19. Vida Cotidiana

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

Cuando me subieron de la cocina, el guardia que nos custodiaba me dijo que me quedara un minuto. 

Los otros presos entraron al pabellón y él, sin decir nada, sin hacer un solo gesto de más, metió la mano en el bolsillo sacó un papelito bien doblado y me lo metió en la mano. Como vio que yo me quedaba paralizado de la sorpresa, simplemente me empujó para la puerta del baño.

Me encerré en un cubículo, me bajé los pantalones, me senté en el inodoro y me puse a leer el mensaje del Partido que me aseguraba que estaban haciendo todo lo posible por nuestra libertad, que Graciela estaba bien, que mi familia también y que resistían a pie firme la emergencia. También me enviaban algunas informaciones políticas y el dato de que podía retribuir el mensaje por el mismo conducto por el que lo había recibido. Y como en la serie de televisión, que destruyera el papelito apenas lo haya leído.

Tiré la cadena, me lavé las manos y entré al pabellón.

Busqué a los compañeros y, sin explicarles cómo la había recibido, les transmití la información política. Enseguida me puse a buscar un pedazo de papel y una birome. El papel lo conseguí rápido pero por la birome tuve que hacer más gestiones. Había una sola y se la cuidaba como oro, pero al final me la prestaron por un ratito. Me senté a escribir un mensaje a la Fede. 

Les hablé de que la lucha seguía afuera y adentro de las cárceles, que eran horas de prueba y que había que defender la organización cueste lo que cueste. Y que podían contar conmigo.

Después volví a las clases de guaraní que empezaron con un chamamé al que terminé aprendiendo de tanto repetir: amanota de quebranto, guyra mi jaula peguaischa, porque ndarecoy consuelo mi ingrata paloma blanca.  Ayumiro dorotopai aperdetema la esperanza porque ndarecoy consuelo mi linda paloma blanca.

Pasadas las fiestas, el cinco de enero de 1977, nos llevaron a Coronda. Después de la recepción (46), nos pusieron en fila en el pasillo de la planta baja (cada pabellón tenía tres pisos iguales) y de a uno nos hacían pasar a un sillón donde nos cortaban el pelo a lo colimba.

Luego nos dieron la provista mensual, que había que pagar con fondos propios: un paquete de tabaco y otro de papel para cigarrillos, dos espirales para los mosquitos, una hojita de afeitar descartable, un jabón de lavar la ropa tipo Federal, un rollo de papel higiénico y una cajita de fósforos. Y nada más.

Para todo el mes.

La primer compra te la aceptaban si junto con el traslado venía algo de plata tuya, pero cuando eso se acababa hasta que los familiares no depositaran más dinero no te daban nada y tenías que vivir de la solidaridad de los otros presos.

Al segundo día me trajeron compañía: era un compañero de Rafaela, militante de la Juventud Peronista, dirigente del gremio de empleados de comercio al que le encontraron un deposito de armas de Montoneros.

Lo torturaron en su propia cama, delante de su mujer y se reían de que tenía botas, las mismas con que llegó hasta Coronda. Lo jodían con una canción de la Jotape de entonces que más o menos decía: No, no, no nos sacamos las botas, ni la pensamos sacar hasta que no se las ponga la milicia popular. Le cantaban la canción día y noche mientras lo torturaban; y fue lo primero que compartimos: cantar juntos.  Yo le enseñé canciones de la guerra civil española: El gallo rojo, A la huelga, la  de Julián Grimau y otras; y él me enseñó el himno de los Montos (47) y algunas de rock nacional.

Todavía  canto aquellas canciones cuando me agarra la nostalgia.

Con dos en la celda, ya la vida se pudo organizar mejor.

Podíamos organizar excursiones por toda la provincia. 

Calculábamos cuántos kilómetros había hasta Rafaela, para conocer su familiar, o hasta Rosario, para comer en lo de mi vieja; después lo traducíamos en pasos y en recorridos en diagonal de la celda. Uno caminaba de una punta a la otra, y el otro hacía lo mismo al revés.

También podíamos hablar por horas, o vigilar mientras el otro hacía alguna artesanía en hueso: nos quedábamos con algún hueso del puchero y lo frotábamos en el suelo hasta que lo alisábamos como si fuera marfil. Después, con la punta del tenedor, hacíamos algún dibujo o escritura. Por supuesto que eso estaba prohibido.

En realidad estaba prohibido todo.

A los pocos días de llegar nos sacaron al pasillo para escuchar al jefe del penal, un gendarme llamado Sidone y apodado el Coreano, que había sido interventor en la cárcel de Rawson después de la fuga y la masacre de Trelew en 1972. Un especialista en destruir seres humanos.

Un perfecto hijo de puta. -Aquí está prohibido leer, hacer gimnasia, cantar, hablar por la ventana, hablar con el lenguaje de las señas, acostarse en la cama después de las 6 de la mañana y antes de las 10 de la noche.

Y por si no hubiese quedado claro, levantó la voz y terminó su alocución -y todo lo que no esté explícitamente permitido, está prohibido.

Cualquier violación al reglamento, especialmente “pecados tan terribles” como pararse torcido en la fila para salir al recreo o hablar a destiempo en el baño, tenía su  castigo: perder el recreo, y con él la posibilidad de la visita de los familiares; y si se persistía, las celdas de castigo: aislados en una celda que te sacaban el colchón a las 6 de la mañana y te lo devolvían a la noche.

Y luego, “el chancho”.

Para asegurarse que se cumpliera el Reglamento se realizaban allanamientos de sorpresa: te tocaban la puerta, te sacaban al pasillo y te desnudaban, te quedabas en bolas con la ropa en el suelo esperando que los guardias revisen toda la celda buscando algún papelito o alguna artesanía de hueso o de pan.

Después venía lo más humillante: te tenías que levantar la bolsa de los huevos para que el guardia mire que no escondías nada ahí, y después darte vuelta, agacharte y abrir los cachetes del culo para que vean que no tenías entubado nada. Eso lo volvía loco al rafaelino que tenía un sentido de pudor pueblerino y que se derrumbaba después de cada inspección.

Yo en cambio, les agarraba más rabia y más le buscaba la vuelta para joderlos. Decidí no exponerme por los huesos, así que los hacía y cuando los terminaba los tiraba al patio. Pero a pedido de los Montos, empecé a escribir un curso de filosofía marxista en una tira de papel que me pasaban ellos, y un grafito que también me dieron.

En realidad fue un trato de mutuo beneficio, a cambio de mi colaboración ellos se comprometieron a parar a un grupo de ellos que estaba jodiendo a los compañeros del Partido del tercer piso.

Yo escribía de noche, cuando se apagaba la luz pero había un resplandor que venía de la muralla desde la cual los gendarmes nos vigilaban con un reflector toda la noche.

De la ventana te espiaban los gendarmes, del otro lado, desde la puerta, te espiaban los guardias por una mirilla que se abría de afuera y apenas si hacia ruido y casi no te dabas cuenta de nada. Lo que iba escribiendo lo pasaba en el recreo diario a un compañero que se ponía a mi lado y caminaba conmigo una parte del recreo.

Era de Rosario y estudiante de Medicina, buen tipo aunque años después terminó trabajando para la gente de Reviglio (48) en el área de Salud.

En la noche, hasta el momento de salir al recreo, lo guardaba dentro de una bolsita de nylon que colgaba en la mochila del inodoro. Al rafaelino no le gustaba mucho, pero se la aguantaba, y a mí directamente me encantaba hacer algo que mantuviera viva la rebeldía.

Había inventado un juego tipo la ruleta rusa que era cantar mientras esperábamos la revista diaria: el juego era calcular donde estaba el guardia y cantar hasta un minuto antes de que se parara delante de nuestra puerta, abriera la ventanita y gritara: Internos 1830 y 1794 y que nosotros contestáramos: -Presente señor.

Por fin salió el Chino al recreo.

Me quedo pegado a la puertita y lo puedo ver cuando se forman para salir. Por el conducto del baño hemos hablado bastante. Cosas de sectarios.  -Si lo conoces a la Chancha González y a éste, y a este otro.

Después me enseña como seducir a los gatos. Hay que tirarles comida al patio. Y después ir acortando la distancia. De a poco.

Tiempo es lo que sobra.

Una semana a un metro. Otra a cincuenta centímetros y así hasta que coma en la ventana. Ahí hay que ser paciente porque es la parte más difícil. Estos gatos son medio salvajes así que no entran así nomás a la celda, sobre todo porque tienen que atravesar las rejas. Pero al final terminan comiendo dentro de la celda, y domesticarlos ya es simple obra del tiempo.

Le cuento que Bertold Brecht odiaba y respetaba a la vez a los gatos. Decía que no les caían bien pero que respetaba a un animal que se tomaba el trabajo de maullar para que le abran la puerta, y entrar si lo hacían.

Los gatos son el más potente exterminador de ratas y todo tipo de insectos, su presencia en la celda no es sólo a efectos decorativos. Además, está prohibido darle de comer a los gatos, razón de más para transformar la seducción de los gatos en una labor apasionante.

Aunque todos teníamos el mismo status de preso, no todos habíamos hecho el mismo recorrido para llegar a Coronda.

Yo había hecho el circuito clásico: la patota, la Cuarta, la Guardia, la cárcel de Coronda; pero en la cárcel había algunos que habían pasado por la Casita de Santa Fe o la Escuelita de Famaillá en Tucumán así que sabíamos que el infierno de la Cuarta, multiplicado, era lo cotidiano y permanente en el circuito de los ilegales; y que eran los mismos los que manejaban uno y otro circuito bajo la coordinación final del ejercito, a quienes todos temían y obedecían.

Los que venían de lejos, sufrían los famosos traslados del Ejército: encadenados a los asientos de los colectivos o a las paredes del avión donde viajaban tirados en el suelo, golpeados todo el tiempo, cagados y meados porque no los dejaban ir al baño durante todo el viaje, humillados y sometidos al calor, el hambre, el frío o lo que se les ocurriera.

Por esos días llegó un traslado del norte, necesitaron como una semana para recuperarse y poder salir al recreo. En el turno nuestro tocaron varios, eran de Montoneros. Cuando les dicen que yo soy del Pece, piden conocerme. Me hablan de un abogado comunista medio loco, que se pasea con la 45 en la cintura en los Tribunales de San Miguel de Tucumán y que dos por tres se tirotea con la cana en pleno centro de la ciudad.

Y que se dedica a defender Montos y militantes del Perrete o lo que sea.

Y que no se caga nunca. -Pero nunca, me dice un morocho grandote con una cara de niño ingenuo que no se puede creer.

Lo admiran. Yo no sabía siquiera que el Chango Zamorano existía, lo conocí mucho más tarde cuando era presidente de la Liga y fue justamente él quien me proporcionó los argumentos jurídicos para sostener la acusación contra Brusa en el Consejo de la Magistratura.

Ya no usa pistola en la cintura pero sigue presto a pelear con quien sea en defensa de un compañero. Y es un tucumano tan chovinista que ha elaborado una extraña teoría según la cual el general Bussi, que luego de encabezar el Operativo Independencia fue gobernador de Tucumán electo en democracia, es en realidad entrerriano. Y que Luder, el autor del decreto que firmó Isabel convocando al Ejercito a exterminar la subversión, es santafesino.

Aquellos tucumanos también eran muy locuaces e ingeniosos, pero no podían salir del asombro de haber sobrevivido el calvario que los milicos montaron en la zona de los ingenios.

A finales de los años ’90, dando un curso sindical en el gremio de los maestros riojanos, conocí a un sobreviviente de la famosa Escuelita de Famaillá, uno de los campos que personalmente recorría el chacal de Bussi; y me relató con pelos y señas cómo era la vida en aquel infierno tucumano.

El Pelado era seminarista cuando cayó preso junto a su papá, sindicalista y peronista del gremio de la Fotia, que agrupaba a los obreros rurales de la caña de azúcar. Sobrevivió, pero salió tan desengañado de los seres humanos que no tuvo valor para asumir el oficio de representante de Dios en la tierra. Decía que no tenía cara para explicar las razones divinas de tanto sufrimiento.

Tuve que esperar bastante, pero al cabo de un tiempo pude llegar a Tucumán y el Pelado me llevó a su casa en León Rouge, para que conociera el jardín.

Algunos dicen que está medio loco, pero para mí está más sano que todos. O por lo menos bastante más humano que la mayoría.

Cultivaba con amor infinito un rosal por cada compañero asesinado en la Escuelita, y le había puesto a cada planta un cartelito con su nombre. Para no olvidar a ninguno de los nuestros ni confundir a los desaparecidos, pues cada uno tenía un aroma distinto, decía. Y para tampoco olvidar a ninguno de los desaparecedores.

Que, se sabe, a la memoria hay que cultivarla.

 


Notas 

(46) Que se cuenta en el capitulo uno del libro.

(47) Diminutivo de la organización político militar de la izquierda peronista, Montoneros

(48) Gobernador de la provincia de Santa Fe por el peronismo.

 

  

 

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