Matar para robar, luchar para vivir
por Carlos del Frade
Epílogo
La sangre derramada fue varias veces negociada.
Y semejante negocio cambió la geografía humana santafesina, en particular y
argentina, en general.
Se construyó impunidad pero también avanzaron las luchas y se multiplicó la
conciencia colectiva.
Una lucha permanente para vivir y no solamente sobrevivir.
La memoria, entonces, como un mostrador de sueños colectivos que pueden enamorar
a las nuevas generaciones.
La memoria como encuentro de distintas generaciones. No solamente por lo que
fue, sino por lo que puede llegar a ser. Algo mucho mejor. Que sea para la
mayoría y no solamente el privilegio de los pocos.
La sangre derramada no debe volver a ser negociada.
Debe terminarse el “matar para robar” y el miedo como herramienta para generar
rehenes políticos y culturales que se desprende de esta lógica cotidiana.
Pero para eso hace falta pelear.
Saber que adentro de casa no debe faltar demasiado, es algo necesario, pero no
definitorio.
La cuestión pasa por lo que sucede en lo público, en donde se juega la suerte
del pueblo y no la individual.
Los que sobrevivieron a Galtieri, Feced, Díaz Bessone, Lo Fiego, Amelong,
Fariña, Brusa y decenas más de asesinos; promueven proyectos colectivos, desde
cooperativas de trabajo a clases artísticas para que la belleza no sea el
derecho de algunos solamente.
¿Por qué lo hacen?, sería la pregunta.
Si sufrieron tanto, se podría decir, ahora tienen derecho a gozar de manera
particular.
Sin embargo insisten en proyectos que agrupen a muchos.
Quizás porque en el luchar para vivir aparece el sentido de la existencia como
una fuerza cotidiana que impulsa a pensar en clave de pueblo y no de individuo.
Quizás porque en esas vidas esté la respuesta a una anécdota que fue narrada por
dos torturadores y otros tantos sobrevivientes del Servicio de Informaciones de
Rosario.
Ella tenía diecisiete años y él dieciséis.
La picana y los golpes les desfiguraron los cuerpos. Eran hilachas sufrientes.
Cuando ella lo sintió a su espalda le pidió una canción de amor como despedida.
Sabían que los iban a matar.
Entonces él comenzó cantar el himno nacional.
Lo hizo una, cinco, diez veces...
Y los mismos torturadores que hasta hacía poco tiempo los habían masacrado,
ahora no podían impedir que el himno siguiera su destino hacia las épocas por
venir.
Tuvo que subir el propio Feced para matarlos de un tiro.
La historia los sobrevivió y se quedó enquistada en el pliego íntimo de la
memoria de los matadores y los resistentes.
Una gambeta del amor a todas las formas que inventó el terrorismo de estado.
¿Por qué esos muchachos sentían semejante amor por el país que en ese momento
los estaba mutilando?.
Tal vez porque comprendieron que en los sueños colectivos inconclusos está la
verdadera huella para la felicidad como único objetivo de la política, como
escribieron tipos como Manuel Belgrano, José de San Martín, Mariano Moreno y
José Artigas.
Por eso la memoria se vuelve peligrosa.
No porque contenga la posibilidad de la justicia verdadera, sino también porque
contagia la excepcional creencia que todos y cada uno puede y debe ser
protagonista y no un mero espectador resignado de la historia del presente.
Descubrir la verdad, encontrarnos con el otro y luchar contra las minorías.
El mandato inconcluso que llega de 1810 hasta el presente.
Memoria esquina esperanza.
Los hijos como bandera.
Aunque parezca, después de tantas impunidades, paisaje de crepúsculo, el alba
asoma en cada uno de los que insisten.
Es hora de seguirlos.
Carlos del Frade
Rosario, 2004.