Capítulo IV. Primeras imágenes del infierno.

CAMPO SANTO - Parte II

 

(Del testimonio del ex sargento Víctor Ibañez)

Un viaje de ida


"Mi primer viaje en el jeepón por los caminos internos de Campo de Mayo terminó en las cercanías de un lugar llamado 'Plaza de Tiro', una zona en la que habitualmente se realizaban maniobras militares. Cuando llegamos al campo me recibió un suboficial, que sin más trámites me llevó ante el jefe que estaba a cargo del lugar, un teniente coronel al que yo ya conocía, aunque él a mí no. 

"A medida que avanzábamos y nos internábamos más en las dependencias, me llamaba más la atención el estado rudimentario y casi salvaje de las instalaciones. No parecían militares. El jefe me recibió en la Sala de Situación, una construcción de esas viejas, de paredes rústicas en las que tenían colgados gráficos con los datos que iban juntando de la guerrilla. En ese lugar también funcionaban la radio y el comedor del personal. Enfrente estaba el quincho que luego sería usado como cocina, un monte de árboles grandes y, a un costado, se podían ver las tres puertas de acceso a las oficinas de los interrogadores. 

"Después de presentarme, el tipo me preguntó si sabía manejar. Ahí me dijeron que yo debía ocuparme cuatro veces por día de traer el racionamiento para toda la gente que estaba alojada ahí en un vehículo todo terreno, y que también tenía que cubrir uno de los turnos en los pabellones donde estaban encerrados los detenidos. 'Veinticuatro por 48. Veinticuatro horas bien despierto y 48 bien descansadito', me dijo. 

"El tipo era muy recto, bien severo, durísimo. Un tipo de esos que hablaban poco, estricto. 

"Antes de despedirme, me recomendó: 'Ande con mucho cuidado, no se acerque más de la cuenta a los presos, jamás entre armado a los pabellones, bajo ningún punto de vista hable con ellos porque será sancionado. Los únicos autorizados a hacerlo son los interrogadores'. 

"Después, un suboficial me llevó a recorrer el lugar. Me contó que hasta hacía unos años atrás, esos galpones los ocupaba el encargado rural de Campo de Mayo. Que el tipo era un 'forro', porque tenía criaderos y quinta, trabajaba el campo y toda la ganancia se la daba a los jefes del Comando. Hasta había un aserradero totalmente equipado; parece que con eso ganaba mucha plata. Lo dieron de baja peor que a mí cuando descubrieron que se hacía el distraído con lo que le sacaba al aserradero. Pero antes de irse se tuvo que poner con un montón de guita. Creo que ese hombre ya falleció. 

"La cuestión es que lo desalojaron y al poco tiempo mandaron a una compañía del Comando de Institutos Militares que en menos de una semana se encargó de montar el campo. Cuando yo llegué todavía se veían soldados despejando los galpones. Dando vueltas por ahí había chanchos, conejos, gallinas. En la quinta, que después se secó, crecían cebollas, papas, lechuga, soja, de todo. 

"Mientras me explicaba que esto era así y asá, el hombre que me mostraba por primera vez el campo me dijo que ya había más de 300 detenidos en los primeros galpones, y que los soldados que se veían trabajar estaban sacando las maquinarias del aserradero para tener más espacio disponible". 



Una hora más para Lucas


"Al rato conocí al tal Lucas que habían mencionado en el jeep. Empezó mi primer día en el campo. Lucas era un prisionero que un grupo de hombres dejó de golpear recién cuando estuvimos a unos pocos pasos de ellos. Ahí se dieron cuenta de nuestra presencia, se acercaron y se hicieron las presentaciones del caso. Yo era recién llegado y todos tenían que conocerme. Después me pidieron que vigilara a Lucas mientras ellos se tomaban un descanso. Yo miré al pobre tipo, que no se podía ni mover; estaba tirado en el suelo, contra unos alambres en los fondos del campo, un sector donde se amontonaban bolsas, herramientas viejas y la leña para la caldera. "Cuando los demás se fueron, me acerqué para mirarlo. Mi primera reacción fue intentar ayudarlo a levantarse. No le pregunté si necesitaba algo. Estaba hecho bolsa, pero todavía resistía. Aunque no pude verle la cara porque estaba encapuchado -todos los detenidos estaban siempre encapuchados y fueron pocas las caras que pude ver-, se notaba que era un muchacho joven. El pobre no podía ni moverse, se estaba muriendo. 

"A la hora, más o menos, volvieron los de la patota. Uno de ellos me dijo al pasar que este Lucas no era ningún nene de pecho, que tenía un grado de teniente o algo así en la organización Montoneros, porque ellos también tenían grados, jerarquías. 'Es un pesado', me dijo el tipo. 

"Mientras tanto, otro del grupo ya le estaba preguntando a Lucas: '¿No te moriste todavía?' El le respondió con un hilo de voz: 'Todavía no', y pidió una hora más para morirse solo. 'No me peguen más', le dijo. 'Ya te dimos una hora y no te moriste', le contestaron los otros. 'En una hora más me muero solo, se los prometo. Ya no me peguen más', insistió Lucas. Me pregunté si sería verdad lo que estaba pasando. 

"La hora que Lucas pidió se la respetaron, pero la siguiente no. Lo mataron a golpes. Yo estaba a unos pocos metros de ellos, observándolos hasta que el hombre quedó muerto. Vi fallecidos, pero nunca había presenciado la muerte de una persona, mucho menos así. No tenía previsto ver cómo lo mataban. Ese fue mi bautismo de fuego, por decirlo de algún modo. Todavía no sabía lo que me iba a deparar el destino dentro de la fuerza. 

"La patota no necesitó tomarle el pulso para comprobar que estaba muerto, ellos ya sabían. Me dijeron que fuera a buscar una sierra para cortar las esposas que Lucas tenía puestas. Había que sacárselas y no encontraban las llaves. Después supe que las esposas dejaban colgando los brazos de los prisioneros muertos y esto dificultaba el traslado del cuerpo cuando el cadáver se ponía rígido. Lo que se hacía en esos casos era atarlos con alambre como si fueran matambres para sostener brazos y piernas. Se las tenían todas pensadas. Hay que ser muy malvado para planificar esas cosas, ¿no? 

"Me costó trabajo sacarle las esposas. Se ve que hacía mucho tiempo que las llevaba puestas. Estaban tan ajustadas que se le habían metido en la carne de las muñecas, que estaban oscuras, como gangrenadas. Me impresioné mucho; me transpiraban tanto las manos que me costaba manejar la sierra. 

"Por suerte, como yo no estaba práctico para la tarea, lo ataron otros. Sin embargo, igual tuve que tocar el cuerpo cuando lo llevamos a otro lugar. Creo que ahí juré que nunca más iba a tocar un cadáver, cosa que no fue así; después tuve que tocar muchos otros. 

Al día siguiente, se llevaron a lo que quedaba de Lucas hasta la pista aérea de Campo de Mayo, donde lo cargaron en un helicóptero para después tirarlo al mar. De todo esto yo me enteré a medida que pasó el tiempo".
 


Capuchas en la penumbra


"Al rato me vinieron a buscar para llevarme a conocer el pabellón al que me habían asignado como celador y me explicaron en qué consistía mi tarea: debía ocuparme del racionamiento, llevar a los detenidos a las letrinas y ocuparme del baño semanal. 

"Cuando entré al lugar, lo primero que me golpeó fue la imagen de toda esa gente así, encerrada ahí adentro. Los colchones, tirados sobre el piso de baldosas rojas, con las cabeceras apoyadas contra las paredes. Uno al lado del otro, en una hilera que daba toda la vuelta a lo largo del galpón. Todas las ventanas estaban tapadas con mantas verdes que no dejaban entrar la luz del sol. Las lámparas estaban siempre encendidas, nunca se sabía cuándo era de día y cuándo de noche (1). Arriba de cada uno de esos colchones de lana viejos, de contín rayado, estaban sentados los detenidos. Encapuchados, con las manos atadas por delante con una soga y en absoluto silencio. 

"Era uno de los mejores pabellones. Antiguamente había sido el dormitorio de los soldados, la cuadra. No era muy grande, pero lindo. Estaba dividido por una pared de lado a lado, que tenía un agujero en el medio, a la que después le agregaron una lona. En el sector más grande, con capacidad para unos cincuenta detenidos, estaban los hombres. En el más chico habría unas quince mujeres. Recuerdo que durante las épocas más bravas se llegó a poner hasta tres personas por colchón. Era el único pabellón mixto y me lo asignaron porque sabían que yo era educadito, más delicado en comparación con las otras bestias destinadas a ese lugar. 

"Las letrinas estaban afuera, sobre pozos que eran cavados por los propios detenidos. Tenían que trabajar con la capucha apenas abierta y sin levantar la vista del suelo. Los baños eran usados tanto por los hombres como por las mujeres. Las duchas eran mejores. Estaban dentro de la edificación y funcionaban con la caldera que se alimentaba a leña. 

"Los pabellones del campo estaban clasificados según el grado de peligrosidad de los detenidos. También dependía de la organización a la que perteneciera el preso, su grado de compromiso y otros motivos que yo no conozco. Eso dependía del interés de los interrogadores, que eran los que hacían la selección. Recuerdo uno jodido, el pabellón más chiquito. Tenía piso de tierra, techo de chapa clavada sobre maderas, todo cerrado. Era tremenda la humedad que había ahí adentro. Ahí metían a los más pesados".
 


Una jornada agitada


"Ese día, el primero, me explicaron un par de cosas más y me pusieron a trabajar. No me dieron descanso, y yo no lo pedí. Era una época intensa: todos los días mataban a uno de los nuestros. Yo creía que ellos eran realmente nuestro enemigo y que había que combatirlos. 

"Por lo caliente que estaban las cosas, los jefes nos advirtieron: 'Bajo ningún concepto se puede golpear a un prisionero'. De hecho, ninguno de mis compañeros de logística castigó a alguno de ellos. Yo sí, una vez, tiempo después. Maldigo el momento en que lancé esa patada a un ser indefenso, no me lo perdono. 

"Cerca del mediodía me entregaron el camión en el que cargué los tachos vacíos y me fui, acompañado por un soldado, hasta la cocina del Comando de Institutos Militares, donde presenté el parte de racionamiento que me había entregado, con su firma, el jefe del campo. Ahí figuraba el número de raciones necesarias; 20, 50, 80 raciones. No se mencionaba a 'El Campito' como destino; ponían 'Para el destacamento Los Tordos', tal como se denominaba a esa parte de Campo de Mayo. Tampoco decía que era para los detenidos: en el papel figuraba siempre 'Para vivac', como si se tratara de personal militar haciendo ejercicios o maniobras. Se trabajaba medio ocultamente, pero quien más quien menos, todos sabían lo que estaba pasando, hasta los soldados. 

"Con el tiempo, los conscriptos que me veían cargar todos los días las raciones se comportaban ante mi presencia como si yo fuera el mismo diablo. ¡Qué miedo me tenían esos chicos! Eran épocas difíciles, nadie decía ni preguntaba nada. 

"Volví con las raciones al campo y las repartí entre los cuatro pabellones. En uno de ellos, como te dije, estaban los presos más jodidos, de más cuidado. El celador que estaba a cargo me dijo: 'Por suerte a vos te mandaron con los perejiles'. 

"A la tarde, ya en el pabellón, me tocó llevar a un grupo de presos al baño. Había que ponerse en la puerta del galpón con un bastón de madera y preguntar quién tenía que hacer sus necesidades. Entonces los detenidos se iban levantando de sus colchones y armaban a tientas, en medio del pasillo, un trencito tomándose de la cintura del que tenían adelante. El primero de ellos se agarraba del bastón y así, con el celador al frente y ellos detrás, se recorrían unos cincuenta metros hasta llegar a las letrinas. 

"Por la noche, cuando pensé que ya me iba, recibí la orden de cubrir la guardia nocturna del pabellón. La verdad es que estaba tan cansado por todo lo que me había pasado ese día que me quedé dormido en una especie de silla, un banquito de plaza, al lado de la puerta de entrada que daba al patio. Tenía una radio portátil chiquita para escuchar música, aunque estaba prohibido. Tampoco había nada para tomar; después yo traje. 

"En medio de la noche entró el oficial de servicio. Me desperté al sentir el caño del fusil que se apoyaba en mi cabeza y el ruido que hace el arma cuando se carga la bala en la recámara. Medio dormido, escuché una voz que me dijo: 'Perdiste. ¿Soy o no soy?' Me corrió un frío por la espalda. Por el timbre de voz no era ninguno de mis compañeros haciéndome una joda. '¿Soy de los tuyos o soy el enemigo?', me preguntó la voz. No sabía qué pasaba. 'No jodas', le respondí cagado de miedo. Era un teniente. Después de cagarme a pedos me dio diez días de arresto por haberme descuidado durante la guardia. Obviamente ahí no corría el arresto como castigo porque vivíamos en una prisión; lo mismo era estar arrestado o no. 

"A las ocho de la mañana del día siguiente, me llegó el relevo. Lo único que yo quería era volverme rápido a casa. Le entregué la guardia a dos suboficiales que hasta ese momento no conocía y me subí al camión que me llevó de vuelta hasta la Puerta 4".
 


Rutina en la niebla


"Mi pase al campo fue motivo de algunos conflictos. En principio no me aceptaron porque decían que era demasiado joven: como te conté, en ese entonces yo tenía 24 años. Mi jefe, un teniente coronel a cargo de la Agrupación Comando y Servicios, cuando desde la comandancia le pidieron un hombre de Logística para un nuevo destino, dijo que lo único que tenía para ofrecerles era el cabo Ibañez. 'Es muy joven, no nos sirve', se quejaron. 'El cabo Ibañez o nada. No tengo a nadie más', les respondió mi jefe y ahí se plantó. 

"En el campo me tuvieron a prueba durante una semana y después ya no me querían largar más. Se ve que yo trabajaba bien. Cuidaba el vehículo, traía la comida a tiempo, me ocupaba de la caldera con la ayuda de dos o tres detenidos de confianza. Ellos iban tirando la leña y mantenían la caldera encendida mientras los demás prisioneros se iban bañando por grupos. A veces le pedíamos colaboración a los gendarmes, que mandaban un par de hombres, porque uno solo no podía manejar todo. Los muchachos de Gendarmería eran buenísimos con los presos; la verdad es que fueron los que mejor se portaron con ellos. 

"Siempre andábamos vestidos de civil; nada de uniformes. Todos debíamos tener un seudónimo, ahí no se llamaba a nadie por su propio nombre. A mí me bautizaron 'Petete', será porque era medio retacón y mofletudo. 

"Como te conté, yo tenía a mi cargo traer la comida, que consistía en cuatro raciones diarias: desayuno, almuerzo, merienda y cena. El oficial a cargo de la guardia era el que firmaba el parte con la cantidad de raciones necesarias, entre las que estaban las nuestras; porque todos comíamos lo mismo. A veces iba acompañado por alguno de los soldados que cuidaban a los perros, pero la mayoría de las veces me manejaba solo. Iba con el camión todo terreno hasta la cocina del Comando de Institutos Militares donde me entregaban los alimentos. No mencionaba que era para los detenidos, aunque todos lo sabían. 

"En el campo, los presos estaban organizados como en la colimba, con cuatro o cinco 'rancheros' que se ocupaban de distribuir la comida, con la capucha levantada hasta la mitad como para que pudieran ver por dónde caminar, entre los demás detenidos. Los platos eran los de tropa, esos de metal. Como único cubierto se les daba una cuchara y punto. Si había carne se la tenían que comer a los tirones, pero nada de cuchillos. También se traía un tacho grande del que se sacaba agua para llenar los jarritos de acero que les dábamos con cada comida. 

"Después los detenidos 'rancheros' juntaban todo y lavaban los platos en unos piletones con unas canillas empotradas en cemento que antiguamente habían funcionado como un bebedero para caballos. Ahí no sólo se lavaba, también se torturaba. 

"A los prisioneros más peligrosos los tenían en un pabellón donde los mantenían siempre con los brazos atados por la espalda y encadenados a una argolla amurada en la pared. Después estaba ese pabellón del que ya te hablé, uno chiquito, con piso de tierra. A esos presos los dejaban atados de pies y manos durante semanas enteras. Según me contaron, era para 'quebrarlos' (2) mental y moralmente. También hubo presos que no lo eran en realidad. Los ponían en los pabellones haciéndolos pasar como prisioneros para sacarles información a los otros, y de paso también se ocupaban de vigilarnos a nosotros. 

"Mi pabellón era el de los menos peligrosos. Los detenidos sólo estaban atados con una soga por delante, lo que les permitía mover los brazos y les dejaba las piernas libres como para poder pararse. Si alguno se sentía mal, acalambrado, yo lo autorizaba a que se parara, a que hiciera flexiones, los ejercicios que creyera convenientes. Pero siempre sin salirse de su lugar. Nadie les permitía eso. Yo sí, cuando no había quien me mirara. 

"Todos los prisioneros estaban permanentemente con la capucha puesta, apenas se la subían un poco para poder comer. Esas capuchas las habían hecho con un accesorio que viene con ese blusón verde de combate que te dan en el Ejército, una capucha que se aplica con botones al capón y se usa cuando hace frío o llueve. Como además tenían un cordón para ajustarlas a la cabeza, eran ideales para 'tabicar' a los prisioneros".
 


Los tabicados


"No recuerdo un número exacto, porque la población cambiaba todos los días, pero en mi pabellón habría un promedio de cincuenta personas, de las cuales unas diez o quince eran mujeres. La cantidad variaba según las épocas. 

"Me acuerdo que el primer día, cuando tomé el pabellón, me encontré con que tres de los colchones asignados a los detenidos estaban vacíos. Me dijeron que esos hombres estaban en el Grupo de Tareas de Inteligencia. Después me los trajeron, hechos bolsa. A los tres les habían estado 'dando' desde la mañana: picana, palo, picana. 

"A estos no les des ni una gota de agua', me dijeron los interrogadores antes de irse. Yo no sabía por qué, si formaba parte de la tortura o algo así. Parece que por el efecto de la electricidad, si tomaban agua, reventaban. Ellos me pedían, se ve que estaban deshidratados. Algo les produce, ¿no? Nunca supe qué les produce. 

"Cada tanto venían los interrogadores y me decían: 'Dame a Fulano'. Los prisioneros tenían puesta una camisa tipo grafa, verde oliva. En la espalda llevaban pintada una letra 'P' de color amarillo. Era una 'P' bien grandota, que significaba preso. También tenían asignado un número, que no estaba escrito; sólo lo sabían ellos y cualquiera de los que estábamos a cargo. Para identificarlos nos manejábamos con una lista y la ubicación en el pabellón. 

"En esa lista figuraba el nombre del detenido y el número que se le había dado, además del nombre de guerra. Si pertenecían a organizaciones tenían nombre de guerra, como Lucas, que no se llamaba así en realidad. Cuando los interrogadores me pedían a un detenido, me decían: 'Petete, mandame al 14'. Y me devolvían a otro que se habían llevado antes. A veces sacaban de a dos o tres juntos: 'Preparame al 20, el 24 y el 30'. 

"Prepararlos significaba hacerlos levantar de los colchones y llevarlos hasta la puerta del pabellón, donde eran recogidos por los interrogadores. Yo iba por ellos pero no los apuraba. Les daba su tiempo para que se levantaran, se arreglaran la ropa. Antes de irse les decía que dejaran tendido su colchoncito, como para que hicieran algo hasta que aparecieran los interrogadores para llevárselos. Si los prisioneros pedidos eran más de uno, se los hacía formar en trencito hasta la puerta de la sala, en la punta del galpón. 

"Las oficinas de los interrogadores no estaban a más de 60 o 70 metros del pabellón. Se llevaban a uno y me traían a otro que ya había sido interrogado, torturado. Los devolvían en un estado lamentable, hechos bolsa, pobrecitos. Así era todos los días. 

"Después fue peor."
 

 




(1)
Ibañez agrega: "Tiempo después, mientras estaba de turno en el pabellón y sin que nadie se diera cuenta, corría las frazadas que tapaban las ventanas para que entrara un poco la luz del sol. No sé para qué, si ellos estaban encapuchados y no la podían ver". 


( 2)
"Quebrarlos" significaba vencer la resistencia de los prisioneros que se negaban a dar información y a colaborar con los represores. Se utilizó todo tipo de torturas para lograr este objetivo.

 

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