Matar para robar, luchar para vivir

por Carlos del Frade

 

III Parte - Luces
Capítulo 24 - Cachita y el desexilio
 

   

-La historia de Cachita es la historia de una señora de clase media alta porteña, viuda y con un hijo. María Margarita Fernández Otero de Pérez Martínez, así se hacía llamar, tenía mas o menos sesenta años.
Tenía un hijo que militaba en política en los años ’70, ella lo buscaba y la detuvieron.
Pasó tres o cuatro años en Villa Devoto. La pasó muy mal. Allí se enteró que le mataron al hijo que tanto buscaba. Como estaba a disposición del Poder Ejecutivo Nacional le permitieron salir del país. Eligió Bélgica y allí aguantó el exilio.
Murió en 1986, de nuevo en Buenos Aires pero ya estaba enferma de cáncer.
Porque los que volvimos nos encontramos con que se habían cerrado todas las puertas de la sociedad.
Ser un exiliado era una mancha que la sociedad no perdonaba.
Se lo hicieron sentir a Cachita, ella que había sido solidaria con su hijo, siempre lo ayudó. Y ella era de clase media alta. Imaginate.
Para nosotros fue como integrar una madre en nuestra familia de exiliados.
Es una historia que nos conmueve porque sufre todos los embates de la represión única y exclusivamente por su hijo, por estar con él, por apoyarlo.
Por eso siempre decimos que la represión golpeó a todos, independientemente de su origen social y su militancia política.
Ella tenía muy claro su derecho de dignidad.
Cachita defendía su dignidad bajo cualquier circunstancia, no le importaba cuál era la consecuencia.
“Porque a mi querida me vas a respetar”, le decía a las celadoras. Cosa que estaba absolutamente prohibida pero que ella mantenía como principio.
Cuando venían las requisas que eran muy pesadas, con golpes, todas contra la pared, cosas terribles...bajarse la bombacha y a la que no acataba a la celda de castigo y se perdían visitas...algo muy pesado, muy siniestro.
Cachita, sin embargo, se negaba.
“Nena”, le decía a la celadora, “¡¿qué me estás pidiendo?!. ¿¡No te da vergüenza!?”, sostenía y eso le venía por su educación y no por una cuestión política.
Entonces la mina le pega con el bastón.
“Mirá, vos hacé lo que quieras porque sos una bestia. Pero yo soy una señora”, contestaba Cachita y la mandaba a la celda de castigo.
Pero fue por poco tiempo porque hicimos un despelote bárbaro para que la sacaran.
Otra anécdota: todas teníamos un jarro de lata para tomar los líquidos fríos y los calientes. Pero Cachita no se resignaba a comer en el piso. Nosotras poníamos las cosas en la falda para comer, pero ella había rescatado una carpetita de papel y la ponía debajo del jarro de lata. Decía: “Nenas, la buena mesa no hay que perderla nunca”.
Cachita tampoco aceptaba bañarse de manera colectiva. Entonces le hacíamos guardia para que pudiera bañarse después de la hora de silencio, cuando se cerraba la última reja, en la celda de cuatro personas calentábamos agua con el calentador a kerosene y disponíamos que una parte del agua caliente era para el baño de Cachita. Ya estaba incluido en el cálculo. Le hacíamos guardia, apostadas en el suelo, mirando por la rendijita miserable que había entre la puerta y el piso de la celda, que estaba mojado porque seguía chorreando agua y las otras, paradas en los hombros mirando por la mirilla que había, todas las posibilidades para que se bañe y todas de espalda, porque “nena, ¡no me mires!”. Este ritual se repetía todas las semanas porque ella se bañaba “por lo menos una vez por semana nena”.
Ella se mantuvo siempre así y eso fue lo que la hizo como un personaje. Uno tampoco entiende porque a ella la mataron un hijo y siguió presa, nadie la fue a ver nunca, porque sus amistades jamás entraban a la cárcel, estuvo cuatro años, sin paquetes y sin visitas. Esta pérdida absoluta de su mundo por el hecho de que haya un sistema tan represivo, tan espantoso que la puso en la condición de culpable.
Cachita nos contaba historias de una Buenos Aires que ya no existía, de una buena vida que ya nunca más sería para ella. Y eso nos mantenía vivas a todas. Esos cuentos de Cachita ayudaban a pasar las noches interminables en Villa Devoto.
En Bruselas fue un poco la abuela de nuestros hijos...
Nosotros le ofrecimos venir con nosotros a Rosario, pero ella no quería salir de su Buenos Aires y ahí comienza el cáncer que ella hizo. Ese dolor por la Argentina que no la recibió.
Por primera vez nos encontrábamos con el dolor real, por primera vez, volvíamos al país real, que no era el que nosotros esperábamos.
Entonces Cachita sintetizaba el sistema, una mujer que no tiene nada que ver, que no le permitieron ver a su hijo, que conoció la tortura y se reflejaba en lo que le pasó a su hijo. Vuelve y la sociedad la seguía rechazando, a pesar que sabían lo que había pasado, lo que habían hecho los torturadores y sin embargo no la reciben. No tenía obra social. No tenía nada y termina en un hospital público - contó Marta Ronga, arquitecta, sobreviviente y autora de un libro imprescindible “Seda cruda” donde cuenta sus avatares de presa política en la ciudad de Díaz Bessone, Feced y Galtieri.

 

   

 

Matar para robar, luchar...

   

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