12. El Alberto

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

Uno se acostumbra a todo.

En esos años nos acostumbramos a casi todo.

A ver la muerte dando vueltas alrededor nuestro. A ver los camiones del ejercito circulando soberbios y omnipotentes o a las patotas actuar a plena luz del día. Al ruido de los tiros y a la explosión de las bombas.

Pero nunca me pude acostumbrar a recibir ese mensaje corto, sencillo, brutal, de que a un compañero lo  detuvieron, lo chuparon o lo mataron.

Todavía estaba fugado de la casa de mi vieja, es decir que todavía no vivía en la calle Güemes de donde me chuparon en octubre del ’76, cuando recibí dos noticias que me golpearon mucho.

La primera fue enterarme, por un compañero del secundario al que encontré en un bar, que el jefe de la Compañía de Monte del ERP que acababan de matar en Tucumán, era aquel muchacho rubio, grandote, con pinta de jugador de rugby, que yo conocía del barrio y con el que habíamos compartido la formación de la Unión de Estudiantes Secundarios en 1969.

Su padre tenía un tostadero de maní en la calle Mendoza, muy cerca de mi casa, aunque  vivían por la zona del Puente Colgante. En el viejo Baviera del Puente Colgante nos reuníamos los domingos a la tarde con él y su hermano menor, hacíamos planes para poner en marcha a los secundarios, mientras soñábamos con la revolución. El ya militaba en el P.R.T. (33)  pero creo que ni él ni yo teníamos, por entonces, muy claro las diferencias políticas que había entre nuestras organizaciones. 

Recuerdo que una vez le conté que el Pece tenía como cien mil afiliados y él me dijo que si nos decidíamos, con esa gente, tomar la Casa de Gobierno no podía resultar difícil.

No sabíamos que el Partido Comunista de entonces no tenía la menor intención de poner su gente a la lucha directa por el poder, ni que de nada serviría tomar la Casa de Gobierno si no había un movimiento popular dispuesto a defender ese poder.

Todavía no había pasado lo de la Unidad Popular en Chile.

Se llamaba Leonel Mac Donald y a ninguno de nosotros, en esos años, ese apellido nos olía a papa frita y hamburguesa como ahora.

La otra noticia me golpeó en lo más íntimo.

Un colimba de la Fede, de servicio en la Guarnición Córdoba, informó al Partido, sin lugar a equívoco, que unos días antes del golpe, el general Menéndez en persona había fusilado a Alberto Cafaratti. Y la dirección local del Partido me lo comunicó en los primeros días de abril del ’76. Para la mayoría del Partido, Alberto era una de las esperanzas más fuertes.

Era un obrero de la Epec de Córdoba, un dirigente del gremio de Luz y Fuerza muy cercano a Agustín Tosco, también era el miembro más joven del Comité Central del Partido Comunista Argentino, un partido que se caracterizaba por la longevidad exasperante de sus dirigentes máximos, los cuales sólo dejaban su puesto al morir. Y casi todos morían de viejos, o de muy viejos. Pero para mí Alberto Cafaratti era mucho más que un prometedor miembro del Comité Central  partidario.

Habíamos estudiado juntos en la escuela del Konsomol, once meses entre julio de 1970 y junio de 1971. Lo había conocido en una piecita de un hotel en la zona de Once cuando Mario José, un dirigente nacional de la Fede, nos reunió antes de marchar juntos a Europa para ensayar la leyenda que usaríamos en el viaje; y habíamos vivido junto a otros tres compañeros en una inmensa habitación de la Escuela del Konsomol, en los suburbios moscovitas.

Una habitación codiciada, allí había vivido Liber Arce, el gran héroe de la Juventud Comunista Uruguaya y mártir de aquella democracia a la que los liberales comparaban con Suiza.

Él venía del Cordobazo y era el jefe del grupo de la Fede que fue a estudiar a Moscú lo que por entonces, en el movimiento comunista mundial que respondía al Kremlin, se entendía como teoría revolucionaria.

Luego hablaré de esa escuela, la B.K.S.H., mucho menos dogmática y cerrada de lo que hoy se puede uno imaginar. Y donde además, las conferencias, casi todas con traducción simultánea, eran sólo una parte de la experiencia. La otra, era convivir con cerca de mil jóvenes comunistas de todos los países del mundo, o por lo menos muchos más de los que cualquiera de nosotros conocía por entonces.   Desde hindúes a ingleses, desde franceses a cubanos, desde uzbecos a nicaragüenses.

Y compartir esa experiencia con Alberto como responsable del colectivo argentino, con su deslumbrante inteligencia política, su experiencia de vida y lo que había “mamado” de Tosco y los que lo rodeaban.

Alberto se había fugado de su casa a los quince años, había sido parte de un grupo nacionalista que intentó eliminar nada menos que a De Gaulle en un viaje que hizo a Córdoba, más o menos por el ’64; muy joven había entrado a trabajar a la Epec (34) y era parte del grupo de consulta del gringo Agustín Tosco, del cual nos hablaba incansablemente con una admiración no disimulada.

Era capaz de discutir con cualquiera, y  en Moscú se le había plantado a un dirigente de la Fede, que de paso para Europa Occidental había pretendido obediencia sin discusión, y recibió la respuesta merecida de su parte.

Era para mí algo así como el ideal del joven comunista. Un obrero, revolucionario, culto, rápido para descubrir la esencia de las discusiones, flexible y con principios firmes. Acostumbrado a moverse en el movimiento real de la lucha de clases.

A lo mejor porque era tan distinto a todo lo que yo conocía.

Su muerte no sólo me dejó sin un referente, fue como si me quitaran la posibilidad de demostrarle que yo también podía llegar a ese lugar donde él se movía con tanta frescura y naturalidad.

El día que me informaron del fusilamiento -lo recuerdo bien, fue en la casa del Bebe, donde funcionaba la dirección clandestina del Partido- empecé a sentirme un sobreviviente.

Aunque bastante extraño: un sobreviviente que esperaba con cierta resignación su propia muerte.

¿Qué derechos tenía yo para seguir viviendo y hacer política si Leonel Mac Donald y Alberto Cafaratti ya no estaban?

¿Quién carajo hacía la lista de los sobrevivientes? si yo no le había pedido que me ponga; y es más, no quería que me pusiera..

 


Notas 

(33) Partido Revolucionario de los Trabajadores, su jefe era Mario Roberto Santucho quien también comandaba el Ejercito Revolucionario del Pueblo (E.R.P.)

(34) Empresa Provincial de Energía de Córdoba cuyos trabajadores estaban organizados en el Sindicato de Luz y Fuerza de Córdoba.

 

  

 

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