El marco histórico.

INFORME CO.SO.FAM BARCELONA, MARZO DE 1999

  

 

Han pasado más de trece años desde que fueron dictadas las sentencias contra los responsables de las Juntas Militares que gobernaron la Argentina entre 1976 y 1983 y más de veintidós del golpe militar. Hoy es evidente que los intentos de cerrar ficticiamente las cuestiones relacionadas con la violación de los derechos humanos y esclarecer la de los desaparecidos, han fracasado y siguen siendo centro de un debate político, social y legal, que implica al conjunto de la sociedad argentina e internacional, tal y como ocurre en las presentes circunstancias.

El denominado Proceso de Reorganización Nacional, con el golpe militar de marzo de 1976 y la destitución de Isabel Martínez de Perón de la presidencia del país, constituye un salto cualitativo y cuantitativo desde el punto de vista de la violencia y de los cambios en la caracterización de la tradición golpista argentina. Esto se debe al hecho de que los parámetros básicos de la Doctrina de Seguridad Nacional argentina, son aplicados desde ese momento como políticas de gobierno y no sólo como directivas del aparato de seguridad. Aunque durante el gobierno de la Sra. de Perón las fuerzas de seguridad contaban con amplia libertad de acción, a partir del golpe militar, todo el aparato estatal queda subordinado a los dictados de quienes aplicarían la mencionada Doctrina como guía ideológica de ese y de los futuros gobiernos militares.

Este cambio cualitativo resulta de la diferencia en la intención de penetración en la sociedad civil, que supera los límites habituales propios de los gobiernos autoritarios, para inclinarse en favor de concepciones y prácticas totalitarias. 

El monopolio de la fuerza armada, fuera de discusión con la derrota de los poco relevantes grupos guerrilleros a finales de 1975, el control, directo o "inducido", de los medios de comunicación masivos, la abolición del control parlamentario y el tutelaje directo sobre los órganos judiciales y ejecutivos supervivientes al golpe, se enmarca conceptualmente en una vía ideológica materializada en una práctica de guerra total, continua e ilimitada. Al desbordar la supuesta guerra los límites de lo estrictamente militar e incidir en el campo social, económico y político, por tratarse precisamente de una guerra, resulta natural que el proceso sea conducido por quienes más conocen de ella: los militares. La Doctrina de Seguridad Nacional establece el lazo indisoluble entre nación, estado y ejército y a partir de esta concepción se definen las políticas de seguridad, unidad y defensa de los intereses nacionales.

Dentro de este cuadro la elite militar se autopercibe como la más calificada y única capaz de regir la totalidad de la vida nacional. El hecho de que el gobierno esté en sus manos hace posible que éste se identifique con la nación y el estado, convirtiendo a los militares -según los criterios de esta Doctrina- en la encarnación del espíritu y de los verdaderos intereses de la nación. En consecuencia, todo cuestionamiento al gobierno militar, a los militares o al estado militarizado es interpretado como una manifestación contra la nación misma, que al ser percibido en términos bélicos, y por lo tanto como acto ilegítimo y reprimible, sólo constituye un obstáculo a superar en el camino hacia la victoria.

Esta concepción crea un desequilibrio total entre el individuo y el estado, similar al de los fascismos de entreguerras. La existencia del individuo sólo adquiere validez en este caso, como subordinada al marco de los intereses nacionales basados en la Doctrina de Seguridad Nacional. Los derechos individuales --humanos- en este modelo quedan supeditados a las decisiones sin control democrático del gobierno militar.

La realidad argentina de los años setenta, aunque muy diferente de aquella que generó la visión cultural, ideológica y política de los fascismos europeos, a través de la influencia del nacionalismo integralista de los años treinta y de la admiración del nazismo alemán, posibilitaban la asimilación a la Doctrina de Seguridad Nacional de la mencionada percepción de la vida como guerra. En este marco, el enemigo dejó de estar localizado en las ya inexistentes organizaciones armadas, sino en la propia sociedad civil asociada, según la percepción militar, a partidos políticos, movimientos sindicales, estudiantiles, en algunos sectores de los medios de comunicación, en las clases medias profesionales, de obreros y artesanos especializados y, en algunos casos, de campesinos acosados por la pobreza.

Era casi natural en el ámbito de los parámetros ideológicos mencionados, que los militares profundizaran su enfrentamiento con la sociedad civil. Sólo así se entiende la ola de terrorismo desatada frente a una sociedad civil inerme. El análisis ideológico del enemigo multicéfalo, sujeto a una metamorfosis de los grupos armados en sociedad civil y viceversa, alimentó una paranoia que sustentó la percepción de la vida como una guerra total y continua, que dictó la política represiva, materializada en la violación masiva de los derechos humanos a partir del golpe militar de 1976.

Las operaciones derivadas de estos presupuestos y la consiguiente represión, revelaron la utilización de la preexistente estructura de las fuerzas armadas y de seguridad que actuaban como si de un enemigo exterior se tratase. El país se dividió en cinco zonas de seguridad, coincidentes con los cuerpos de ejército encargados de su defensa en situaciones de guerra, subzonas operativas a cargo de brigadas, las cuales a su propia vez fueron divididas entre las unidades apostadas en más de doscientos centros urbanos, apoyadas por la existencia de centros clandestinos de detención. La subdivisión implicaba no sólo respeto a las órdenes superiores, que en el vértice de la pirámide de mando emanaban de la Junta de Gobierno, sino también la responsabilidad directa de los comandantes de regimientos sobre los centros de detención y de sus subordinados sobre el manejo diario de estos lugares. Si a todos los factores -ideológicos y estructurales- mencionados se agregan las desapariciones como característica central de las violaciones de los derechos humanos de este período, tendremos un cuadro de situación suficientemente claro. La combinación entre la idea de la guerra interna total aplicada como política de seguridad, sumada a la estructura de mando y a la responsabilidad directa, diseminada a lo ancho de la oficialidad media, con comandantes locales habilitados para actuar con iniciativa propia para lograr los objetivos de destrucción total de la subversión y sus bases, explican la intensidad del proceso. El mensaje ideológico y las órdenes emanadas de la Junta, indican una dirección definida de la acción, sin precisar los detalles, y además, la diseminación territorial de la represión y las responsabilidades a lo ancho de las fuerzas de seguridad, descentralizan el proceso y cohesionan factores diversos y a veces competitivos, al comprometerlos dentro de la línea de acción señalada por los mandos y la ideología. El cuadro se completa con exigencia, por parte de los mandos, de eficiencia militar en los operativos realizados contra civiles, que magnifican el impacto de las acciones, creando una atmosfera de terror en la sociedad civil y un mayor control sobre las propias fuerzas de seguridad.

Hay que señalar también la notable similitud ideológica de la Doctrina de Seguridad Nacional en la explicación del enemigo, y las teorías míticas sobre la conspiración judía mundial. En ambos casos se trata de visiones sobre el carácter conspiratorio del enemigo, al cual se atribuyen características demónicas que supuestamente emplea para controlar la sociedad en que vive y eventualmente el mundo, y cuyos valores e intenciones son presentados como absolutamente antitéticos a los de la civilización cristiana y occidental. Si a esto sumamos en el caso argentino, las corrientes tradicionales de antisemitismo social, la influencia ideológica del nazismo sobre el amplio espectro de las fuerzas armadas y en los grupos paramilitares de ultraderecha, que desde 1975 operaban bajo tutela militar contra las guerrillas, y un nacionalismo integralista y católico que era parte de la Doctrina mencionada, se forma una combinación que explica el ensañamiento particular de la represión con sus víctimas judías, así como el hecho de que el judío, por el solo hecho de serlo, fuera automáticamente sospechoso de ser parte del enemigo.

Por las acciones descriptas la sociedad civil argentina sufrió una violenta agresión por parte de las fuerzas armadas y de seguridad, con una paradojal pérdida de la seguridad personal. La arbitrariedad generalizada por una mezcla de efectismo operacional y criterios ideológicos abiertos, produjo un altísimo número de víctimas directas entre muertos, desaparecidos, torturados, detenidos sin proceso, exiliados y víctimas de la violencia generada por una represión sin control.

Así, el buscado efecto de la paralización y desmovilización social y democrática se cumple como derivación natural del terror impuesto sobre la población del país. La destrucción de toda garantía legal a la integridad física de las personas, reflejadas en el asesinato de 23 abogados y la desaparición de 109 más, desde 1975 en adelante, da una idea cabal del estado de desprotección de la población. No se cree necesario abundar en esta reflexión introductoria ya que este encuadre general está suficientemente desarrollado en otros documentos de la instrucción del señor Juez.

 

 

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