13. La FEDE

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

Cuando niño, los comunistas eran para mí personajes de libros que hablaban de países exóticos y lejanos: Rusia, China, Yugoeslavia, Vietnam.

El primer recuerdo de que intentar emularlos no sería bien visto en estos parajes se remonta a la propia escuela primaria cuando repetí en el aula el que no trabaja no come, tal como yo había leído en un libro ruso de los ’50, y recibí la reprimenda de una maestra espantada de que se repitieran consignas comunistas en clase. 

Escribo esto y me doy cuenta que en el siglo XXI, en mi empobrecida Santa Fe, una frase como esa puede sonar a un decreto menemista, a una ley de la Alianza o a una burla sangrienta para los miles de desocupados y excluidos sociales que no comen porque no trabajan, o comen basura aunque trabajen.

Pero en la Unión Soviética de la posguerra, esa consigna expresaba el fin de la propiedad privada como relación social de dominación: del hecho brutal, aunque nos parezca tan natural, que haya hombres y mujeres que vivan sin trabajar a expensas del trabajo ajeno. 

De la explotación de los obreros y los campesinos.

Para mí, aunque niño, el principio de que el que no trabaja no come, me parecía justo.  -Que nadie viva del trabajo ajeno, que todos trabajen y que nadie explote a nadie.

Ya he dicho que mi papá era autodidacta; lo que no he dicho es que en los inicios de los ’70, en un breve periodo en el que yo estudiaba en la Facultad Santa Fe de la Universidad Tecnológica Nacional, me sorprendió un día pidiendo explicaciones para entender la fórmula del combustible sólido que usaban los cohetes espaciales, tal como había sido publicada en una revista soviética.

Crecí en un hogar donde la idea de que el trabajo dignifica al hombre era muy fuerte, y crecí respetando, admirando sería más preciso, a los obreros, a los técnicos y los científicos

El segundo recuerdo que conservo es de un cartel muy ingenioso con un burgués muy panzón y un obrero muy enérgico, con el puño en alto, dibujados sobre una consigna que me sonaba muy clara y justa: Que la crisis la paguen los ricos.

Y la firma era del Partido Comunista.

Corría el año 1962 y en la provincia de Santa Fe se había generado una situación muy particular.  El peronismo estaba ilegal y el Partido había formado, junto a la gente que había abandonado la UCRI después de la traición de Frondizi a sus promesas electorales, una fuerza política bajo el nombre de Partido del Trabajo y el Progreso que se identificaba muy fuerte con la recién triunfante revolución cubana.  Habían sacado unos carteles en que aparecían juntos el Gringo Viale (35) y Fidel, y algo así cual hagamos como en Cuba.

Por supuesto que les fue muy bien, y “por supuesto” que la experiencia de unidad de las izquierdas fue frustrada por la dirección nacional del Pece.

Pero por entonces, durante aquella campaña electoral, mi papá se entusiasmó mucho y consideró volver al Partido, que había abandonado al llegar a Rosario, porque sostenía que quien no era obrero no tenía derecho a ser comunista. Cosas de la época de su formación.

Pero se decidió y  fue a un acto comunista. Y yo lo acompañé. Era en la Plaza España, lo miramos desde un costado y después me llevó a tomar una gaseosa al bar de los Japoneses. Un bar famoso por el billar, y por los dueños, japoneses, lógicamente.

Para mi tomar una gaseosa era algo bastante raro.

En Santa Fe no había entrado la Coca Cola y recién la lograrían meter durante la dictadura de Onganía. El director de Bromatología era el doctor Mullor, y mucho más tarde lo conocí, cuando siendo rector de la Universidad Nacional del Litoral, nos dio una mano en la lucha por impedir que un joven comunista, de nacionalidad boliviana, Prudencio Velásquez, fuera desterrado por la dictadura de Lanusse a su país, con peligro cierto para su vida. Prudencio terminó en la Chile de Salvador Allende, combatió los primeros días de septiembre contra el golpe de Pinochet, estuvo preso y regresó al país años más tarde.

El doctor Mullor era un típico socialista liberal, más de centro derecha que otra cosa, pero como viejo liberal exigía el cumplimiento de las leyes y rechazaba la intromisión yanqui en nuestras vidas. 

Así que nada de Coca Cola en mi infancia.

Pero sería en el secundario, en la Escuela Superior de Comercio Domingo G. Silva, donde me vinculé con la política real, y conocí a los comunistas de verdad. En realidad había querido estudiar de maestro, pero los prejuicios fueron más fuerte que yo y me dio vergüenza ir a una Escuela, la Normal, donde casi todos los alumnos eran chicas.

Así que, igual que mis otros dos hermanos, empecé en el Comercial en el año 1965 y tuve enseguida allí otra experiencia muy discriminatoria en lo ideológico. 

Había por aquellos años una materia que se llamaba algo así como Educación Democrática y era un verdadero compendio de doctrina derechista de la más cavernícola, de un anticomunismo cerril. Al comunismo, ¡en 1965!, se lo estudiaba en el mismo capitulo que los “totalitarismos” del tipo nazismo, fascismo y falangismo. 

Yo era un buen alumno, hasta tercer año -en que me metí en la Fede- nunca había rendido ninguna materia, pero sencillamente no podía repetir las estupideces que decía el libro, y la vez que había intentado discutir el profesor me había apabullado con una mirada temible.

Se llamaba Fernando Mántaras, en ese tiempo presidía una supuesta Federación Argentina de Entidades Anticomunistas Argentinas, F.A.E.D.A., un movimiento de la derecha clerical y fascista amparado por la Iglesia y con fuertes vinculaciones con los servicios de inteligencia.

Yo no sabía en aquellos años cuanto se metería ese tipo con mi vida.  Lo que sí sabía es que yo no podía aceptar el discurso oficial -el del libro y del profesor-, ni me animaba a enfrentarlo con éxito. 

Así que el día que tocaba la lección del “comunismo” sencillamente falté a clase y sencillamente me quedé en mi casa.  Creo que era la primera vez que hacía una cosa así.

En junio del ’66 lo tumbaron a Illia y yo empecé a interesarme más en las protestas obreras y las movilizaciones estudiantiles. 

En mi casa no llegaba Nuestra Palabra pero se leía un semanario de izquierda, dirigido por Leonidas Barletta, uno de los precursores del teatro independiente y fundador del mítico Teatro del Pueblo.

Propósitos venía impreso en colores y traía muchísima información de la guerra del pueblo vietnamita con los yanquis, que a mí me apasionaba, y era la razón principal por la que buscaba el semanario.

Pero Propósitos no sólo tenía información internacional, también era uno de los pocos periódicos legales de oposición verdadera a la dictadura instaurada en el ´66.

Como se sabe hubo primero una tregua entre Perón y Onganía, que solo enfrentaban la izquierda y los estudiantes.  El ambiente se iba calentando, y se notaba en la escuela.

La primera muerte que sentí como cercana -como una ofensa a mí mismo- y me movilizó totalmente, fue la de Santiago Pampillón, el estudiante cordobés asesinado  en septiembre de 1966.

No sabía qué hacer para expresar mi bronca hasta que un celador del colegio, con el que hablábamos seguido de política, me invitó a una reunión en una casa universitaria.

Las casas universitarias eran toda una institución en aquella Santa Fe de finales de los ’60. Había miles de estudiantes de afuera, del interior de la provincia, y aun de países vecinos como Perú o Bolivia que venían a estudiar en la Facultad de Ingeniería Química, famosa por su nivel académico en toda América Latina o en la de Derecho que tenían el programa de estudios más corto, y los profesores más tolerantes del país.

La Universidad Reformista, la que transcurrió entre 1955 y 1966 aunque con matices y periodos muy distintos, avanzó en armar un sistema de apoyo al estudio que era muy importante. De hecho, las primeras luchas estudiantiles de Corrientes y de Rosario tenían que ver con la defensa del Comedor Universitario y otras conquistas.

Las casas adquirían la identidad de sus ocupantes. Así estaban las casas de los peruanos, de los santiagueños y también las casas de cada agrupación estudiantil y de cada juventud política. Las casas de la Jotape, de la Fede o de la Juventud Radical.

La Fede estaba pasando por un proceso de fractura del cual surgiría el Faudi y luego el actual P.C.R. (36), esa casa era de ellos. Mis dos hermanos estaban en la Fede, el mayor estaba haciendo la colimba y el del medio se había posicionado con los que se iban y fue él en realidad el que le había dicho al celador de mi escuela que me invitara a la reunión.

A mí la reunión me gustó. 

Éramos unos pocos secundarios que nos sentamos en la cocina a tomar mates con dos universitarios. Una muchacha y un chico. Nos trataron muy bien, nos explicaron lo que estaba pasando en Córdoba, nos advirtieron que en Santa Fe pronto pasaría lo mismo y nos alentaron a que nos organizáramos.

Yo me comprometí a hacerlo.

Escribí un volantito que ellos me ayudaron a imprimir. En el volante hablábamos de Pampillón, de la brutalidad de la policía y de nuestro derecho a estudiar; y terminaba llamando a elegir delegados por curso. El volante lo metimos en el cole con el celador, lo pusimos en los baños y aprovechamos los recreos para ir dejándolo en las aulas.

Yo me hice una lista de chicos con los cuales ir hablando y empezamos a  charlar.

Al principio éramos muy poquitos, no más de dos o tres pero igual firmábamos Centro de Estudiantes de la Escuela Superior de Comercio Domingo G. Silva, y empezamos a participar en reuniones con otros secundarios. 

Ahí conocí a Leonel Mac Donald, de quien hablé más arriba, y también a compañeros del Faudi y de la Juventud Radical que por entonces había aprobado la llamada declaración de la Setúbal, por la quinta donde se reunieron, muy cerca de la desembocadura de la laguna que terminaba en el Puente Colgante de Santa Fe.

Aunque hoy parezca increíble en aquel documento, que firmaron personajes como el Changui Cáceres, Marcelo Stubrin, Leopoldo Moreau, el Coti Nosiglia y Federico Storani, se reivindicaba el llamado “Programa de Avellaneda”, el legado de Lebenson (37) que propiciaba un radicalismo popular y antimperialista, y hasta se hablaba de socialismo.

Al hermano de Marcelo Stubrin, Adolfo,  lo tuve que ir a buscar a la casa para que se incorpore al Centro porque era tan “traga” que no quería participar en nada. Los Stubrin vivían cerca de mi casa y eran una familia muy tradicional de la burguesía judeo/argentina: muy sionistas, muy conservadores, muy cultos y todo eso. La primera crisis que tuvo la Juventud Radical la provocaron ellos exigiendo el apoyo a la agresión israelí contra el pueblo palestino en 1967.

En realidad yo participaba en todo, pero no me había afiliado a ninguna fuerza.  En esas reuniones conocí a los de la Fede “oficial” y empecé a leer sus materiales. El que me gustó más era un informe de Victorio Codovilla sobre el golpe del ’66 que era muy duro con los milicos y el imperialismo.  Se lo conocía como el Informe de la Séptima Conferencia Nacional, estaba editado con una tapita roja muy linda y creo que ese trabajo fue el que me convenció para afiliarme.

Pero la decisión la tomé en una reunión bastante amplia donde los que se habían ido de la Fede -el Faudi de entonces, el PCR de ahora-, confrontaron muy duro con los de la Fede oficial que estaban encabezados por Alberto Méndez, un santafesino que  años después llegó al secretariado nacional de la Fede.  

En el debate, Alberto sacó el carnet de la Fede y les dijo que había que hablar con más respeto de ese carnet: que por ese carnet habían muerto Jorge Calvo y Juan Ingalinella, y algunos cientos más.

Me convenció, ese era el carnet que yo estaba buscando. 

El que me identificaba con los comunistas, con los que estaban haciendo la revolución en todo el mundo.

Para los que leen estas líneas con mirada crítica, sólo puedo apelar a la comprensión de la época. La misma que llevó a Roque Dalton escribir por entonces algo así como que avanzamos en todos lados hacia la victoria final (38).

Cuenta el inglés Hobwsban, en su Historia del Siglo XX, que a finales de los ´60 los informes secretos de los yanquis daban como muy probable la derrota del capitalismo en la contienda con el socialismo. Esa era exactamente mi convicción, y la de miles y miles de jóvenes también.

Más allá de la opinión que se tuviera sobre Victorio Codovilla o sobre el Robi Santucho. Podíamos dudar cual de las orgas (39) sería la vanguardia, pero que nosotros íbamos a triunfar, no estaba en dudas. Sentíamos que éramos la generación destinada a culminar una larga lucha por la Revolución, y que para eso habíamos nacido. 

Para triunfar.

 


Notas 

(35) Lisandro Viale es un dirigente histórico de la izquierda santafesina. Por entonces abandonó el partido de Frondizi y se sumó a la construcción de una fuerza revolucionaria. Todavía sigue en eso.

(36) El Partido Comunista Revolucionario surgió del llamado Congreso de Recuperación Revolucionaria del Partido Comunista en 1968. 

(37) Constituyen las referencias más nítidas de la corriente más consecuente con los enunciados democráticos, populares y antimperialistas que alguna vez proclamó el radicalismo. No por casualidad su existencia coincide con el influjo de la Revolución Cubana, iniciada en enero del ´59.

(38) La mención poética que hacemos corresponde al libro Un libro rojo para Lenin. Roque Dalton fue un poeta y revolucionario salvadoreño que militó muchos años en el Partido Comunista Salvadoreño del que se fue a principios de los ’70. Fue asesinado por orden de un dirigente de la fuerza a la que pertenecía acusado de agente cubano por su predica a favor de la unidad de los revolucionarios según se cuenta en Canción para una bala entrevista de Juan Bautista Echegaray al Comandante Ramiro del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional de El Salvador. 

(39) Así se denominaba a las fuerzas políticas que decía adoptaba el modelo leninista de organización basado en células y el centralismo democrático y que en realidad se auto consideraban vanguardia revolucionaria con derechos sobre las otras fuerzas y el propio movimiento obrero y popular.

 

  

 

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