6. La Mechi

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

A la mañana hablé al laburo y avisé que estaba enfermo. Les pedí que prestaran atención por si alguien me buscaba o necesitaba de mí.  Volví a la casa y estuve escuchando radio y viendo televisión todo el tiempo.

Al segundo o tercer día habló Martínez de Hoz y definió los objetivos del golpe. La cosa estaba más  clara que el agua: habían ganado los malos.

Se hizo una reunión de la dirección del Partido, todos coincidimos en el diagnóstico y elaboramos un volante contra la dictadura fascista. 

Al otro día cayó Hugo, explicó la posición del Partido e impuso que los volantes que no se hubieran repartido, se destruyeran.  En su lugar se debía repartir el de la Dirección Nacional y a todos les pareció bien: -seguro que el central maneja más elementos que nosotros pensamos todos.

Al quinto o sexto día la gente de la casa, una parejita de estudiantes, él inspector de tránsito y ella estudiante de derecho, me pidieron que me vaya. -Que la casa era muy chica (cosa que era verdad, no era mucho más que un garaje reacondicionado), que ellos temían por mi seguridad, que la de ellos no importaba…. pero era obvio que la causa era el miedo. 

No me dieron ni tiempo a buscar otra casa de las del Partido, así que antes que se haga de noche y se ponga más pesado, me fui a lo de una tía que tenía una especie de pensión familiar, nada formal, en la esquina de Urquiza y Tucumán. Los recuerdo con mucha ternura.  Él era primo de mi mamá y ella prima de mi papá. Eran bastante humildes y sin ninguna militancia o compromiso político, pero me acogieron sin el menor temor, con la naturalidad que da el cariño verdadero. Lo bueno era que ahí podía venir mi mamá con cierta tranquilidad, sin llamar la atención, y entonces podíamos vernos más seguido. Me pusieron una cama en la pieza de ellos para que nadie se diera cuenta de que había un pensionista más. A veces me pasaba días enteros sin salir de la pieza.  De hecho estaba en la pieza de mis tíos cuando cayó el ejército.

Paró un camioncito y un grupo de soldados armados con fusiles y ametralladoras entraron violentamente por la puerta preguntando por Susana. Yo me quedé congelado del susto y no podía ni moverme, pero los milicos entraron a la habitación de una estudiante de Química y se la llevaron arrastrando por los brazos.  Después embolsaron todo lo que había en la habitación y también se lo llevaron.  Dijeron que era una terrorista subversiva de Montoneros. Mucho después pude averiguar que la había pasado bastante mal y que estaba en la cárcel de mujeres de Devoto.

Decidí que había que salir de allí, -que no se podía tentar al Diablo, que haber zafado por dos veces de un allanamiento era bastante suerte. Anduve de aquí para allá hasta que el Partido estuvo un poco más organizado y me pudo dar plata para alquilar un departamentito por la zona norte de la ciudad.

Estaba tan apurado por meterme allí que me mudé antes de poder llevar algunos muebles y sin siquiera conectar la luz.

No había nada para comer, así que  me compré un paquete de dulce de membrillo y una botella de caña de durazno. También unas velas.

Cuando oscureció, encendí una, tiré el colchón en el dormitorio, vacío por completo, y acostado en el suelo, leí a Fucik, comí pan con dulce y tomé caña de durazno hasta que me quedé dormido.

Esa noche no soñé, ni escuché las sirenas que aullaban por la General Paz. Me levanté a la madrugada, esperé una hora decente y me fui a desayunar a un bar cercano. Compré el diario, y lo leí minuciosamente. Al pedo, porque en aquellos años donde menos uno podía informarse era en los diarios.

Como habían pasado unas semanas decidí volver al laburo y retomar más o menos la vida normal o lo que de ella quedaba. 

A la casa de mi vieja no me animé a ir, pero sí a lo de Graciela.  

Ella había encontrado una perrita en las vías cerca de su casa y me la regaló para que no estuviera tan solo en el departamento.

A la perrita le pusimos Mechi, total la verdadera estaba en Cuba.

   

    

 

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