14. El Cordobazo

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

El 29 de mayo de 1969 me sorprendió en la escuela.

En el recreo nos pusimos de acuerdo y a los gritos convocamos a una asamblea con la ayuda de algunos celadores y la mirada cómplice de muchos profesores.

Bajamos al patio de la planta baja, un patio enorme donde cabían centenares de estudiantes y allí, después de deliberar brevemente en asamblea general, decidimos abandonar la escuela y marchar por las calles.

Adonde pudiéramos gritar nuestra bronca, y nuestra alegría por ese clima de ofensiva popular que se sentía en el aire.

Arrancamos para el lado del Industrial Superior, a unas cinco cuadras, y cuando llegamos, precedidos por el rumor de nuestra pequeña sublevación, los estudiantes ya nos estaban esperando en la puerta. Deliberamos muy brevemente y decidimos seguir el recorrido, así que juntos nos fuimos al Nacional, seguros que allí también tendríamos éxito en convocarlos a la calle.

Y ya éramos una multitud de guardapolvos blancos y grises. 

Después recorrimos escuela por escuela arrancando a los estudiantes de las aulas -que en un día como ese -que sentíamos histórico a flor de piel- no se podía uno pasar escuchando las tonterías acostumbradas de aburridos profesores.

La cana no sabía que hacer ante semejante multitud y optó por dejarnos caminar de un lado para otro del centro.

Nos fuimos para el Paraninfo de la Universidad, a cuyo fondo estaba la Facultad de Derecho, y en la esquina de San Martín y el  Boulevard Pellegrini hicimos un acto gigantesco. 

Eran miles y miles de chicas y chicos que cubrían todo el espacio libre. Todo era un quilombo así que el que se animaba se subía y hablaba.

Me hicieron upa dos grandotes de la Escuela y me animé a hablar a la multitud. -Compañeros, el gobierno que tenemos es una dictadura que sólo sabe matar y golpear. No se puede ser un espectador del drama que vive la juventud argentina. Y no alcanza con putear hoy y movilizarse un día: hay que organizarse en Centros de Estudiantes para garantizar la educación pú blica para todos. Y la liberación de la Patria.

Era la primera vez que hablaba en público y yo mismo estaba sorprendido. Tenso, emocionado, casi llorando porque pensaba en los caídos y en la gloria de estar en la calle, me salían las palabras como si nada. También habló Jorge, un chico del Faudi amigo mío desde la escuela primaria, y el hermano de Leonel, por la gente del P.R.T.

Así fue. Los tres proyectos que irían a disputar el lugar de la “vanguardia revolucionaria” habían salido de los estrechos espacios donde se habían preparado el año último, y se presentaban en sociedad.

Sin engaños, cada cual con lo que pensaba.

De ahí nos fuimos a la plaza Constituyentes y el pequeño Centro de Estudiantes de la Escuela Superior de Comercio Domingo G. Silva se refundó, ahora con centenares de estudiantes, y en asamblea pública. Y volvimos a ganar la dirección del Centro.

Que no habían sido inútiles todos los esfuerzos y todos los ensayos que habíamos hecho: nosotros éramos el Centro, y ahora lo reconocían casi todos. De una pequeña secta clandestina, de una especie de club de discusiones nos habíamos convertido en una fuerza importante que todos querían dirigir.

Mucho más tarde leí a Lenin explicando en el Que Hacer que lo que no se tiene organizado antes de la pelea, no se puede improvisar en medio del quilombo. 

Pero yo lo aprendí por las mías en ese mayo del ’69 porque con lo poquito que teníamos pudimos actuar y crecer a saltos.

Y es que teníamos una línea de cuadros bastante buena en casi todos los colegios: en el Comercial, tanto en el turno mañana de los muchachos como en el de la tarde, de las chicas, en el Industrial Superior y también en el Normal Almirante Brown que funcionaba con doble turno y un programa más moderno que los otros colegios. También en algunas nocturnas con chicos que nos pasaba el Partido de su trabajo en las barriadas populares.

Y crecimos rápidamente. 

En pocos días afiliamos como veinticinco compañeros del Comercial, y hasta nos organizamos por círculo año por año: los de primero, los de tercero, y otros.

También comenzamos a crecer en el Industrial Superior, en el Normal Almirante Brown y algo menos en los otros colegios, incluyendo algunos religiosos.

El tema de la primeriada fue tan así que cada fuerza política se quedó con el Centro donde habían sido los iniciadores. Nosotros con el Comercial, el Faudi con el Normal y el P.R.T. con el Industrial.

La Federación que habíamos fundado en aquellos cafés de los domingos, la Unión de Estudiantes Secundarios Santafesinos, también se transformó en una fuerza respetable que llegó a convocar sucesivos paros generales del estudiantado y a la que se la consideraba un par de la Federación Universitaria del Litoral y la C.G.T. de los Argentinos.

A mí me incorporaron a la dirección de la Fede santafesina y cuando terminé la secundaria me plantearon que tenía que ir a estudiar a la escuela del Konsomol.  Al principio mi vieja no quería saber nada, pero el Partido lo mandó al gordo Jaime a hablar con ella y la convenció. No sé que argumentos le habrá dado porque yo esperaba el resultado de la conversación en el café de la esquina, alambrando que dijera que sí.

Que me permitieran hacer ese recorrido, exactamente inverso del viaje que había hecho mi papá cuarenta años antes. 

Y no sería una metáfora, estando en la Unión Soviética pude visitar Lituania y estar exactamente en el sitio donde él jugaba de niño: en la Torre de Vilnus que antaño había protegido la ciudad de los ataques rusos.

En ese  viaje iba a  conocer a Alberto Cafaratti.

   

    

 

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