15. Debate Político

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

Al fin me vinieron a buscar.

El procedimiento era el conocido, todos contra la pared y el toque en la espalda. Pero me pusieron la capucha. Mis esperanzas de que no me hicieran mierda, crecieron. Módicamente.

Me agarraron dos tipos, uno de cada brazo y me llevaron caminando por dentro de la seccional para el lado que daba al Boulevard Zavalla, allí bajamos una escalerita y entramos a una habitación. Me sentaron en una silla, con las manos esposadas a la espalda, y la capucha puesta. Yo sentí que se fueron y me quedaba solo. 

O eso me parecía.

De repente, sin que nadie haya entrado, sin que haya algún ruido, me di cuenta que alguien estaba sentado delante de mío.

-¿Por qué tenías papeles del Partido si vos sabes que la actividad política está suspendida? 

-¿Por qué tenías la verja de la casa electrificada si ustedes  dicen que no están en la lucha armada?

-¿O es que vos estás en el aparato militar del Partido? 

-¿Dónde viven Marcos, y Luisito, y por qué no lo encontramos a Lito; por qué se esconden si son legales?

Otra vez el viejo truco, y otra vez morder el anzuelo. Aunque esta vez, un poco más justificado. 

El tipo no pegaba, ni siquiera preguntaba mucho sobre los datos, sólo le interesaba discutir de política; y manejaba perfectamente la línea del Partido, incluso con datos más actualizados que los  míos puesto que hacía veinte días que había perdido contacto con la organización. Y con la vida.

-¿Vos sabes con quien estás hablando? Soy el oficial Domínguez del Área 212 del II Cuerpo y yo soy el que va a decidir que será de vos: si te fusilamos o te mandamos a Coronda así que baja el gallito y respondeme lo que te pregunto.

De lo que me preguntaba no le contesté nada, pero hablar de política sí que hablé. Y por supuesto defendí la línea del Partido de entonces: la necesidad de un dialogo entre las fuerzas democráticas de la sociedad y los sectores militares que se negaban al pinochetazo, la idea de un gobierno de unidad nacional que saque al país de la crisis, los cambios antimperialistas y antilatifundistas que la estructura necesitaba. Todo el recetario que yo sabía de pe a pa.

Más tarde, ya en la cárcel, un cumpa del E.R.P. me avivó que esa operación de inteligencia les permitía medir la formación media de la organización. Ellos sabían fehacientemente que yo era la figura pública de la Fede en Santa Fe; por ende no era el secretario pero estaba en la dirección de la Fede y del Partido; y sabiendo lo que yo sabía iban armando el diagrama.

No era muy complicado de imaginar, sin embargo me la tragué y con ingenuo orgullo defendí mi identidad comunista ante aquel ¿oficial del ejercito?, o quien puta fuera que -ahora me da rabia- obtuvo de mí exactamente lo que buscaba.

Ese mismo día lo trajeron a Hernán a declarar ante el mismo tipo, lo pusieron cerca de mi celda y hablamos un poco. Nos pusimos de acuerdo en lo que él estaba haciendo en mi casa y todo eso. 

Pero también discutimos. 

Él estaba seguro de que salíamos antes de Navidad, yo temía lo peor y sabía que la secuencia de la patota, la Casita, la desaparición y la muerte eran tan posibles como el de la libertad. Pero nos equivocamos los dos, a los pocos días nos legalizaron con un decreto del Poder Ejecutivo que nos puso a su disposición desde el 10 de diciembre de 1976, pero como yo había caído en cana el doce de octubre era como si hubiera estado cincuenta y dos días en ninguna parte.

Un día vinieron, gritaron el esperado con todo, que en la Cuarta no era nada porque nada teníamos, y nos llevaron a la Guardia de Infantería Reforzada, el GIR, un establecimiento de la Policía Montada que estaba justo detrás de la cancha de Colón.

Estar preso allí era casi una afrenta para mí que había ido al estadio de Colón domingo por medio desde los ocho años, religiosamente.

Yo, que estuve en el Cementerio de Elefantes la noche que el Ploto Gómez le hizo el gol al Santos de Pelé, dando inicio a la leyenda; yo que gocé como todos aquella “mano de Dios” conque Pastoriza convirtió el gol con que le ganamos a Flandria aquel partido de Primera C; yo que lloré de alegría el día que subimos a la primera división en aquel 1965 inolvidable; justamente yo tuve que comerme el garrón de estar en cana a metros de la cancha de Colón y escuchar los domingos a la hinchada con su letanía del dale negro, dale negro tratando de adivinar por los gritos el resultado porque los de la Guardia escuchaban el partido bien bajito para que nos quedáramos con las ganas.

Una pequeña verdugueada, pero cómo no perder la costumbre.

Cierto  que en la Guardia estábamos mucho mejor que en la Cuarta; era como un lugar de blanqueo de los presos; de tránsito hacia y desde Coronda, aunque eran muchos más los que iban que los que volvían.

Pero hacia fin de año llegó de Coronda, camino a la libertad, un pequeño grupo de presos y para nosotros fueron como unos enviados providenciales puesto que nos explicaron claramente adonde nos dirigíamos si allí llegábamos, como  era la ilusión de todos, porque todavía alguno de la Guardia podía volver a ser chupado por la patota. En general eso ocurría cuando alguien, quebrado por la tortura, revelaba algún secreto, y ahí venían los muchachos de vuelta, aunque aquí todo era como más prolijo.

Éramos tantos que nos metieron en una cuadra como a cuarenta o cincuenta presos. Pero allí había baño, cuchetas y bastante limpieza que cuidábamos nosotros mismos.

En la Guardia me encontré con un montón de conocidos, en primer lugar los compañeros de la Fede y el Partido: el Negro Oscar de los talleres ferroviarios de Laguna Paiva, el Viejo Berráz que tenía una quintita por Arroyo Aguiar, un cumpa, López, que era hachero en la zona del quebracho donde había estado La Forestal, un maestro rural, otro campesino de la zona de Quintas, Colombres, y algunos más cuyo nombre no me acuerdo.

Cada uno había hecho un recorrido distinto.

Unos días antes de mi encanada nos habíamos visto con el Negro Oscar. Habíamos tomado todas las medidas: habíamos acordado la cita personalmente en un encuentro anterior, nos vimos en una estación de tren que estaba por Guadalupe: él bajó del tren, nos encontramos “casualmente” en el andén, caminamos un rato, tomamos una cerveza y sin un solo papelito yo le transmití un informe del central del Partido. Después él se volvió en el tren y yo me fui caminando.

Di una vuelta, y me senté en un bar. Me tomé otra cerveza y festejé por la pequeña victoria de mantener la Fede funcionando a pesar de todo. 

No vi que nadie se fijara en mí así que me levanté y caminando en zig zag, una cuadra para un lado, otras dos para la derecha, otra para el otro lado, después volver, otra para adelante y dos para atrás para después tomarme un colectivo y volver a casa.

¿Lo seguían al Negro Oscar y ahí me engancharon?

¿O lo seguían a Hernán y esperaron que llegara a casa para chuparnos a los dos? 

¿O me tenían vigilado desde el primer día?

¿O me había delatado aquel tipo que me conocía del puerto y resultó que vivía cerca de la casa de la calle Güemes?.

   

    

 

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