Informe Político

Informe de la Comisión Bicameral - Tucumán 1974-1983 (Anexo I)

 

II. Antecedentes sobre violaciones a 
los derechos humanos en nuestro país

El desgarrador proceso de violencia que los argentinos hemos sufrido en el pasado inmediato, con sus secuelas de luto, dolor y sufrimiento, ha logrado, sin embargo, y como un efecto inevitable, que los argentinos tomemos conciencia de la gravedad del fenómeno de la violencia, provenga de donde proviniere, y de la necesidad de desterrarla para siempre, alcanzando una definitiva pacificación nacional.

Para lograr este objetivo, es necesario profundizar y desentrañar las causas y el proceso de desarrollo de la violencia en nuestro país.

Resulta sensato y necesario, señor Presidente, convenir en que la violencia irracional de los años ’70, está lejos de haber surgido de un proceso de generación espontánea. Por el contrario, si recorremos las páginas de nuestra historia, veremos que en su decurrir la violencia estado siempre presente.

En homenaje a la verdad, debemos afirmar aquí que la sociedad argentina viene soportando, desde muy lejos, cruentos episodios que la sacuden con fuerza inusitada, de forma tal, que nos permite sostener que dicha violencia tiene profundas raíces históricas y siempre estuvo íntimamente ligada a los conflictos económicos, sociales y políticos del país.

Así, en apretada síntesis, está planteada desde el injusto fusilamiento de Manuel Dorrego y el arrepentimiento atormentado de Juan Lavalle, al descubrirse instrumento de intereses oscuros. Las dos décadas de violencia del gobierno de Rosas, provocada tanto por él como por sus adversarios. El asesinato de Facundo Quiroga, en Barranca Yaco, el hombre que había desbaratado el concienzudo intento unitario.

También están las batallas de Caseros, Cepeda y Pavón, como expresiones de un propósito claro de dirimir supremacías político-económicas. El resultado de esa puja expresado en políticas de gobierno, harán eclosión en la rebelión de los pueblos del interior ahogados por el hambre, con legiones de gauchos harapientos, siguiendo los perdidos planes de los últimos caudillos federales. También será terrible la respuesta del Gobierno Central al despachar el Ejército de Línea.

¡Qué trágica similitud entre los cadáveres calcinados y mutilados que dejaba en espantosa exhibición la tristemente célebre Triple A y la cabeza de Angel Peñalosa, El Chacho, clavada en una pica, allá en Olta, pudriéndose lentamente al sol para escarmiento de los eventuales revoltosos. También aquí, en Tucumán, la población contempló horrorizada durante varios días, en la Plaza Independencia, la exhibición de la cabeza de don Marco Avellaneda, asesinado por el general Manuel Oribe.

La despiadadada caza del indio durante la Campaña del Desierto, que exterminó las tribus que habitaban la pampa, cuyos frutos reclamaba el ascendente comercio exterior. Junto con el indio, va desapareciendo el gaucho, de cuyas penurias agónicas, nos da cuenta el Martín Fierro.

Más tarde vendrá el Proyecto del ’80. La opulencia de las vacas gordas y de las mieses doradas, de las febriles corridas en la “city” porteña. Vendrá la época de las mansiones señoriales a lo largo de la Avenida Alvear y el nacimiento del Barrio Norte. Todo esto constituye el reverso de la patética descripción del Bialet Massé sobre la situación de los trabajadores argentinos a comienzos de siglo.

Por ello, la ilustración iluminista de la generación de políticos e intelectuales que gobernaban el país con exquisita erudición, no sería suficiente para apagar el ansia de participación popular bloqueada por el elitismo liberal de la oligarquía. Vendrían así, las insurrecciones de 1890, 1893 y 1905, respaldadas por sectores democráticos de las Fuerzas Armadas, levantamientos que constituyeron masivas protestas sociales, así como el “Grito de Alcorta” y las protestas y huelgas obreras, ahogadas en sangre y con cárceles.

Por un período históricamente breve, se encenderá la luz de la esperanza con las figuras de dos excelsos valores, quienes, sin discusión alguna, fueron extraordinarios políticos, a los que la nacionalidad tanto les debe: nos referimos a don Leandro N. Alem y a don Hipólito Yrigoyen, ambos maestros del civismo y ardientes servidores de la patria.

Refiriéndose a las largas luchas ciudadanas, por arrancarle al régimen elecciones libres y la real vigencia de la democracia, decía uno de estos dos adalides, don Leandro N. Alem, en 1892, escribiendo desde la prisión: “Fieles a nuestro credo de redención nacional, libres de vinculaciones con los autos de este régimen oprobioso, unidos todos al pie de nuestra bandera, resueltos estamos a llevar adelante nuestra campaña salvadora, hasta ver triunfante la Constitución, la libertad y la honradez política y administrativa”.

En 1912, más de tres décadas de denodadas luchas cívicas lideradas por el radicalismo, desembocan en la conquista del sufragio universal y secreto, arrancado a la élite gobernante. Esto permitirá el triunfo electoral y el acceso al poder de Yrigoyen en 1916, abriendo paso a “... la nueva época que se caracterizará por una renovación de todos los valores éticos y constructivos”, según dirá el presidente Yrigoyen, en su mensaje al Congreso en 1917.

Recogiendo las mejores tradiciones de justicia y libertad del pueblo argentino e interpretando lo más hondo del espíritu nacional, se inaugura un auténtico programa de reformas que darán vida a aquella célebre frase de Yrigoyen: “Cosas han muerto que nunca más han de resucitar y cosas han resucitado que habrán de vivir eternas”. En ese sentido, recordamos especialmente la Reforma Universitaria de 1918, acontecimiento de profundas consecuencias políticas y sociales, en la vida del país y en Latinoamérica.

Tras la avalancha de votos que en el año 1918, selló la segunda presidencia de don Hipólito Yrigoyen, la minoría oligárquica que había manejado el país como una gran estancia de su exclusiva propiedad, comprendió que le quedaba vedado el camino de la legalidad para acceder al gobierno y, desde entonces, el golpe de estado habría de convertirse en su principal recurso para recuperar el poder y consolidar sus privilegios.

Años después, otro gran líder, Juan Domingo Perón, haría alusión al derrocamiento de Yrigoyen y el papel que le cupo a las minorías del privilegio en tal hecho, con las siguientes palabras: “Estas fuerzas que se oponen a nuestra política de justicia social, han representado dentro del país la eterna oligarquía económica que ha manejado a la oligarquía política ... Yrigoyen tenía razón y atacó incansablemente esta oligarquía. Y fue la reacción de esta oligarquía la que volteó a Yrigoyen”. También el general Perón diría: “Es recién ahora que se empieza a hacer justicia con Yrigoyen y a mí me toca enfrentar a los mismos enemigos que él tuvo, especialmente a la oligarquía. Yrigoyen fue insobornable, incapaz de venderse a nadie”.

En 1930, resuena “La Hora de las Espadas”, abriendo paso a la ignominia de la “década infame”. Florecen las rebeliones y con ellas, vendrán más fusilamientos y cárceles para los opositores.

La dictadura conservadora tiene la mano dura: se instala la ley marcial y se restablece la pena de muerte, abolida por el Congreso en 1921. Y no se la restaura en vano porque hay fusilamientos.

El “orden” debe restaurarse en el terreno laboral mediante severas medidas. Los sindicatos son disueltos y sus dirigentes detenidos. Y si son extranjeros, se los deporta.

Uriburu crea la Sección Especial, que adquiere rápidamente una reputación siniestra, persiguiendo a la oposición.

La dirige el “entusiasta revolucionario” y primer torturador, Leopoldo Lugones (h), quien implanta la “picana” eléctrica.

En realidad, esa feroz represión es solamente el medio de que se vale la oligarquía para la revancha social.

El clima de “restauración” llega a tal punto en el campo social, que una federación patronal –poco representativa en verdad– pide al Departamento de Trabajo del Ministerio del Interior, en abril de 1931, que se anule la ley del descanso dominical.

Este nefasto lapso de nuestra historia se cierra con el golpe militar de 1943, pero éste allanará el camino al segundo gran gobierno popular de este siglo. La obra transformadora realizada en la década justicialista (traducida en sustanciales transformaciones políticas, económicas y sociales), fue el resultado de la confluencia de las grandes mayorías nacionales –trabajadores, empresariado nacional, sectores importantes de las Fuerzas Armadas y de la Iglesia, sectores medios, etc. –, en torno a dicho programa de reformas que modificó sustancialmente el perfil de la sociedad argentina y del país, provocando la reacción de la oligarquía afectada por el proceso redistributivo generado en ese entonces.

Un nuevo estilo político se inaugura en la Argentina, expresado en conceptos por su inspirador, el general Perón.

En una oportunidad manifestó: “La libertad que anhela el país no es la libertad para hacer el fraude. Tampoco la libertad para vender la patria ni enajenar sus destinos. Deseamos libertad tanto para el pobre como para el rico y que nadie pretenda explotar el trabajo de otros hombres. El país ha luchado veinte años para conseguir la libertad política y está dispuesto a luchar otros veinte para conseguir la libertad económica”.

También le pertenecen los siguientes conceptos “Los trabajadores del campo y las ciudades, han de unirse para vencer a la oligarquía. La tierra debe ser del que la trabaja y no del que la explota. Ello lo hará la reforma agraria iniciada. El obrero industrial y comercial, como el obrero campesino, deben obtener todas las mejoras posibles... O cae la oligarquía o caemos nosotros. Ese es el dilema.”

De su libro “Proyecto Nacional – Testamento Político”, extraemos los siguientes conceptos: “He dicho una vez que la comunidad a la que aspiramos, es aquella donde la libertad, la justicia y la responsabilidad, son fundamentos de una alegría de ser, basada en la certeza de la propia dignidad. En tal oportunidad el individuo posee realmente algo que ofrecer e integrar al bien general, y no sólo su presencia muda y temerosa. Nosotros creemos en la comunidad, pero en la base de esa convicción se conserva un profundo respeto por la individualidad y su raíz es una suprema fe en el tesoro que el hombre representa, por el solo hecho de su existencia”. 

Llegamos así al año 1955, en el que habrá más sangre derramándose en el suelo argentino. El criminal bombardeo a la población civil el día 16 de junio de ese año, causó innumerables muertos entre desprevenidos transeúntes. Tras el golpe militar de Septiembre de ese mismo año, se desata una verdadera ola de revanchas y persecuciones, con fusilamientos ilegales en 1956 y con la masacre de inocentes ciudadanos en los basurales de León Suárez. Las mayorías políticas serán condenadas a un largo período de proscripción, las organizaciones sindicales intervenidas militarmente, restringidas las garantías y libertades individuales y muchos dirigentes políticos y gremiales encarcelados.

El período 1955-1973, requiere una especial atención. La proscripción del movimiento mayoritario genera una crisis política acumulativa, derivada de la infructuosa búsqueda de una “salida política” basada en la exclusión de las mayorías. Dicha crisis habrá de agudizarse debido a la recurrencia de políticas económicas y sociales recesivas que comprimen los ingresos de los trabajadores y limitan la expansión del mercado interno.

Este problema, señor Presidente, habrá de convertirse en las décadas siguientes en un verdadero cuello de botella para el crecimiento económico y en fuente de graves tensiones sociales, que mucho tienen que ver con la inestabilidad política del país y la alternancia de gobiernos civiles y militares.

En efecto, la adopción de políticas recesivas y frenadoras del crecimiento, lograban equilibrar transitoriamente el déficit de pago al exterior por la vía de comprimir el salario real, la demanda interna y, por ende, la producción industrial y las importaciones con ese destino, mientras se estimulaba, por otra parte, las exportaciones del sector agrario.

Como este tipo de política generaba una gran resistencia por parte de los sectores afectados, particularmente el sindical, necesitaban de un marco político autoritario otorgado por los gobiernos de facto. La reacción de la férrea organización sindical, herencia del justicialismo, y de los sectores medios y empresarios vinculados al mercado interno, terminaba provocando el reflujo de estas políticas y el retorno al marco constitucional, logrando, en consecuencia, restituir los derechos y libertades conculcados y un avance en la recomposición del ingreso de los sectores más castigados.

La pendularidad permanente (causa de la inestabilidad política-institucional), el freno al crecimiento económico y la aguda efervescencia social, son los elementos claves para interpretar la crisis estructural de la sociedad argentins en el período a que hemos hecho mención.

Esta gran inestabilidad va de la mano con la pérdida de credibilidad en los débiles intentos democráticos que se contradicen en lo esencial: no garantizan el gobierno de las mayorías ni el mantenimiento de las conquistas heredadas.

La expresión más palpable de esta situación, señor Presidente, la sufre el gobierno del doctor Arturo Illia, acosado por la oligarquía y muy especialmente por los lesionados intereses de las multinacionales.

La reacción del golpismo de turno tuvo mucho que ver con los avances registrados en este período constitucional: crecimiento del producto bruto interno de la economía; disminución de la tasa de desempleo, de la deuda externa de entonces, etc., como así también, la adopción de importantes decisiones políticas como la Ley de Medicamentos, la anulación de los contratos petroleros, y la ratificación del principio de la “No Intervención y Autodeterminación de los Pueblos”, todo esto en el marco de un país sin presos políticos ni gremiales, y con un respeto irrestricto por la libertad y los derechos humanos.

El golpe que lleva a Onganía al poder agudiza la crisis en dos planos principales: se institucionaliza la presencia militar en la vida política, impulsada por las ideas “pentagonianas” de la “Seguridad Nacional” y las “Fronteras Ideológicas” y, por otro lado, comienzan a aplicarse políticas económicas monetaristas que provocan una fuerte concentración de ingresos en las multinacionales y sectores oligárquicos financieros.

Autoritarismo, soberbia, elitismo, descontento popular y represión conformarán una mezcla explosiva. Los movimientos estudiantiles son duramente reprimidos y de allí gana celebridad la tristemente denominada “la noche de los bastones largos”, cuando por primera vez en nuestra historia, la policía invade los claustros universitarios. Obreros y estudiantes generan puebladas. Luego habrá guerrilla, muertos, presos, torturados. Forzado en su debilidad, el régimen cederá –no sin protagonizar la masacre de Trelew– un repliegue electoral mientras preparaba fría y minuciosamente su retorno, especulando con las contradicciones y estimulando las debilidades que mostraba el gobierno constitucional tras la muerte del presidente Perón.

Llegamos así, señores legisladores, a los umbrales de la tragedia, a los asoladores años del proceso, a la noche más larga, más oscura y más sangrienta de toda nuestra historia.

Toda doctrina o sistema doctrinario tiene sus dogmas. El desarrollo económico desequilibrado a lo largo de este siglo, con la aparición de las multinacionales, ha creado el dogma de la “Seguridad Nacional” y la indiscutible ansia de libertad fue la cobertura hipócritamente utilizada para justificar los crímenes.

Ciertamente, el hombre tiene la obligación impuesta a él por Dios, de ser libre y cuidar la libertad en su expresión más legítima: la del espíritu, aunque esta obligación le resulte gravosa y le exija ingentes sacrificios.

Pero el hombre tiene, además, la obligación de respetar y conservar la libertad de otros hombres, de todos los hombres, y no únicamente la suya.

Existen demasiados amantes de la propia libertad en este mundo, que juzgan que la libertad ajena estorba a la suya y, cometiendo la blasfemia de creerse “intérpretes” de Dios, llegan hasta los delitos más abominables: la falsedad, la delación, la tortura, el asesinato selectivo o en masa. La hora de la falsa libertad debe terminar para entrar a una nueva era: la de la Libertad salvada en asociación con la Verdad, que a su vez no puede ser salvada en la indiferencia hacia aquella. “Conoceréis la Verdad, y la Verdad os hará libres”, dice Cristo.

Señores legisladores: ¡Qué contradictoria realidad de nuestro mundo en este siglo!. La economía, que se mueve en el mundo de la materia, proclama y defiende la libertad que vive y se mueve en el mundo del espíritu y de la metafísica. Las intenciones de esta proclamación y defensa, están cargadas de injusticias y de trampas en todas partes y aquí también.

Mientras la economía goza de libertad muy grande, casi sin límites, el pensamiento, la palabra, el espíritu y sus creaciones son vigilados, cercados, ahogados y, muchas veces, suprimidos.

La materia, los apetitos materiales, la codicia del poder, el abuso del poder sin jerarquía ninguna, explotan y oprimen a los débiles y dependientes. Con cuanta razón decía San Agustín: “Todo reino o sistema político donde no se administra la justicia, se convierte en cueva de ladrones”.

Por eso, el espíritu es aplastado y ahogado. Y si esto sucede entre nosotros, con dolor, debemos reconocerlo, es una señal evidente de la decadencia de nuestra nacionalidad.

Cuando el 24 de marzo de 1976 se dio el golpe militar, los que lo engendraron lo hacen absolutamente persuadidos de que su rol mesiánico, no consistiría solamente en poner fin a los que ellos consideraban un mal gobierno.

No se trataba de un golpe militar más, sino de un ambicioso intento para cambiar nuestra sociedad, de acuerdo con un plan prolijamente elaborado desde el momento mismo de la asunción del gobierno popular y constitucional de 1973, tal como lo reconociera públicamente, tiempo después, el doctor José Alfredo Martínez de Hoz, ideólogo de dicho plan.

Debemos recordar que la sedición militar se efectuó pocos meses antes de la convocatoria a elecciones generales, donde la ciudadanía iba a tener oportunidad de elegir libremente las propuestas que considerara más aptas para el país.

La selección del nombre de “reorganización nacional” para designar el proceso abierto a partir del otoño de 1976, no obedeció precisamente a un capricho semántico. Los mentores ideológicos del golpe militar diagnosticaron en el país “un tremendo vacío de poder”, capaz de “sumirnos en la disolución y la anarquía” (proclama del 24-03-76), situación análoga a la vivida por el país en la segunda mitad del siglo pasado, cuando se emprendió la etapa de la organización nacional.

De esta manera, los militares y civiles protagonistas del golpe, se asumían como los impulsores de una nueva etapa de organización nacional, que al igual que la de un siglo antes se emprendía con vencedores y vencidos, con réprobos y elegidos.

El diagnóstico militar daba cuenta de las profundas “distorsiones”, operadas en la vida nacional a partir de 1945, que mostraban la dificultad histórica del país para funcionar en base a una democracia participativa.

Atribuían a estas supuestas “distorsiones” el movimiento pendular a que nos hemos referido anteriormente, el cual se traducía, según su interpretación, en graves riesgos para la seguridad nacional, además de comprimir el desarrollo de nuestras potencialidades.

Se trataba, en consecuencia, de modificar completamente el funcionamiento de nuestra sociedad, para que en virtud de esos cambios, se evitara la repetición de esa anomalía estructural. El “populismo” a erradicar estaba íntimamente ligado al ordenamiento económico que le daba sustento. Se establecía así, una estrecha interrelación entre las “reformas” económicas y las políticas, conviretiéndose de hecho el plan económico de Martínez de Hoz, en el corazón de la estrategia militar.

En su esencia, este plan implicaba la reconversión del perfil socioeconómico argentino. Si en el modelo industrial de post-guerra que se dio en el país, se articuló una alianza objetiva de intereses entre los trabajadores y el empresariado nacional en torno al mercado interno, en el nuevo modelo restringía ese mercado y la hegemonía política se trasladaba a la vieja oligarquía agroexportadora en sociedad con el capital multinacional, especialmente el financiero.

Desaparecía la industria nacional, mediana y pequeña, y el dinamismo económico se asentaba en el sector energético (petróleo y gas especialmente), exportación de alimentos y sector financiero, es decir, se desprotegió la economía nacional a favor de intereses oligárquicos y foráneos. Esa minoría, única beneficiaria real de esa política económica, pasó a ser bautizada por el ingenio popular como la “patria financiera”.

Si la política económica de post-guerra significó transferencia de ingresos desde la oligarquía hacia la comunidad, a través del Estado, el plan Martínez de Hoz implicó precisamente lo contrario, representando una verdadera revancha histórica.

Uno de los resultados más funestos de esa política económica está expresado en la fabulosa deuda externa que quedó como herencia de ese plan; cada argentino que nace hoy, llega al mundo debiendo a los bancos extranjeros más de 1.600 dólares, deuda que en su mayor parte no se sabe qué origen o destino tuvo y que nos condena a una injusta sangría de recursos en concepto de intereses y amortización, lo que significa hambre y desempleo para el pueblo argentino en otra flagrante violación masiva de los derechos humanos. La deuda externa compromete el destino de los argentinos por varias generaciones. 

La naturaleza y magnitud de los cambios operados se tradujeron en la necesidad de montar un vasto plan represivo, sin antecedentes en nuestra historia.

Esta “necesidad” se basaba en la certidumbre de que las “reformas” a aplicar, serían tenazmente resistidas por los sectores afectados, como realmente sucedió, pero en el marco ya de un debilitamiento profundo de las organizaciones políticas, sociales y gremiales del pueblo argentino. 

Así, con el pretexto de combatir a los grupos terroristas que operaban en el país, se implementó un programa de exterminio físico de opositores reales y potenciales, que nada tenían que ver con la subversión, de carácter orgánico y sistemnático.

En el plano de la represión individual fueron secuestradas y desaparecidas millares de personas y otros tantos fueron muertos en supuestos y poco probables “enfrentamientos”, o bien estuvieron encarcelados, sin causa ni juicio, sufriendo vejámenes y torturas. Las cesantías arbitrarias, el exilio, la pérdida de derechos, etc., también forman parte de los atropellos perpretados contra el pueblo.

En el plano de la organización política de la sociedad, y consecuente con el espíritu totalitario que conllevaba el proyecto regresivo encarnado por el Proceso, se disuelve el Congreso Nacional, las Legislaturas Provinciales, los Consejos Municipales, etc.

Se removió a los miembros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y de las provincias, adoptándose igual actitud con gran número de jueces, designando en su lugar a abogados de absoluta confianza.

Se llegó a la ignominia de obligar a los integrantes del Poder Judicial, a jurar respetar los Estatutos y Actas Liminares del Proceso de Reorganización Nacional, anteponiendo estas arbitrarias disposiciones por sobre la Constitución Nacional.

Se suspendieron, sin límite, las actividades de los partidos políticos e incluso la realización de cualquier tipo de actividad política, salvo las que se efectuaron a favor del proceso por pequeñas agrupaciones políticas, repudiadas en las anteriores elecciones y que constituían la apoyatura civil del gobierno de ipso.

Se labraron arbitrarias e inconstitucionales Actas Institucionales, con la prohibición de ejercer sus derechos cívicos a reputados ciudadanos, despojándoseles de sus bienes, en reedición procesista de las primitivas y execrables “Capiti diminutio” del milenario Derecho Romano. Se llegó, incluso, a revertir “la cosa juzgada”, principio básico del Derecho Universal.

En el plano de las organizaciones gremiales y sociales, se disolvió la C.G.T.; se intervino militarmente a los sindicatos y a sus obras sociales, al igual que las federaciones de segundo grado. Se intentó vanamente promover el paralelismo en las organizaciones sindicales e intermedias en general y la desafiliación compulsiva de los trabajadores; se prohibió y reprimió severamente el derecho de huelga (ley 21.400) y millares de dirigentes sindicales y delegados de fábrica fueron encarcelados, secuestrados y/o desaparecidos.

El movimiento obrero organizado resultó el blanco principal de esta ofensiva represiva, ya que constituyó históricamente un indoblegable bastión para la aplicación de políticas sociales y económicas regresivas, como lo demuestra el hecho de que un altísimo porcentaje –casi el 40%– de los desaparecidos, encarcelados, torturados y asesinados, fueron de extracción obrera. Dilapidaron los bienes de las obras sociales, una conquista sustantiva de la clase trabajadora.

Fue disuelta la Confederación General Económica y sus dirigentes proscriptos, encarcelados o expulsados del país. Fueron disueltas las federaciones y centros de estudiantes. Millares de dirigentes de ese sector desaparecidos, asesinados, detenidos y exiliados, son otra prueba de ese proyecto criminal. Las sociedades de fomento, centros vecinales, ligas agrarias, etc., también fueron víctimas del terrorismo de Estado.

Igualmente, como signo común a todo régimen totalitario, el proceso anuló la libertad de prensa, sistematizó la censura, y lo que es más grave aún, institucionalizó la autocensura, violándose así el derecho constitucional a la libre expresión e información.

En 1979, la Comisión de Derechos Humanos de la OEA registró en el país la cantidad de 68 periodistas desaparecidos y 80 encarcelados. Otros más fueron asesinados y muchos debieron exiliarse para salvar la vida.

En Tucumán, señor Presidente, como caso concreto de esa política de muerte instrumentada por el régimen militar, cabe citar la desaparición del periodista francés-argentino Maurice Jaeger, que se desempeñaba en La Gaceta.

En la noche del 8 de julio de 1975, su casa fue rodeada por efectivos conjuntos del ejército y la policía y sacado a la fuerza.

Desde entonces, nunca más nada se supo de él pese a las múltiples gestiones de sus compañeros de trabajo, de su familia, y del propio gobierno francés.

Otro caso patético fue el del periodista del desaparecido diario Noticias y de Canal 10, Eduardo Ramos, también secuestrado en las sombras de la noche junto a su mujer.

Los denodados esfuerzos de sus familiares y colegas, resultaron vanos ya que no volvió a aparecer. 

Pero también está la contrapartida o la otra cara de la moneda. En 1972, un comando de la organización Montoneros atacó las instalaciones del diario Noticias. El resultado de esa acción terrorista se reflejó en un policía y un guerrillero muertos en el intercambio de balazos producidos dentro de las instalaciones de ese vespertino.

Por otro lado, en el comunicado N° 19 del 24 de marzo de 1976, la Junta Militar amenazó con pena de reclusión de hasta 10 años a los responsables de medios de prensa que “divulguen o propaguen noticias, comunicados o imágenes, con intención de perturbar, perjudicar o atentar contra las Fuerzas Armadas”. La ambigüedad de dicho texto se agravó con la aparición de un cuadernillo de 14 puntos, donde se regulaba “... los principios y procedimientos al que deben someterse los medios de prensa”.

La manipulación de los medios de comunicación masivos le impuso una verdadera mordaza a la opinión pública, arrastrándola al engaño mediante una información regulada, sensacionalista y parcializada, como quedó palmariamente demostrado durante la guerra de Malvinas.

La represión se extendió, también, al ámbito de las actividades culturales, restringiendo severamente la producción teatral, literaria y artística en general, e incidiendo en la vida cotidiana de los argentinos, cuyo asombro y pesar resultaron colmados por una larga lista de prohibiciones oficiales que iban desde las matemáticas modernas (Córdoba 1978), al Martín Fierro, pasando por el tango “Cambalache” que fue entre otras muchas piezas musicales, retirado de los programas oficiales de radio y televisión.

Muchos artistas e intelectuales pasaron a engrosar las listas de ciudadanos perseguidos, secuestrados, desaparecidos, asesinados, encarcelados o exiliados. 

Esta agresión global contra el conjunto de la sociedad argentina, tuvo un marco de justificación ideológica en la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, que como bien señalaron los pastores latinoamericanos reunidos en Puebla en 1979, “más que una doctrina constituye una ideología”.

La Doctrina de la Seguridad Nacional no nace espontáneamente, sino que va madurando progresivamente durante la última post-guerra, elaborada principalmente por las academias militares de los Estados Unidos de Norte América y difundida luego, a través del Sistema Interamericano de Defensa, al conjunto de las Fuerzas Armadas de los países latinoamericanos.

Según sus conceptos, las Fuerzas Armadas (a las que concibe como fuerzas de élite de la Nación, de la que “constituyen su reserva política y moral”), deben asumir el mesiánico rol de “regenerar” a la Nación, reubicándola en el bloque occidental y cristiano “amenazado por la expansión comunista”. Esta se expresaría luego fronteras adentro de cada país con la aparición de un enemigo interno de imprecisos contornos. Para derrotarlo, sería necesario movilizar al conjunto de los recursos humanos y materiales de la Nación, Todas las actividades económicas, culturales, etc., son actos de guerra y herramientas de lucha. No existe la neutralidad en esa supuesta guerra y hasta la pasividad juega un rol concreto. Se está “con” o se está “contra” ese enemigo invisible.

Había calado tan hondo en el espíritu de algunos altos jefes militares de nuestro país el contenido de esos postulados, que públicamente se llegó a afirmar: “En la Argentina morirán todos los que sean necesarios para acabar con la subversión” (general Jorge Rafael Videla, Montevideo, septiembre de 1975).

El general Ibérico Saint Jean, por su parte, manifestó al International Herald Tribune, en París, el 26/5/77: “... primero mataremos a los subversivos, luego a sus colaboradores, luego a sus simpatizantes, luego a los indiferentes y por último a los tímidos”.

El teniente coronel Hugo Pascarelli declaró al diario La Nación, en marzo de 1977: “La lucha que libramos no conoce límites morales. Se realiza más allá del bien y del mal”.

En enero de 1980, el general Videla dijo: “Un terrorista no es sólo alguien con un revólver o una bomba, sino también aquel que propaga ideas contrarias a la civilización occidental y cristiana”. (Tribunal Permanente de los Pueblos, sesión Argentina, pág. 32)

El general de división Santiago Omar Riveros, jefe de la delegación argentina ante la Junta Interamericana de Defensa, dijo ante dicho organismo el 24 de enero de 1980: “...Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los Comandos Superiores; nunca necesitamos, como se nos acusa, de organismos paramilitares, nos sobraba nuestra capacidad y nuestra organización para el combate frente a fuerzas irregulares en una guerra no convencional... Es simplemente no conocer o no saber que esta guerra nuestra la condujeron los generales, almirantes y brigadieres en cada fuerza. No fue conducida por un dictador o dictadura alguna, como se pretende confundir a la opinión pública mundial. La guerra fue conducida por la Junta Militar de mi país, a través de los Estados Mayores...”.

Resulta un lugar común en la Doctrina de Seguridad Nacional recurrir a los símbolos religiosos para justificar sus postulados, pretendiendo falazmente involucrar a la Iglesia al enunciar la defensa de lo que denominan el “Sistema de Vida Occidental y Cristiano”. En razón de ello, la Iglesia salió al paso rechazando contundentemente esta engañosa actitud, mediante los siguientes pronunciamientos:

“En los últimos años, se afianza en nuestro continente la llamada “Doctrina de Seguridad Nacional”, que es de hecho mas una ideología que una doctrina. Está vinculada a un determinado modelo económico-político, de características elitistas y verticalistas que suprime la participación amplia del pueblo en las decisiones políticas. Pretende, incluso, justificarse en ciertos países de América Latina como doctrina defensora de la civilización occidental y cristiana. Desarrolla un sistema represivo en concordancia con su concepto de “guerra permanente”. En algunos casos, expresa una clara intencionalidad de protagonismo geopolítico”. (Este pensamiento está extraído del Documento de Puebla – parágrafo 547).

En el parágrafo 549 del referido documento de Puebla, la Iglesia manifiesta: “La Doctrina de la Seguridad Nacional, entendida como ideología absoluta, no se armoniza como una visión cristiana del Hombre, en cuanto responsable de la realización de un proyecto temporal, ni del Estado, en cuanto administrador del bien común. Impone, en efecto, la tutela del pueblo por élites de poder, militares y políticas y conduce a una acentuada desigualdad de participación en los resultados del desarrollo”.

En el mismo documento emitido por los señores obispos latinoamericanos, en el parágrafo 49 se lee:

“Las ideologías de la Seguridad Nacional han contribuido a fortalecer, en muchas ocasiones, el carácter totalitario o autoritario de los regímenes de fuerza de donde se ha derivado el abuso del poder y la violación de los derechos humanos. En algunos casos, pretenden amparar sus actitudes con una subjetiva profesión de fe cristiana”.

Pasemos ahora al parágrafo 314 del mismo documento que dice textualmente:

“Menos conocida pero actuante la organización de no pocos gobiernos latinoamericanos, la visión que podríamos llamar estatista del hombre, tiene su base en la Teoría de la Seguridad Nacional. Pone al individuo al servicio ilimitado de la supuesta guerra total contra los conflictos culturales, sociales, políticos y económicos y, mediante ellos, contra la amenaza del comunismo. Frente a este peligro permanente, real o posible, se limitan, como en toda situación de emergencia, las libertades individuales y la voluntad del Estado se confunde con la voluntad de la Nación. El desarrollo económico y el potencial bélico se superponen a las necesidades de las masas abandonadas. Aunque necesaria a toda organización política, la Seguridad Nacional vista bajo este ángulo, se presenta como un absoluto sobre las personas: en nombre de ella se institucionaliza la inseguridad de los individuos”.

Luego, en el parágrafo 1262, los señores obispos de nuestro continente manifiestan:

“Impedido, en este contexto, el acceso a los bienes y servicios sociales y a las decisiones políticas se agravan los atentados a la libertad de opinión, a la libertad religiosa, a la integridad física. Asesinatos, desapariciones, prisiones arbitrarias, actos de terrorismo, secuestros, torturas continentalmente extendidas, demuestran un total irrespeto por la dignidad de la persona humana. Algunas pretenden justificarse incluso como exigencias de la seguridad nacional”.

Las manifestaciones que hemos transcripto, cobran singular importancia debido a que las deliberaciones de los señores obispos latinoamericanos fueron refrendadas por el Santo Padre, quien inauguró personalmente esta Conferencia Episcopal y en discurso de apertura fustigó vehementemente las violaciones de los derechos humanos, clamando por el respeto al hombre, “ya que él es una imagen de Dios”. Posteriormente, Su Santidad, Juan Pablo II, al aprobar las conclusiones del documento del cual hemos extraído los párrafos mencionados anteriormente, manifestó:

“Este documento, fruto de asidua oración, de reflexión profunda y de intenso celo apostólico, ofrece un denso conjunto de orientaciones pastorales y doctrinales, sobre cuestiones de suma importancia. Ha de servir, con sus válidos criterios, de luz y estímulo permanente para la evangelización en el presente y el futuro de América Latina”.

Dado que la represión montada desde el Estado –que la Doctrina de Seguridad Nacional pretendió justificar– utilizó como pretexto a los grupos subversivos que existían en el país, resulta imprescindible referirnos también, a la acción de éstos. Diremos, en primer lugar, que desde los orígenes de la aparición del fenómeno del terrorismo en la Argentina, la casi totalidad de los sectores de la vida nacional se preocuparon en condenarlo y reprobarlo con especial énfasis, lo que implicó que ya a fines de 1975 su aislamiento político fuera casi absoluto, restándosele de esa manera, toda posibilidad de consolidación y desarrollo.

Esta Comisión Bicameral quiere expresar con absoluta claridad su total rechazo, repudio y condena, al accionar violento de estos grupos, cuyas crueles metodologías terroristas carecen de perspectivas y realismo, respecto de las condiciones políticas e idiosincrasia de la sociedad argentina.

Diremos, además, que esas bandas terroristas con su accionar , se constituyeron en el factor de provocación que estaban necesitando los ideólogos de la Doctrina de la Seguridad Nacional, para desencadenar la sangrienta represión que acaeció posteriormente. Esto resulta imposible de omitir, si es que queremos tener una adecuada comprensión de los hechos de violencia que dieron origen a la tragedia de los últimos años.

Ese accionar guerrillero constituyó una respuesta errada, carente de todo fundamento y, por ende, condenada al fracaso más absoluto. Es decir, fue una respuesta alucinada a las graves condiciones sociales imperantes en nuestro país y en América Latina, a los problemas de injusticia estructural y de dependencia.

Una vez más, debemos acudir al documento de Puebla que al tratar sobre este tema, en sus parágrafos 43 y 532, dicen:

“Angustias por la violencia de la guerrilla, del terrorismo y de los secuestros realizados por extremismos de distintos signos que igualmente comprometen la convivencia social”. “Con igual decisión, la Iglesia rechaza la violencia terrorista y guerrillera, cruel e incontrolable cuando se desata. De ningún modo se justifica el crimen como camino de liberación. La violencia engendra inexorablemente nuevas formas de opresión y esclavitud; de ordinario más grave, que aquellas de las que se pretende liberar. Pero, sobre todo, es un atentado contra la vida que sólo depende del Creador. Debemos recalcar también que cuando una ideología apela a la violencia, reconoce con ello su propia insuficiencia y debilidad”.

En el parágrafo 534 del mismo documento a cuyas sabias citas estamos acudiendo, se expresa:

“Debemos decir y reafirmar que la violencia no es cristiana ni evangélica y que los cambios bruscos y violentos de las estructuras serán engañosos, ineficaces en sí mismos y ciertamente no conformes con la dignidad del pueblo”. (Pablo VI, discurso en Bogotá, 23/8/68). En efecto, la Iglesia es conciente de que las mejores estructuras y los sistemas más idealizados se convierten pronto en inhumanos si las inclinaciones del hombre no son saneadas, si no hay conversión de corazón y de mente por parte de quienes viven en esas estructuras y las rigen”.

Antes de concluir el punto II) de este informe, debemos dejar perfectamente asentado, que no concebimos un país sin Fuerzas Armadas, institución que ha estado vinculada a la Patria desde sus albores y que ha dado grandes hombres a la Nación.

Hombres de la talla de los generales Moscón, Savio, Baldrich, contraalmirante Lagos y otros tantos que allá por los años ’20, e identificados con la causa de mayorías, tanto aportaron al objetivo de la emancipación nacional.

Mal podríamos pensar que sería justo abatir un hermoso manzano porque a sus pies hayan caído manzanas podridas. Creemos, por lo contrario, en la necesidad de contar con una Fuerzas Armadas sólidas e integradas al conjunto de la Nación, en un proyecto nacional que garantice desarrollo, justicia e independencia, y que, subordinados al Poder Político, puedan cumplir con su sagrada misión de defender a la patria en el marco estricto de la Constitución.

Rechazamos, en consecuencia, las maniobras de quienes pretenden convertirlas en instrumento al servicio de proyectos minoritarios, en guardia pretoriana de ideas de minorías y privilegios nacionales y/o extranacionales, contrariando las más puras glorias sanmartinianas. Fue el propio general San Martín, quien, en una oportunidad, manifestó:

“La patria no hace al soldado para que la deshonre con sus crímenes, no le da armas para que cometa la bajeza de abusar de estas ventajas, ofendiendo a los ciudadanos con cuyo sacrificio se sostiene: la tropa debe ser tanto más virtuosa y honesta, cuando es creada para conservar el orden de los pueblos, afianzar el poder de las leyes y hacerse respetar de los malvados que serían más insolentes con el mal ejemplo de los militares”.

La restauración de la democracia, de las instituciones de la República y el estado de derecho en octubre de 1983, marcaron fundamentalmente la recuperación del respeto por la vida, la libertad y la justicia.

Fue, en síntesis, el producto de la lucha –activa o pasiva, según el caso, la oportunidad y las posibilidades– de todo un pueblo y no de un sector en particular que, con una avalancha de votos, sepultó el horror como método, la muerte como sistema y permitió que la Verdad asomara a la luz de la Nación recuperada.

 

 

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