Capítulo XXII. Locura, convicción y pecados.

CAMPO SANTO - Parte II

 

 

(Diálogo con el ex sargento Víctor Ibañez)

Primera creencia


-Por lo que hemos conversado, está claro que usted compartió tanto los argumentos como los objetivos de la denominada guerra antisubversiva.
-Llegué a creer que la subversión era mi verdadero enemigo, que se merecían el castigo que estaban recibiendo. Sí, desgraciadamente llegué a creer eso, lo confieso. 

-Por lo tanto usted consideraba que eran necesarios los procedimientos utilizados en 'El Campito'. 
-Se me rompía el alma, pero era tanta la manija que me daban que llegué a creer que estaba bien, que ese era el destino que merecían tener. Pensaba, y estaba seguro, que yo formaba parte del lado de la verdad; que todo lo demás no servía para nada. Que el destino de la Nación dependía de nosotros. Como nunca me ilustré, ignoraba que existía una justicia humana. Tribunales, jueces, leyes. Eran muchas las cosas que ignoraba. Ahora me doy cuenta de que nuestros jefes se nutrían de cuadros ignorantes como yo, así como de otros personajes, digamos irregulares, para hacer el trabajo sucio. 

-¿Usted se consideraba un combatiente antisubversivo? 
-Si hubo una guerra, se combatió solamente en Tucumán (1). Yo no quiero mancillar con mis palabras a las víctimas de la subversión. Hubo camaradas míos que murieron como héroes. Pero no quiero mezclar. Alguna vez podré contar historias particulares, de compañeros muertos heroicamente en combate contra la subversión. Pero no es el momento de nombrarlos, hablaremos después, porque ellos merecen otras páginas, de gloria y honor, y no es eso justamente de lo que estamos conversando ahora. Ellos también fueron traicionados, su sangre fue negociada. En Tucumán había que ser soldado de verdad, fue el único lugar en que se combatió. Era muy jodido caminar por el monte, donde apenas entraba la luz del sol y en cualquier momento podías caer en una emboscada preparada por estos tipos. 

-Pero el objetivo era el mismo: el aniquilamiento total. 
-La diferencia es que ahí, en el monte, podías llegar a ver la cara del enemigo, sabías que te podía matar. Sin embargo acá, en Buenos Aires, pese a que los jefes militares nos exigían mantener una actitud de lucha permanente, te encontrabas con que tu enemigo ya estaba vencido, humillado, atado, encapuchado. Así me lo presentaron. Pero como militar nunca pude comprobarlo en la batalla. ¿Cuál es la diferencia? Que me encontré con un enemigo ya derrotado, contra el cual nunca había luchado. Se trataba de seres indefensos, de menores, mujeres, ancianos. Yo, que quería agarrarme a los tiros, me terminé preguntando si ese era mi enemigo. ¿Un argentino como yo, gente como cualquiera, familias enteras? ¿Dónde estaban las fuerzas del mal, los terroríficos guerrilleros? Yo me había imaginado otra cosa, enfrentarme con subversivos de verdad. 



La realidad no cree en lágrimas


-Cuando le anunciaba a un prisionero que iba a ser 'trasladado', ¿solía preguntarle sobre su destino? 
-En esos momentos no hablaba con ellos. Cuando empezaban a llamar a los que estaban en la lista yo me encerraba en algún lugar. Nunca estaba con ellos. Me escondía. 

-¿No cree que debería haberles advertido que iban a ser asesinados? 
-No podía hacer nada, por eso me escondía. No podía consolarlos y mucho menos decirles la verdad, porque los verdugos me observaban. Todos teníamos miedo. 

-¿Ni siquiera le avisó al Charro? (2) 
-Yo lo sentí mucho. Lloré por el Charro. Lloraba mucho, no solamente por él. Lloraba en silencio. Nunca pude saber cuál fue su culpa, qué hizo, qué dejó de hacer, nunca nada. No sé si lo llevaron al campo por el capricho de alguien, si era casado, soltero. Supe que era un tipo muy de la vida, bohemio, un caminador; un tipo de mundo. Se las sabía todas. Fue mi amigo. 

-¿Cómo era su vida fuera del campo? 
-Yo vivía con mi vieja en un departamento sobre la calle San José, en San Miguel. A ella no le contaba nada de lo que pasaba en Campo de Mayo, aunque con el tiempo le fui explicando algunas cosas, más o menos. Porque ella se dio cuenta de que algo me pasaba. Claro, yo estuve a punto de volverme loco. Nosotros vivíamos en un primer piso y me paseaba desnudo por los pasillos del edificio, bajaba las escaleras con una cruz en la mano. Dice mi vieja que andaba como sonámbulo, que no sabía lo que hacía. Eso me pasó al poco tiempo de estar en 'El Campito'. Abajo de mi casa vivía un matrimonio que se terminó yendo, entonces yo alquilé ese departamento. Ahí abajo me pasó de todo: veía demonios, se me presentaban los espíritus, salía con la cruz, lo llamaba a mi hermano, que estaba arriba, y le pedía que viniera a dormir conmigo. Después me llegaron las crisis depresivas, mis tremendos traumas. Algo me pasaba y no me daba cuenta. Mucho tiempo después, en el 84, sufrí mi primera crisis, cuando tomé conciencia de las causas. 



Los días y las noches de Ibañez en el campo


-¿Alguna vez le asignaron interrogar a un prisionero? 
-No, nunca. 

-¿Fue testigo de interrogatorios, sesiones de tortura?
-Generalmente me refugiaba en la cocina, que estaba a la vuelta de la oficina de los interrogadores. Desde ahí escuchaba los gritos de la gente; todo el tiempo. 

-¿Presenció interrogatorios con aplicación de tortura? 
-Presencié interrogatorios así, pero sólo al entrar y salir de la oficina llevando cosas. Veía a un tipo tirado en la parrilla, mientras le alcanzaba al interrogador el café que me había pedido. Pero nunca me quedé a presenciar un interrogatorio. 

-¿Nunca sintió curiosidad? 
-No, porque en ese aspecto yo era flojo. A mí el sufrimiento no me gusta. Entraba a la oficina fugazmente para llevar café, agua y otras cosas. Yo me quedaba dos, tres minutos y miraba lo que estaba pasando, pero enseguida me iba. Después pusieron un portero eléctrico, un sistema para evitar que entrara alguien sin autorización. Tenían un parlantito por donde hablaban: "Sí, comprame puchos, traeme esto, aquello". 

-¿Quiénes determinaban el destino de los secuestrados? 
-Los que disponían de las vidas de los detenidos eran los interrogadores. 

-Entre ellos, ¿quién era el más destacado? 
-El Alemán (3). Me parece que era de la Prefectura. 

-¿Cuál era su comportamiento? 
-Era el que les hablaba a los detenidos antes de cada vuelo. Les decía: "Ahora les vamos a dar una vacuna para evitar enfermedades antes de pasarlos a disposición del Poder Ejecutivo". Una vez una señora le dijo: "No mienta; no mienta porque morir ahora o morir después es lo mismo. Diga la verdad: esa vacuna es para asesinarnos". "Por favor, me hacen callar a esa señora. ¿No ven que pone nerviosos a los demás?", respondió a los gritos el Alemán. Esa mujer estaba en lo cierto. "No mienta, no mienta. Máteme acá si quiere, qué vacuna ni vacuna", le decía desde adentro de la capucha que tenía puesta. Una señora realmente valiente. (Ibañez llora). El Alemán tomaba la iniciativa, yo no sé si tenía órdenes de arengar a los prisioneros o lo hacía de puro comedido. 

-¿El Alemán era uno de los jefes del grupo de interrogadores? 
-El no era importante, era un pinche. 

-¿Quién era el importante? 
-Nadie era importante. 

-En una estructura militar siempre hay jerarquías. 
-Sí, pero en ese lugar no las había. 

-¿Acaso se trataba de un grupo anárquico? Es difícil de creer entre militares. 
-Sí, era una especie de anarquía. Porque yo respetaba a mi superior, como cabo que era. Respetaba al cabo primero porque tiene mayor jerarquía. Así debía ser. Pero por arriba nuestro había militares, policías y civiles. 

-Pero usted debe saber quiénes eran las voces cantantes. 
-No te digo que cada cual atendía a un grupo distinto de interrogadores. Los jefes eran Verplaetsen (4) y Schettini (5). 



Dios de lejos


-Usted menciona reiteradamente a Dios. ¿Es su refugio o su defensa? 
-Como te conté, los domingos, cuando tenía franco en el campo, me iba a escuchar misa a San Miguel, pero no entraba. Me quedaba sentado en la plaza. Era invierno y pese al frío no podía moverme del banco. Ahí me quedaba llorando. (Llora) 

-¿Por qué no entraba a la iglesia? 
-Porque sentía que era como reírme de Dios. Yo era indigno de Dios. (Llora). No podés estar con Dios y con el diablo. Estás con uno o con el otro. Pero me encontré con muchos que también pasaron por "El Campito" y entraban a la iglesia sin ningún pudor. Terrible. Nadie me podía comprender. ¿Con quién podías hablar? Con nadie, con nadie. ¿A qué médico podías ir? Te sacaban rajando. ¿A qué sacerdote? No le pido a Dios que me perdone, lo único que le pido es que me comprenda: yo caí en el infierno con toda inocencia. 

-¿Cuándo se decidió a contar lo que pasó en "El Campito"? 
-Es injusto lo que hicieron, cómo arruinaron la vida de tantas personas. Todavía no estoy repuesto del todo, pero me siento mejor. Se lo debo a mi fe en Dios, a mi arrepentimiento. Trato de llevar una vida social normal, voy al club con los chicos, voy a misa, voy a la iglesia evangélica, también voy al cabaret. A veces necesito un tirito al aire, como la otra noche que después de hablar con vos me fui a un piringundín del Once. 

-¿Y ahora? 
-Vendí todas mis armas, hasta mi sable largo. No quiero tener armas, nunca más. Quiero mi Biblia, mis recuerdos de cuando era chico, esas cosas. Cuando se me cruza alguien que está bajoneado, compañeros de trabajo que vieron muchas cosas sucias, lo único que se me ocurre es ofrecerles la Palabra de Dios. 


 

 

 



(1) Se refiere al Operativo Independencia, dispuesto en febrero de 1975 por la entonces presidente María Estela Martínez de Perón, con el objetivo de combatir a la Compañía de Monte, perteneciente al ERP, instalada en la provincia de Tucumán.


(2) Ver capítulo 11, "Dos en la memoria". 


(3)
El Alemán es el seudónimo de un torturador, también citado como perteneciente a la Policía Federal. (Ver Capítulo 9: "En el nombre de Dios" ).


(4)
El coronel Fernando Ezequiel Verplaetsen fue jefe de Inteligencia del Comando de Institutos Militares y tuvo a su cargo las tareas de logística y construcción del campo de concentración en Campo de Mayo.


(5) 
Ver Capítulo 5: "La guerra menos semejante".  

 

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