21. Juramento Hipocrático

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

Un gran debate científico ha comenzado en el patio, que seguirá luego en el sistema radial de la escuela ventanera: ¿pueden nacer ladillas por autogeneración o es imprescindible el contacto sexual para transmitirlas?

El tema es que a Pedro, el quintero de Monte Vera, le han aparecido ladillas y el hecho de que hace meses que esté preso ha desatado la controversia. El médico le ha dado un liquido de olor asqueroso que se comparte con los nuevos infectados hasta que se consigan nuevas consultas.

En Coronda había un médico, pero no era fácil llegar a él.

Había que pedir al jefe de la Guardia un turno, que el tipo te lo anotaba cuando a él se le venía en ganas. Después había que esperar porque el tipo atendía una vez por semana y a no más de diez presos por vez.

Yo tenía un catarro persistente e hice todo el trámite. Por supuesto que cuando me llegó el turno, ya se me había curado solo, pero no iba a desaprovechar la oportunidad de salir del pabellón y ver algo distinto a la celda, el pasillo interior y el patio de los recreos.

A la mañana, me avisaron que me iban a llevar al médico, que me lave bien y esté listo. Cómo si tuviera otra cosa que esperar.

Nos vinieron a buscar, del pabellón nuestro somos tres.

Nos sacan a la jaula de la Guardia y nos esposan con las manos atrás. Comenzamos a caminar y me doy cuenta que es el mismo recorrido que hicimos el primer día con la cara contra el piso, pero de atrás para adelante. Pasamos una reja, y otra, y otra más. De vez en cuando se ven presos comunes con sus trajes azules y haciendo algo. Pasamos también delante de la cocina y cómo hay una pizarra en la puerta me entero del menú del día: fideos con salsa y naranjas.

Llegamos a la oficina donde atiende el médico.

Cuando entro, me sorprendo que no haya camilla, ni ningún instrumento de los típicos: ni balanza ni medidor de presión, nada. El tipo (¿será medico?) está sentado detrás de un escritorio y sin sacarme las esposas me paran delante de él.  Me pregunta qué tengo, qué tomaba yo cuando estaba en libertad para esa enfermedad y sin ningún tramite me receta Corizidin gotas. Me da la receta y grita pasen al que sigue.

En el patio me enteré que igual “revisación médica” se hace si tenés un infarto, un esguince o un cáncer de piel. Al tipo le da igual cualquier cosa, pero receta lo que se le pida.

En realidad la atención médica la recibimos en el recreo.

Hay dos estudiantes de medicina de Rosario que son los que diagnostican y recetan. Cuando el caso es más complicado se arma un sistema de consulta con un médico verdadero que está en el tercer piso, y si la cosa es demasiado compleja se saca la consulta afuera con las visitas. Como siempre se le puede encontrar la vuelta a todo, aprendimos a utilizar las ventajas de semejante sistema de atención médica: aunque no estuviéramos enfermos nos anotábamos y comprábamos una serie de remedios con los cuales armamos una especie de botiquín colectivo de emergencia; también comprábamos Redoxon para hacer naranjada y no tomar siempre agua sola; el Corizidin o el Nastizol eran nuestros sedantes para dormir cuando no se aguantaba el encierro: un gotero o dos, y a dormir toda la noche. También se inventaron un montón de recetas con lo poco que había y ningún implemento.

Como domingo por medio daban un pedazo de queso y dulce, guardábamos el queso y luego se hacían sándwichs tostados. Para eso había que primero fabricar una mecha con papel higiénico enrollado y luego convertirlo en un espiral de papel que se engrasaba pacientemente cada vez que venía puchero, que normalmente era súper grasoso. Antes de que se enfríe la carne, se buscaba la parte más grasosa y se pasaba el espiral de papel repetidas veces, hasta que quedaba bien empapado en grasa. Una vez que se tenía la mecha de papel engrasado, el queso y el pan, se hacía el sándwich de queso y se ponía entre dos platos de metal, se encendía la mecha de papel y se calentaba el hornito de los platos hasta que se terminara la mecha, generalmente antes de que el queso se derrita del todo pero obteniendo igual un producto totalmente nuevo que tenía el gusto de hacer algo que los tipos no querían que hagamos.

Por supuesto que cada uno de los pasos enumerados sería castigado si te sorprendían haciéndolo, o si los allanamientos sorpresivos te encontraban algo. 

Justamente ésa era la gracia, desafiarlos, y ganarles.

La otra receta era un postre: un budín de pan y chocolate. Cada tanto, los domingos a la mañana con el desayuno daban una taza de chocolate o algo así. Se desmigaba el bizcocho y se lo ponía en la taza con el chocolate y luego, con la misma mecha engrasada del tostado, se hacía hervir el chocolate con la miga hasta que agarrara un poco de consistencia y listo.

La  receta del postre  dio lugar a otro debate de largo aliento: si la pasta dulce que daban de vez en cuando como postre era un preparado industrial tipo Royal o si simplemente era polenta. Se elaboraron las más sofisticadas teorías y el caso dio lugar a un prolongado periodo de nostalgia alimenticia. 

Toda clase de recetas circulaban por el patio o la ventana radial hasta que alguno propuso parar un poco con la nostalgia alimenticia porque hablar de asado con cuero o lasañas rellenas con jamón y ricota para después recibir la comida carcelaria era como una tortura psíquica.

Aunque parezca increíble, en una de tantas, me tocó de compañero de celda a un vegetariano que se empecinaba en rechazar cualquier comida con carne, así que hicimos un trato ampliamente favorable para mí: yo le daba toda la sopa, verduras y el pan que podía a cambio de toda la carne que él no consumía. Lamentablemente, a los quince días lo trasladaron y me quedé con la ración mínima de vuelta.

De las  comidas de Coronda, la única que no pude nunca comer era el mondongo que venía como sin limpiar, con unos corpúsculos redonditos tipo moléculas de grasa pero que parecían (o eran?) de mierda de vaca. Me tomó algunos años volver a probar el mondongo, y aún hoy lo revisó minuciosamente.

Para todo lo demás aplicaba el principio básico de cualquier preso: comer todo lo que se pueda porque nunca se sabe cuando será la próxima comida.

Como Coronda estaba diseñada como “cárcel modelo” donde los presos debían producir lo que consumieran (¿se acuerdan de aquel el que no trabaja no come de los soviéticos de los ’30?), allí se producía el pan, se criaban animales de granja, su cultivaban verduras y se fabricaban muebles para, con su venta, tener el dinero necesario para lo demás.

Las celdas eran tan chiquitas porque se suponía que los presos sólo estarían para dormir o descansar; y el resto del día trabajando en los talleres o la huerta; pero como ya dije, nosotros estábamos todo el día encerrados y salíamos un día una hora y al otro media hora al patio y toda la actividad estaba regulada por las comidas. A la mañana, después de levantarse y dar el presente, pasaban con el mate cocido y unos bizcochos de pan, que calientes eran buenos. El tema es que como no tenían mejorador, al pasar las horas el pan se iba poniendo duro.

El almuerzo y la cena estaban perfectamente planificados. 

Es decir que todos los lunes al mediodía o todos los jueves a la cena daban exactamente lo mismo. Sábado por medio daban un pedacito de asado y sábado por medio una milanesa. Los domingos, siempre fideos y los lunes puchero. Los otros días no me acuerdo bien, pero la hora de la comida era muy importante porque se abrían las ventanitas de las puertas, se animaba el corredor con los fajineros y si el ambiente no estaba muy pesado se podía “hablar” con el lenguaje de señas con los compañeros de enfrente.

Se sabe que con el lenguaje de los sordomudos los presos se han comunicado desde hace muchos años pero eso dependía del humor de los guardias que a veces hacían cerrar las ventanitas todo el día y a veces las dejaban abiertas.

Tuve visita. 

Estaba caminando en la celda cuando abrieron de repente y me dieron orden de salir al pasillo. Nos juntan a los cuatro o cinco que teníamos visita, nos ponen las esposas y marchamos por el recorrido de siempre. Cada tanto, hay una reja que se abre del otro lado. Los guardias están tan presos como nosotros.

Llegamos al salón de las visitas pero para mi sorpresa, las visitas están del otro lado de una pared que tiene ventanas enrejadas y un teléfono de cada lado.

Igual la emoción es mucha. 

La vieja me cuenta que no podía vender la casa de Santa Fe porque cada vez que aparecía un comprador los servicios lo amenazaban para que no compre. Finalmente se la vendió por monedas a un empresario que estaba vinculado a ellos. Se llamaba Miguel Fridman, era un transportista que mezclaba sus negocios con la droga y otros “emprendimientos” que lo vinculaban con los servicios.

Vaya uno a saber por qué le habían entregado la casa al precio vil que él pagó, pero si sé que la tuvo muchos años en su poder con un cartel grande en el frente: Miguel Fridman, Transportes Generales, 1º Junta 3588, teléfono 21230.

Con lo que el miserable le dio por nuestra amplia casa de tres dormitorios, cocina comedor, comedor diario, garaje, y el inmenso fondo con huerta, apenas alcanzó para un mediocre departamento de pasillo de dos pequeños dormitorios en el barrio Echesortu de Rosario. Después de quejarse del despojo, me pasa algunas ideas políticas que los compañeros del Partido le pidieron que nos hicieran llegar.

A la vuelta, empezamos a organizar la transmisión del informe. Para ello está el Grafo de fajinero que lo va a ir contando de a pedacitos y cada tanto volverá para decirme que no se acuerda cómo sigue, pero a la larga lo termina haciendo circular

Pero hay que resolver el tema de los otros pisos. 

Para ello hay que esperar el momento del baño semanal, acomodarse para quedar cerca de algún compañero de otro piso, arreglárselas para bañarnos uno enfrente de otro en la larga serie de caños que tiran agua helada, por supuesto lo mismo en verano que en invierno. El Chino ha quedado del otro lado, baja la cabeza y escucha lo que le digo. Después él se lo pasara a los otros compañeros del piso.

Nos informan que va a llegar un rosarino que ha denunciado torturas. Es el secretario del Sindicato de Obreros Mosaístas de Rosario, se llama Ñato y ha estado en la jefatura de la policía en Rosario, frente a la Plaza San Martín, en un lugar donde amontonan los detenidos ilegales, como era la Cuarta en Santa Fe. En esos centros mandaba un comandante de gendarmería, Agustín Feced, que estaba a cargo de la policía en Rosario; y que torturaba y mataba en persona.

El Ñato fue uno de los primeros en hacer un relato sobre lo que pasaba en pleno centro de Rosario. 

Escribió una notita, la pudieron sacar para fuera y el Partido hizo un volante de denuncia. La patota consiguió descubrir quien había sido el autor de la denuncia y volvió a torturarlo brutalmente. Pero no escarmentó, en Coronda su entereza fue la que le salvó la vida al Mormón.

O por lo menos, eso decían todos.

 

  

   

 

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