25. Libertad Condicional

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

Reviso lo que estoy contando y vuelvo a leer: veintitrés horas encerrado en una celda, solo o acompañado con otro preso con el que hay que compartir el espacio mínimo y el baño.

Eso significa exactamente que no tenés un minuto de intimidad.

Ni para cagar.

Y es literal.

Se caga dentro de la celda y eso quiere decir que vos estás comiendo, y al otro, supongamos, se le ocurre cagar.

Entonces te tenés que levantar, ir a la ventana para tratar de aspirar aire puro, y esperar que el compañero termine su cometido.

Parece insoportable pero al tiempo es tan natural que seguís charlando mientras el otro está sentado en el inodoro...

Los tipos hicieron todo lo posible para destruir a los compañeros.

No pudieron matar a toda una generación de una sola vez, pero se esmeraron por corregir el terror de dejarnos vivos tratando de demolernos como seres humanos, como militantes, como personas.

En los chupaderos, y también en la cárcel.

Al principio todos estábamos con PEN, es decir a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, sin causa ni proceso.

Después abrieron algunas causas, más o menos desde mediados del 1977, y ahí va a aparecer Brusa.

En el pabellón había una pizarra con varios casilleros: tantos con PEN, tantos con causa, tantos NN.

Así nomás, tantos NN.

Y a nadie le parecía raro, porque estar con PEN es como estar preso a la eternidad. Uno no sabe cuando puede salir, si mañana o dentro de diez años.

Y eso te jode uno de los mecanismos principales de supervivencia de un preso que es contar.

Al final de cada día decir: un día menos.

Quedan 528, o 105, o 5 días para salir en libertad. 

Y el objetivo te da fuerzas para sostenerse.

Pero el PEN si bien te legalizaba y te daba cierta garantía de que no te iban a matar, por lo menos ahora, era como una condena sin tiempo. Que no podías contar los días que faltaban para salir, solo los que ya habías sufrido.

Yo asumí que el modo de sobrevivir era estar preparado para salir mañana, y eso te daba optimismo, confianza en que sobreviviría; y que también podía ocurrir que me pasara años adentro por lo que convenía pensar proyectos de largo aliento.

Tener cosas para hacer, objetivos que cumplir así sean cosas sencillas como aprender una canción, acordarte de tal lección de historia, mejorar el paso en la caminata.

Así fue que cuando me vinieron a buscar para salir estaba cantando, a pesar de las quejas de mi nuevo compañero que temía el castigo y que cuando oyó la puerta dijo jodete por boludo y que cuando escuchó Schulman con todo, casi se muere del asombro.

Yo ni me acordaba que me habían sacado el documento, pero al salir de Coronda me lo devuelven. 

Y unas monedas que habían quedado de lo que me habían ido trayendo para pagar la cantina.

Volvimos a recorrer los pasillos, esposados pero con la cabeza alta y tranquilos.

Recién ahí entendía por donde habíamos transitado esos días y pude ver nítidamente las tres líneas de seguridad: adentro los guardiacárceles, en la muralla los gendarmes y afuera había una línea de trincheras con bolsas de arena, nidos de ametralladora y camiones del ejército.

Nos meten otra vez en el camioncito celular y nos llevan de vuelta a la Guardia, pero ahora somos poquitos.

Y no llevamos séquito.

Vamos en dos camioncitos, y con una guardia discreta.

La llegada a la Guardia también es tranquila, nadie pega ni grita. 

Ahora todos parecen seres humanos.

Los únicos que reconozco en la Guardia son dos menores, dos chicos de la UES que ni los llevaron a Coronda ni los largaron y que se pasarían varios años presos en el mismo lugar.

Nos saludamos como viejos amigos.

No hay nada más que levante el ánimo a un preso que la libertad de otro preso que sea su par.

Es sencillo de entender, la cabeza trabaja a mil: si a este lo largaron, porque no a mí. Y ya hay más fuerzas para aguantar.

Estamos una noche en la Guardia y al otro día nos llevan a la Jefatura del Área 212.  ¿Se acuerdan, allí donde me entrevisté con el coronel González en diciembre de 1975 a solo diez cuadras de la casa de mis viejos?

Ahora está otro coronel, Juan Orlando Rolón, y se hace el magnánimo.

Nos llama uno a uno con una ficha en la mano. 

Se hace el que la lee por primera vez y pone cara de asombro porque nos larguen.

A mí me dedica un párrafo especial.

-Vos sabés bien que si estuvieras en Chile, ya serías boleta. 

-Cuidate, porque la próxima no te salva ni Cristo.

Se hace el que se interesa por lo que vamos a hacer, pero en realidad lo que hace es amenazarnos con que si denunciamos lo que vivimos y vimos, o seguimos militando, chau picho.

Estoy solo, ni mi hermano Pablo, ni Hernán, ni Graciela, que también salieron ese día, 12 de abril de 1977, están allí.

Decido que no me conviene irme caminando solo y pido permiso para llamar a mi papá que me venga a buscar.

Los milicos se cagan de risa pero me dejan usar el teléfono público. 

Le hablo a Don Pepe Sorbellini, el papá de Lito, un viejo dirigente del Partido que tenía cierta predilección por mí desde que me afilié.

El viejo no vacila, y a los veinte minutos veo entrar a su vieja renoleta toda chocada al cuartel. 

Se para frente al Casino de Oficiales donde nos dejaron esperando y se baja.

Nos abrazamos, nos subimos, cruzamos los dedos al salir del cuartel y la renoleta trata de ir lo más rápido que puede, que no es mucho.

A las ocho cuadras nos bajamos en el bar El Parque, allí está toda la dirección del Partido esperándome: Marcos, Lito, Luis y Simón.

Nos tomamos unos lisos y nos contamos a borbotones las novedades.

Supongo que eso contrariaba las reglas de seguridad, pero me dio una alegría bárbara.

Estaba en casa de vuelta.

 

  

   

 

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