4. La bomba

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

La segunda vez que lo vi al hombre de saco y corbata (11), sería en una circunstancia algo más truculenta.

Para diciembre de 1975, las ilusiones de aquellos días de mayo de 1973 estaban casi todas agotadas. Cámpora había sido desplazado del gobierno, y con él los sectores combativos y de izquierda del peronismo que buscaban un camino propio para el desarrollo nacional. Perón había hecho como el tero: un discurso más o menos nacionalista y una consecuente política de acogotar el movimiento popular y abrirle paso a la derecha que, después de su muerte en julio de 1974, había ido copando el gobierno y desatando una caza de brujas despiadada contra todas las fuerzas de izquierda.

La Fede también era blanco de esos ataques.

En noviembre, Chiquito, un compañero metalúrgico de larga militancia en el gremio, laburante de la empresa Carrocerías Varese -que estaba justito frente a la cancha de Colón, a la entrada de Santa Fe, desde el puente carretero que viene del lado de Rosario- fue secuestrado por algunas horas. 

Durante el secuestro lo interrogaron sobre el aparato militar del Partido, le pegaron algunas piñas en el estómago y le quemaron los brazos con cigarrillos encendidos produciéndole unas marcas bastante profundas en la piel.

Como  parte de nuestra batalla contra el golpismo y la derechización del gobierno de Isabel (12), iniciamos una serie de denuncias. 

Como yo representaba a la Fede en la Coordinadora de Juventudes Políticas, y también mantenía las relaciones con los organismos de derechos humanos, me correspondió acompañarlo.

Recorrimos los despachos de los diputados y los ministros del gobierno provincial.  Recuerdo sobre todo la entrevista con el Ministro de Gobierno de Silvestre (13), un tal doctor Rojo, desarrollista el hombre, de cierta cultura política que incluía la lectura de los clásicos del marxismo, pero que tenía una abrumadora convicción de que estaba todo perdido, que no había nada que hacer para parar el golpe militar, que se anunciaba hasta en los diarios.

La otra entrevista que recuerdo, y vaya si la recuerdo, fue con el Jefe del Área 212 del Ejercito, el entonces teniente coronel de Artillería José María González.

Antes de ir a la entrevista con el jefe militar nos reunimos en el local con el secretariado local del Partido.  Discutimos a qué  íbamos, qué íbamos a decir y qué íbamos a callar. Convenimos en que lo principal era mostrar que había grupos amparados por sectores del poder que actuaban por su cuenta para debilitar la democracia. Y que si se los detenía, aún era posible detener la espiral terrorista que nos ahogaba a todos. 

Después arrancamos para nuestra cita.

El Comando del Área 212 estaba en las instalaciones del viejo Regimiento 12 de Infantería, un inmenso espacio ocupado por blancos edificios, cañones y tanques en exhibición, ridículas esculturas de militares cabalgando o peleando sable en mano, y grandes jardines impecablemente cuidados por los colimbas.

En esos edificios había estado para la revisación médica previa al servicio militar; allí había ensayado el verso de que era epiléptico, y que por ello no podía hacer la colimba. En realidad lo que tenía era una operación en el cerebro, realizada a los pocos meses de vida para resolver una hidrocefalia que amenazaba liquidarme temprano. De la operación aquella me han quedado una larga cicatriz en el cuero cabelludo y ciertas líneas de anormalidad en el electroencefalograma. Con esa “prueba” y debidamente adiestrado por un psiquiatra, padre de un compañero de la secundaria, interpreté a la perfección el papel de epiléptico frente a dos jurados médicos, uno en las instalaciones del Regimiento 12 de Santa Fe y el otro en el Hospital Militar de Paraná. De aquello habían pasado dos años.

Entramos por la puerta grande que da a la avenida Freyre frente al hospital Provincial. Los milicos nos miraban con cara de asombro pero hablaban por teléfono y nos hacían pasar al otro puesto de guardia.

Así llegamos ante el coronel González con Chiquito, el metalúrgico torturado, y Marcos, el secretario del Partido.

Marcos le hablaba del Rodrigazo (14) y de la respuesta popular que podía considerarse como una firme base para salvar la democracia, si había interés en ello. El coronel González se mostraba fascinado por la palabrita, Rodrigazo, y nos hizo -él también- una formidable actuación de compromiso democrático y consecuencia con la tradición sanmartiniana. Todo lo que los Servicios le habrían dicho que nosotros queríamos escuchar para confirmar que había en el Ejército sectores democráticos o al menos profesionalistas. La conversación fue muy interesante y al salir nos pidieron los datos para enviarnos la respuesta a nuestro pedido de investigación. 

Como el secretario mantenía su domicilio ilegal, el metalúrgico vivía en las afueras y los tipos insistían en un contacto personal para seguir el interesante diálogo yo les di mi dirección: Primera Junta 3588, a  menos de diez cuadras de allí.

La respuesta la recibí en la madrugada del cinco de diciembre de 1975, pero no en el modo esperado.  Ni una carta, ni un llamado telefónico.

La  noche anterior, en las instalaciones de la Escuela Industrial Superior, un colegio secundario anexo a la universidad y por ello de los más politizados en aquellos años, se realizó la fiesta de graduación de quien entonces era mi novia, Graciela.

Hubo cena, baile y al finalizar fuimos todos a tomar cerveza a la orilla del río. Con la plata que había ganado en el puerto había comprado un pequeño autito, un NSU Prins de color amarillo no más grande que los “auto ratón” que los alemanes fabricaron muy económicos en la posguerra.

En ese auto habíamos andado toda la noche con Graciela y sus compañeros de curso. Después de repartir a varios de los compañeros de Graciela -y para ello tuvimos que andar por medio Santa Fe-, la dejé en su casa y me fui a la mía.  Estacioné, entré a la casa y como hacía un calor insoportable decidí tirarme en un colchón en el dormitorio grande donde había un aire acondicionado puesto para hacer más soportable los últimos días de mi viejo, fallecido en junio del año anterior.

Mis hermanos habían hecho lo mismo, así que tuve que acomodar mi colchón en un costadito. Eso nos salvó a los tres.

No habrían pasado ni diez minutos, cuando ya dormido, una enorme explosión me hizo saltar del colchón y salir para la cocina.  La única palabra que se me ocurre para intentar describir lo que sentía es la palabra confusión. Una confusión tan grande que ni siquiera podía saber si estaba vivo o muerto. Todo era humo, oscuridad, y una desesperante angustia.  

Por unos segundos me convencí de que estaba muerto, pero enseguida me di cuenta que no era así; que el polvo, el olor, la oscuridad, que todo era real aunque el aturdimiento me impedía entender lo que pasaba.  Instintivamente busqué el aire libre, y me fui para la calle.

La bomba había destruido el frente de la casa, el garaje, los dormitorios de mis hermanos y el mío mismo, pero por suerte la onda explosiva se había ido por un patiecito interior que había entre el garaje y los dormitorios chicos, que actuó como válvula de escape.

El autito, que había quedado en la puerta, había volado unos cincuenta metros, y estaba hecho mierda. No habían pasado ni dos minutos cuando llegaron corriendo los policías y entre ellos un hombre vestido de saco y corbata.

Era Rebechi que me saludó, me recordó que nos conocíamos, y sin ningún pudor me preguntó -si no creía que la bomba podría ser resultado de algún debate interno en el Partido.

Empezaba a conocerlo de veras. 

El cinismo, la maldad, la perversión, la crueldad de una bestia humana al mando de un grupo de tareas muy eficaz: el que actuaba con la fachada del Departamento de Inteligencia de la policía provincial.

 


Notas 

(11) En el Juicio por Genocidio en la Argentina que se lleva adelante en la Audiencia Nacional de Madrid, se estableció que Rebechi era oficial principal de inteligencia de la Policía Provincial clase 1942, D.N.I. 6246861, Prontuario Policial 331.864, y su nombre completo es Carlos Osmar Rebechi.

(12) Isabel Perón, tercera esposa del general Perón y primera mujer que llegó al cargo de presidente de la República, era totalmente funcional a los proyectos que desembocaron en el 24 de Marzo de 1976.

(13) Silvestre era el Dr. Silvestre Begnis, gobernador de la Alianza Frejuli hegemonizada por el Justicialismo y viejo amigo de Perón, un hombre del M.I.D., el Partido de Arturo Frondizi

(14) En julio de 1975 se escribió la última pagina de la ofensiva popular iniciada en mayo de 1969, a las movilizaciones obreras contra el Plan Económico del gobierno de Isabel, virtual nacimiento del modelo neoliberal en la Argentina, se lo conoció por el nombre de su ministro de Economía, Celestino Rodrigo
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