en lo establecido en el artículo 31 del texto
constitucional, que enumera expresamente a los tratados con potencias
extranjeras como fuente autónoma del Derecho positivo interno y, en lo que atañe
a la costumbre internacional y los principios generales de derecho, en lo
dispuesto por el artículo 118, que dispone la directa aplicación del derecho
de gentes como fundamento de las sentencias de la Corte (Fallos: 17:163; 19:108;
43:321; 176:218; 202:353; 211:162; 257:99; 316:567; 318:2148, entre otros).
Por
consiguiente, las normas del Derecho internacional vigentes para la República
Argentina -y con ello me refiero no sólo a los tratados, sino también a las
normas consuetudinarias y a los principios generales de derecho- revisten el
doble carácter de normas internacionales y normas del ordenamiento jurídico
interno y, en este último carácter, integran el orden jurídico nacional junto
a las leyes y la Constitución (cf. artículo 31, Fallos: 257:99 y demás
citados).
En
este punto, sin embargo, corresponde efectuar una reseña de la evolución que
ha experimentado nuestro ordenamiento jurídico en cuanto al orden de prelación
de las normas que lo integran. Al respecto, lo que queda claro -y en ningún
momento se ha visto alterado- es la supremacía de la Constitución sobre las
demás normas del Derecho positivo nacional, incluidas las normas de Derecho
internacional vigentes para el Estado argentino (cf. artículos 27 y 31 del
texto constitucional y Fallos: 208:84; 211:162).
En
cambio, en lo atinente a las relaciones de jerarquía entre las leyes nacionales
y las normas del Derecho internacional vigentes para el Estado argentino, la
interpretación de nuestra constitución ha transitado varias etapas. Así,
luego de una primera etapa en la cual se entendió que las normas
internacionales poseían rango superior a las leyes nacionales (Fallos: 35:207),
sobrevino un extenso período en el cual se consideró que éstas se hallaban en
un mismo plano jerárquico, por lo que debían regir entre ellas los principios
de ley posterior y de ley especial (Fallos: 257:99 y 271:7). A partir del
precedente que se registra en Fallos: 315:1492 se retornó a la doctrina Fallos:
35:207 y, con ello, a la interpretación del artículo 31 del texto
constitucional según la cual los tratados internacionales poseen jerarquía
superior a las leyes nacionales y cualquier otra norma interna de jerarquía
inferior a la Constitución Nacional. Esta línea interpretativa se consolidó
durante la primera mitad de los años noventa (Fallos: 316:1669 y 317:3176) y
fue un importante antecedente para la reforma constitucional de 1994 que dejó
sentada expresamente la supremacía de los tratados por sobre las leyes
nacionales y confirió rango constitucional a los pactos en materia de derechos
humanos (artículo 75, inciso 22, de la Constitución).
Con
posterioridad a la reforma constitucional la Corte Suprema sostuvo que el artículo
75, inciso 22, al asignar dicha prioridad de rango, sólo vino a establecer en
forma expresa lo que ya surgía en forma implícita de una correcta interpretación
del artículo 31 de la Constitución Nacional en su redacción originaria
(Fallos: 317:1282 y, posteriormente, 318:2645; 319:1464 y 321:1030).
C
Llegados
a este punto, corresponde adentrarse en la cuestión referida a la
compatibilidad de las leyes en análisis con normas internacionales que, como
acabo de reseñar, son a la vez normas internas del orden jurídico nacional de
jerarquía constitucional. Como lo he expuesto, me refiero a aquellas normas que
imponen al Estado argentino el deber de investigar y sancionar las violaciones
de los derechos humanos y los crímenes contra la humanidad (artículo 1.1 de la
Convención Americana de Derechos Humanos y del 2.2 del Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos).
En
concreto, si las leyes 23.492 y 23.521 contuvieran disposiciones contrarias a
esos tratados internacionales, o hicieren imposible el cumplimiento de las
obligaciones en ellos asumidas, su sanción y aplicación comportaría una
trasgresión al principio de jerarquía de las normas y sería
constitucionalmente inválida (artículo 31 de la Constitución Nacional).
Creo,
sin embargo, conveniente destacar que no se trata de examinar la compatibilidad
de actos del último gobierno de facto
con el deber de no violar los derechos fundamentales reconocidos en la Convención
Americana o en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, sino de
confrontar la validez de actos del gobierno de
iure que asumió el poder en 1983, y que consistieron en la sanción de las
leyes 23.492 y 23.521, durante el año 1987, con la obligación de investigar
seriamente y castigar las violaciones a esos derechos, que se desprende de los
mencionados instrumentos internacionales.
Y,
en tal sentido, cabe recordar que la Convención Americana sobre Derechos
Humanos había sido ratificada por el Estado argentino en 1984 y el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos en 1986, es decir, con
anterioridad a la sanción de las leyes cuestionadas, y, por otra parte, que la
Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre -vigente al momento
en que los crímenes ocurrieron- obligaba ya al Estado argentino a investigar y
sancionar las graves violaciones de los derechos humanos, puesto que ella misma
es fuente de obligaciones internacionales, y así lo ha establecido la Corte
Interamericana en sus decisiones (cf., en cuanto al pleno valor vinculante de la
Declaración Americana, CIDH, OC-10/89, del 4/7/89). Por ello, queda descartada
cualquier objeción referente a la aplicación retroactiva de los instrumentos
mencionados (cf. Informe de la Comisión Nº 28/92, casos 10.147, 10.181,
10.240, 10.262, 10.309 y 10.311, Argentina, párr. 50).
Es,
en efecto, un principio entendido por la doctrina y jurisprudencia
internacionales que las obligaciones que derivan de los tratados multilaterales
sobre derechos humanos para los Estados Partes no se agotan en el deber de no
violar los derechos y libertades proclamados en ellos (deber
de respeto), sino que comprenden también la obligación de garantizar su
libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción (deber
de garantía). En el ámbito regional, ambas obligaciones se hallan
establecidas en el artículo 1.1 de la Convención Americana sobre Derechos
Humanos.
Como
es sabido, el contenido de la denominada obligación de garantía fue precisado
por la Corte Interamericana de Derechos Humanos desde el primer caso que inauguró
su competencia contenciosa (caso Velásquez Rodríguez, sentencia del 29 de
julio de 1988, Serie C, Nº 4). En ese leading
case la Corte expresó que:
“La segunda obligación de los Estados Partes es la de
‘garantizar’ el libre y pleno ejercicio de los derechos reconocidos en la
Convención a toda persona sujeta a su jurisdicción. Esta obligación implica
el deber de los Estados Partes de organizar todo el aparato gubernamental y, en
general, todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el
ejercicio del poder público, de manera tal que sean capaces de asegurar jurídicamente
el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos. Como consecuencia de esta
obligación, los Estados deben prevenir, investigar y sancionar toda violación
de los derechos reconocidos por la Convención y procurar, además, el
restablecimiento, si es posible, del derecho conculcado y, en su caso, la
reparación de los daños producidos por la violación de los derechos
humanos” (cf. caso Velásquez Rodríguez, ya citado, párr. 166-. Esta
jurisprudencia ha sido reafirmada en los casos Godínez Cruz -sentencia del 20
de enero de 1989, Serie C, Nº 5, párr. 175- y El Amparo, Reparaciones
-sentencia del 14 de septiembre de 1996, Serie C, Nº 28, párr. 61-, entre
otros).
Recientemente,
sin embargo, en el caso “Barrios Altos”, la Corte Interamericana precisó aún
más las implicancias de esta obligación de garantía en relación con la
vigencia de los derechos considerados inderogables, y cuya afectación
constituye una grave violación de los Derechos Humanos cuando no la comisión
de un delito contra la humanidad. En ese precedente quedó establecido que el
deber de investigar y sancionar a los responsables de violaciones a los derechos
humanos implicaba la prohibición de dictar cualquier legislación que tuviera
por efecto conceder impunidad a los responsables de hechos de la gravedad señalada.
Y si bien es cierto que la Corte se pronunció en el caso concreto sobre la
validez de una autoamnistía, también lo es que, al haber analizado dicha
legislación por sus efectos y no por su origen, de su doctrina se desprende, en
forma implícita, que la prohibición rige tanto para el caso de que su fuente
fuera el propio gobierno que cometió las violaciones o el gobierno democrático
restablecido (cf. caso Barrios Altos, Chumbipuma Aguirre y otros vs. Perú,
Sentencia de 14 de Marzo de 2001 e Interpretación de la Sentencia de Fondo,
Art. 67 de la CADH, del 3 de Septiembre de 2001). En sus propias palabras:
“Esta Corte considera que son inadmisibles las
disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el
establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la
investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los
derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o
arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por
contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de
los Derechos Humanos” (párr. 41).
“…a la luz de las obligaciones generales consagradas en
los artículos 1.1 y 2 de la Convención Americana, los Estados Partes tienen el
deber de tomar las providencias de toda índole para que nadie sea sustraído de
la protección judicial y del ejercicio del derecho a un recurso sencillo y
eficaz, en los términos de los artículos 8 y 25 de la Convención. Es por ello
que los Estados Partes en la Convención que adopten leyes que tengan este
efecto, como lo son las leyes de autoamnistía, incurren en una violación de
los artículos 8 y 25 en concordancia con los artículos 1.1 y 2 de la Convención.
Las leyes de autoamnistía conducen a la indefensión de las víctimas y a la
perpetuación de la impunidad, por lo que son manifiestamente incompatibles con
la letra y el espíritu de la Convención Americana. Este tipo de leyes impide
la identificación de los individuos responsables de violaciones a derechos
humanos, ya que se obstaculiza la investigación y el acceso a la justicia e
impide a las víctimas y a sus familiares conocer la verdad y recibir la
reparación correspondiente” (párr. 43).
“Como consecuencia de la manifiesta incompatibilidad entre
las leyes de autoamnistía y la Convención Americana sobre Derechos Humanos,
las mencionadas leyes carecen de efectos jurídicos y no pueden seguir
representando un obstáculo para la investigación de los hechos que constituyen
este caso ni para la identificación y el castigo de los responsables...” (párr.
44).
Por
lo demás, en sentido coincidente, también la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos se expidió en diferentes oportunidades sobre el deber de los
Estados Parte de la Convención de investigar y, en su caso, sancionar las
graves violaciones a los derechos humanos. En su informe Nº 28/92 (casos
10.147, 10.181, 10.240, 10.262, 10.309 y 10.311, Argentina) sostuvo que las
leyes de Obediencia Debida y Punto Final son incompatibles con el artículo
XVIII de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre y los artículos
1, 8 y 25 de la Convención Americana. Asimismo, recomendó al Gobierno
argentino “la adopción de medidas necesarias para esclarecer los hechos e
individualizar a los responsables de las violaciones de derechos humanos
ocurridas durante la pasada dictadura militar” (cf., en igual sentido, Informe
Nº 29/92, Casos 10.029, 10.036, 10.145, 10.305, 10.372, 10.373, 10.374 y
10.375, Uruguay, 2 de octubre de 1992, párr. 35, 40, 45 y 46; y caso “Carmelo
Soria Espinoza v. Chile”, caso 11.725, Informe Nº 133/99).
Al
respecto, es importante destacar que también la Comisión consideró que la
leyes de punto final y de obediencia debida eran violatorias de los derechos a
la protección judicial y a un proceso justo en la medida en que su consecuencia
fue la paralización de la investigación judicial (artículo 25 de la Convención
Americana y XVIII de la Declaración Americana). Así lo expresó en el ya
mencionado Informe 28/92:
“En el presente informe uno de los hechos denunciados
consiste en el efecto jurídico de la sanción de las Leyes… en tanto en
cuanto privó a las víctimas de su derecho a obtener una investigación
judicial en sede criminal, destinada a individualizar y sancionar a los
responsables de los delitos cometidos. En consecuencia, se denuncia como
incompatible con la Convención la violación de las garantías judiciales (artículo
8) y del derecho de protección judicial (artículo 25), en relación con la
obligación para los Estados de garantizar el libre y pleno ejercicio de los
derechos reconocidos (artículo 1.1 de la Convención) (párr. 50).
De
lo expuesto se desprende sin mayor esfuerzo que los artículos 1° de la ley
23.492 y 1°, 3° y 4° de la ley 23.521 son violatorios de los artículos 1.1,
2, 8 y 25 de la Convención Americana, en tanto concedan impunidad a los
responsables de violaciones graves a los derechos humanos y crímenes contra la
humanidad, como lo es la desaparición forzada de persona materia de la presente
causa.
Creo,
sin embargo, necesario destacar, en relación al contenido del deber de
investigar y sancionar, un aspecto que estimo de suma trascendencia al momento
de evaluar la constitucionalidad de leyes de impunidad como la de punto final y
obediencia debida. Me refiero a que el contenido de esta obligación en modo
alguno se opone a un razonable ejercicio de los poderes estatales para disponer
la extinción de la acción o de la pena, acorde con las necesidades políticas
del momento histórico, en especial, cuando median circunstancias
extraordinarias.
En
este sentido, la propia Corte Interamericana, por intermedio del voto de uno de
sus magistrados, ha reconocido que, en ciertas circunstancias, bien podría
resultar conveniente el dictado de una amnistía para el restablecimiento de la
paz y la apertura de nuevas etapas constructivas en la vida en el marco de “un
proceso de pacificación con sustento democrático y alcances razonables que
excluyen la persecución de conductas realizadas por miembros de los diversos
grupos en contienda…”. Sin embargo, como a renglón seguido también lo
expresa esa Corte, “esas disposiciones de olvido y perdón no pueden poner a
cubierto las más severas violaciones a los derechos humanos, que significan un
grave menosprecio de la dignidad del ser humano y repugnan a la conciencia de la
humanidad” (cf. “Barrios Altos”, voto concurrente del Juez García Ramírez,
párr. 10 y 11).
Con
idéntica lógica los propios pactos internacionales de derechos humanos
permiten a los Estados Parte limitar o suspender la vigencia de los derechos en
ellos proclamados en casos de emergencia y excepción, relacionados en general
con graves conflictos internos o internacionales, no obstante lo cual
expresamente dejan a salvo de esa potestad un conjunto de derechos básicos que
no pueden ser afectados por el Estado en ningún caso. Así, por ejemplo, el artículo
X de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas ha
receptado este principio al establecer que:
“en ningún caso podrán invocarse circunstancias
excepcionales, tales como estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad
política interna o cualquier otra emergencia pública, como justificación de
la desaparición forzada de personas”.
También
el artículo 2.2 de la Convención contra la Tortura que expresa:
“en ningún caso podrán invocarse circunstancias
excepcionales tales como el estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad
política interna o cualquier otra emergencia pública como justificación de la
tortura” (en el mismo sentido el articulo 5º de la Convención Interamericana
para Prevenir y Sancionar la Tortura).
De
acuerdo con este principio, por lo tanto, un Estado podría invocar situaciones
de emergencia para no cumplir, excepcionalmente, con algunas obligaciones
convencionales, pero no podría hacerlo válidamente respecto de ese conjunto de
derechos que son considerados inderogables. Y con la misma lógica que se
postula para la exégesis del artículo 29 de la Constitución Nacional, se ha
sostenido que la violación efectiva de alguno de esos derechos ha de tener como
consecuencia la inexorabilidad de su persecución y sanción, pues su
inderogabilidad se vería seriamente afectada si existiera el margen para no
sancionar a aquellos que hubieran violado la prohibición absoluta de no
afectarlos.
Pienso
que este fundamento, vinculado con la necesidad de asegurar la vigencia absoluta
de los derechos más elementales considerados inderogables por el Derecho
internacional de los derechos humanos, ha quedado explicado, asimismo, con toda
claridad en el voto concurrente de uno de los jueces en el fallo “Barrios
Altos”. Allí se dice que:
“En la base de este razonamiento se halla la convicción,
acogida en el Derecho internacional de los derechos humanos y en las más
recientes expresiones del Derecho penal internacional, de que es inadmisible la
impunidad de las conductas que afectan más gravemente los principales bienes
jurídicos sujetos a la tutela de ambas manifestaciones del Derecho
internacional. La tipificación de esas conductas y el procesamiento y sanción
de sus autores -así como de otros participantes- constituye una obligación de
los Estados, que no puede eludirse a través de medidas tales como la amnistía,
la prescripción, la admisión de causas excluyentes de incriminación y otras
que pudieren llevar a los mismos resultados y determinar la impunidad de actos
que ofenden gravemente esos bienes jurídicos primordiales. Es así que debe
proveerse a la segura y eficaz sanción nacional e internacional de las
ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada de personas, el genocidio,
la tortura, determinados delitos de lesa humanidad y ciertas infracciones gravísimas
del Derecho humanitario” (voto concurrente del Juez García Ramírez, párr.
13).
Estas
consideraciones ponen, a mi juicio, de manifiesto que la obligación de
investigar y sancionar que nuestro país -con base en el Derecho internacional-
asumió como parte de su bloque de constitucionalidad en relación con graves
violaciones a los derechos humanos y crímenes contra la humanidad, no ha hecho
más que reafirmar una limitación material a la facultad de amnistiar y, en
general, de dictar actos por los que se conceda impunidad, que ya surgía de una
correcta interpretación del artículo 29 de la Constitución Nacional.
En
efecto, no se trata de negar la facultad constitucional del Congreso de dictar
amnistías y leyes de extinción de la acción y de la pena, sino de reconocer
que esa atribución no es absoluta y que su contenido, además de las
limitaciones propias de la interacción recíproca de los poderes constituidos,
halla límites materiales en el artículo 29 de la Constitución y el 1.1 de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos. Esta norma y las relativas a la
facultad de legislar y amnistiar -todas de jerarquía constitucional- no se
contraponen entonces; antes bien se complementan.
D
Llegado
a este punto, creo oportuno recordar que, de conformidad con reiterada
jurisprudencia de V.E., la interpretación de las normas del Derecho
internacional de los derechos humanos por parte de los órganos de aplicación
en el ámbito internacional resulta obligatoria para los tribunales locales. En
tal sentido, en el precedente de Fallos: 315:1492, ya citado, V.E. afirmó que
la interpretación del alcance de los deberes del Estado que surgen de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos debe guiarse por la jurisprudencia
producida por los órganos encargados de controlar el cumplimiento de las
disposiciones de dicho instrumento internacional. Asimismo, en el precedente
“Giroldi” (Fallos: 318:514) sostuvo que los derechos y obligaciones que surgían
de los Pactos de derechos humanos que integran el bloque de constitucionalidad,
a partir de la última reforma constitucional, determinan el contenido de toda
la legislación interna de rango inferior, y agregó que, tal como lo establecía
la Constitución, su interpretación debía realizarse de acuerdo a las
“condiciones de su vigencia”, es decir, conforme al alcance y contenido que
los órganos de aplicación internacionales dieran a esa normativa.
También
considero necesario destacar que el deber de no impedir la investigación y
sanción de las graves violaciones de los derechos humanos, como toda obligación
emanada de tratados internacionales y de otras fuentes del Derecho
internacional, no sólo recae sobre el Legislativo, sino sobre todos los poderes
del Estado y obliga, por consiguiente, también al Ministerio Público y al
Poder Judicial a no convalidar actos de otros poderes que lo infrinjan.
En este
sentido, ya se ha expresado esta Procuración en varias oportunidades (cf. dictámenes de esta Procuración en Fallos: 323:2035 y
S.C. V. 34, L. XXXVI, Videla, Jorge R. s/incidente de falta de jurisdicción y
cosa juzgada, del 14 de noviembre de 2000), como así también V.E. en reiterada
jurisprudencia (cf. Fallos: 321:3555 y sus citas,
especialmente el voto concurrente de los doctores Boggiano y Bossert), y ha sido
también señalado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la Opinión
Consultiva OC-14/94 sobre la responsabilidad internacional que genera la
promulgación de una ley manifiestamente contraria a las obligaciones asumidas
por un Estado y en el precedente “Barrios Altos” ya citado (especialmente
punto 9 del voto concurrente del Juez A.A. Cancado Trindade), concretamente en
relación al deber en examen.
E
Por
consiguiente, sobre la base de todo lo anteriormente expuesto, ha de concluirse
que las leyes de obediencia debida y de punto final, en la medida en que
cercenan la potestad estatal para investigar y sancionar las desapariciones
forzadas de autos, se hallan en contradicción con los artículos 8 y 25, en
concordancia con los artículos 1.1 y 2, de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos, los artículos 14.1 y 2 del Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos y del artículos XVIII de la Declaración Interamericana de
Derechos Humanos, y son, por consiguiente, inconstitucionales a la luz de lo
dispuesto por los artículos 31 y 75, inciso 22, de la Constitución Nacional.
He comenzado este análisis con una breve mención a la evolución del pensamiento mundial en torno a la necesidad de diseñar nuevas estrategias capaces de prevenir que la humanidad vuelva a presenciar o ser víctima del “horror” y que el desarrollo del Derecho Internacional de los Derechos Humanos ha generado nuevos desafíos a los Estados nacionales. A mi entender, y como ha sido puesto de resalto por Bobbio, el mayor de ellos radica en lograr la efectiva protección de los derechos en el ámbito interno, y que cada institución nacional asuma su compromiso de velar por la vigencia absoluta de los derechos humanos internacionalmente reconocidos (cf. Bobbio, Norberto, El problema de la guerra y las vías de la paz, Cap. IV, ed. Gedisa, Barcelona). En otras palabras, resulta imperioso no descansar en la existencia de los sistemas de protección internacionales, asumir su carácter subsidiario y “tomarnos los derechos humanos en serio” desde la actuación de cada poder estatal. En su aplicación efectiva, precisamente, es donde reside el mayor desafío de los órganos de administración de justicia, como garantes últimos de los derechos fundamentales de los ciudadanos