Capítulo II. La orden.

CAMPO SANTO - Parte II

 

 

(Del testimonio del ex sargento Víctor Ibañez)

Mala fortuna


"Yo quería seguir compitiendo en salto y por eso, después de que el 'Cuatro de Copas' se murió congelado en Santa Cruz, me compré una potranquita llamada 'Sevillana'. Era una yegua de muy buena alzada que me vendió a buen precio un coronel socio del club. Con la ayuda de un soldado, me ocupé de entrenarla todos los días, pero nunca alcanzó el nivel de 'Cuatro de Copas'. 

"Antes de que se armara todo el despelote que se vino después, yo me daba cuenta de que estaba progresando socialmente. Hasta llegué a comprarme un Gordini, que para esa época era un autazo. Todavía vivía con mi mamá en el departamento de la calle San José, en San Martín, pero la verdad es que iba poco. Me había encariñado con el cuartel. Tenía mi pieza en el casino, con todas las comodidades; salía poco. Me gustaba la vida de cuartelero y por eso abandoné un poco a la vieja. 

"Hasta 1976, yo fui el talabartero y suboficial encargado de las caballerizas en la compañía Comando y Servicios de Campo de Mayo. Hasta tuve tropa a mi cargo y llegué a ser instructor. Me asignaron en uno de los comandos que no eran de combate, se trataba de un conjunto de servicios. La cosa era así: en el período de entrenamiento de los conscriptos, todos participábamos como instructores. Yo entraba de 'semana' y tenía bajo mi cargo a doscientos soldados. Era un buen cabo, pero bravo. Había que manejar a todos estos tipos, algunos con más edad que yo. Por esa época, Guarnaccia se fue de pase a la Escuela de Guerra, donde lo rebotaron en el examen para el curso de Estado Mayor. Hasta que volvió al Comando de Institutos, la compañía quedó a cargo de otro capitán, uno que después fue edecán del general Videla, del que no me puedo acordar el apellido. 

"En esos tiempos, armé un conjunto folklórico con algunos de los soldados que tenía a mi cargo. Me acuerdo de que lo integraban el soldado Alfonsín, del que nunca supe que parentesco tenía con el que fue presidente, que era un genio con la guitarra, y el Negro, que para mí, aprovechando que se apellidaba Hebreo, se hacía pasar por judío para que le dieran franco los feriados de la colectividad; me acuerdo que tenía una voz bárbara. En el conjunto también había un tal Blanco, que cantaba español, flamenco, folklore, lo que le pidieras. 

"Una vuelta se organizó un asado para toda la compañía con la presencia del general Santiago Riveros (1) como invitado de honor. Se sacaron de la cuadra unos elásticos de cama que hicieron las veces de parrillas. Se armaron unas mesas largas y se improvisó un escenario. A los postres, después de tocar la 'Retreta del desierto', vino el show de los soldados que imitan a los oficiales y suboficiales de la compañía; una pequeña venganza de los conscriptos porque todas las que se tenían que comer. Para cagarse de risa. Al final, le tocó el turno de cantar al conjunto que yo había armado. 

"El repertorio que habíamos preparado tenía mucho folklore -nosotros sabíamos que al general Riveros le gustaba mucho el folklore-. También agregamos algo de español aprovechando que Blanco cantaba muy bien flamenco, porque era hijo de españoles. Todo fue tranquilo hasta que interpretaron un tema que creo que se llamaba 'Murela'. Era una zamba viejísima, que en una parte decía: 'Hay patria en los ojos de aquel montonero, que estamos rodeados señor Capitán, o estamos rodeados señor General', refiriéndose a las montoneras del General Güemes. 

"Cuando el soldado Blanco terminó la canción un jefe que estaba medio en curda se levantó y a los gritos amenazó al soldado con pasarlo por las armas por hacer apología subversiva. En el fragor del alcohol también me llamó a mí, porque era el que los había hecho ensayar: 'Usted también va a ser pasado por las armas', me dijo a viva voz. Se sumaron otros oficiales, todos indignados y borrachos. El soldado les explicó que la canción se refería a las montoneras de Güemes, que eran patriotas de la independencia. El teniente general que armó el escándalo se calmó y se fue, no muy convencido. Después supe que se mandó un delito de estafa, o algo así, y lo mandaron a la prisión militar de Magdalena. 

"¿Sabés como tuve que cuidar a los chicos después de ese episodio? Y cuidarme yo, por supuesto. Había peligro de muerte para cualquiera de nosotros. Mientras estábamos de semana, ellos se quedaban conmigo, sobre todo a la noche. Nos cuidábamos unos a otros. Los pibes estaban de guardia, pero yo igual les machacaba con que se cuidaran entre ellos. Sin alarmarlos, porque dentro de todo eran inocentes, y no sabían lo que estaba pasando dentro de la propia fuerza. 

"Antes del golpe ya teníamos noticias de la desaparición de soldados. Un par de colimbas de la policía militar, que tenía su base frente a la nuestra, en Campo de Mayo. También desaparecieron soldados de la Escuela Sargento Cabral, que quedaba un poco más adelante. El comentario llegaba a los cuarteles. Por esa época ya se sabía que podía pasar cualquier cosa. Por suerte, el episodio no pasó a mayores y los pibes se fueron de baja. Todavía estaba Isabelita, la mujer de Perón, en el gobierno. Yo tuve miedo. Lo que son las cosas, a los dos o tres días del golpe, me destinan allá, a 'El Campito', donde el miedo era de verdad."
 



Novedades a las cero ochocientas


Aquella mañana, el 26 de marzo de 1976, dos días después del golpe de Estado que derrocó a la presidente María Estela Martínez de Perón, el entonces cabo Víctor Ibañez iniciaba su rutina diaria como talabartero del Comando de Institutos Militares en Campo de Mayo, cuando le llegó la orden que cambiaría el destino de su vida. 

"Ese día, apenas llegué a la caballeriza, me llamó el oficial encargado de la Compañía y me ordenó presentarme ante el coronel Fernando Verplaetsen, en el Departamento II de Inteligencia. Crucé envalentonado y contento el patio de armas del regimiento. En casos anteriores eso significaba ir al frente, a la guerra. El Operativo Independencia, en Tucumán, estaba en su apogeo y sacaban gente en comisión de todos los comandos para enviarla al monte y a otros destinos en los que se combatía contra la guerrilla. " 

'Me voy a combatir a Tucumán', pensé. El sueño de todo soldado: combatir. Ese día me vestí como el mejor infante. A lo Rambo, aunque en esa época todavía no se usaba boina, sino un casquete. Como era talabartero, me hice un portagranadas especial, largo, como para tres granadas. Era un payaso y encima petiso. Las granadas me arrastraban. Fusil, pistola, municiones, cinto. 

"El capitán Guarnaccia me recomendó: 'Vaya como para la guerra'. Yo interpreté la orden tal cual; retiré todo de la armería y me fui equipado como para el combate. Incluso con la bolsa de completamiento: frazada, carpa, toallas, elementos de higiene. Como me enseñaron en la escuela de suboficiales, como me formaron. Equipo de rancho, capa de lluvia, con todo el armamento reglamentario para integrar una unidad de combate: fusil FAL, cien municiones por fusil, cinco cargadores, pistola 45, sable bayoneta. También llevaba el Nuevo Testamento, uno que me dio el cura de la escuela Lemos cuando egresé; después de bronca lo rompí. Así me fui. 

"Las granadas no eran parte del equipo reglamentario, las llevé por mi cuenta. Eran granadas listas para explotar, no como las que usaban algunos, vacías. Todo como para que el tipo me pase revista. 'Este me va a pasar revista, me va a hacer abrir la bolsa', pensé. Un jefe es así, siempre te anda buscando el pelo en la leche. 

"Pensé que me mandaban a Tucumán ese mismo día. 'Seguro que hay un grupo que sale hoy', me dije. Cuando me presenté listo para la guerra, todo ingenuo, el coronel Verplaetsen me miró asombrado y me preguntó: '¿Adónde va usted con todo eso?' 

'No sé, me dijeron que me presente como para la guerra', le respondí. Se empezó a cagar de risa y me sacó rajando. Que devuelva todo y me venga de civil, me ordenó. 

"Volví caminando hasta la talabartería sin entender nada. Todos me miraban. 'Y éste ¿de dónde salió?', dirían. Me imaginé en la guerra y me preguntaba: '¿De civil, a la guerra de civil?' Todavía no caía en la cuenta de que se trataba de todo lo contrario. De vuelta a la compañía me presenté ante mi jefe para decirle que así no me querían, que debía vestir de civil. 'Y bueno, vaya de civil', me respondió sin ganas mi capitán. 

"Me dí cuenta de que él estaba con bronca porque perdía a su caballerizo, que era yo. Al tipo yo le armaba las vallas, le preparaba el asado, controlaba a los mozos; al que lo hizo socio honorario del Club El Ombú. Perdía su mano derecha. 

"Devuelva todo y llévese la pistola nada más, me dijo con tono seco y como mirando para otro lado. En menos de una hora, estuve otra vez frente a Verplaetsen y a otros oficiales, que le dicen que me ven muy chico de edad, eso comentaban. Yo tenía 24 años y ellos querían hombres que fueran de sargento para arriba, tipos con más de 30. 'Bueno, no sé si va a andar. ¿Cuántos años tiene en el grado?', me preguntó el coronel. 'Dos años hace que egresé, mi coronel', le respondí. 'Está bien, vamos a ver como anda', dijo. Yo no entendía nada. 

"A primera hora de la mañana siguiente, a los pocos días del golpe militar, me ordenaron esperar el jeep que, después de cargar los tachos con el mate cocido, me iba a llevar hasta mi nuevo destino. La única manera de llegar hasta ese lugar desde el Comando era en un vehículo todo terreno. Un soldado chofer acompañado por otros dos que sostenían los tachos con el desayuno para los detenidos se detuvo en Puerta 4, en Campo de Mayo, para levantarme a mí y a otros suboficiales que viajaban con el mismo destino. Me dicen que vamos a la 'Plaza de Tiro', un lugar que ya conocía porque ahí estuve en un vivac cuando era aspirante en la Escuela Lemos. 

"Nadie me pasaba bola, no conocía a ninguno de los otros suboficiales; eran viejos: suboficiales y mayores. Por el camino me miraban con desconfianza; yo era un cabito, un tierno. Después me enteré de que nadie quería ese destino, por eso buscaban a los más viejos, a los que habían visto de todo en su vida militar y estaban cerca del retiro. 

Todavía no sabían quién era yo, si trabajaría con ellos o estaba de paso; tampoco me lo preguntaron. Unicamente hablaban con el soldado conductor. Uno le preguntó: 'Y, ¿se murió Lucas?' 'No, están esperando que se muera?', respondió el otro conscripto mientras manejaba uno de esos jeepones Dodge de la Segunda Guerra Mundial por un camino todo empantanado. 

"Supe que ese soldado trabaja hoy como empleado en la casa central del Banco Provincia de Buenos Aires, sección Presidencia. Por lo que ellos hablaban traté de imaginarme un panorama de mi destino, pero no pude entenderlo del todo. Me daba cuenta, eso sí, de que había sido enviado a un lugar que no era común. Trataba de adivinar cómo sería. Nunca lo hubiera imaginado."
 

 




(1)
General de división Santiago Omar Riveros, a cargo del Comando de Institutos Militares entre 1976 y 1978.

 

 

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