III. LOS HECHOS INVESTIGADOS SON 
CRIMENES CONTRA EL DERECHO DE GENTES


El Fallo del juez federal Gabriel Cavallo- 6 de Marzo de 2001

 


Tal como se ha visto en los capítulos anteriores, los hechos sufridos por Gertrudis Hlaczik y José Poblete fueron cometidos en el marco del plan sistemático de represión llevado a cabo por el gobierno de facto (1976-1983). 

En lo que sigue, veremos cómo esos hechos, por el contexto en el que ocurrieron, deben ser considerados, a la luz del derecho de gentes, crímenes contra la humanidad. Ello implica reconocer que, la magnitud y la extrema gravedad de los hechos que ocurrieron en nuestro país en el período señalado, son lesivos de normas jurídicas que reflejan los valores más fundamentales que la humanidad reconoce como inherentes a todos sus integrantes en tanto personas humanas.

En otras palabras, los hechos descriptos tienen el triste privilegio de poder integrar el puñado de conductas señaladas por la ley de las naciones como criminales, con independencia del lugar donde ocurrieron y de la nacionalidad de las víctimas y autores. Tal circunstancia, impone que los hechos deban ser juzgados incorporando a su análisis jurídico aquellas reglas que la comunidad internacional ha elaborado a su respecto, sin las cuales no sería posible valorar los hechos en toda su dimensión. 

En este sentido, el analizar los hechos exclusivamente desde la perspectiva del Código Penal supondría desconocer o desechar un conjunto de herramientas jurídicas elaboradas por el consenso de las naciones especialmente para casos de extrema gravedad como el presente. Sería un análisis válido pero, sin duda, parcial e insuficiente. 

La consideración de los hechos desde la óptica del derecho de gentes no es ajena a nuestro sistema jurídico. Por el contrario, como se expondrá con mayor detenimiento más adelante, las normas del derecho de gentes son vinculantes para nuestro país y forman parte de su ordenamiento jurídico interno. La propia Constitución Nacional establece el juzgamiento por los tribunales nacionales de los delitos contra el derecho de gentes (art. 118). Por otra parte, como se verá, la República Argentina se ha integrado, desde sus albores, a la comunidad internacional, ha contribuido a la formación del derecho penal internacional y ha reconocido la existencia de un orden supranacional que contiene normas imperativas para el conjunto de las naciones (ius cogens).

En consecuencia, considero que para la adecuada valoración de los hechos que aquí se investigan no puede prescindirse del estudio de las reglas que el derecho de gentes ha elaborado en torno de los crímenes contra la humanidad. 





A) Los crímenes contra el derecho de gentes 
hasta la Segunda Guerra Mundial


Si bien el proceso de definición de los rasgos característicos del actual Derecho Penal Internacional cobró impulso a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, la idea de que ciertas conductas afectan a la comunidad internacional o al conjunto de las Naciones es mucho más antigua.Suelen citarse incluso pasajes bíblicos como antecedentes remotos de esta idea y las formulaciones que diversos autores medievales desarrollaron, sobre bases iusnaturalistas, acerca de los rasgos del llamado “derecho de gentes”.

Así, Schiffrin, luego de citar un pasaje del Antiguo Testamento, recuerda a Hugo Grocio, uno de los padres fundadores del derecho internacional, cuando expresa que “También debe saberse que los reyes, y aquellos que tiene un poder igual al de los reyes tienen el derecho de infligir penas no sólo por las injusticias cometidas contra ellos y sus súbditos, sino aun por aquellos que no los afectan particularmente, y que violan hasta el exceso el derecho de la naturaleza o de gentes, respecto de cualquiera que sea [el autor de los excesos]. Porque la libertad de proveer por medio de castigos a los intereses de la sociedad humana, que en el comienzo, como lo dijimos, pertenecía a los particulares, ha quedado, después del establecimiento de los Estados y de las jurisdicciones, a las potencias soberanas...” (cfr., Schiffrin, Leopoldo, “Pro Jure Mundi”, en “Revista Jurídica de Buenos Aires”, La Ley, Buenos Aires, 1998, I–II, p. 22).

Algunos siglos antes que Grocio, Santo Tomás de Aquino sostuvo que “...un soberano tiene el derecho de intervenir en los asuntos internos de otro, cuando éste maltrata gravemente a sus súbditos” (cfr., Zuppi, Alberto Luis, “La jurisdicción extraterritorial y los tribunales internacionales”, inédito, p. 21).

En general, fueron las leyes de la guerra y, con el desarrollo del comercio y la navegación, la piratería, las materias a las que primordialmente se refirió el “derecho de gentes” de la Edad Media e, incluso, hasta avanzado el siglo XIX (cabe incluir aquí también a la trata de esclavos). 

En efecto, “...en tiempos remotos se pueden ubicar las primeras calificaciones de conductas como constitutivas de crímenes que afectaban al derecho de gentes; la prohibición de esclavizar a los prisioneros de guerra y la piratería aparecen en el III Concilio de Letrán del año 1179. La posta fue retomada por el jesuita Francisco Suárez que fue inspirador de Gentili y de Grocio. En las palabras de Suárez puede leerse que la guerra contra la piratería llama a los hombres a las armas por la violación general del derecho de la humanidad y el mal hecho a la naturaleza humana” (Ibídem, p. 22).

M. Cherif Bassiouni evoca intentos milenarios por regular el uso de la fuerza en conflictos armados y explica que “La criminalización de los actos que contravienen las leyes, normas y regulaciones de la guerra evolucionó gradualmente, lo mismo sucedió con la persecución internacional de los provocadores de guerras injustas o de agresión y los infractores de las reglamentaciones del modo de desarrollar la guerra” (cfr. “El derecho penal internacional: Historia, objeto y contenido”, en “Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales”, Instituto Nacional de Estudios Jurídicos, enero–abril de 1982, tomo XXXV, fascículo I, p. 16).

A continuación recuerda que, al parecer, el primer proceso criminal por haber iniciado una guerra injusta fue llevado a cabo en Nápoles, en 1268, contra Conradín Von Hohenstafen, quien fue condenado a muerte por ese hecho. Por otra parte, el primer juicio penal internacional habría sido el realizado en 1474 en Breisach, Alemania, en el que se juzgó a Peter Von Hagenbach por un tribunal de veintiocho miembros elegidos en ciudades del Sacro Imperio Romano Germánico. El acusado fue condenado a muerte por asesinato, violación y pillaje (Idem; el segundo caso también aparece en Zuppi, op. cit., p. 22; en ambas obras se reúne un buen número de casos que demuestran el origen y la evolución que han tenido los principios aceptados internacionalmente respecto de los crímenes de derecho internacional).El conjunto de normas relativas a la regulación de la guerra, al uso de la fuerza y al trato de prisioneros, denominado generalmente como “leyes y usos de la guerra” adoptó, hasta la segunda mitad del siglo XIX, la forma de derecho consuetudinario. Recién a partir de la Convención de Ginebra de 1864 comenzó un proceso de “codificación” de tales leyes y usos de la guerra mediante la adopción por parte de gran cantidad de países miembros de la comunidad internacional de una serie de instrumentos que, como sucede generalmente en el ámbito del derecho internacional, tienen la característica de ser la cristalización de los principios jurídicos ya reconocidos y aceptados en el campo no contractual, antes que instrumentos generadores de derecho. En este sentido, la suscripción de tales convenios no anula ni deroga a los principios y obligaciones que surgen del derecho no contractual ni limita la vigencia del derecho internacional consuetudinario; antes bien, lo reafirman.

Al respecto, cabe destacar el valor de la llamada “Cláusula Martens” contenida en el Preámbulo de la (II) Convención de La Haya de 1899 (llamada de ese modo en honor a quien fuera su impulsor, el delegado ruso Fiódor Fiódorovich Martens), mediante la que los signatarios expresan: “Esperando, pues, que un código más completo de las leyes de la guerra pueda ser proclamado, las altas partes contratantes juzgan oportuno constatar que, en los casos no comprendidos en las disposiciones reglamentarias adoptadas por ellas, las poblaciones y los beligerantes quedan bajo la protección y bajo el imperio de los principios del derecho de gentes, tales como ellos resultan de las costumbres establecidas entre naciones civilizadas, así como de las leyes de la humanidad y de las exigencias de la conciencia pública” (cfr. Convención de La Haya sobre Leyes y Costumbre de la Guerra Terrestre del 29 de julio de 1899, a la que la República Argentina adhirió mediante la ley 5082, ver ADLA A 1880/1919, p. 712, sin destacar en el original).

Dicha cláusula se reiteró en la IV Convención de La Haya de 1907 y, en términos similares, fue introducida en los cuatro Convenios de Ginebra de 1949 al establecerse que la denuncia de los Convenios “No tendrá efecto alguno sobre las obligaciones que las Partes contendientes habrán de cumplir en virtud de los principios del derecho de gentes, tales y como resultan de los usos establecidos entre naciones civilizadas, de las leyes de la humanidad y de las exigencias de la conciencia pública” (ver, arts. 63, 62, 142 y 158 de los Convenios I a IV, respectivamente, de los que la República Argentina fue firmante original, el 12/8/49. Mediante el decreto 14.442 del 9 de agosto de 1956, ratificado por ley 14.467, nuestro país adhirió a dichos Convenios, ver ADLA A 1880/1919, p. 798 y sig., sin destacar en el original).

Sobre el sentido e importancia de esta norma se ha dicho que “reafirma el valor y la permanencia de los principios superiores en que la Convención se inspira. Esos principios existen más allá de la Convención y no están limitados por su marco. Esto muestra bien (...) que una potencia que llegara a denunciar la Convención continuaría obligada por los principios que contiene, en cuanto son la expresión de reglas inalienables y universales del derecho de gentes consuetudinario” (cfr., Mattarollo, Rodolfo, “La jurisprudencia argentina reciente y los crímenes de lesa humanidad”, p. 10, “Amicus Curiae” presentado en la causa n 5864/2000 de este Juzgado).

La “cláusula Martens”, incluida en las Convenciones de 1899 y 1907, así como las normas de los Convenios de Ginebra citadas, confirman la vigencia del derecho internacional consuetudinario como fuente principal de derecho internacional y pueden ser vistas como antecedentes de lo que años más tarde quedará plasmado en los arts. 43 y 53 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados. El desarrollo del derecho humanitario exhibió, luego de la Primera Guerra Mundial, nuevos intentos por juzgar a los acusados de violaciones al derecho internacional, sobre la base de su responsabilidad individual.

Así, mediante el Tratado de Versalles del año 1919 se estableció un Tribunal penal internacional con el fin de penar la declaración de una guerra injusta que implicaba “la ofensa suprema contra la moral internacional y la autoridad sagrada de los tratados”, ante el cual se pretendía hacer comparecer a quien se señalaba como responsable, el ex emperador alemán Guillermo II de Hohenzollern (art. 227). Ese intento fracasó dado que Guillermo II se refugió en Holanda, país que se negó a extraditarlo (cfr. Lombois, Claude, “Droit Pénal International”, Dalloz, París, 1979, 2da. ed., p. 131). Pese a la imposibilidad de materializar el juicio, “...ya fue un avance considerable que nada menos que un tratado internacional consagrara el principio de la culpabilidad personal del jefe del Estado por el desencadenamiento de una guerra injusta” (cfr., Ramella, Pablo A., “Crímenes contra la humanidad”, Depalma, Buenos Aires, 1986, p. 6). 

El Tratado de Versalles también establecía la obligación para el gobierno alemán de entregar a los tribunales militares de las potencias aliadas a las personas acusadas de haber cometido “actos contrarios a las leyes y costumbres de la guerra”. Sin embargo, en la práctica, sólo se llevaron a cabo algunos juicios por parte de tribunales alemanes que impusieron una veintena de condenas a penas leves (cfr., Jiménez de Asúa, Luis, “Tratado de Derecho Penal”, Ed. Losada, Buenos Aires, 1950, tomo II, ps. 982/3, donde el autor citado califica de “breve” la lista de 889 alemanes denunciados por “brutalidad despiadada”).

Asimismo, de esta época de post–guerra data la declaración que los gobiernos de Francia, Gran Bretaña y Rusia realizaron (mayo de 1915) en relación con las masacres de la población armenia calificadas por dichos gobiernos como “crímenes contra la humanidad y la civilización por los cuales todos los miembros del Gobierno de Turquía serán tenidos por responsables conjuntamente con sus agentes involucrados en las masacres” (cfr., Matarollo, R., cit., p. 22, sin cursiva en el original).

En agosto de 1920 se firmó el Tratado de Sèvres entre los aliados y el gobierno de Turquía, instrumento señalado como el primero en el que se incluyó la figura de “crimen de lesa humanidad”. En su artículo 230 se disponía que en caso de que la Sociedad de las Naciones constituyera un tribunal para juzgar las masacres, el gobierno turco se comprometía a entregar a los acusados y a reconocer la autoridad del tribunal (Idem). El tratado no fue ratificado y los procesos penales comenzaron a llevarse a cabo en Turquía. Sin embargo, ante la primera condena a muerte dictada por la corte marcial instaurada se inició una revuelta callejera que impidió continuar los procesos (cfr. Zuppi, A. L., op. cit., p. 25).

Con relación al Tratado de Versalles y al estado alcanzado por el derecho internacional en este período observa el autor citado en el párrafo anterior que “Es de notar que el Tratado no hablaba de crímenes contra el derecho internacional pero la calificación usada indicó claramente la intención de ver a la guerra en violación a un tratado que la prohíba, como un crimen. Desde el punto de vista histórico, el texto relatado también constituye un precedente valioso como muestra de la voluntad internacional de concluir con la tradición de las amnistías dictadas al finalizar las guerras...”, sin embargo, la falta de resultados prácticos del intento por juzgar esos crímenes “debe quizás encontrarse en la resistencia de muchos países a la constitución del tribunal internacional, al que se veía como un ataque directo a la soberanía estatal”. Agrega Zuppi que “En el período entre las dos guerras se muestra con toda crudeza hasta dónde llegaba la exaltación de la soberanía estatal... El derecho internacional no impedía el ejercicio de lo que se entendía como el derecho natural de cada soberano de –como expresa gráficamente un reciente estudio– transformarse en un monstruo para con sus propios súbditos. Las ejecuciones sumarias, las torturas, o los arrestos ilegales tenían significados a los ojos del derecho internacional, sólo cuando las víctimas de los atropellos eran ciudadanos extranjeros” (Ibídem, ps. 25/6, sin negrita en el original).





B) El Derecho Penal Internacional 
a partir de la Segunda Guerra Mundial


Un nuevo impulso en la definición y aceptación universal de la existencia de crímenes contra el derecho de gentes que dan lugar a la responsabilidad penal individual de sus autores (los llamados “crímenes de derecho internacional”), así como de las reglas bajo las cuales tales crímenes deben ser juzgados, se produjo a partir de la Segunda Guerra Mundial.

Ya en el año 1940, en plena contienda bélica, los gobiernos de Francia, Gran Bretaña y Polonia denunciaron la violación de la IV Convención de La Haya de 1907 por parte de las fuerzas de ocupación alemana en territorio polaco.

La primera declaración en punto a la voluntad de someter a proceso a los responsables de los crímenes cometidos sería la pronunciada por el Presidente de Estados Unidos de América, Franklin D. Roosevelt, el día 25 de octubre de 1941, a la que siguieron otras en igual sentido, en forma separada, por los gobiernos de Gran Bretaña y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

El 13 de enero de 1942, mediante la “Declaración de Saint James” (Londres), los gobiernos aliados (entre los que se encontraban Bélgica, Francia, Noruega y Grecia), señalaron como objetivo principal el castigo de los culpables de los crímenes denunciados. Incluso, el “...Ministro de Relaciones Exteriores de Luxemburgo expresó que si fuera preciso habría de organizarse la sanción de esos crímenes sobre una base internacional” (cfr., Fermé, Luis, “Crímenes de Guerra y de lesa humanidad. Su imprescriptibilidad”, en “Revista de Derecho Penal y Criminología”, ed. La Ley, Buenos Aires, N1, enero–marzo, 1971, p. 32).

Casi dos años más tarde, el 1 de noviembre de 1943, se produjo la “Declaración de Moscú”, firmada por el Presidente Roosevelt, el Primer Ministro Winston Churchill y el Mariscal Stalin, en la que anunciaron que los culpables de los crímenes serían perseguidos hasta el “confín de la tierra y puestos en manos de sus acusadores para que se haga justicia” (Ver, Glaser, Stefan, “Introduction a L’Etude du Droit International Pénal”, París, Bruxelles, 1954, p. 31, nota 1; citado por Schiffrin, Leopoldo en su voto que integra la sentencia de la Cámara Federal de La Plata, Sala III penal, del día 30 de agosto de 1989, en la que se resolvió la extradición de J. F. L. Schwammberger, publicada en E.D., 135–326, la cita corresponde a la p. 336). En dicha Declaración se estableció, además, que los acusados por los crímenes cometidos serían juzgados por los países donde se cometieron, salvo los casos de los “grandes criminales” de guerra, cuyos crímenes afectaban a varios países, que serían juzgados por una decisión conjunta de los Gobiernos Aliados (cfr., Lombois, C., op. cit., p. 135/6).

El 8 de agosto de 1945 se concluyó el “Acuerdo de Londres” firmado por Estados Unidos, Gran Bretaña, la Unión Soviética y el Gobierno Provisional de Francia, quienes manifestaron actuar “en interés de todas las Naciones Unidas”, mediante el cual se anunció la creación de un Tribunal Militar Internacional para el juzgamiento de los criminales de guerra cuyos crímenes no tuvieren localización geográfica particular. Dicho Tribunal funcionó en Nüremberg y su estatuto formó parte del “Acuerdo de Londres” recién mencionado. 

En el estatuto del Tribunal de Nüremberg se ratificó el principio de la responsabilidad individual o personal de los acusados y se definieron los actos que se consideraban crímenes sujetos a la jurisdicción del Tribunal, clasificándolos en tres categorías (art. 6): “crímenes contra la paz” (a): es decir, planeamiento, preparación, iniciación o ejecución de una guerra de agresión, o de una guerra en violación de los tratados y acuerdo internacionales; “crímenes de guerra” (b): es decir, violaciones de las leyes y de las costumbres de la guerra (incluyendo el asesinatos, maltrato y deportación de poblaciones civiles de territorios ocupados o el asesinato o el maltrato de prisioneros de guerra) y “crímenes contra la humanidad” a los que se definió en el inc. c) y que cabe transcribir en forma completa:

c): “crímenes contra la humanidad”: es decir, asesinatos, exterminio, sometimiento a esclavitud, deportación y otros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil antes de, o durante la guerra; o persecuciones por motivos políticos, raciales o religiosos en ejecución de o en conexión con cualquier crimen de la jurisdicción del Tribunal, sean o no una violación de la legislación interna del país donde hubieran sido perpetrados.

Como puede observarse en la última parte del texto, los actos que se definen como “crímenes contra la humanidad” se consideran delictivos con independencia de estar o no tipificados como delito en la legislación interna del lugar de comisión. 

Asimismo, el estatuto del Tribunal de Nüremberg contenía otras disposiciones relevantes a efectos de determinar el alcance de la responsabilidad individual de los acusados.

En efecto, en su artículo 7 se estableció que “La posición oficial de los acusados, sea como jefes de Estado o como funcionarios de responsabilidad en dependencias gubernamentales, no será considerada como excusa eximente para librarles de responsabilidad o para mitigar el castigo” y en el art. 8 se determinó que “El hecho de que el acusado hubiera actuado en cumplimiento de órdenes de su gobierno o de un superior jerárquico no liberará al acusado de responsabilidad, pero ese hecho podrá considerarse para la atenuación de la pena, si el Tribunal determina que la justicia así lo requiere” (Cfr., Jiménez de Asúa, op. cit. p. 1013).

Como puede observarse, se dejó sentado expresamente que el cumplimiento de órdenes superiores no exime de responsabilidad penal por actos criminales como los señalados. Esta proscripción de la obediencia jerárquica como eximente de responsabilidad penal por crímenes contra el derecho de gentes se reiterará invariablemente en los principales instrumento internacionales como podrá observarse en lo que sigue.

Cabe señalar que al suscribirse el Acuerdo de Londres, los países firmantes invitaron a “los Gobiernos de las Naciones Unidas que lo deseen” a adherirse al acuerdo. A dicho llamado respondieron diecinueve países: Australia, Bélgica, Checoslovaquia, Dinamarca, Etiopía, Grecia, Haití, Holanda, Honduras, India, Luxemburgo, Noruega, Nueva Zelanda, Panamá, Paraguay, Polonia, Uruguay, Venezuela y Yugoslavia. 

La sentencia del Tribunal de Nüremberg se dio a conocer el 30 de septiembre de 1946 y se dictaron doce condenas a muerte, siete a penas privativas de la libertad y tres absoluciones. Básicamente, los cargos se apoyaron en la violación a las leyes de la guerra reconocidas en diversas convenciones y en el derecho consuetudinario (aquí tiene especial valor la ya mencionada “Cláusula Martens”).

En su sentencia el Tribunal afirmó claramente el concepto de responsabilidad individual por la comisión de crímenes contra el derecho de gentes, al expresar que: “Hace tiempo se ha reconocido que el derecho internacional impone deberes y responsabilidades a los individuos igual que a los Estados... Los crímenes contra el derecho internacional son cometidos por hombres y no por entidades abstractas, y sólo mediante el castigo a los individuos que cometen tales crímenes pueden hacerse cumplirlas disposiciones del derecho internacional” (citado por Sorensen, Max, “Manual de Derecho Internacional Público”, trad. a cargo de la Dotación Carnegie para la Paz Internacional, Fondo de Cultura Económica, México, 1992, 4ta. reimpresión de la 1ra. edición castellana, p. 493, sin cursiva en el original).

Sobre la cuestión de la responsabilidad del individuo frente a actos delictivos para el derecho internacional y, en particular, sobre el criterio seguido en el juicio de Nüremberg, opinan L. Oppenheim y H. Lauterpacht que “Puesto que los Estados son los sujetos normales del derecho internacional, ellos –y ellos únicamente– son, por regla general, los sujetos de los actos delictivos internacionales. Por otra parte, en la medida en que se reconoce personalmente a los individuos como sujetos de obligaciones internacionales, y, por consiguiente, del derecho internacional, es también preciso reconocerlos como sujetos de los actos delictivos internacionales. Así ocurre, no solamente en los casos de piratería y otros semejantes de limitado alcance. Especialmente el derecho de guerra se basa por entero en el supuesto de que sus prescripciones obligan no solamente a los Estados, sino también a sus nacionales, pertenezcan o no a sus fuerzas armadas. Desde este punto de vista, la Carta aneja al acuerdo del 8 de agosto de 1945 relativa al castigo de los grandes criminales de guerra del Eje europeo no constituía ninguna innovación al establecer responsabilidad individual por los verdaderos crímenes de guerra y por los que calificaba de crímenes contra la humanidad” (Ver, “Tratado de Derecho Internacional Público”, trad. al español por López Olivan J. y Castro–Rial, J.M., Barcelona, Bosch, 1961, t. I, vol. 1, parág. 153 a ps. 361/362, citado por Schiffrin, L., en el fallo cit., p. 336/7).


El tribunal de Nüremberg, al fundar la responsabilidad individual de las personas que cometen los actos reputados delictivos por el derecho internacional, rechazó la pretensión de eximir de responsabilidad a quienes ocupaban cargos oficiales y a quienes alegaban haber cumplido órdenes superiores. Dijo el tribunal que: “El principio de derecho internacional que, en ciertas circunstancias, protege a los representantes de un Estado, no puede aplicarse a los actos que tal derecho condena como criminales. Los autores de dichos actos no pueden resguardarse tras sus cargos oficiales para librarse de la sanción de los juicios apropiados... Quien viola las leyes de la guerra no puede lograr inmunidad por el sólo hecho de actuar en obediencia a la autoridad del Estado, cuando el Estado, al autorizar su actuación, sobrepasa su competencia según el derecho internacional... El hecho de que se ordene a un soldado que mate o torture, en violación de la ley internacional de la guerra, jamás se ha reconocido como una defensa de tales actos de brutalidad, aunque la orden... pueda ser tenida en cuenta para mitigar la sanción” (Ver, Sorensen, Max, op. cit., ps. 493/4).

No cabe aquí detenerse en la discusión que el juicio de Nüremberg originó sobre todo en los ámbitos académicos de todo el mundo respecto de la aplicación del derecho realizada en ese proceso, la constitución misma del tribunal y diversos aspectos relativos al juicio sobre los que existe una copiosa literatura. En todo caso, hoy en día el juicio de Nüremberg, su sentencia y, como veremos, su amplia ratificación por la comunidad internacional, deben ser vistos como una etapa a partir de la cual el desarrollo del derecho internacional humanitario y el derecho penal internacional, se consolida y se cristaliza en un conjunto de reglas y principios cuyo pleno valor jurídico puede –al menos, de allí en más– considerarse innegable.

Antes de pasar a la ratificación que la comunidad internacional hizo del juicio, de la sentencia y de los principios en los que se basaron, es útil recordar que, además del proceso llevado a cabo frente al tribunal deNüremberg –que comprendió a quienes se señaló como los principales responsables de los crímenes–, se sustanciaron numerosos procesos ante cortes creadas en territorio alemán por las fuerzas de ocupación y ante los tribunales nacionales de los países que habían sido invadidos por el ejército nazi. 
Los procesos realizados en las zonas de ocupación por parte de Estados Unidos, la Unión Soviética, Francia y Gran Bretaña, cada uno en la porción de territorio bajo su control, fueron dispuestos por la Ley 10 del Consejo de Control Aliado, del 20 de diciembre de 1945. También en ellos los crímenes de derecho internacional se dividieron en crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, de modo similar al que se había establecido en el Estatuto del tribunal de Nüremberg. En los juicios sustanciados ante esas cortes se dictaron cerca de 15.000 condenas (Cfr., Bassiouni, op. cit., p. 18). Con posterioridad, Alemania continuó (y continúa) con los procesos a través de sus tribunales internos.

Por otra parte, el número de procesos realizados fuera de Alemania, por varios de los países aliados, fue, según un informe de la Comisión de Crímenes de Guerra de las Naciones Unidas el siguiente: “Estados Unidos, 809; Gran Bretaña, 524; Australia, 256; Francia, 254; Países Bajos, 30, Polonia, 24, Noruega, 9; Canadá, 4; China, 1” (Idem). En dichos procesos, cada una de las jurisdicciones funcionó, en materia procedimental, con arreglo a sus propias reglas (Cfr., Consigli, José Alejandro y Valladares, Gabriel Pablo, “Los Tribunales Internacionales para ex Yugoslavia y Ruanda, precursores necesarios de la Corte Penal Internacional”, en “Revista Jurídica de Buenos Aires”, La Ley, Buenos Aires, 1998, I–II, p. 61, nota 7). 

Finalmente, cabe mencionar a los juicios llevados a cabo ante el Tribunal Militar Internacional para el Lejano Oeste, con sede en Tokyo, donde, ante un tribunal integrado por jueces de Australia, Canadá, China, Francia, Gran Bretaña, India, Holanda, Nueva Zelandia, Filipinas, Unión Soviética y Estados Unidos que juzgó a 28 personas sobre la base de una definición tripartita de las infracciones al derecho internacional similar a la utilizada en Nüremberg y condenó a muerte a siete de ellas (Ver, Bassiouni, cit., p. 19).





C) Aceptación universal 
del Derecho Penal Internacional


Como fuera dicho unos párrafos más arriba, los principios jurídicos utilizados en el juicio de Nüremberg y en la sentencia del Tribunal, fueron apoyados y reafirmados expresamente por la comunidad internacional, incluida la República Argentina. 

En efecto, pocos meses después de la firma de la Carta de las Naciones Unidas (26 de junio de 1945) y en pleno desarrollo del juicio de Nüremberg, la Asamblea General de la O.N.U. adoptó, el 13 de febrero de 1946 la Resolución 3 (I), sobre “Extradición y castigo de criminales de guerra”, en la que “toma conocimiento de la definición de los crímenes de guerra, contra la paz y contra la Humanidad tal como figuran en el Estatuto del Tribunal Militar de Nüremberg de 8 de agosto de 1945” e insta a todos los países a tomar las medidas necesarias para detener a las personas acusadas de tales crímenes y enviarlas a los países donde los cometieron para que sean juzgadas.

Asimismo, una vez finalizado el juicio, luego de que el Secretario General de la Naciones Unidas, Trygve Lie, propusiera en octubre de 1946 que los “Principios de Nüremberg” fueran adoptados como parte del derecho internacional, la Asamblea General de las O.N.U. (de la que ya formaba parte la República Argentina), adoptó, por unanimidad, en la sesión del 11 de diciembre de 1946, la Resolución 95 (I) titulada “Confirmación de los principios de Derecho Internacional reconocidos por el Estatuto del Tribunal de Nüremberg”. En dicha resolución adoptada, como se dijo, por unanimidad, no sólo se ratificaron los principios jurídicos contenidos en el Estatuto del Tribunal de Nüremberg y en su sentencia con la intención de que se hicieran parte permanente del derecho internacional (ver. Friedman, Leon, “Law of War”, Ney York, Random House, 1972, t. II, ps. 1027/1028; citado por Schiffrin, en el fallo cit., p. 336), sino que, asimismo, instruye al Comité de Codificación de Derecho Internacional establecido por la Asamblea General ese mismo día, para que trate como un asunto de importancia primordial, los planes para la formulación en el contexto de una codificación general de delitos contra la paz y la seguridad de la humanidad o de un Código Criminal Internacional conteniendo los principios reconocidos en el Estatuto del Tribunal de Nüremberg y en las sentencias de dicho Tribunal.

No puede dejar de mencionarse aquí que en el ámbito americano se llevó a cabo, en la ciudad de Chapultepec, entre los meses de febrero y marzo de 1945, la “Conferencia Americana sobre Problemas de la Guerra y la Paz”. En el Acta Final se calificó a los crímenes cometidos durante la Segunda Guerra Mundial como “horrendos crímenes en violación de las leyes de la guerra, de los tratados existentes, de los preceptos del Derecho Internacional, de los códigos penales de las naciones civilizadas y de los conceptos de civilización”. Asimismo, en su Resolución VI, denominada “Crímenes de Guerra”, los países americanos expresaron su adhesión a las declaraciones de los gobiernos aliados “...en el sentido de que los culpables, responsables y cómplices de tales crímenes sean juzgados y condenados” (cfr., Sancinetti, Marcelo y Ferrante, Marcelo, “El derecho penal en la protección de los derechos humanos”, Hammurabi, Buenos Aires, 1999, p. 438). 

La República Argentina adhirió al Acta Final de la Conferencia de Chapultepec mediante el decreto 6945 del 27 de marzo de 1945, ratificado por la ley 12.837. En el decreto ratificatorio, el Estado Argentino manifestó “Que los considerandos del Acta de Chapultepec y los principios que enumera como incorporados al derecho internacional de nuestro continente desde 1890, han orientado la política exterior de la Nación y coinciden con los postulados de la doctrina internacional argentina”.

Durante el año 1947, la Asamblea General de las Naciones Unidas dictó, el día 31 de octubre, la Resolución 170 (II), en la que reiteró lo expresado en las dos resoluciones citadas anteriormente, y, el 21 de noviembre, aprobó la Resolución 177 (II) sobre “Formulación de los principios reconocidos en el Estatuto y por las sentencias del Tribunal de Nüremberg” (Ibídem, ps. 437/8). Mediante esta última, encomendó a la Comisión de Derecho Internacional que formule los principios de Derecho Internacional reconocidos por el Estatuto y por las sentencias del Tribunal de Nüremberg.

La Comisión de Derecho Internacional cumpliendo con dicho mandato, entre junio y julio de 1950, formuló los “Principios de Nüremberg” del modo que sigue:

Principio I. Toda persona que cometa un acto que constituya un delito dentro del Derecho Internacional es responsable por él y está sujeto a sanción.

Principio II. El hecho de que el Derecho nacional no sancione con pena un acto que constituya un delito dentro del Derecho Internacional no exime a su autor de responsabilidad frente al Derecho Internacional.

Principio III. La circunstancia de que una persona que haya cometido un acto que constituya un crimen conforme al Derecho Internacional, haya actuado como Jefe de Estado o como funcionario público, no le exime de responsabilidad.

Principio IV. El hecho de que una persona haya actuado en cumplimiento de una orden de su Gobierno o de un superior no lo exime de responsabilidadconforme al Derecho Internacional, siempre que de hecho haya tenido la posibilidad de elección moral. Sin embargo, esta circunstancia puede ser tomada en consideración para atenuar la pena si la justicia así lo requiere.

Principio V. Toda persona acusada de un delito conforme al Derecho Internacional, tiene derecho a un juicio imparcial sobre los hechos y sobre el derecho.

Principio VI. Los crímenes contra la paz, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad son punibles bajo el Derecho Internacional (se describen esos crímenes tal como se describieron en el art. 6 del Estatuto del Tribunal de Nüremberg).

Principio VII. La complicidad en la perpetración de un crimen contra la paz, un crimen de guerra o un crimen contra la Humanidad de los enumerados en el Principio VI es un crimen para el Derecho Internacional (Ver, Zuppi, A.L., cit., ps. 51/2).





D) Consolidación del 
Derecho Penal Internacional y de sus principios

Luego de la Segunda Guerra Mundial se fue gestando y consolidando paulatinamente la idea de que la protección de los derechos fundamentales del hombre está a cargo del conjunto de las naciones y que, por lo tanto, ya no existe “el derecho natural de cada soberano de transformarse en un monstruo para con sus propios súbditos”. Precisamente, uno de los rasgos que identifican al estado, en tanto agente con poder sobre las personas, es el de ser una fuente potencial de conductas violatorias de los derechos fundamentales del hombre. La comunidad internacional, entonces, expresa su interés en la protección de las personas incluso frente a actos cometidos por órganos del propio estado al cual pertenecen. En consecuencia, la comisión de conductas que merezcan ser calificadas como “crímenes de derecho internacional” ya no es una cuestión que interesa sólo al estado donde tales conductas tienen lugar sino que compete al conjunto de las naciones. 

Es por ello que se considera a los crímenes contra la humanidad como “...delitos que afectan indistintamente a todos los Estados, en su carácter de miembros de la comunidad internacional. En esta clase de hechos están interesados por igual todos o un gran número de Estados” (Cfr., Díaz Cisneros, César, “Derecho Internacional Público”, Tea, Buenos Aires, 1955, t. I, p. 282). Una de las consecuencias de lo anterior es, como se verá, que desde el punto de vista del derecho internacional, todos los estados tienen jurisdicción para el juzgamiento y sanción de tales crímenes (jurisdicción universal). 

En el período posterior a la Segunda Guerra Mundial se consolida la aceptación universal de que existen conductas que deben ser calificadas como “crímenes contra el derecho internacional” que dan lugar a la responsabilidad personal de quienes sean sus autores o cómplices y se avanza en su definición. Algunas conductas que cabe considerar incluidas en dicha categoría general o en la de “crímenes contra la humanidad” son objeto de convenciones específicas (como el genocidio, el uso de la tortura oficial, la práctica de desaparición forzada de personas) que, en general, cristalizan, al menos parcialmente, el contenido del derecho internacional consuetudinario. 

Asimismo, se crean organizaciones internacionales de alcance universal (como las Naciones Unidas) o regional (como la Organización de Estados Americanos) y se intenta la sanción de un Código Penal Internacional y la creación de un Tribunal Penal Internacional.

El 26 de junio de 1945 se firmó la “Carta de las Naciones Unidas” (aprobada por el Congreso de la Nación el 8 de septiembre de ese año mediante la ley 12.195), en la que “los pueblos de las Naciones Unidas” se manifiestan resueltos a “reafirmar la fe en los derechos fundamentales delhombre, en la dignidad y el valor de la persona humana” y a “crear condiciones bajo las cuales puedan mantenerse la justicia y el respeto a las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes del derecho internacional”. 

Sobre esta base, anuncian como propósito “Realizar la cooperación internacional...en el desarrollo y estímulo del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión” (art. 1.3). 

De modo concordante, en el art. 55 de la Carta se establece que “Con el propósito de crear las condiciones de estabilidad y bienestar necesarias para las relaciones pacíficas y amistosas entre las naciones...la Organización promoverá:...c) el respeto universal a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión, y a la efectividad de tales derechos y libertades”.

Asimismo, conforme el artículo 56, “Todos los miembros se comprometen a tomar medidas, conjunta o separadamente, en cooperación con la Organización, para la realización de los propósitos consignados en el artículo 55”.

Sobre esta última norma, se ha dicho que “Esta es la primera, y única, obligación impuesta a los Estados miembros y asumidas por ellos al ratificar la Carta. Consiste en adoptar medidas para realizar el respeto universal y la efectividad de los derechos humanos” y sobre su alcance, “Hay, por lo menos, acuerdo general en que las prácticas de obstrucción sistemática y de rechazo total de las recomendaciones de las Naciones Unidas contravienen lo dispuesto en el artículo 56” (Cfr., Pinto, Mónica, “Temas de derechos humanos”, Ed. del Puerto, Buenos Aires, 1997, p. 20, sin cursiva en el original).

Por otra parte, como sostuvo el juez Kaufman en un caso relevante de la jurisprudencia norteamericana, “Filártiga v. Peña Irala”, “los artículos 55 y 56 de la Carta señalan claramente que el trato que un Estado dé a sus nacionales es una cuestión de interés internacional” (Ibídem, p. 31). 

Sobre el valor del art. 55 de la Carta de las Naciones Unidas existe un precedente jurisprudencial de 1950 en el que la Corte Internacional de Justicia (creada por la Carta de las Naciones Unidas; la República Argentina se sometió a su jurisdicción mediante el decreto 21.195 del 8/9/45) rechazó el planteo formulado por Bulgaria, Hungría y Rumania, quienes alegaban que la Asamblea General de la ONU al solicitar una opinión consultiva sobre cuestiones relativas a los derechos humanos, se había excedido en su competencia al intervenir en asuntos de jurisdicción interna, violando de este modo lo dispuesto en el art. 2.7 de la Carta. La C.I.J. entendió que la Asamblea General tenía competencia para ello en virtud de lo dispuesto en el art. 55 de la Carta que dispone que las Naciones Unidas “...deberán promover el respeto universal y la observancia de los derechos humanos y las libertades fundamentales para todos” (Ver, Caso Interpretation of Peace Treaties”, I.C.J. Rep., 1950, p. 65 y 221; citado por Zuppi, A. L., “La jurisdicción universal para el juzgamiento de crímenes contra el derecho internacional”, en Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal, Ad–hoc, Buenos Aires, n 9, p. 402).

Sin embargo, el contenido de la expresión “derechos humanos y libertades fundamentales” y, por lo tanto, el de la obligación que emana del art. 56, no surge expresamente de la Carta. Su contenido será fijado principalmente por un texto que debe entenderse complementario de la Carta de las Naciones Unidas. Se trata de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. En los considerandos de su Preámbulo se afirma que “el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”. En consecuencia, la Declaración enumera un conjunto de derechos que se reconocen a la persona humana como tal. Entre las disposiciones que más interesan a los efectos del presente caso, pueden citarse las siguientes:

Art. 2. 1. “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de.... opinión política o de cualquier otra índole...”

Art. 3. “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”.

Art. 5. “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”.

Art. 8. “Toda persona tiene derecho a un recurso efectivo, ante los tribunales nacionales competentes, que la ampare contra actos que violen sus derechos fundamentales reconocidos por la constitución o por la ley”

Art. 9. “Nadie podrá ser arbitrariamente detenido, preso ni desterrado”.

Art. 10. “Toda persona tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal”

Art. 11. 1. “Toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa”

Art. 12. “Nadie será objeto de ingerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales ingerencias o ataques”.


Como puede observarse, la Declaración Universal de los Derechos Humanos “...enuncia un conjunto de bienes a los que ‘todo ser humano tiene derecho’ en las condiciones establecidas en su art. 2. Junto a las cláusulas de esa estructura, se incorporan otras en las que se describen actos de los que ‘nadie puede’ ser objeto. La mayor precisión de éstas las hace más valiosas como instrumentos de enjuiciamiento de conductas estatales, en tanto la oposición a ellas surge sin necesidad de mediación” (Cfr., Sancinetti, M. y Ferrante M., op. cit., p. 384, sin negrita en el original).

Si bien, en líneas generales, el contenido del derecho internacional humanitario y del derecho penal internacional ha surgido, en primer término, como costumbre internacional y luego (como cristalización total o parcial de esa costumbre), ha pasado a formar parte del derecho internacional convencional, con relación a la Declaración Universal de Derechos Humanos se ha observado el proceso inverso. Así, “...en el momento de su adopción, la Declaración adelanta una opinio juris -conciencia de obligatoriedad, expresión del deber ser– a la que la práctica internacional debe adecuarse con miras a la cristalización, en algún momento posterior, de una costumbre internacional. Trátase de una inversión en el orden en que cronológicamente suelen darse los elementos constitutivos de la norma consuetudinaria internacional” (Cfr., Pinto, M., op. cit., ps. 35/6). 

Algunos años después de su aprobación, la Declaración Universal de los Derechos Humanos ha adquirido sin ninguna duda fuerza obligatoria para los Estados y sus cláusulas esenciales forman parte del derecho internacional general.

Ya en el año 1949 la Asamblea General de las Naciones Unidas juzgaban que la conducta de un Estado “no se ajustaba a la Carta” (Cfr., caso de “las esposas rusas, res. A.G. 265 (III), 14/5/49, cit. en Sancinetti, M. y Ferrante, M., op. cit., p. 386).Cabe mencionar también la “Proclamación de Teherán”, efectuada por la Conferencia Internacional de Derechos Humanos el 13 de mayo de 1968 en la que se “Declara solemnemente que... La Declaración Universal de los Derechos Humanos enuncia una concepción común a todos los pueblos de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana y la declara obligatoria para la comunidad internacional”.

En similar sentido se pronunció la Corte Internacional de Justicia en 1970 en el caso “Barcelona Traction Light and Power Company, Limited” en el que se afirmó que de la Declaración Universal de los Derechos Humanos nacían obligaciones erga omnes para los Estados (Cfr. C.I.J. Recueil 1970, sentencia del 5/2/70, §§ 33 y 34, Idem).

Asimismo, en el caso “Fernández c/Wilkinson”, la Corte de Distrito de Kansas consideró que “las pautas establecidas en la Declaración Universal de Derechos Humanos, aún cuando al inicio fueran sólo declarativas y no vinculantes, hoy a través de la aceptación de sus efectos normativos que han hecho las naciones, se ha transformado en derecho consuetudinario vinculante” y agregó que “Los principios del derecho internacional consuetudinario pueden distinguirse a través del enfoque general de expresas convenciones internacionales, las opiniones de la doctrina, la costumbre y práctica general de las naciones y las decisiones judiciales relevantes” (Cfr. “Pedro Rodríguez Fernández c/George Wilkinson”, United Stated District Court, D, Kansas, dic. 31–1980; citado por Colautti, Carlos E., “Los Tratados Internacionales y la Constitución Nacional”, ed. La Ley, Buenos Aires, 1999, p. 47). 

Lo dicho, permite afirmar que “...existe preponderante evidencia para sostener que la Declaración Universal ha sido entendida y aceptada por los Estados como obligatoria a lo largo de un considerable espacio de tiempo... debe advertirse que cuando afirmó que los derechos enunciados en la declaración son parte del derecho consuetudinario internacional, se está afirmando que todos los Estados son responsables internacionalmente de cualquier violación que se les atribuya de dichos derechos, cometida por sus funcionarios o por personas actuando bajo autoridad oficial. Pero también serán responsables por condonar o apoyar tales violaciones. A pesar de su carácter inicialmente enunciativo, la Declaración Universal ha obtenido un grado de consenso internacional que puede ser estimado como motor esencial en el régimen de derechos humanos de la posguerra” (Cfr. Zuppi, A. L., “La jurisdicción extraterritorial...”, cit., ps.40/1).

No se requiere un gran esfuerzo para advertir la contradicción manifiesta entre las prácticas desarrolladas en el marco del sistema clandestino de represión (1976–1983) implementado por las autoridades de facto que gobernaban el Estado Argentino y la enunciación de los actos de los que “nadie puede” ser objeto según la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. 

Según se afirmó en párrafos anteriores, las conductas que fueron consideradas crímenes contra el derecho internacional en el art. 6 del Estatuto del Tribunal de Nüremberg, en su sentencia y en las resoluciones 3 (I) y 95 (I) de la Asamblea General de las Naciones Unidas, así como los principios jurídicos que en esos instrumentos se exponen (sintetizados en 1950 por la C.D.I. bajo el rótulo de “Principios de Nüremberg”), además de consolidarse como categorías propias del derecho internacional consuetudinario, fueron luego de la Segunda Guerra Mundial objeto de convenciones particulares y de diversos instrumentos internacionales. En este sentido, algunas de las conductas que pueden considerarse incluidas dentro de la categoría general de “crímenes contra la humanidad” fueron especialmente seleccionadas y tratadas en forma particular en convenciones y en otros instrumentos internacionales (p. ej. resoluciones de las Naciones Unidas y fallos de cortes nacionales y de organismos internacionales). Debe insistirse en que, además del valor que poseen con relación a los Estados que los suscriben o respecto de las partes involucradas en los casos que son materia de pronunciamiento por parte de los tribunales o cortes nacionales o internacionales, estos instrumentos de derecho internacional pueden ser leídos como precedentes que expresan total o parcialmente el contenido de normas que ya formaban parte de la costumbre internacional o del derecho internacional general o bien como manifestaciones que contribuyen a su formación.
Dentro de este proceso, cabe mencionar a la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, adoptada y abierta a la firma y ratificación por la Asamblea General de las Naciones Unidas, mediante la resolución 260 A (III) del 9 de diciembre de 1948.

Tal como se expone en los considerandos de la Convención, el genocidio ya había sido objeto de pronunciamiento por parte de la Asamblea General a través de la resolución 96 (I) del 11 de diciembre de 1946, en la que ya se calificaba al genocidio como “crimen de derecho internacional”. En efecto, según la res. 96 (I), “el genocidio es un crimen de derecho internacional que el mundo civilizado condena y por el cual los autores y sus cómplices deberán ser castigados, ya sean éstos individuos particulares, funcionarios públicos o estadistas y el crimen que haya cometido sea por motivos religiosos, raciales o políticos, o de cualquier otra naturaleza”. 


En la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, a la que la República Argentina adhirió el 9 de abril de 1956 mediante el decreto–ley 6286, “Las Partes contratantes confirman que el genocidio, ya sea cometido en tiempo de paz o en tiempo de guerra, es un delito de derecho internacional que ellas se comprometen a prevenir y a sancionar”. 

El texto transcripto, que corresponde al art. 1 de la Convención, implica la ratificación expresa por parte de las naciones que adhirieron a la Convención (entre ellas Argentina) de la categoría de los “delitos de derecho internacional”; a su vez, se reconoce que el genocidio integra esa categoría y que ya la integraba con anterioridad a la firma de la Convención como parte integrante del derecho consuetudinario (ello surge de la expresión “Las Partes...confirman”). A su vez, se afirma que el genocidio se considera un crimen tanto si se comete en tiempo de guerra como en tiempo de paz. 

A los efectos de la Convención, “...se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal: a) Matanza de miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; e) Traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo” (art. 2).

Según se dispone en el artículo 3 “serán castigados”, además del genocidio, la asociación para cometer genocidio, la instigación directa y pública a cometer genocidio, la tentativa de genocidio y la complicidad para cometerlo. El artículo siguiente ratifica, en términos imperativos, que “las personas” (responsabilidad personal) que cometan genocidio o las conductas enumeradas en el art. 3 “serán castigadas”. 

El modo en que se llevará a cabo el castigo, según la Convención, consiste en una doble vía: por un lado, estará a cargo del Estado en cuyo territorio el acto fue cometido (art. 6), a cuyo fin las Partes contratantes se comprometen a establecer “sanciones penales eficaces” (art. 5) (a esto debe agregarse la obligación de “prevenir y sancionar” que surge del art. 1), y, por otro lado, el castigo a las personas responsables de genocidio o de las conductas descriptas en el art. 3,estará a cargo de “la corte penal internacional que sea competente respecto a aquellas Partes contratantes que hayan reconocido su jurisdicción” (art. 6).

Si bien los intentos por establecer una corte penal internacional no han sido fructíferos (aunque en el presente está en vías de concreción la puesta en marcha del Tribunal Penal Internacional, cuyo Estatuto fue aprobado en Roma el 17 de julio 1998 con la adhesión de la República Argentina), la mención efectuada en el art. 6 de la Convención a la competencia de una corte penal internacional refleja la idea que, ya por ese entonces, se anunciaba como aspiración para un futuro inmediato. Asimismo, más allá de que no se haya concretado inmediatamente el establecimiento de dicha corte, lo expresado en el artículo mencionado confirma nuevamente el principio de la responsabilidad de los individuos frente al derecho penal internacional, sea que el juzgamiento de los responsables esté a cargo de un Estado particular o bien se lleve a cabo por parte de un tribunal internacional. 

La Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio fue el primer tratado que, luego de la Segunda Guerra Mundial, se refirió a un crimen de derecho internacional. En ella ya se establece expresamente que no se requiere la conexión con un crimen de guerra para que se configure un delito de derecho internacional. Así, en su artículo 1 se deja sentado que el genocidio es un delito de derecho internacional sea que se cometa en tiempo de paz o en tiempo de guerra.

Sucede que el requisito de la conexión con un crimen de guerra fue una exigencia que fijó el tribunal de Nüremberg para determinar los “crímenes contra la humanidad” que entraban dentro de su competencia, pero ello no implicaba que fuera un requisito necesario para la definición de los crímenes de derecho internacional y, en particular, para la definición del conjunto de conductas que se consideran “crímenes contra la humanidad”.

A este respecto, se afirmó en el fallo pronunciado por la Cámara de los Lores del Reino Unido, del 24 de marzo de 1999, al referirse a la extradición de Augusto Pinochet solicitada por España, que “El Tribunal de Nüremberg decidió que los crímenes contra la humanidad caían dentro de su jurisdicción sólo si eran cometidos en la ejecución de o en conexión con crímenes de guerra o crímenes contra la paz. Pero parece que esta ha sido una restricción jurisdiccional basada en el lenguaje de la Carta. No hay razones para suponer que era considerada un requerimiento esencial del derecho internacional” (Cfr. voto de Lord Millet en “La Reina c/Evans y otro y el Comisionado de Policía de la Metrópolis y otros ex parte Pinochet”, en “Suplemento Especial de Derecho Constitucional. Caso Pinochet”, La Ley, Buenos Aires, 11 de septiembre de 2000, p. 105). 

Este requisito de “conexión” no fue exigido por la Ley 10 del Consejo de Control Aliado, ni se encuentra en el Proyecto de Crímenes contra la Paz y la Seguridad de la Humanidad, elaborado por la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas en 1954; tampoco aparecerá luego en convenciones posteriores como la mencionada relativa al crimen de genocidio (1948), en la Convención sobre imprescriptibilidad de crímenes de guerra y de los lesa humanidad (1968) o en las referidas a la prohibición del apartheid (1973) y la tortura (1984).

Ello también fue reconocido, entre otros, por la Corte de Casación Francesa en el proceso que se le siguió a Klaus Barbie y en el reciente caso “Prosecutor v Tadic” fallado por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (Cfr., Zuppi, A. L., “La jurisdicción universal...”, cit., p. 402).

En el año 1951, la Corte Internacional de Justicia tuvo oportunidad de referirse al valor jurídico de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio en el conocido “Caso de las Reservas a la Convención de Genocidio”. En ese fallo la C.I.J. “...determinó que losprincipios que subyacían a la Convención eran reconocidos como obligatorios por las naciones civilizadas, aún en el caso de no existir una obligación convencional que los impusiera así como definitivamente universales en su contenido” (Cfr. Zuppi, A. L., “La jurisdicción universal...”, cit., p. 399) 

Este fallo ratifica la vigencia y obligatoriedad de ciertas normas del derecho internacional más allá de todo acuerdo convencional y muestra una vez más lo ya dicho reiteradamente acerca de que en no pocas oportunidades los textos convencionales recogen y expresan, total o parcialmente, principios y reglas de derecho ya reconocidos como obligatorios por el derecho consuetudinario. 

Luego de la Convención sobre genocidio, se suscribieron las cuatro Convenciones de Ginebra sobre derecho humanitario bélico, firmadas el 12 de agosto de 1949 (ratificadas por nuestro país mediante el decreto–ley 14.442 del 9 de agosto de 1956, ratificado por ley 14.467). En ellas también se estableció claramente el principio de la responsabilidad de los individuos, entre otros principios de vital importancia para el derecho penal internacional.

Las cuatro convenciones son el “Convenio para mejorar la suerte de los heridos y enfermos en las fuerzas armadas en campaña” (I), el “Convenio para mejorar la suerte de los heridos, enfermos y náufragos de las fuerzas armadas en el mar” (II), el “Convenio relativo al trato de los prisioneros de guerra” (II) y el “Convenio relativo a la protección de personas civiles en tiempo de guerra” (IV). A estos convenios deben sumarse los Protocolos Adicionales de 1977 que los complementan.

Además de las disposiciones relativas a conflictos internacionales los cuatro convenios contienen una disposición común en el art. 3 de cada uno de ellos relativa a la protección de personas que no tomen parte en las hostilidades o que estén ya fuera de combate en casos de conflictos armados sin carácter internacional. 

Se dispone en esos casos que dichas personas “serán tratadas con humanidad, sin distinción alguna... A tal efecto, están y quedan prohibidas, en cualquier tiempo y lugar, respecto a las personas arriba mencionadas: 

a) los atentados a la vida y a la integridad corporal, especialmente el homicidio, en todas sus formas, las mutilaciones, los tratos crueles, torturas y suplicios;
b) la toma de rehenes;
c) los atentados a la dignidad personal, especialmente los tratos humillantes y degradantes;
d) las condenas dictadas y las ejecuciones efectuadas sin previo juicio, emitido por un tribunal regularmente constituido, provisto de garantías judiciales reconocidas como indispensables por los pueblos civilizados”.

Esta regulación de la protección de las personas en conflictos armados sin carácter internacional, sumada al catálogo de “infracciones graves” que más abajo se describirá, es interesante observarla con relación a la pretensión de que los hechos descriptos en el punto II ocurrieron en el marco de un conflicto armado –pretensión que pese a ser claramente insostenible no ha dejado de ser mencionada–. Queda claro que, aún si ese hubiese sido el contexto, el carácter de crímenes de derecho internacional de los hechos está fuera de toda duda (así lo hace ver también Marcelo Sancinetti, en “Derechos Humanos en la Argentina Post–dictatorial”, Lerner, Buenos Aires, 1988, ps.124 y ss.).

En los cuatro convenios se fija un catálogo de conductas que se consideran “infracciones graves”, respecto de las cuales se establece la obligación para los estados parte de imponer sanciones penales adecuadas a las personas que hayan cometido o hayan dado la orden de cometer alguna de las conductas que se consideran “infracciones graves”. A su vez se establecen el principio de la jurisdicción universal para juzgar este tipo de conductas y la regla “aut dedere, aut judicare” (juzgar o entregar para que otro juzgue) que ya Hugo Grocio consideraba en 1624 como “civitas maxima” del derecho de gentes (Cfr., Bassiouni, Ch., op. cit., p. 38).

En efecto, en los cuatro convenios de Ginebra de 1949, se expresa que cada Parte contratante tendrá la obligación de buscar a las personas acusadas de “infracciones graves” y de llevarlas ante sus tribunales nacionales fuere cual fuere la nacionalidad de ellas o bien, si el estado que tiene en poder a personas acusadas lo prefiere, puede entregarlas para enjuiciamiento a otra Parte contratante “siempre que esta última parte haya formulado contra las personas de referencia cargos suficientes” (ver arts. 49, 50, 130 y 147 de los Convenios I a IV respectivamente).

Las “infracciones graves” a las que se refieren las obligaciones mencionadas se determinan en los artículos subsiguientes a los recién citados, de modo similar en los cuatro convenios. 

Se consideran “infracciones graves” cualquiera de los siguientes actos cometidos contra las personas o bienes que los convenios protegen: homicidio intencional, tortura o tratos inhumanos, incluso las experiencias biológicas, el causar intencionalmente grandes sufrimientos o realizar atentados graves a la integridad física o a la salud, la destrucción y apropiación de bienes, no justificadas por necesidades militares y ejecutadas en gran escala de manera ilícita y arbitraria.

Cabe observar también que tanto el tercer convenio de Ginebra como el Protocolo Adicional I establecen de modo concordante con los principios aceptados a partir de Nüremberg que las condenas penales pueden basarse tanto en violaciones a normas penales de derecho doméstico de los estados como en la infracción a una norma internacional que califica de crimen al acto de que se trate.

En efecto, el art. 99 del tercer Convenio de Ginebra establece que “A ningún prisionero podrá incoársele procedimiento judicial o condenársele por un acto que no se halle expresamente reprimido por la legislación de la Potencia en cuyo poder esté o por el derecho internacional vigente a la fecha en que se haya cometido el dicho acto”. 

A su vez, el art. 75 (4) c) del Protocolo Adicional I expresa que: “Nadie será acusado o condenado por actos u omisiones que no fueran delictivos según el derecho nacional o internacional que le fuera aplicable en el momento de cometerse”.

Una cláusula similar había sido incluida ya en la Declaración Universal de los Derechos Humanos cuando en su art. 11.2 se estableció que “Nadie será condenado por actos u omisiones que en el momento de cometerse no fueron delictivos según el Derecho nacional o internacional”. Esta disposición de la Declaración Universal fue incorporada, según se afirma en un estudio destinado a identificar las normas de ius cogens contenidas en la Declaración Universal, “para despejar toda duda sobre los procesos de Nüremberg y de Tokio” y “para asegurar que nadie escapará al castigo por crímenes del derecho internacional por el hecho de alegar que el acto era legal conforme al derecho nacional” (Cfr., Lillich, Richard. B., “Civil Rights”, en Human Rights in International Law. Legal and Policy Issues”, editado por Theodor Meron, Clarendon Press–Oxford, 1985, p. 115 y ss., citado en Mattarollo, R., op. cit, p. 14, nota 27).

Los cuatro convenios de Ginebra mantienen, como ya se adelantó, el contenido de la que en su momento se denominó “Cláusula Martens”, que implica reconocer al “derecho de gentes” como marco normativo que protege a las personas con independencia de cualquier disposición convencional. En los convenios se expresa que su denuncia por una parte contratante “No tendrá efecto alguno sobre las obligaciones que las Partes contendientes habrán de cumplir en virtud de los principios del derecho de gentes, talesy como resultan de los usos establecidos entre naciones civilizadas, de las leyes de la humanidad y de las exigencias de la conciencia pública” (Ver, arts. 63, 62, 142 y 158 de los Convenios I a IV, respectivamente).

Con relación a esta remisión que los Convenios de Ginebra de 1949 hacen a las obligaciones que los Estados tienen en virtud del derecho de gentes, es importante destacar que, más allá del enorme valor contractual que poseen los convenios (a la fecha, más de 130 países los ratificaron), también se ha reconocido el carácter consuetudinario de sus disposiciones, en tanto expresan los principios generales esenciales del derecho internacional humanitario (Cfr. Corte Internacional de Justicia, “Affair des activés millitaires au Nicaragua”, Reports 1986, parág. 218; citado en “Priebke”, J.A. 1996–I, ps. 331 y ss., voto del Dr. Bossert, consid. 46, p 352).


En consecuencia, es posible afirmar que en las cuestiones centrales reguladas por los Convenios puede observarse, como sucede en el caso de otros instrumentos, una coincidencia sustancial entre el contenido de las disposiciones contractuales y el que cabe asignarle al derecho consuetudinario referido a la materia y que integra el llamado derecho de gentes.

Lo dicho adquiere una particular relevancia si se repara en el hecho de que al incorporarse esta mención a las obligaciones que los Estados tienen en virtud del derecho de gentes, los numerosos Estados que han firmado dichos Convenios han ratificado de modo expreso la vigencia del derecho de gentes con independencia de cualquier vínculo contractual.

Al respecto, se ha afirmado con relación a nuestro país que “La Argentina al ratificar los cuatro Convenios de Ginebra de 1949 ha reconocido expresamente este carácter no derogable del derecho de gentes en el ámbito del derecho internacional humanitario, aún en el supuesto de la denuncia de los Convenios” (Cfr., Mattarollo, R., op. cit., p. 10).





E) El reconocimiento de 
normas imperativas para los estados 
(ius cogens y obligaciones erga omnes)


Esta idea del “carácter no derogable” del derecho de gentes puede ser vinculada a la de la aceptación por parte de la comunidad internacional de la existencia de principios y normas jurídicas de carácter imperativo para los Estados, que rigen aun contra su voluntad, y de los que éstos no pueden sustraerse.

Ya en 1937 “...un artículo de Verdross intentaba probar que en el derecho internacional existían reglas que tenían la característica de pertenecer al derecho imperativo o ius cogens y que los tratados no podían contradecirlas. Sostenía que el propio poder que tienen los Estados para concluir acuerdos es en principio ilimitado, salvo que se afecten disposiciones que tienen naturaleza de derecho imperativo u obligatorio” (Cfr. Zuppi, A. L., “La jurisdicción extraterritorial...”, cit., p. 48, quien cita el artículo de Alfred Verdross, “Forbiddem Treatis in International Law”, en 31, A.J.I.L., 1937, p. 571/7). 

Asimismo, en 1953 Hersch Lauterpacht en un informe dirigido a la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas mencionaba la idea de que existía un “orden público internacional” y estimaba que la licitud de un tratado debía ser determinada mediante la comprobación de su conformidad con ciertos principios absolutos del derecho internacional (Idem).

Esta concepción se plasmó luego en la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, concluida el 23 de mayo de 1969 (Ratificada por la República Argentina el 3 de octubre de 1972 mediante el decreto–ley 19.865). En efecto, dicha Convención dispone:

“Artículo 53. Tratados que estén en oposición con una norma imperativa de derecho internacional general (ius cogens).”Es nulo todo tratado que, en el momento de su celebración, esté en oposición con una norma de derecho internacional general. Para los efectos de la presente Convención, una norma imperativa de derecho internacional general es una norma aceptada y reconocida por la comunidad internacional de Estados en su conjunto como norma que no admite acuerdo en contrario y que sólo puede ser modificada por una norma ulterior de derecho internacional general que tenga el mismo carácter”.

Asimismo, el art. 64 dispone que si surge una nueva norma imperativa de derecho internacional general (ius cogens) todo tratado existente que esté en oposición con esa norma se convertirá en nulo y terminará.

Por su parte, en el art. 43 establece que la nulidad, terminación o denuncia de un tratado no menoscabarán en nada el deber de un Estado de cumplir toda obligación enunciada en el tratado a la que esté sometido en virtud del derecho internacional independientemente de ese tratado.

La Comisión de Derecho Internacional al analizar el proyecto que luego se convirtió en la Convención de Viena Sobre el Derecho de los Tratados dio como ejemplos de violación de una norma imperativa “el caso de un tratado que contemple el uso de la fuerza en forma contraria a los principios de las Naciones Unidas o la realización de un acto criminal ante la ley internacional –trata de esclavos, piratería o genocidio–, o que viole los derechos humanos, el principio de igualdad de los Estados o la autodeterminación de los pueblos” (Cfr., Zuppi. A. L., “El derecho imperativo (‘ius cogens’) en el nuevo orden internacional”, E.D.147–863). 

La definición de “ius cogens” que surge del art. 53 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados ha sido calificada de circular dado que parece estar definida a través de sus efectos. Eduardo Jiménez de Aréchaga aclara que “...No es que ciertas reglas sean de ius cogens porque no permiten acuerdo en contrario; más bien, no se permiten acuerdos en contrario a ciertas normas, porque éstas poseen el carácter de ius cogens”. 
Junto con esta aclaración es importante tener en cuenta que el valor de la existencia de un derecho imperativo (“ius cogens”) no se reduce sólo a que constituye un límite a la validez de los tratados que contengan cláusulas contrarias a su contenido. Este es uno de sus efectos pero no el único. La vigencia de un derecho de esa naturaleza impone, asimismo, obligaciones a los Estados que integran la comunidad internacional.

En este sentido y con relación a los crímenes de derecho internacional, cuya prohibición tiene jerarquía de ius cogens, afirma Bassiouni que el ius cogens hace referencia al estatuto jurídico alcanzado por ciertas infracciones y las obligatio erga omnes remiten a las consecuencias jurídicas que dimanan de la calificación de un determinado crimen como ius cogens. 

Así, afirma este autor que del estatuto legal que tiene ciertos crímenes por estar establecidos por reglas de ius cogens se derivan concretas obligaciones imperativas para los Estados: “...el deber de procesar o extraditar, la imprescriptibilidad, la exclusión de toda impunidad, comprendida la de los jefes de Estado, la improcedencia del argumento de la ‘obediencia debida’ (salvo como circunstancia atenuante), la aplicación universal de estas obligaciones en tiempo de paz y en tiempo de guerra, su no derogación bajo los ‘estados de excepción’ y la jurisdicción universal” (Cfr., Bassiouni, M. Cherif, Jus Cogens and Obligatio Erga Omnes”, en citado por Matarollo, R., op. cit., p. 11). 

La aceptación de un derecho imperativo pone en crisis la visión según la cual el derecho internacional reposa en la mera voluntad de los estados. Precisamente, la vigencia de normas imperativas que se le imponen a los estados que integran la comunidad internacional, con independencia de su voluntad y aun contra ella, indica la insuficiencia de la tesis queconcibe al derecho internacional como una construcción basada en la libre voluntad de los estados.

Ello es observado con total claridad por Antonio A. Cançado Trinidade al fallar como juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos al advertir “...la manifiesta incompatibilidad con el concepto de jus cogens de la concepción voluntarista del derecho internacional, la cual no es capaz siquiera de explicar la formación de reglas del derecho internacional general. En efecto, tal concepción tampoco explica la incidencia de elementos independientes del libre arbitrio de los Estados en el proceso de formación del derecho internacional contemporáneo. Si es por su libre voluntad que los Estados crean y aplican las normas del derecho internacional –como busca sostener aquella concepción, –también es por su libre voluntad que los Estados violan estas normas, y la concepción voluntarista de ese modo se revuelve, patéticamente, en círculos viciosos y acrobacias intelectuales, incapaz de proveer una explicación razonable para la formación de normas consuetudinarias y la propia evolución del derecho internacional general” (ver, “Caso Blake”, sentencia del 24 de enero de 1998, cons. 23).





F) Consolidación del Derecho Penal Internacional 
y de sus principios. Continuación


Dentro de los instrumentos que reflejan la aceptación universal de los derechos humanos fundamentales puede citarse el “Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales”, firmado en Roma en 1950, en el que, además de ratificarse el valor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se establece la prohibición de la tortura así como de las penas o tratos inhumanos o degradantes (art. 3). Asimismo, se establecen los derechos fundamentales a la vida y a la libertad y se exponen las reglas básicas que conforman el derecho a un proceso judicial “equitativo” (art. 6).


Finalmente, en su art. 7 se ratifica el principio de la responsabilidad de los individuos por delitos de derecho internacional al expresarse que: 

“1. Nadie podrá ser condenado por una acción o una omisión que, en el momento en que haya sido cometida, no constituya una infracción según el derecho nacional o internacional. Igualmente no podrá ser impuesta una pena más grave que la aplicable en el momento en que la infracción haya sido cometida.

2. El presente artículo no impedirá el juicio y castigo de una persona culpable de una acción que, en el momento de su comisión, constituía delito según los principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas”.

La imposición de sanciones penales a los individuos por la comisión de crímenes de derecho internacional también se preveía en los Proyectos de Código de Crímenes contra la Paz y la Seguridad de la Humanidad elaborados por la Comisión de Derecho Internacional en 1951 y 1954, en los que se disponía que “los crímenes contra la paz y la seguridad de la humanidad son crímenes de derecho internacional, por los que deberá castigarse al individuo responsable”. También en el Proyecto de Código de Crímenes contra la Paz y la Seguridad de la Humanidad de 1966 se sienta este principio y reitera que “un crimen contra la paz y la seguridad de la humanidad comportará responsabilidad individual” (art. 2) y que “los crímenes contra la paz y la seguridad de la humanidad son crímenes de derecho internacional punibles en cuanto tales, estén o no sancionados en el derecho nacional” (art. 1) (Cfr., Greppi, Edoardo, “La evolución de la responsabilidad penal individual bajo el derecho internacional”, Revista Internacional de la Cruz Roja n 835, 30 de septiembre de 1999, ps. 531/554. El artículo citado puede consultarse en el sitio oficial de esteorganismo, http://www.icrc.org/icrcspa). Cabe aclarar que la expresión “crímenes contra la paz y la seguridad de la humanidad” es un intento por denominar conjuntamente a los crímenes contra el derecho internacional, entre los que obviamente se encuentran los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad. 

Con relación a los Proyectos de Código de Crímenes contra la Paz y la Seguridad de la Humanidad se ha afirmado que, pese al acuerdo existente en cuanto a la definición de los crímenes y sus consecuencias, la demora en su aprobación obedece a la imposibilidad de lograr el consenso necesario para la definición del término “agresión” (cfr., entre otros, Roberge, Marie Claude, “Jurisdicción de los Tribunales ad hoc para ex Yugoslavia y Ruanda por lo que respecta a los crímenes de lesa humanidad y de genocidio”, en Revista Internacional de la Cruz Roja n 144, 1 de noviembre de 1997, ps. 695/710. El artículo citado puede consultarse en el sitio http://www.icrc.org/icrcspa).

El reconocimiento de la categoría “crímenes contra la humanidad” así como su “estatuto jurídico” surge, además de todos los instrumentos, resoluciones, fallos y opiniones doctrinarias ya citadas, de una innumerable cantidad de otros pronunciamientos en igual sentido.

Entre esos instrumentos se halla la resolución 3074 (XXVII) de la Asamblea General de las Naciones Unidas, del 3 de diciembre de 1973, titulada “Principios de cooperación internacional en la identificación, detención, extradición y castigo de los culpables de crímenes de guerra, o de crímenes de lesa humanidad”, en la que se afirma la necesidad de juzgar y sancionar penalmente a los autores de crímenes de guerra y de lesa humanidad. 

En efecto, el art. 1 dispone que “Los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad, dondequiera y cualquiera que sea la fecha en que se hayan cometido, serán objeto de una investigación, y las personas contra las que existen pruebas de culpabilidad en la comisión de tales crímenes serán buscadas, detenidas, enjuiciadas y, en caso de ser declaradas culpables, castigadas” (art 1). 

Asimismo, se establece la necesidad de que los Estados tomen todas las medidas a tal fin y cooperen entre sí para facilitar la concreción de ese propósito: “Los Estados cooperarán bilateral y multilateralmente para reprimir y prevenir los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad y tomarán todas las medidas internas e internacionales necesarias a ese fin” (art. 3) y “...no adoptarán disposiciones legislativas ni tomarán medidas de otra índole que puedan menoscabar las obligaciones internacionales que hayan contraído con respecto a la identificación, la detención, la extradición y el castigo de los culpables de crímenes de guerra o de crímenes de lesa humanidad” (art. 8).

Al respecto, cabe destacar que tanto en el Estatuto de los Tribunales Internacionales creados ad–hoc para juzgar los crímenes de derecho internacional cometidos en la ex Yugoslavia y en Ruanda, como en el Estatuto de Roma del Tribunal Penal Internacional Permanente, aprobado el 17 de julio de 1998, se definen dichos crímenes y, entre ellos, por supuesto, se encuentran los crímenes contra la humanidad (o “de lesa humanidad”) y el genocidio.

Aunque no siempre los contornos de esas figuras aparecen claramente determinados en los diversos instrumentos en las han sido incluidas, está claro desde la Segunda Guerra Mundial que el asesinato, el secuestro, la tortura, los tratos crueles e inhumanos, perpetrados a gran escala y de acuerdo a un plan sistemático o preconcebido y llevado a cabo por funcionarios estatales y/o con aquiescencia estatal son “crímenes contra la humanidad”, esto es, “crímenes de derecho internacional”.

De todas estas conductas quizás sea la tortura la que mayor atención concitó en la comunidad internacional dado que fue objeto de especial atención en diversos ámbitos.
Al respecto, cabe destacar que aunque no se mencionó expresamente a la tortura en la definición de “crímenes contra la humanidad” en el art. 6.c. del Estatuto del Tribunal de Nüremberg, fue considerada en ese proceso como incluida dentro de la expresión “otros actos inhumanos”. 

Sí fue mencionada expresamente en la Ley 10 del Consejo de Control Aliado que sentó las bases para el juzgamiento de los crímenes cometidos en las cuatro zonas de ocupación que no ingresaron en la competencia del Tribunal de Nüremberg. En efecto, el art. II de la citada Ley mencionaba expresamente a “...el asesinato, el exterminio, la esclavización, la deportación, el encarcelamiento, la tortura, las violaciones u otros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil, o las persecuciones por motivos políticos, raciales o religiosos, violen o no estos actos las leyes nacionales de los países donde se perpetran” (Cfr., Roberge, Marie-Claude, op. y loc. cit).


Asimismo, la prohibición de la tortura fue mencionada expresamente y en forma reiterada en los diversos instrumentos internacionales sobre derechos civiles y políticos y sobre derechos humanos que surgieron con posterioridad a la Segunda Guerra, muchos de los cuales fueron mencionadas más arriba. 

A ellos, cabe agregar el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, adoptado por la resolución 2.200 (XXI) de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 16 de diciembre de 1966, en cuyo art. 7 dispone que “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”.

También se afirmó esa prohibición en 1969 al aprobarse la “Convención Americana sobre Derechos Humanos” (Pacto de San José de Costa Rica), en cuyo artículo 5 se dispone que toda persona tiene derecho a que se respete su integridad física, psíquica y moral (5.1) y que nadie debe ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes (5.2). 

Unos años después, la Asamblea General de las Naciones Unidas insistió con la prohibición de la tortura mediante la “Declaración sobre la Protección de Todas las Personas contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes”, resolución 3452 (XXX) del 9 de diciembre de 1975, en la que aporta una definición de tortura similar a la que más adelante quedará incorporada a la “Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes” (1984). 


Establece el artículo 1: 

1. “A los efectos de la presente Declaración, se entenderá por tortura todo acto por el cual un funcionario público, u otra persona a instigación suya, inflija intencionalmente a una persona penas o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido o se sospeche que ha cometido, o de intimidar a esa persona o a otras”.
Ya en la propia definición de tortura se condena la participación de funcionarios del estado, lo que indica claramente una de las características que ha tenido históricamente la práctica de la tortura: la de estar vinculada a la actividad estatal. 

En el artículo siguiente se califica a la tortura y a todo otro trato o pena cruel, inhumano o degradante como “...una ofensa a la dignidad humana...” que “...será condenado como violación de los propósitos de la Carta de las Naciones Unidas y de los derechos humanos y libertades fundamentales proclamados en la Declaración Universal de Derechos Humanos”.

A su vez, el artículo 3 establece que “Ningún Estado permitirá o tolerará tortura u otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes. No podráninvocarse circunstancias excepcionales tales como estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública como justificación de la tortura u otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes”.

En la Declaración también se afirma el deber de investigar toda denuncia de aplicación de torturas o de otros tratos o penas crueles o inhumanos por parte de un funcionario público o por instigación de éste (art. 8), investigación que debe promoverse incluso de oficio en caso que haya motivos razonables para entender que se usaron tales prácticas.

Se expresa, asimismo, que todo Estado “asegurará” que los actos de tortura constituyan delitos conforme a la legislación penal (art. 7) y que el funcionario público que aparezca como culpable de la aplicación de torturas deberá ser sometido a un proceso penal (art. 10). 

Esta Declaración es un antecedente de las convenciones que años más tarde se celebraron con relación a la tortura tanto a nivel universal como regional.

En efecto, la extensión de la utilización de la tortura por parte de agentes estatales o bajo su control en la represión política llevó a que se insistiera con la prohibición de esa práctica. En este sentido, además de las diversas declaraciones y pronunciamientos al respecto, cabe destacar la adopción de la “Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes” (aprobada por Argentina por ley 23.338 del 30 de julio de 1998), adoptada por consenso por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1984 (Res. 39/46). 

En dicha Convención se definió a la tortura en términos similares a los expresados en la “Declaración sobre la Protección de Todas las Personas contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes” de 1975. Se dispone que se entenderá por tortura “...todo acto por el cual se inflija intencionalmente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia” (art. 1.1).

Como puede observarse, nuevamente se insiste en incorporar a la propia definición de “tortura” la participación de miembros de órganos estatales en su aplicación.


Mediante esta Convención, además de constituirse el Comité contra la Tortura –con facultad de recibir, solicitar y analizar informes sobre la práctica de la tortura–, se insistió en la necesidad de la sanción penal de los responsables de la aplicación de torturas, en la inadmisibilidad de la invocación de órdenes superiores como justificación de la tortura ni de la existencia de circunstancias excepcionales, como inestabilidad política interna (arts. 2 y 4).

Asimismo, se establecieron reglas para permitir la extradición de los acusados de tortura y se afirmó la jurisdicción universal para la persecución penal de este delito (arts. 8 y 5.2).

A través de esta Convención, en síntesis, se reiteró la prohibición de la tortura y la necesidad de que los responsables no queden sin sanción penal. Sin embargo, debe insistirse en que no se creó un crimen nuevo. En este sentido puede citarse la autorizada opinión Burgers y Danelius (el primero fue presidente del Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas en la Convención y el segundo el redactor de su borrador final), quienes “...En su manual acerca de la Convención sobre la tortura (1984)...escribieron en la p. 1: ‘Muchas personas presumen que el principal objetivo de la Convención es prohibir la tortura y otros tratos o castigos crueles,inhumanos o degradantes. Esta presunción no es correcta en cuanto implicaría que la prohibición de estas prácticas está establecida bajo el derecho internacional por la Convención solamente y que la prohibición será obligatoria como una regla del derecho internacional sólo para aquellos estados que se han convertido en partes en la Convención. Por el contrario, la Convención se basa en el reconocimiento de que las prácticas arriba mencionadas ya están prohibidas bajo el derecho internacional. El principal objetivo de la Convención es fortalecer la prohibición existente de tales prácticas mediante una cantidad de medidas de apoyo” (Cfr. voto de Lord Millet, en “La Reina c/Evans...”, fallo cit., p. 107).

A nivel regional se firmó el 9 de diciembre de 1985 la “Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura” (aprobada por la República Argentina el 29 de septiembre de 1998 mediante ley 23.952), que recogió principios similares a los contemplados en la Convención recién aludida como la obligación de “...prevenir y sancionar la tortura” (art.1), la inadmisibilidad de la eximición de responsabilidad penal basada en haber recibido órdenes superiores (art. 4) o de su justificación en razón de existir inestabilidad política interna, conmoción interior, etc. (art. 5). Asimismo, se establecen pautas para facilitar la extradición de las personas acusadas y la obligación de perseguir penalmente los casos de tortura, incluso los cometidos fuera de lugares sometidos a su jurisdicción cuando el presunto delincuente se encuentre en el ámbito de su jurisdicción y no proceda a extraditarlo (art. 12).

En los considerandos de dicha Convención se reafirmó que “...todo acto de tortura u otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes constituyen una ofensa a la dignidad humana y una negación de los principios consagrados en la Carta de la Organización de los Estados Americanos y en la Carta de las Naciones Unidas y son violatorios de los derechos humanos y libertades fundamentales proclamados en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos”. 

El contenido de estos instrumentos fue reafirmado en todos los que se elaboraron con posterioridad. De todos modos, está claro ya que para la época en que los hechos investigados tuvieron lugar, la prohibición de la tortura formaba parte ineludible del derecho imperativo dirigido tanto a los estados como, personalmente, a los funcionarios estatales. En otras palabras, la utilización de la tortura como práctica oficial comprometía la responsabilidad internacional del estado y la responsabilidad individual de quienes la ejecutaran frente al derecho de gentes. 

Lo dicho fue puesto de manifiesto también por diversos pronunciamientos judiciales realizados por cortes nacionales de diversas latitudes. 



G) Jurisprudencia de tribunales domésticos 
de diversos estados miembros 
de la comunidad internacional


La consideración de ciertas conductas como “crímenes de derecho internacional”, así como el hecho de que tal característica confiere a esas conductas un estatuto jurídico particular del que se derivan consecuencias prácticas concretas en el juzgamiento de las personas acusadas de su comisión o participación, surge no sólo de los instrumentos que han sido mencionados (de modo no exhaustivo), sino asimismo de la aplicación de tales reglas y principios por parte de tribunales domésticos que diversos países. 

Cabe mencionar alguno de los procesos en los que se juzgaron “crímenes de derecho internacional” por parte de tribunales locales de un determinado Estado o bien se llevaron a cabo procesos de extradición sobre la base del particular status jurídico que se les reconoce a tales conductas. En primer término, debe recordarse la gran cantidad de procesos penales que se realizaron contra las personas acusadas de crímenes de derecho internacional luego de la Segunda Guerra Mundial, tanto en las cuatro zonas de ocupación (por parte de cada una de las potencias ocupantes), como en diversos países que juzgaron a los acusados en virtud de su competencia territorial, toda vez que los procesos penales se llevaron a cabo en el lugar de comisión de los hechos.

Ya me he referido a la cuestión más arriba. Sin embargo cabe recordar que fueron cerca de 15.000 los procesos penales realizados por crímenes contra la paz, crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad sólo en las zonas de ocupación. (Cfr., Bassiouni, op. cit., p. 18). A ellos debe agregarse los que con posterioridad continuó realizando Alemania una vez que finalizó la ocupación por parte de las fuerzas aliadas y que continúan realizándose hasta el día de hoy, tanto en Alemania como en otros países principalmente europeos.

En tal sentido, fuera de Alemania se habrían realizado, según un informe de la Comisión de Crímenes de Guerra de las Naciones Unidas una gran cantidad de procesos en varios países: en Estados Unidos, 809; en Gran Bretaña, 524; en Australia, 256; en Francia, 254; en Países Bajos, 30, en Polonia, 24, en Noruega, 9; en Canadá, 4 y en China, 1 (Idem).

El primer caso donde un estado no beligerante en la Segunda Guerra Mundial juzgó a una persona acusada de crímenes de derecho internacional, fue el que se siguió en el año 1962 en Israel contra Adolf Eichmann. Este caso tiene relevancia, por un lado, para demostrar la aceptación de que ciertas conductas prohibidas por el ordenamiento internacional (entre las que se encuentran el asesinato y los malos tratos a los prisioneros) son “crímenes de derecho internacional”. Al respecto, debe decirse que, entre otros cargos, Eichmann fue juzgado por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. 

Por otra parte, el caso es valioso para demostrar la plena vigencia de una de las consecuencias que se derivan de la comisión de una conducta que es considerada crimen de derecho internacional: la jurisdicción universal En efecto, es un principio aceptado que tales crímenes, dado que tienen a la humanidad entera como víctima, dan lugar a que cualquier país, a través de sus tribunales domésticos, juzgue los hechos, satisfaciendo de este modo la expectativa que la comunidad internacional tiene en que los autores de esos crímenes sean efectivamente juzgados y penados. 

En el caso “Eichmann”, si bien la Corte de Distrito israelí que intervino, fundó su competencia en el vínculo histórico entre el Estado de Israel y el pueblo judío (vale recordar que el Estado de Israel fue fundado con posterioridad al fin de la Segunda Guerra), la Corte Suprema afirmó la jurisdicción de Israel en el carácter universal de los crímenes por los que se acusaba a Eichmann lo que justificaba la aplicación de la doctrina de la jurisdicción universal. La Corte citó el caso “Lotus 7” de la Corte Permanente de Justicia Internacional, de 1927, en el que se afirmó que no existía ninguna norma de derecho internacional que impidiera a un Estado juzgar a un extranjero por un acto cometido fuera del límite de sus fronteras (Cfr., voto de Lord Millet, en “La Reina c/Evans...” –caso Pinochet–, cit, p.106) y expresó que “...En ausencia de una Corte Internacional el derecho internacional necesita de las autoridades legislativas y judiciales de cada país, para ejecutar sus disposiciones penales y llevar los criminales a juicio. La autoridad y jurisdicción para juzgar crímenes bajo el derecho internacional son universales” (Cfr., Zuppi, A.L., “La jurisdicción extraterritorial...”, cit., p. 59, donde se cita “The Attorney–General of the Governement of Israel v. Eichmann, 56 AJIL, 1962, 805–845).

Según afirma Lord Millet en el voto citado la regla de la jurisdicción universal “...parece haber sido una fuente independiente de jurisdicción derivada del derecho internacional consuetudinario, que formaba parte del derecho no escrito de Israel, y que no dependía de la ley” (Cfr., “La Reina c/Evans...”, fallo cit., p. 106).


La Corte israelí, a su vez, se explayó sobre la jurisdicción que tenía para juzgar el delito de genocidio, mostrando correctamente la diversidad de fuentes de las que surgen las normas del derecho internacional que vinculan a los Estados, al explicar, con relación a la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (que otorga competencia para juzgar casos de genocidio tanto al país donde ocurrieron los hechos como a un tribunal internacional), que, en palabras de la Corte: “El artículo VI refleja una obligación contractual de las Partes en la Convención, para aplicarla a partir de ese momento. Ello significa, los obliga a ellos a perseguir casos futuros de genocidio que tengan lugar dentro de sus fronteras. Pero ese compromiso no tiene nada que hacer con el poder universal que tiene cada Estado de perseguir casos de este tipo que tuvieron lugar en el pasado, poder éste que se basa en el derecho internacional consuetudinario” (tomado de Zuppi, A.L., “La jurisdicción extraterritorial...”, cit., p. 59).

El caso tuvo una derivación hacia los tribunales norteamericanos, a raíz de un pedido de extradición formulado por Israel a los Estados Unidos de América (caso “Demjanjuk v. Petrovsky”). En dicho caso se reconoció la jurisdicción de los tribunales de Israel para juzgar al acusado (un guardián de un campo de concentración nazi) sobre la base de que los crímenes por los que se lo acusaba eran “...crímenes universalmente reconocidos y condenados por la comunidad de países y que son crímenes contra el derecho de gentes y contra la humanidad y que, por consiguiente, el país que incoa diligencias judiciales actúa en nombre de todos los países” (Cfr., Roberge, Marie–Claude, op. y loc. cit., sin cursiva en el original, quien cita “Demjanjuk v. Petrovsky”, 776 f. 2d. 571, 6ª. Circ., 1985, cert Denied, 475 U.S. 1016, 1986). 

Según el fallo del tribunal norteamericano que hizo lugar a la extradición, “El derecho internacional provee que ciertos delitos pueden ser castigados por cualquier estado porque los delincuentes son enemigos de toda la humanidad y todas las naciones tienen un interés equivalente en su aprehensión y castigo” (Cfr., voto de Lord Millet, fallo y loc. cit.). 

Cabe mencionar también el proceso seguido en Francia contra Klaus Barbie, quien fue condenado por crímenes cometidos cuando el nombrado era jefe alemán de la Gestapo en Lyon. 

El Tribunal de Casación francés, en su sentencia del 20 de diciembre de 1985, “...dictaminó que los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles y que pueden ser objeto de un procedimiento judicial en Francia, cualesquiera que hayan sido la fecha y el lugar de su comisión” (Cfr. Roberge, Marie–Claude, op. y loc. cit). El tribunal expresó que “Considerando que son crímenes imprescriptibles de lesa humanidad, en el sentido del artículo 6 (c) de los Estatutos del Tribunal Militar Internacional de Nüremberg, anexo al Acuerdo de Londres del 8 de agosto de 1945, –aunque se podrían calificar también de crímenes de guerra en virtud de lo dispuesto en el artículo 6 (b) del mismo texto– los actos inhumanos y las persecuciones que, en nombre de un Estado que practica una ideología política hegemónica, se han cometido de manera sistemática, no sólo contra personas pertenecientes a un grupo racial o religioso, sino también contra los adversarios de esta ideología, sea cual fuere la forma de su oposición” (Idem).

Como ya fuera dicho más arriba, el Tribunal consideró que las conductas que cabe considerar como “crímenes contra la humanidad” no requieren para ser considerados tales, que sean cometidas en conexión con un conflicto armado.Respecto de las condiciones para que un hecho sea calificado como “crimen contra la humanidad”, observó la Corte Suprema de Holanda en el caso Menten que debe verificarse que su comisión forme parte de un sistema basado en el terror o sea conexo con una clara política de persecución contra un grupo particular (Cfr., Zuppi, A.L., “La jurisdicción extraterritorial...”, cit., p. 60, quien cita “Public Prosecutor v. Menten”, 75 I.L.R., 1981, 362). 

Algunos casos referidos a crímenes cometidos durante la Segunda Guerra Mundial se presentaron durante la última década en Canadá. En uno de ellos, se juzgó “crímenes de guerra y contra la humanidad” a Imre Finta. El acusado fue absuelto por el jurado. Sin embargo, lo que cabe destacar de este caso es que la Corte Suprema canadiense aceptó la jurisdicción universal para juzgar esos crímenes (Cfr., Zuppi, A.L., “la jurisdicción extraterritorial...”, cit., p. 63). Asimismo, en el caso “Rudolph v. Canadá”, la Corte Federal de Apelaciones que intervino calificó los hechos de una persona de origen alemán como “crimen contra la humanidad” al conocer en un pedido de extradición en su contra. 

Un caso trascendente en la jurisprudencia norteamericana sobre jurisdicción extraterritorial de los tribunales de ese país se produjo en 1980, al demandarse a un oficial de la policía secreta paraguaya (Peña Irala) por parte de los familiares de Joelito Filártiga quien habría sido torturado y asesinado por Peña Irala.

En el caso citado los tribunales norteamericanos aceptaron su jurisdicción extraterritorial basándose en el § 1350 de la Alien Tort Statute de 1789 que otorga jurisdicción a las Cortes de distrito cuando se intenta una acción civil por parte de un extranjero por un hecho lesivo, cometido en violación a “la ley de las naciones o a un tratado de los Estados Unidos” (Cfr. Colautti, Carlos E., “El artículo 118 de la Constitución Nacional y la jurisdicción extraterritorial”, La Ley, 1998–F, p.1100, quien cita “Dolly M. Filartiga v/Américo Peña Irala”, United Stated Court– Second District, junio 30–1980).

Más allá de tratarse de un caso civil, este precedente, junto a otros posteriores que ratificaron lo sostenido en “Filártiga”, es valioso dado que la jurisdicción se acepta por parte de la justicia norteamericana por tratarse crímenes de derecho internacional. “El tribunal aceptó su jurisdicción expresando que se trataba de su interpretación del moderno derecho internacional. Sostuvo que materias que antes se consideraban como de jurisdicción interna, pueden con el tiempo transformarse en nuevas reglas del derecho internacional consuetudinario. Así ha ocurrido -afirmó– con la tortura oficial, su prohibición es hoy parte de la costumbre internacional del mismo modo que la piratería y el tráfico de esclavos estaban prohibidos antiguamente” (Ibídem, p.1101). Agregó que “Los tribunales deben interpretar la ley internacional no como era en 1789, sino como ha evolucionado y existe hoy entre las naciones del mundo” y recordó que “la ley de las naciones puede deducirse consultando el trabajo de los juristas, que se refieren expresamente al derecho público o los usos y prácticas de las naciones; o las decisiones judiciales que establecen el derecho vigente” (Idem).

El tribunal expresó que “...en esta era moderna el trato de los Estados a sus propios ciudadanos es un problema de preocupación internacional”; asimismo, manifestó que el “...fundamento constitucional de la ley de ilícitos contra extranjeros es el derecho de las naciones que ha sido siempre parte del common law federal” (Ibídem, p. 1102).

Unos años después, en 1987, la Corte de Distrito Norte de Carolina coincidió con lo sostenido por el tribunal del caso “Filártiga”, al tratar la demanda de dos ciudadanos argentinos contra Suárez Mason (“Forti v. Suárez Mason”), en cuanto a la aplicación del Alien Tort Act y consideró a la tortura, a la detención arbitraria prolongada, a las ejecucionessumarias, a la desaparición forzada de personas y a los tratos crueles, inhumanos o degradantes como violatorios de la ley de las naciones. Asimismo, rechazó la aplicación de la “teoría del acto de estado”, invocada por la defensa a fin de que se le reconociera inmunidad. La Corte consideró que podría decirse que la conducta de Suárez Mason fue oficial pero que los actos de un jefe de policía que tortura o manda torturar a prisioneros bajo su custodia de ningún modo ingresa dentro de los límites de la teoría del acto de estado regulada en la FSIA (Foreign Sovereign Inmunities Act) (cfr. 672 F.Supp. 1531).

Otra sentencia relevante que consideró nuevamente hechos ocurridos en nuestro país durante el régimen de facto de 1976–1983 a la luz del derecho internacional consuetudinario fue la dictada por la Corte de Apelaciones de los Estados Unidos para el Noveno Circuito, el 22 de mayo de 1992 en el caso “Siderman v. Argentina” (Publicado en ED 154–99, con traducción y comentario de Alberto L. Zuppi). En él se consideró la demanda de la familia Siderman, para ese entonces residente en aquel país, contra la República Argentina y la Provincia de Tucumán sobre la base de las torturas y la expropiación de la propiedad que había sufrido José Siderman a manos de oficiales militares argentinos.

En su sentencia la Corte de Apelaciones revocó el fallo de la Corte de Distrito que había rechazado la demanda al considerar que la FSIA otorgaba inmunidad al estado argentino para ser juzgado por tribunales norteamericanos y que en el caso no se daba ninguna excepción a la regla de la inmunidad del estado para comparecer ante tribunales extranjeros. La Cámara de Apelaciones entendió, en cambio, que la República Argentina había renunciado implícitamente a su inmunidad soberana y por lo tanto ordenó continuar con el proceso.

Sin embargo, lo que aquí interesa es el tratamiento que la Corte de Apelaciones dio a los hechos alegados por Siderman al analizarlos a la luz de las prohibiciones del derecho internacional consuetudinario. 

En primer término recordó la definición de ius cogens contenida en el art. 53 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados y expresó que éste abarca el “...derecho considerado obligatorio para todas las naciones y se deriva de valores estimados fundamentales por la comunidad internacional, antes que de las elecciones fortuitas e interesadas de las naciones”. En este sentido, la Corte de Apelaciones estableció que, a diferencia de lo que sucede con las normas consuetudinarias que no han alcanzado el rango de ius cogens, estas últimas rigen para todos los estados aún con total prescindencia de su consentimiento. Agregó que “La legitimidad de las acusaciones en Nüremberg no se apoyaron en el consentimiento de las potencias del Eje o de los acusados particulares, sino en la naturaleza de los actos cometidos por ellos: actos que la ley de todas las naciones civilizadas define como criminales... Los derechos humanos universales y fundamentales identificados en Nüremberg –derechos contra el genocidio, la esclavitud y otros actos inhumanos...– son los ancestros directos de las normas universales y fundamentales reconocidas como ius cogens. En las palabras de la Corte Internacional de Justicia, estas normas, las que incluyen ‘principios y reglas concernientes a los derechos básicos de la persona humana’, son preocupaciones de todos los estados, ‘son obligaciones erga omnes’. ‘The Barcelona Traction, Light & Power Co. «Bélgica v. España», 1970, I.C.J. 3, 32” (Cfr., cit., p. 130, sin negrita en el original).

La Corte consideró en particular la prohibición de la tortura y citó como antecedentes otros casos de la jurisprudencia norteamericana, entre ellos “Filártiga” y “Forti v. Suárez Mason”, donde se trató la proscripción de esa práctica por parte del derecho internacional consuetudinario aceptado por todas las naciones; también citó la opinión de los más destacados juristas y el Restatement, § 702 Comment n (publicación que incluye a latortura junto al genocidio, la esclavitud, el asesinato o la desaparición de personas, la detención arbitraria prolongada y la discriminación racial sistemática dentro de las normas de ius cogens), y afirmó que “...sería impensable concluir otra cosa que los actos de tortura oficial violan al derecho consuetudinario internacional. Y mientras no todo el derecho consuetudinario internacional tiene la fuerza de jus cogens, la prohibición contra la tortura oficial ha obtenido tal status” (Ibídem, p. 132).

Existen otros casos de la jurisprudencia norteamericana que califican a la tortura, las ejecuciones sumarias y a hechos similares a los que se llevaron a cabo durante el gobierno militar de 1976 a 1983 como infracciones a la ley de las naciones o violaciones al ius cogens, entre ellos, “Comitee of U.S. Citizens Living in Nicaragua v. Reagan”, “Tel Oren v. Libyan Arab Republic” (Citados en “Siderman”), “Von Dardel v. URSS” o “Karic v. Karadzic” (citados por Zuppi, A.L., “La jurisdicción extraterritorial...”, cit., ps. 62/3).

También cabe citar aquí un caso reciente y que tuvo gran repercusión: el pedido de extradición de Augusto Pinochet por parte del Reino de España que tramitó ante los tribunales del Reino Unido. El pedido de extradición se refería a cargos por hechos de similar naturaleza a los relatados en el capítulo II de esta resolución. En breves palabras de Lord Browne-Wilkinson: “No existe real discusión de que durante el período del régimen del Senador Pinochet terribles actos de barbarie fueron cometidos en Chile y en otros lugares del mundo: tortura, homicidio y la desaparición no explicada de individuos, todo en gran escala” (Cfr., su voto en “La Reina c/Evans...”, fallo cit., p. 60).

El tribunal que decidió el caso en última instancia, la Cámara de los Lores, reconoció ampliamente la condición de “crímenes de derecho internacional” que, ya para la época del golpe militar del 11 de septiembre de 1973 encabezado por Pinochet, se les reconocía a los hechos imputados al nombrado. 

En efecto, se afirma que “La tendencia es clara. Los crímenes de guerra han sido reemplazados por crímenes contra la humanidad. La forma en que un estado trataba a sus propios ciudadanos se ha convertido en un tema de preocupación legítima de la comunidad internacional. Los crímenes más serios contra la humanidad eran el genocidio y la tortura. El uso a gran escala de la tortura y el homicidio por parte de las autoridades del estado para fines políticos había llegado a ser considerada como un ataque al orden internacional” (Cfr. voto de Lord Millet, fallo cit., p. 107).

Se destaca que la prohibición de esas prácticas, con particular énfasis en la tortura oficial, tiene su fuente en el derecho internacional consuetudinario, vigente mucho antes de la sanción de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles Inhumanos o Degradantes el 10 de diciembre de 1984, y se reitera en varios pasajes la jerarquía de ius cogens de esas normas consuetudinarias: “...el uso sistemático de tortura en una gran escala y como un instrumento de política de estado se habían unido a la piratería, crímenes de guerra y crímenes contra la paz como un crimen de jurisdicción universal mucho antes de 1984. Considero que ya lo había hecho para el año 1973” (Idem).

Asimismo, se pone de manifiesto reiteradamente que las conductas de tortura y aquellas que son consideradas “crímenes contra la humanidad”, dan lugar, conforme un principio aceptado en el derecho internacional, a la jurisdicción universal.

Así Lord Browne–Wilkinson expresa que “Desde las atrocidades nazis y los juicios de Nüremberg, el derecho internacional ha reconocido como crímenes internacionales a un cierto número de delitos. Estados individuales han tomado jurisdicción para juzgar algunos crímenes internacionales incluso en casos en que dichos crímenes no fueron cometidos dentro de lasfronteras geográficas de esos estados. El más importante de dichos crímenes a los fines presentes es la tortura...” (Ibídem, p. 59). En el mismo sentido Lord Hutton concluye que “Por lo tanto desde el fin de la segunda guerra mundial ha habido un claro reconocimiento por parte de la comunidad internacional de que ciertos crímenes son tan graves e inhumanos que constituyen crímenes contra el derecho internacional y que la comunidad internacional tiene el deber de traer a la justicia a una persona que comete tales crímenes. La tortura ha sido reconocida como un crimen semejante” (Ibídem, p. 97).

Cabe recordar que este fallo de la Cámara de los Lores tuvo lugar al haberse anulado uno anterior, por recusación de uno de los jueces, en el que también se había reconocido que los cargos formulados contra Pinochet en el pedido de extradición por parte de España eran “crímenes de derecho internacional” (Cfr., “La Reina c/Evans y otro y el Comisionado de Policía de la Metrópolis y otros –Pinochet–”, del 25/11/1998, publicado en “Suplemento Especial de Derecho Constitucional. Caso Pinochet”, La Ley, Buenos Aires, 11 de septiembre de 2000, ps. 11 y ss.). De este fallo puede citarse la opinión de Lord Steyn cuando afirma que “...la evolución del derecho internacional a partir de la Segunda Guerra Mundial justifica la conclusión de que, para la época del golpe de estado de 1973, y ciertamente a partir de entonces, el derecho internacional condenó al genocidio, la tortura, la toma de rehenes y los crímenes contra la humanidad (durante un conflicto armado o en tiempos de paz) como delitos pasibles de punición” (Cfr., Ibídem, p. 42).





H) Los hechos ocurridos 
en el marco de la represión política 
llevada a cabo entre los años 1976 a 1983 
son crímenes contra el derecho de gentes


De todo lo que hasta aquí ha sido expuesto se desprende que ya a la época de comisión de los hechos relatados en el punto II esas conductas eran consideradas crímenes contra el derecho de gentes o, en otras palabras, crímenes de derecho internacional, violatorias de aquellas normas que la comunidad internacional coloca en el nivel más alto de jerarquía (ius cogens).

Como puede observarse en la reseña efectuada en el punto anterior, ya en el Estatuto del Tribunal de Nüremberg se consideraron crímenes contra el derecho de gentes a los delitos cometidos en el marco de una persecución por motivos políticos (en el art. 6.c del Estatuto se los llamó “crímenes contra la humanidad”). A partir de allí, y luego de que la comunidad internacional ratificara expresamente los principios jurídicos de Nüremberg, quedó claro que el asesinato, el secuestro, la tortura y la degradación de la persona mediante prácticas crueles o inhumanas, realizados por motivos políticos desde posiciones oficiales del estado o bajo su aquiescencia o complicidad, lesionan de tal modo los valores que la humanidad no duda en afirmar como esenciales y constitutivos de la personalidad humana, que se los considera crímenes contra la humanidad, es decir, crímenes cometidos contra toda ella. La gravedad de tales hechos se acrecienta aún más cuando, como en los hechos ocurridos en nuestro país, se realizan sistemáticamente y en gran escala.

Si bien para el año 1976 conductas de esa naturaleza eran consideradas crímenes contra la humanidad, con posterioridad a esa fecha la consideración de esas conductas como crímenes contra la humanidad no hizo más que consolidarse. Una muestra de ello es lo que disponen al respecto los Estatutos de los Tribunales ad–hoc para la ex–Yugoslavia y para Ruanda, y, sobre todo, la definición de las conductas que se consideran “crímenes de lesa humanidad” en el Estatuto del Tribunal Penal Internacional Permanente, sancionado el 17 de julio de 1998 o en el Proyecto de Código de crímenes contra la paz y la seguridad de 1996 (art. 18).Esta constatación de que los hechos descriptos en el punto II son “crímenes contra la humanidad” conforme al derecho vigente en la época de su comisión, y que continuó consolidándose con posterioridad, da lugar a que entren en consideración algunos principios y reglas generados en el derecho penal internacional específicamente para el juzgamiento de los crímenes contra el derecho de gentes, plenamente aplicables por los tribunales federales de nuestro país.

Lo dicho en el párrafo anterior respecto de la efectiva verificación de estar frente a hechos que constituyen “crímenes contra la humanidad” (y por lo tanto, “crímenes contra el derecho de gentes”) resta valor práctico, en el presente caso, a la discusión que podría plantearse respecto del alcance del concepto de “genocidio” en punto a si abarca hechos que, como en el presente caso, aparecen cometidos por “motivos políticos”. 

Sabido es que al momento de firmarse la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (1948), un grupo de países se opusieron a que en la definición del delito de genocidio se incluyera, a los “grupos políticos” como objeto de las acciones propias de este delito.

En consecuencia en dicha Convención el texto aprobado expresa que: “...se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal: a) Matanza de miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; e) Traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo” (art. 2).

Vale recordar que en el Estatuto del Tribunal de Nüremberg no se había previsto al genocidio como un delito independiente de los “crímenes contra la humanidad” sino que se lo había incluido dentro de esta expresión genérica (ver, supra, art. 6.c.).

Sobre la base de esta limitación que se realizó al firmarse la Convención de 1948, parte de la doctrina ha interpretado que la realización de las conductas descriptas en el art. 2 cuando se realizan contra personas que conforman un grupo político no constituyen genocidio sino, lisa y llanamente, crímenes contra la humanidad (Cfr. en este sentido, Gil Gil, Alicia, “Eficacia actual de la represión penal interna de los crímenes internacionales. Estudio sobre la sumisión a la jurisdicción española de los delitos cometidos durante la dictadura argentina bajo la calificación de genocidio”, en Cuadernos de doctrina y jurisprudencia penal, Ad–hoc, Buenos Aires, 1999, n 8 c, p. 491).

Otros en cambio, han postulado que si bien el texto de la Convención no menciona a los “grupos políticos”, éstos están comprendidos dentro de la voz “grupo nacional”. Al respecto, se sostiene que “grupo nacional” bien puede entenderse como grupo que dentro de una Nación se identifica por algún rasgo que lo distinga, por ejemplo, por su identidad política. 

Así lo han entendido, por ejemplo, los tribunales españoles que llevan adelante procesos penales por actos cometidos en el marco de la persecución política implementada por las autoridades de facto que gobernaron nuestro país entre 1976 y 1983. A diferencia de lo que ocurre en el presente caso, en estos procesos que se desarrollan en España sí parece relevante definir si los crímenes cometidos contra grupos políticos quedan comprendidos dentro del concepto “genocidio” dado que, en principio, de ello podría depender que los tribunales españoles tuvieran competencia, conforme a la ley española, para ejercer jurisdicción extraterritorial.

Al decidir la apelación en una de las causas aludidas, el Pleno de la Sala Penal de la Audiencia Nacional de España, interpretando una norma penal deese país similar al art. 2 de la Convención sobre la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, afirmó que “grupo nacional” no significa “‘grupo formado por personas que pertenecen a una misma nación’ sino, simplemente, grupo humano nacional, grupo humano diferenciado, caracterizado por algo, integrado en una colectividad mayor”. Agrega dicho tribunal que: “En los hechos imputados en el sumario, objeto de investigación, está presente, de modo ineludible, la idea de exterminio de un grupo de la población argentina, sin excluir a los residentes afines. Fue una acción de exterminio, que no se hizo al azar, de manera indiscriminada, sino que respondía a la voluntad de destruir a un determinado sector de la población, un grupo sumamente heterogéneo, pero diferenciado”; y que “La represión no pretendió cambiar la actitud del grupo en relación con el nuevo sistema político, sino que quiso destruir el grupo, mediante las detenciones, las muertes, las desapariciones, sustracción de niños de familias del grupo, amedrentamiento de los miembros del grupo”; en consecuencia, consideró que los hechos eran genocidio (Cfr. fallo del Pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, “Rollo de Apelación 84/98”, del 4/11/98, citado en “Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal”, Ad–hoc, Buenos Aires, mayo de 1999, n 8 C, ps. 600/1).

Esta interpretación se apoya, por un lado, en la mención de antecedentes internacionales que indican que la persecución por motivos políticos se consideraba comprendida dentro de la voz genocidio antes de la sanción de la Convención. Así, por ejemplo, la ya citada Resolución 96 (II) de la Asamblea General de la ONU, del 11 de diciembre de 1946 expresa que “el genocidio es un crimen de derecho internacional que el mundo civilizado condena y por el cual los autores y sus cómplices deberán ser castigados, ya sean éstos individuos particulares, funcionarios públicos o estadistas y el crimen que haya cometido sea por motivos religiosos, raciales o políticos, o de cualquier otra naturaleza”. 

Por otro lado, se sostiene que si bien no se incluyó el término “político” en el art. 2 de la Convención, tampoco se excluyó expresamente la persecución política, razón por la que sería plausible interpretar que los grupos políticos están comprendidos dentro de la expresión “grupo nacional”.

Finalmente, cabe expresar que otros autores han puesto de manifiesto que la definición contenida en la Convención sobre genocidio de 1948, en tanto no menciona a los grupos políticos o a la persecución política, ha tomado un concepto más restringido que el vigente en el derecho internacional general con status de ius cogens, razón por la que habría una diferencia de alcance entre el término genocidio entendido como norma imperativa del derecho consuetudinario y el que rige a los efectos de la Convención (Cfr., en ese sentido el dictamen producido por el Instituto Max–Planck para el derecho Penal extranjero e internacional en Friburgo de Brisgovia, Alemania, a cargo de Ambos, Kai; Ruegenberg, Guido, Woischnik, Jan, titulado: “A pesar de las disposiciones nacionales de exclusión de pena (‘normas de impunidad’): ¿es legalmente posible que la República Federal de Alemania persiga penalmente a miembros de organismos estatales de Argentina por delitos que involucran la ‘desaparición de personas’ cometidos en ese país durante el período de la dictadura militar (1976-1983)?”, en Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal, n 8 c, cit., ps. 442/481). 

Entiendo que no cabe extenderse sobre la interpretación de la voz “genocidio” ni valorar las posturas expuestas dado que, como ya fuera dicho, en el presente caso la cuestión carece de consecuencias prácticas. Ello, toda vez que, cualquiera fuera la interpretación que se sostenga respecto del alcance de la figura de “genocidio”, las consecuencias jurídicas que pudieran tener alguna incidencia en el caso derivadas del hecho de estar frente a “crímenes contra el derecho de gentes”, ya seproducirán de todos modos en razón de que efectivamente los hechos son “crímenes contra la humanidad”.

Dicho de otro modo, la consideración de los hechos bajo el concepto de “genocidio” no es determinante en el caso desde el momento en que está claro que las conductas en examen son “crímenes contra la humanidad” y, por lo tanto, “crímenes contra el derecho de gentes”.





I) La consideración jurídica 
del fenómeno de las desapariciones forzadas


El sistema de represión política aplicado en nuestro país durante el período 1976–1983 también fue utilizado por aquellos años en otras partes del mundo. A nivel regional su aplicación se llevó a cabo en forma extendida y con similar metodología. Ello ha sido constatado, entre otros, por la Organización de Estados Americanos en varios informes (entre ellos, “Informe sobre la situación de los Derechos Humanos en Argentina”, producido por la C.D.I., ya citado) y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Cfr., Sentencia del 29 de julio de 1988, caso “Velásquez Rodríguez”, punto X). 

Asimismo, la particular metodología utilizada en la represión, caracterizada, por un lado, por el ingreso de las personas secuestradas a un sistema clandestino donde eran sometidas a distintos tipos de tratos crueles e inhumanos y que en la mayoría de los casos acababa en la muerte de la persona, y, por otro, por la falta total de información a los familiares sobre el destino y la suerte de las personas secuestradas, dio lugar a que se adoptara la expresión “desaparición forzada de personas” para denominar a esa práctica violatoria de múltiples derechos humanos.

Ya en el Informe Anual a la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos correspondiente al año 1977, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se expresó con los siguientes términos con relación al fenómeno de la desaparición de personas: “Son muchos los casos, en diferentes países, en que el Gobierno niega sistemáticamente la detención de personas, a pesar de los convincentes elementos de prueba que aportan los denunciantes para comprobar su alegato de que tales personas han sido privadas de su libertad por autoridades policiales o militares y, en algunos casos, de que los mismos están o han estado recluidos en determinados sitios de detención. Este procedimiento es cruel e inhumano. Como la experiencia lo demuestra, la ‘desaparición’ no solo constituye una privación arbitraria de la libertad, sino también, un gravísimo peligro para la integridad personal, la seguridad, y la vida misma de la víctima. Es, por otra parte, una verdadera forma de tortura para sus familiares y amigos, por la incertidumbre en que se encuentran sobre su suerte, y por la imposibilidad en que se hallan de darle asistencia legal, moral y material. Es, además, una manifestación tanto de la incapacidad del gobierno para mantener el orden público y la seguridad del Estado por los medios autorizados por las leyes, como de su actitud de rebeldía frente a los órganos nacionales e internacionales de protección de los Derechos Humanos” (Cfr. “Informe sobre la situación...”, ya citado, p. 59).

En el Informe Anual de la misma Comisión en 1976 se había afirmado que: “La ‘desaparición’ parece ser un expediente cómodo para evitar la aplicación de las disposiciones legales establecidas en defensa de la libertad individual, de la integridad física, de la dignidad y de la vida misma del hombre. Con este procedimiento se hacen en la práctica negatorias las normas legales dictadas en estos últimos años en algunos países para evitar las detenciones ilegales y la utilización de apremios físicos y psíquicos para los detenidos” (Cfr. “Informe sobre la situación...”, ya citado, p. 60).Por su parte, la Corte Interamericana de Derechos Humanos expuso en forma elocuente las características que esta práctica tuvo en la región, la preocupación internacional que generó esa situación y la multiplicidad de los derechos con ella violados. Asimismo, recordó que la práctica de la desaparición de personas constituía un “crimen contra la humanidad”. En su sentencia del 29 de julio de 1988 así lo manifestó:


“149. En la historia de la violación de los derechos humanos, las desapariciones no son una novedad. Pero su carácter sistemático y reiterado, su utilización como una técnica destinada a producir no sólo la desaparición misma, momentánea o permanente, de determinadas personas, sino también un estado generalizado de angustia, inseguridad y temor, ha sido relativamente reciente. Aunque esta práctica posee carácter más o menos universal, en América Latina ha presentado en los últimos años una excepcional intensidad. 

“150. El fenómeno de las desapariciones constituye una forma compleja de violación de los derechos humanos que debe ser comprendida y encarada de una manera integral. 

“151. La creación del Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, mediante resolución 20(XXXVI) de 29 de febrero de 1980, constituye una actitud concreta de censura y repudio generalizados, por una práctica que ya había sido objeto de atención en el ámbito universal por la Asamblea General (resolución 33/173 de 20 de diciembre de 1978), por el Consejo Económico y Social (resolución 1979/38 de 10 de mayo de 1979) y por la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías (resolución 5 B (XXXII) de 5 de setiembre de 1979). Los informes de los relatores o enviados especiales de la Comisión de Derechos Humanos muestran la preocupación por el cese de esa práctica, por la aparición de las personas afectadas y por la aplicación de sanciones a los responsables. 

“152. En el ámbito regional americano la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y la Comisión se han referido reiteradamente a la cuestión de las desapariciones para promover la investigación de tales situaciones, para calificarlas y para exigir que se les ponga fin (AG/RES. 443 (IX–0/79) de 31 de octubre de 1979; AG/RES. 510 (X–0/80) de 27 de noviembre de 1980; AG/RES. 618 (XII–0/82) de 20 de noviembre de 1982; AG/RES. 666 (XIII–0/83) del 18 de noviembre de 1983; AG/RES. 742 (XIV–0/84) del 17 de noviembre de 1984 y AG/RES. 890 (XVII-0/87) del 14 de noviembre de 1987; Comisión Interamericana de Derechos Humanos: Informe Anual, 1978, ps. 22–24a; Informe Anual, 1980–1981, ps. 113–114; Informe Anual, 1982–1983, ps. 49–51; Informe Anual, 1985-1986, ps. 40–42; Informe Anual, 1986–1987, ps. 299–306 y en muchos de sus informes especiales por países como OEA/Ser.L/V/lI.49, doc. 19, 1980 (Argentina); OEA/Ser.L/V/II.66, doc. 17, 1985 (Chile) y OEA/Ser.L/V/II.66, doc. 16, 1985 (Guatemala)). 

“153. Si bien no existe ningún texto convencional en vigencia, aplicable a los Estados Partes en la Convención, que emplee esta calificación, la doctrina y la práctica internacionales han calificado muchas veces las desapariciones como un delito contra la humanidad (Anuario Interamericano de Derechos Humanos, 1985, ps. 369, 687 y 1103). La Asamblea de la OEA ha afirmado que “ es una afrenta a la conciencia del Hemisferio y constituye un crimen de lesa humanidad “ (AG/RES.666, supra). También la ha calificado como “ un cruel e inhumano procedimiento con el propósito de evadir la ley, en detrimento de las normas que garantizan la protección contra la detención arbitraria y el derecho a la seguridad e integridad personal “ (AG/RES.742, supra). “154. Está más allá de toda duda que el Estado tiene el derecho y el deber de garantizar su propia seguridad. Tampoco puede discutirse que toda sociedad padece por las infracciones a su orden jurídico. Pero, por graves que puedan ser ciertas acciones y por culpables que puedan ser los reos de determinados delitos, no cabe admitir que el poder pueda ejercerse sin límite alguno o que el Estado pueda valerse de cualquier procedimiento para alcanzar sus objetivos, sin sujeción al derecho o a la moral. Ninguna actividad del Estado puede fundarse sobre el desprecio a la dignidad humana. 

“155. La desaparición forzada de seres humanos constituye una violación múltiple y continuada de numerosos derechos reconocidos en la Convención y que los Estados Partes están obligados a respetar y garantizar. El secuestro de la persona es un caso de privación arbitraria de libertad que conculca, además, el derecho del detenido a ser llevado sin demora ante un juez y a interponer los recursos adecuados para controlar la legalidad de su arresto, que infringe el artículo 7 de la Convención que reconoce el derecho a la libertad personal y que en lo pertinente dispone: 

“1. Toda persona tiene derecho a la libertad y a la seguridad personales. 

2. Nadie puede ser privado de su libertad física, salvo por las causas y en las condiciones fijadas de antemano por las Constituciones Políticas de los Estados Partes o por las leyes dictadas conforme a ellas. 

3. Nadie puede ser sometido a detención o encarcelamiento arbitrarios. 

4. Toda persona detenida o retenida debe ser informada de las razones de su detención y notificada, sin demora, del cargo o cargos formulados contra ella. 

5. Toda persona detenida o retenida debe ser llevada, sin demora, ante un juez u otro funcionario autorizado por la ley para ejercer funciones judiciales y tendrá derecho a ser juzgada dentro de un plazo razonable o a ser puesta en libertad, sin perjuicio de que continúe el proceso. Su libertad podrá estar condicionada a garantías que aseguren su comparecencia en el juicio. 

6. Toda persona privada de libertad tiene derecho a recurrir ante un juez o tribunal competente, a fin de que éste decida, sin demora, sobre la legalidad de su arresto o detención y ordene su libertad si el arresto o la detención fueran ilegales. En los Estados Partes cuyas leyes prevén que toda persona que se viera amenazada de ser privada de su libertad tiene derecho a recurrir a un juez o tribunal competente a fin de que éste decida sobre la legalidad de tal amenaza, dicho recurso no puede ser restringido ni abolido. Los recursos podrán interponerse por sí o por otra persona.” 
“156. Además, el aislamiento prolongado y la incomunicación coactiva a los que se ve sometida la víctima representan, por sí mismos, formas de tratamiento cruel e inhumano, lesivas de la integridad psíquica y moral de la persona y del derecho de todo detenido al respeto debido a la dignidad inherente al ser humano, lo que constituye, por su lado, la violación de las disposiciones del artículo 5 de la Convención que reconocen el derecho a la integridad personal como sigue: 

“1. Toda persona tiene derecho a que se respete su integridad física, psíquica y moral. 
2. Nadie debe ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. Toda persona privada de libertad será tratada con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano.” 


“Por lo demás, las investigaciones que se han verificado donde ha existido la práctica de desapariciones y los testimonios de las víctimas que han recuperado su libertad demuestran que ella incluye el trato despiadado a los detenidos, quienes se ven sometidos a todo tipo de vejámenes, torturas y demás tratamientos crueles, inhumanos y degradantes, en violacióntambién al derecho a la integridad física reconocido en el mismo artículo 5 de la Convención. 

“157. La práctica de desapariciones, en fin, ha implicado con frecuencia la ejecución de los detenidos, en secreto y sin fórmula de juicio, seguida del ocultamiento del cadáver con el objeto de borrar toda huella material del crimen y de procurar la impunidad de quienes lo cometieron, lo que significa una brutal violación del derecho a la vida, reconocido en el artículo 4 de la Convención cuyo inciso primero reza: 

“1. Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente.” 

“158. La práctica de desapariciones, a más de violar directamente numerosas disposiciones de la Convención, como las señaladas, significa una ruptura radical de este tratado, en cuanto implica el craso abandono de los valores que emanan de la dignidad humana y de los principios que más profundamente fundamentan el sistema interamericano y la misma Convención. La existencia de esa práctica, además, supone el desconocimiento del deber de organizar el aparato del Estado de modo que se garanticen los derechos reconocidos en la Convención, como se expone a continuación.” (Cfr., caso “Velásquez Rodríguez”).


La condición de crimen contra la humanidad de la desaparición forzada de personas fue reafirmada, a su vez, el 18 de diciembre de 1992 por la Asamblea General de las Naciones Unidas mediante la resolución 47/133 titulada “Declaración sobre la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas”.

En dicha Declaración la Asamblea General manifestó su profunda preocupación “...por el hecho de que en muchos países, con frecuencia de manera persistente, se produzcan desapariciones forzadas, es decir, que se arreste, detenga o traslade contra su voluntad a las personas, o que éstas resulten privadas de su libertad de alguna otra forma por agentes gubernamentales de cualquier sector o nivel, por grupos organizados o por particulares que actúan en nombre del gobierno o con su apoyo directo o indirecto, su autorización o su asentimiento, y que luego se niegan a revelar la suerte o el paradero de esas personas o a reconocer que están privadas de la libertad, sustrayéndolas así a la protección de la ley”.

Asimismo, recordó que ya en su resolución 33/173 del 20 de diciembre de 1978 había mostrado su preocupación por la práctica de la desaparición forzada en diversas partes del mundo y expresó que “su práctica sistemática representa un crimen de lesa humanidad”.

Así fue calificada nuevamente al adoptarse en el ámbito regional la “Convención Interamericana sobre desaparición forzada de personas”, firmada en la ciudad de Belén do Pará, Brasil, el 9 de junio de 1994.

En los considerandos de dicha Convención se expresó que “...la desaparición forzada de personas constituye una afrenta a la conciencia del Hemisferio y una grave ofensa de naturaleza odiosa a la dignidad intrínseca de la persona humana, en contradicción con los principios y propósitos consagrados en la Carta de la Organización de los Estados Americanos” y que”...viola múltiples derechos esenciales de la persona humana de carácter inderogable, tal como están consagrados en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y en la Declaración Universal de Derechos Humanos”. Asimismo se reafirmó “...que la práctica sistemática de la desaparición forzada de personas constituye un crimen de lesa humanidad” (sin destacar en el texto original).

En la Convención se definió a la desaparición forzada en términos similares a los anteriormente indicados y se recogieron principios coincidentes en gran medida con aquellos que ya regían al respecto envirtud del derecho internacional general, como las obligaciones del Estado de “...no practicar, no permitir, ni tolerar la desaparición forzada de personas, ni aun en estado de emergencia, excepción o suspensión de garantías individuales” (art. 1.a), y de “Sancionar en el ámbito de su jurisdicción a los autores, cómplices y encubridores del delito de desaparición forzada de personas, así como la tentativa de comisión del mismo” (art. 1.b), el principio aut dedere aut punire, esto es, la obligación de reprimir penalmente a los autores y partícipes o de proceder a su extradición (art. 4), la imprescriptibilidad de la acción y de la pena derivadas de la desaparición forzada de personas (art. 6) y la no eximición de responsabilidad penal por obediencia a órdenes superiores que dispongan, autoricen o alienten la desaparición forzada (art. 8).

La gravedad y repercusión que tuvo la práctica de la desaparición forzada de personas llevó, además, a que fuera mencionada expresamente dentro de los “Crímenes de lesa humanidad” en el Estatuto de Roma del Tribunal Penal Internacional, aprobado el 17 de julio de 1998, por alrededor de 120 países (entre ellos, Argentina). El artículo 7 1., que enumera aquellas conductas que se consideran crímenes de lesa humanidad, menciona en el inc. i) a la desaparición forzada de personas. 

Lo dicho en este último punto muestra que las conductas llevadas a cabo en el marco de la represión política implementada desde órganos del Estado Argentino entre los años 1976 y 1983 ya eran crímenes contra el derecho de gentes a la fecha de su comisión, y que los desarrollo posteriores del derecho penal internacional reafirmaron esa circunstancia. Asimismo, debido fundamentalmente a los rasgos que caracterizaron a la metodología empleada y a su extensión en la región, la práctica represiva descripta fue motivo de la adopción de un término específico para denominarla (“desaparición forzada”) y objeto de instrumentos internacionales donde se la condenó por violar los principios de humanidad más elementales reconocidos como inderogables por la comunidad internacional desde varias décadas atrás. En este sentido, la práctica de la desaparición forzada de personas fue incluida expresamente con esa denominación (aunque, obviamente, sus aspectos sustanciales ya estaban incluidos) dentro del catálogo de conductas que se consideran crímenes contra la humanidad.





J) Recapitulación y conclusiones parciales


Hasta aquí se ha descripto brevemente la existencia de un orden normativo sostenido por la comunidad internacional (al que se ha denominado “derecho penal internacional”) que tiende a la tutela de los derechos más esenciales de la persona humana y que se traduce en principios y reglas de derecho asumidos, en su mayoría, como obligatorios por la comunidad internacional y, por ende, por aquellas naciones que la integran.

En este sentido, en diversas fuentes que han sido citadas más arriba se ha afirmado el carácter ius cogens que poseen las prohibiciones de ciertas conductas consideradas de suma gravedad y a las que se denomina crímenes contra el derecho de gentes o crímenes de derecho internacional.

Asimismo, también se ha afirmado el carácter ius cogens o el de obligaciones erga omnes que se les reconoce a las consecuencias jurídicas que se derivan de la realización de alguna de aquellas conductas consideradas crímenes contra el derecho de gentes. 

Una primera consecuencia que surge ante la comisión de conductas de esta naturaleza es que la humanidad en su conjunto afirma su carácter criminal, aún cuando el derecho doméstico del estado o estados donde tuvieron lugar no las considere prohibidas penalmente. Este principio, si bien puede registrar antecedentes más remotos, ha sido reafirmado no sólo en procesos criminales de Nüremberg en adelante, sino por la inmensa mayoría de los juristas y ha sido recogido en numerosos instrumentos internacionales comola Declaración Universal de los Derechos Humanos (art. 11.2), el III Convenio de Ginebra de 1949 (art. 99) y el I Protocolo Adicional (art. 75, 4, c), el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales firmado en Roma en 1950 (art. 7), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 15.2), la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad (1968), entre otros.

Ello no es más que una manifestación de que conductas como las descriptas afectan por igual a toda la humanidad y por lo tanto, su carácter criminal no queda librado a la voluntad de un estado o más estados particulares, sino que es definido en un ámbito en el que las voluntades estatales individuales se integran con otras para afirmar principios y reglas que en ciertos casos regirán para un estado aun contra su voluntad (así el ius cogens o las llamadas obligaciones erga omnes).

Tampoco el interés por el enjuiciamiento y la aplicación de sanciones penales a los responsables de esos crímenes (responsabilidad de los individuos) queda en cabeza del estado en cuyo territorio ocurrieron los hechos. Por el contrario, toda la humanidad y los estados en que ésta se organiza tienen un interés equivalente en el enjuiciamiento y sanción punitiva a sus autores o partícipes. Para asegurar que tal interés sea efectivamente satisfecho, el derecho de gentes asigna competencia a todos los estados para el juzgamiento de los crímenes cometidos en su contra (jurisdicción universal).

Es claro que normalmente el enjuiciamiento y sanción penal estará a cargo del estado donde los hechos ocurrieron. Sin embargo, de ello no se deriva que tal estado, al llevar a cabo los juicios y aplicar las penas correspondiente a los culpables, actúe sólo en interés propio; al enjuiciar y penar a los responsables el estado actuará en interés del conjunto de la comunidad internacional, interés superior al suyo individual. 

Es que el derecho penal internacional necesita para su realización de la negotiorum gestio de los estados nacionales y ello parece que seguirá siendo así aun cuando se establezca definitivamente un Tribunal Penal Internacional y se sancione un código de delitos de alcance internacional. Al respecto, cabe observar que tanto en los Tribunales para la ex-Yugoslavia y para Ruanda, como en el Estatuto de Roma del Tribunal Penal Internacional, la jurisdicción que se establece es concurrente o complementaria con la jurisdicción de los tribunales nacionales. 

En consecuencia, dado que los principios y reglas definidos sobra la base del consenso de las naciones, y que integran el derecho penal internacional, requiere para su realización de la actividad de los estados que forman la comunidad internacional, el estado que tome intervención en el juzgamiento de una persona acusada de haber cometido un crimen contra el derecho de gentes, estará actuando en interés de toda la comunidad internacional.

Esta actuación, como ya ha sido dicho, normalmente la cumplirá el estado con competencia territorial sobre los hechos. En este sentido, la jurisdicción universal tal vez no deba ser vista sino como una medida de apoyo que el derecho penal internacional emplea para asegurar que los crímenes serán perseguidos y los autores juzgados, de modo inexorable. 


Por otra parte, además de las consecuencias recién apuntadas, se ha reconocido la existencia de normas consuetudinarias (más allá de estar reflejadas también en tratados) que completan lo que vendría a ser una suerte de “estatuto jurídico” de los crímenes contra el derecho de gentes, y que se refieren a la imprescriptibilidad de tales delitos, a la obligación de extraditar o juzgar (aut dedere aut punire) y a la inadmisibilidad de la obediencia debida como causal de exclusión de la responsabilidad penal.Cabe recordar lo expresado por M. Cherif Bassiouni cuando sintetiza las obligaciones imperativas que surgen para los estados frente a la comisión de conductas que violen prohibiciones con rango de ius cogens. El autor citado menciona: “...el deber de procesar o extraditar, la imprescriptibilidad, la exclusión de toda impunidad, comprendida la de los jefes de Estado, la improcedencia del argumento de la ‘obediencia debida’ (salvo como circunstancia atenuante), la aplicación universal de estas obligaciones en tiempo de paz y en tiempo de guerra, su no derogación bajo los ‘estados de excepción’ y la jurisdicción universal” (cfr, “Jus Cogens and Obligatio Erga Omnes”, cit.). 

Teniendo en cuenta lo dicho y toda vez que los hechos que aquí se investigan son delitos contra el derecho de gentes (crímenes contra la humanidad), en lo que sigue deberán considerarse las consecuencias jurídicas que de ello se derivan para nuestro ordenamiento jurídico.