Capítulo XXI. La Patria exterminada.

CAMPO SANTO - Parte II

 

 

(Del testimonio del ex sargento Víctor Ibañez)

La noche de la pileta


"Fue al poco tiempo de mi llegada al campo. Hasta esa noche, se podría decir que todavía era un 'tiernito'. Después ya no. 

"En el campo había una pileta de natación cuadrada; más bien rectangular, con el agua que llegaba hasta el borde, un poco más arriba del ras del suelo porque sobresalían unas parecitas de cemento. Ahí los fueron ahogando. Nunca me voy a olvidar de ese cuadro: hombres y mujeres arrodillados contra el borde de la pileta, con las manos atadas a la espalda y la cabezas sumergidas en el agua. Quedaron uno al lado del otro, muertos. Doce personas fueron. Doce en una noche. Nunca ví asesinar a tanta gente junta. Fue una cosa horrible. ¿Soy yo un psicópata? 

"Nadie me lo cree. Un tipo normal no me lo puede creer. Fue después de Lucas, a los quince días de estar en el campo.
 



Enfrentamientos simulados 


"Como vos sos periodista, te quiero contar un episodio donde algunos periodistas se prestaron al gran circo con el que se ocultaba lo que pasaba; como escuché decir alguna vez, una 'orgía de sangre'. 

"Muchos de los enfrentamientos que salían publicados en los diarios eran simulados. Yo fui testigo de uno de ellos. Creo que fue por Bella Vista, cerca de Campo de Mayo. La cosa fue así: como mi especialidad era la de talabartero, un día de dieron cinco pistoleras de cuero para arreglar. Eran pistoleras viejas. Me las trajeron para que les hiciera algunas costuras, para que las lustrara un poco. 

"Después me mandaron al pabellón a buscar a un grupito de colaboradores Montoneros. Yo todavía no unía una cosa con la otra. Me dijeron: 'Petete, que se den un baño antes de venirse para acá', al edificio principal. Yo, contento. 'Se van en libertad, por lo menos les dan un premio', pensé. Entre ellos estaba 'la Gorda'. 

" 'La Gorda' era una detenida enfermera de profesión que, como ya te conté, atendió al chico Avellaneda cuando lo mordió el perro. "Escondía su propia ración de comida para dársela a él. También atendía a los detenidos junto con la médica. No me acuerdo el nombre de la enfermera; era más bien gordita, pálida, de pelo negro. 

"Entonces fui y busqué al grupo y a los otros dos flacos que me indicaron. Se bañaron, se afeitaron, se pusieron ropa limpia, nueva. 'Libertad, libertad', se imaginaban ellos. Que se iban, creían. Pero estábamos en el año 1976. 

"Al otro día leí en los diarios que llegaban al campo la noticia del enfrentamiento. Cuando me puse a mirar la foto, vi que junto a los guerrilleros muertos, a los que no se les veían las caras, estaban las pistoleras que yo había arreglado el día anterior. Del campo se los llevaron vivos, después fraguaron el enfrentamiento y los mataron en el lugar de los hechos. Les habrán tirado las pistoleras con un par de armas, si es que no se las pusieron encima antes de simular el combate. Nadie iba a sospechar nada. Si ellos eran guerrilleros o no, yo no lo sé. Pero así salió en los diarios. 

"A los supuestos subversivos se los veía limpitos, afeitados, no tenían aspecto de haber estado prisioneros o secuestrados. Después me enteré, por comentarios, que los periodistas ya estaban avisados. Andaban cerca del lugar donde dijeron que había sido el enfrentamiento porque les habían prometido que iban a tener la primicia del 'combate contra la subversión'. Lo tenían todo arreglado. Por eso, a partir de ese momento, ya no creí tanto como antes en lo que decía la prensa. 

"No fue el único caso. Se hizo lo mismo con mucha gente que estaba detenida en el campo y que mataban en esos supuestos enfrentamientos. Enfrentamientos que armaban para la opinión pública, para que se creyera que los subversivos todavía existían, y que no querían dejar vivir a la gente en paz. 

"Entonces convocaban a los medios de prensa, pero no eran periodistas que no sabían cómo eran las cosas; sí sabían. Lamentablemente no me acuerdo de quiénes eran los periodistas, porque seguro que todavía alguno de ellos debe seguir trabajando por ahí.
 



Otras muertes


"Fueron muchas las formas de eliminación que se utilizaron en el campo. Ser testigo de todo eso fue lo que me martirizó. 

"En una oportunidad trajeron un medicamento de uso veterinario, como el que se da a los perros para sacrificarlos. Ahora no me acuerdo el nombre. Lo disolvieron en agua y se lo dieron a tomar a un grupo de detenidos; un vaso para cada dos personas. Los habían llevado al fondo del campo. Yo miraba de lejos. Al principio parecía que no había efecto, pero cuando los tocaban en alguna parte del cuerpo la gente se retorcía de dolor. No era cianuro, era estricnina (1) o algo así. Es duro lo que te cuento, pero yo no veía visiones. 

Por eso no me explico como ellos -los del Ejército- dicen que soy un psicópata como excusa para darme de baja, cuando ellos son los responsables de mi enfermedad.
 



Los verdugos


"Nunca se sabía -por lo menos yo no sabía- cuándo llegarían los verdugos. Había que estar preparados, se aparecían en cualquier momento. 

"Cada vez que veía entrar a la caravana de autos por ese camino profundo que iba directo al polígono de tiro con las luces haciendo guiños, levantando polvareda, cargados de tipos, era como ver a una gigantesca carroza de la muerte. Era la muerte. 

"Los vi llegar por primera vez a los pocos días de estar en el campo. Mis compañeros me dijeron, de sotamanga, 'Ahí viene la Parca, hoy sale un vuelo'. Hasta ese momento, cuando mencionaban los traslados, yo creía que llevaban a los prisioneros a otro campo o a la cárcel, no conocía el destino final de esa gente; después lo supe. 

"Por lo general, se trataba de un pelotón de cinco tipos. Había uno que venía siempre, los demás rotaban. Dos de ellos se paraban en un punto del campo, con unas listas en las manos y empezaban a llamar y a llamar detenidos. Nunca sabíamos a qué prisionero le iría a tocar 'volar' ese día. No teníamos un cronograma en el que figurara que hoy le tocaba a fulano, mañana a mengano. 

"No entiendo cómo había compañeros míos que se podían prestar a eso. Había tipos que se ofrecían para ir a buscar a los detenidos, querían quedar bien delante de los jefes y los traían desde los pabellones, para presentarlos. Está bien que los condenados no tenían escapatoria. Sólo un milagro de Dios podía salvarlos. Pero los traían ellos, los vendaban y los sostenían para que los inyectaran. 

"Una de las cosas más horrorosas que vi, fue la forma en que eliminaban a esos chicos, inyectándolos. Esa imagen no se puede borrar nunca. Yo le pido a Dios...
(llora). 

"Había uno que venía siempre, se ve que le gustaba. El estaba al frente de este grupo, que no se ocupaba de interrogar a nadie, de salir en operaciones ni de ninguna de esas otras cosas. Llegaban cada quince días, dos veces por semana, tres veces, no tenían una rutina. Ellos no pertenecían a nada, estaban afuera de todo. Eran la muerte.
 



Pacto con la muerte


"Yo tenía mi jeep y mi camión Unimog para traer el racionamiento desde la cocina del Comando de Institutos hasta el campo y después distribuirlo entre los celadores, que en ese momento ya eran de Gendarmería. Ellos se ocupaban de alimentar a los detenidos. Ese era mi trabajo. Ahora escucho el motor de un jeep y se me pone la piel de gallina. 

"Cada tanto llegaba hasta el campo gente extraña, de otros lugares, no sé de dónde. Curiosos; civiles, militares. Tipos que se prestaban a ciertas cosas, por ellos pasaba lo que pasaba. Aparecían cada vez que se producía una de esas 'soluciones finales'. Como los verdugos, llegaban de repente, sin aviso previo. Entraban en la base en una fila de cuatro o cinco autos, acompañados por uno de los jefes del campo. Nunca bajaban de diez, a veces eran quince o más. Como ese día, que llegaron por lo menos unos veinte. 

"Se ve que ya tenían todo organizado en secreto. Sin pérdida de tiempo sacaron una lista de detenidos y les pidieron a los celadores que les trajeran a Fulano, Fulano y Fulano. A mí me mandaron a buscar el jeep, uno de esos famosos Willis de la Segunda Guerra Mundial. 'Antes, sáquele el caño de escape', me indicaron. Yo no sabía por qué: sin caño de escape ese jeep hacía un ruido infernal. 

"Una vez que juntaron a todos los prisioneros los llevaron formados de a dos en fondo hasta la entrada del galpón que había sido la vieja carpintería. Cuando estacioné el jeep en ese mismo lugar, tal como me lo habían ordenado, vi a los presos sin capucha y me imaginé lo peor; no me equivoqué. 

"Acomodaron al grupo de prisioneros a varios metros del galpón. Los llamaban de a uno, antes de hacerlos entrar les vendaban los ojos. 'Sentate acá que ahora te van a venir a buscar', les decían una vez adentro, y los acomodaban en un cajón de madera que habían puesto en el centro del galpón que estaba casi vacío, desierto. Les convidaban un cigarrillo y antes de que el detenido pudiera llegar a darle dos o tres pitadas, se aparecía uno del grupo que le pegaba un tiro en la cabeza. 

"Ahí entendí el asunto de sacarle el escape al jeep. Con el barullo del motor querían tapar el ruido de las balas, y yo pensé que iban a organizar una carrera a campo traviesa. Me dijeron que tenía que acelerar a fondo cada vez que se iba a producir un disparo, pero como no confiaron en mí, terminaron ellos poniendo en marcha el jeep y metiendo ruido con el motor cada vez que sonaba un tiro. 

"De a dos tipos, siempre eran dos lo que entraban con cada prisionero al galpón. Ellos mismos les vendaban los ojos al prisionero, apenas pasaba la puerta, y lo conducían hasta el cajón donde lo hacían sentar. El resto del grupo se amontonaba en las ventanas para mirar de afuera cada ejecución. Yo ni me asomé. Los detenidos esperaban su turno en un lugar apenas retirado, a no más de cincuenta metros. No sé si sabrían lo que les esperaba. 

"No recuerdo cuántas personas fueron eliminadas esa tarde en la antigua carpintería. Pero me acuerdo que cada uno de los que vino en ese grupo disparó sobre alguno de los detenidos, fueran hombres o mujeres. Apuntaban al centro de la cabeza e inclinaban el cañón de tal modo que la bala atravesara de arriba hacia abajo. Un solo tiro, todos iguales. Lo sé porque a la mañana siguiente pude ver los cadáveres cuando los llevamos al aeropuerto en un camión que volvió todo ensangrentado, y que después yo tuve que lavar. 

"Esas matanzas se transformaron en un rito, todo muy controlado. Sin gritos para darse coraje, ni muestras de arrepentimiento por haber asesinado a sangre fría a una persona indefensa. Al pasar escuché algunos de los comentarios que se hacían entre ellos. 'Yo lo hice por solidaridad', dijo uno. 'Yo también, por solidaridad con vos', le respondió el otro como sacándose la culpa, porque si uno lo hacía lo tenían que hacer todos. Lo que habían hecho había sido por solidaridad hacia el otro, decían. La cosa era que todos tuvieran las manos ensangrentadas por igual. 

"Yo lo presencié, y no lo puedo olvidar. Nunca, como la pileta, el tacho, como las mordeduras de perros de guerra (Emocionado). Yo te digo que la realidad supera a la ficción. 

"Cuando los grupos que llegaban al campo eran grandes, las eliminaciones eran grandes. Yo he visto subir hasta ochenta ejecutados en el camión que llevaba sus cuerpos hasta la pista de aterrizaje donde eran cargados, como ya te conté, en aviones que enfilaban mar adentro.
 



Muerto al llegar


"La vida no valía nada. Una noche, estaba de turno en la radio, durmiendo, cuando me despertó un llamado en el que se me avisaba que iba a llegar un auto llevando a una 'mariposa' -un detenido-, por el camino verde, uno de los accesos a 'El Campito'. Había dos, tres y hasta cuatro caminos de acceso si querías venir cortando campo. Después de escuchar la radio, me quedé dormido de nuevo. 

"La patota descargó al prisionero que estaba herido de bala en el piso, en la puerta de la sala de radio. 'Encárguense ustedes', le dijeron al oficial de turno, un gendarme, que no me despertó. Me tendría que haber llamado para que yo le tomara los datos, le asignara un lugar de alojamiento y en todo caso, lo hiciera atender por un médico. Pero él no me avisó. Me dejó durmiendo hasta que un disparo me despertó. 

Salí rajando con la pistola amartillada y me encontré con que el oficial de servicio había ejecutado al hombre, porque, según dijo, sufría mucho. 

"Lo mató en la puerta de la sala de radio y me lo dejó ahí para que yo me hiciera cargo de él. Ni lo toqué. Le dije al oficial de Gendarmería: 'Déjelo ahí, no lo toque, yo me encargo de él'. Después me arrimé al tipo, vi que el tiro había sido en la cabeza. Estaba agonizando; hacía esos sonidos guturales de los que están por morir. 'Lleválo, Petete', me insistió el oficial. Quería que lo sacara de ahí, que lo llevara al fondo. 'No, dejálo acá', le dije. Yo quería que los jefes vieran cómo habían sido las cosas; ya no se podía hacer nada. Esa persona había llegado malherida y de todas maneras no iba a salir vivo de ese lugar. 'Yo no puedo tocar nada sin orden', le dije como para que no me molestara más. 

"El oficial ya sabía que para él la mañana iba a arrancar con problemas. No podía hacer lo que había hecho. ¿Cómo le iba a quitar ese festín a otros? La vida y la muerte eran una jurisdicción a la que él no tenía acceso. Yo me fui a dormir, bah, dormir no podía; me quedé encerrado en la sala de radio, no informé nada, no dí la novedad, nada. Dejé todo como estaba para que los demás tuvieran una idea de lo que estaba pasando. Nadie tenía las pilas puestas, nadie se daba cuenta en dónde habíamos caído. 

"Según dijo después el oficial, le pegó el tipo en la cabeza porque el hombre estaba herido de muerte y sintió que debía sacrificarlo para terminar con su sufrimiento. Tal vez lo hizo con esa intención, tal vez. Cosas como esas eran de todos los días."
 

 


 

 

 

 



(1) Alcaloide que se extrae de la nuez vómica, es uno de los venenos más violentos y mortales.

 

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