10. La Perversión

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

En los años del terrorismo de estado, la seccional Cuarta de la policía provincial ubicada en la ochava de Boulevard Zavalla y Tucumán, fue uno de los lugares donde los grupos de tareas depositaban su caza diaria. 

Allí llegaban los que como yo habían sido detenidos en allanamientos, o los levantados de una esquina, o los arrancados de sus lugares de trabajo o estudio. O los atrapados en un enfrentamiento.

En la Cuarta estuve unos treinta días, pero me parecieron una eternidad.

Llegué allí el 13 de octubre de 1976, así que el primer 17 de octubre bajo la dictadura, lo pasé tras las rejas. Ahora, la fecha puede parecer inofensiva o intrascendente; pero por aquellos años cada aniversario era una jornada de lucha para los sectores más combativos y de izquierda del peronismo.

Ese día conocí al comisario de la Cuarta, actual intendente peronista de un pueblito cercano a Santa Fe, San José del Rincón.

Yo estaba sentado con la espalda contra la reja que daba al patio cuando cayó el hombre, con uniforme resplandeciente y unas enormes botas recién lustradas.  Se había preparado para celebrar el día como corresponde. Verdugueó primero a las chicas que estaban en las “tumbas” (26) de los laterales, y luego se vino a charlar a nuestra celda que era más grande y daba al patio central de la comisaría.

Se hizo el interesado en el estado de salud, y nos preguntó si nos faltaba algo que él pudiera resolver, -que para eso estaba allí.

Pero venía por otra cosa.

Ingenuamente el flaco Córdoba, de Reconquista, le preguntó si había habido algún hecho relacionado en el 17 de octubre, y él aprovechó para tirarnos un discurso triunfalista de que -todo había terminado para nosotros y que nos vayamos preparando para adaptarnos al nuevo país, o desaparecer. 

Y pisando fuerte con sus botas resplandecientes cerca de las rejas, dijo algo que no he olvidado a pesar de los años: -Le hemos puesto la bota en la nuca, y no se la vamos a aflojar hasta que no se rindan incondicionalmente, hasta que nos  pidan por favor que... quieren colaborar con nosotros.

Mario José Facino, el actual intendente de Rincón electo por dos veces en las listas del Partido Justicialista era por aquellos días, el Jefe de la seccional Cuarta convertida en un campo de detención ilegal, de concentración y torturas a los presos políticos. Un caso paradigmático del verdadero sentido de la democracia representativa pactada entre los militares y los políticos de los grandes partidos que heredaron la dictadura y la continuaron -al menos en lo esencial del proyecto que la inspiró- hasta hoy. 

El responsable de un antro de perversión.

Allí se comía una sola vez al día: un plato de sopa, a veces con fideos; o un plato de guiso, a veces con carne. Ahora me causa gracia pero los hijos de puta nunca se equivocaban: cuando había sopa, daban tenedor, cuando había carne -y era bastante dura-, daban cuchara.

Sin embargo no tengo, como he leído que tienen otros compañeros que pasaron por la misma experiencia, recuerdos de hambre en la Cuarta. Tengo sí con las comidas de allí, dos o tres recuerdos bastante fuertes.

Uno es de un domingo, creo que el último domingo de octubre del ’76, en que los canas empezaron a hacer un asado de carpincho desde temprano.

Una de las pocas cosas que hacían con gusto era cocinar, y comer, y tomar vino por supuesto. Me rectifico, lo que más les gustaba era mortificarnos, torturarnos psicológicamente ejerciendo patéticamente la pequeña cuota de poder que la patota les había entregado sobre nosotros. Los señores de la vida y de la muerte eran así. No sólo podían matarnos cuando se les cantaba, también podían entregarnos a otros por un ratito, o para siempre. 

Los agentes eran los mismos que antes del Golpe y casi todos se prendían al juego de “gastarnos”, amenazarnos, hacernos pequeñas maldades como la de aquel domingo. Había otros que eran distintos; poquitos, pero que vale la pena rescatar, y lo haremos en su momento.

Primero comieron ellos hasta cansarse. El carpincho era bastante grande y habían hecho también una ensalada de porotos con picante. Cuando nos ofrecieron comida no lo podíamos creer. Hasta sal y pimienta tenía la ensalada, y buen condimento el carpincho. Para cada uno un plato y un tenedor.  Parecía una fiesta y nos creímos el cuento de que -un día podíamos comer bien, total los de la patota no se iban a enterar. 

Como ya dije en la celda no había nada y para tomar agua o ir al baño había que pedir a los agentes que nos saquen o nos traigan agua. Normalmente era una verdugueada chiquita. Una hora, o a veces menos, y te sacaban al baño. Salvo que estuviera la patota, pero en ese caso tampoco nadie hacía el menor gesto que te pudiera poner de relieve.  No dudes, lector, que vos también hubieras preferido mearte encima a exponerte a que te vean los de la patota.

Así que apenas terminamos de comer empezamos a pedir agua y que nos llevaran al baño. No nos sacaban desde que nos habíamos despertado, y eso que nos despertábamos  bien temprano, con la luz, a eso de las seis o seis y media  de la mañana. 

La sed nos empezó a torturar y nos dimos cuenta de la razón de tanta generosidad. Los hijos de puta nos habían dado comida salada para luego no dejarnos tomar agua por horas, y que nos caguemos de sed. Con las  horas la boca nos quemaba y los labios se iban secando. 

La sensación de sed es más desesperante que la de hambre, que al fin de cuentas al cabo de algunas horas empieza a aflojar hasta desaparecer. La sed iba en aumento, cada vez era más horrible. Nos tuvieron así hasta el cambio de guardia a las ocho de la noche en que los tipos de la noche, sin saber nada, simplemente nos sacaron al baño antes de dormir. 

Los hijos de puta se fueron tranquilamente, como quien ha cometido una pequeña hazaña. Seguro que se sentían de lo más vivos. Y lo más escalofriante es que no creo que nadie les haya dado la idea, se les había ocurrido a ellos solitos. 

Por entonces no había leído a Foucault (27) y su teoría del micro poder, pero la primera vez que lo hice, instantáneamente, me acordé de aquellos pequeños y crueles miserables que abusaban de nosotros con patética crueldad.

Ahora los puedo imaginar: salen en grupo de la Cuarta riéndose de su hazaña para volver a sus pobres hogares y a sus vidas vacías después de actuar como poderosos señores con los presos políticos allí encerrados. 

Creen que es su minuto de fortaleza, ni siquiera se dan cuenta que aunque espontáneo y secreto, el procedimiento ha sido previsto -y estimulado por todos los medios posibles- por los verdaderos dueños del poder.

Y que no eran más que insignificantes piezas de un mecanismo de dominación del que, ellos, sí que no podrían salir nunca.

El otro recuerdo es aún más sórdido.

A los pocos días de llegar a la Cuarta, trajeron a una compañera.

En realidad no la vimos hasta unas horas después, porque cuando la patota traía a algún secuestrado nuevo nos obligaban a voltearnos contra la pared, con la amenaza de que el que mira es boleta. 

A la muchacha la pusieron en una “tumba” de las del costado, a la derecha de nuestra celda grande que daba al patio. En aquellos días no supe como se llamaba y por años traté de averiguar quien era aquella mujer. Sólo hace muy poquito conocí su nombre por una investigación de un periodista santafesino publicada en Rosario/12.  Se llamaba Alicia López de Rodríguez, era del norte de la provincia, compañera de un dirigente de las Ligas Agrarias  y aún continúa desaparecida.

Lo que sí me acordaba era de que sufría de diabetes, igual que mi papá.

Y que por eso necesitaba comer cada tres horas y que como recibía la misma comida que nosotros (es decir una ración cada veinticuatro horas) caía desmayada en su celda y las compañeras vecinas comenzaban a gritar pidiendo a la guardia que la reanimen. Cuando eso ocurría, toda la población de presos y presas, actuaba al unísono reclamando que le dieran de comer, pidiendo a los guardias que le acerquen un bocado que se había guardado para ella. Sufrió varios días esa tortura extrema de agonizar y revivir constantemente, hasta que la vinieron a buscar. Y no regresó  más. 

El momento en que la patota venía a buscar a algún compañero era muy fuerte. La patota desplegaba toda su parafernalia. Los guardias mismos se asustaban, y cuando ellos llegaban no hacía falta  verlos, se notaba enseguida por el modo en que los locales se movían y hasta cambiaban el trato con nosotros eliminando hasta la menor partícula de humanismo que se les hubiera colado contra su voluntad. Los tipos realizaban un verdadero ritual de muerte: nos ponían contra la pared y al que tocaban el hombro se tenía que dar vuelta e ir con ellos. Y si lo llevaban sin capucha se sabía que era a la muerte, porque el que los veía no podía sobrevivir...

El momento era horrible por muchas razones una de las mayores era que cada uno aguardaba en silencio que la muerte no le tocara el hombro, y no se podía disimular el alivio que se llevaran a otro. Pero el alivio duraba un segundo.

Cuando la patota se iba, el silencio se iba haciendo cada vez más pesado hasta que se notaba en los huevos. Ese silencio era tan fuerte que lentamente nos íbamos dando vuelta para descubrir quien era el que ya no estaba. La pena por el compañero perdido era formidable. Nos empezábamos a hablar buscando convencernos de que a lo mejor esa vez sería distinto y el compañero o la compañera volvería, o que a lo mejor la encontraríamos en la Guardia (28) o en la cárcel. Pero todos sabíamos que eran fantasías. Que si te llevaba la patota sin capucha, no volvías. Que era el fin.

El tercer recuerdo que relaciona la comida con aquel encierro es un poco más grato. Un día cayó preso un muchacho que resultó ser odontólogo. 

La patota había caído en la casa equivocada. Él había alquilado un departamentito hacía muy poco y los Servicios tenían fichado que en ese lugar vivía algún militante o colaborador de un partido de izquierda. Cayeron, se dieron cuenta de que el que buscaban se les había escapado y de rabia lo trajeron a este hombre que no sabía muy bien de que se trataba todo aquello. Era una buena persona, enseguida comprendió lo que sucedía en su verdadera magnitud y significado. 

Y trató de comportarse en la Cuarta con la mayor dignidad.

Salió rápido, pero en 1979 acudí a él para que atendiera gratis a un compañero de la Fede y se puso a disposición nuestra a pesar de que ya había aprendido en que líos se metía.

Como estaba “legal”, le permitieron recibir comida  y lo primero que le llegó fue una lata de dulce de leche, que compartió con todos nosotros. Era una de esas latas de exportación Marimyl con un producto extraordinariamente bueno, o será que la alegría de volver a comer algo normal le dio esa dimen sión.

¿O habrá sido porque aquella lata de dulce de leche fue una de las primeras cosas que pudimos compartir entre los presos, aparte del aliento que nos dábamos para no aflojar?.

 


Notas 

(26) Celdas muy chiquitas donde solo cabía un preso. Las de la Cuarta tenían la puerta maciza de madera y estaban pintadas de verde oscuro.

(27) Foucault fue un pensador francés que trabajó los temas de la reproducción de los mecanismos de dominación al interior de diversas instituciones estatales como los manicomios, las cárceles y la escuela.

(28) La Guardia de Infantería Reforzada era denominada por los presos como la Guardia o el G.I.R.

 

  

 

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