35. La otra bomba

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

El auto dio vuelta la esquina muy despacio.

La zona estaba muy custodiada: en dos cuadras había dos objetivos más que importantes. Uno era el Juzgado Federal de Santa Fe, en la calle 9 de Julio al 1600, y el otro nada menos que la Escuela de la Policía Provincial, en la misma calle, a la altura del 1700.

Es la madrugada del 1º de julio de 1979, así que es de suponer que el dispositivo de seguridad del aparato represivo está intacto, entrenado, tenso.

Sin embargo, extrañamente, nadie hace caso de los hombres que bajan y se introducen rápidamente al edificio del juzgado para salir veinte minutos más tarde, subirse al auto que quedó estacionado en la esquina y partir velozmente cuando las primeras luces iluminan la zona santafesina.

Víctor Hermes Brusa se levantó temprano, desayunó en el comedor de su casa y se puso a revisar las carpetas que tenía en su maletín. La mujer recién se levantaba, somnolienta, y se extrañó que el hombre estuviera ya marchándose para el trabajo.

Brusa se instaló en su oficina y esperó impaciente la hora señalada. Tan impaciente estaba que casi no se dio cuenta que, contra la costumbre, su jefe el juez Federal Fernando Mántaras estaba haciendo una recorrida por el juzgado y que exactamente dos minutos antes de la explosión entrara a su oficina para saludarle amablemente y felicitarlo por lo bien que había resuelto aquella causa del enfrentamiento de la calle San Lorenzo.

Cuando estalló la bomba, justo al lado de la ventana de la oficina de Brusa, todos pensaron que la acción terrorista había estado tan bien calculada que cuando lo vieron entrar al juez a la oficina de su secretario, la hicieron detonar a distancia.

Claro que la bomba no era muy potente, apenas un poco más fuerte la explosión que una de estruendo, pero quién iba a pensar en tantos detalles ante un atentado terrorista contra la Justicia.

Mántaras se pasó el día haciendo declaraciones periodísticas contra el terrorismo internacional que no cesaba en sus ataques contra las instituciones republicanas argentinas y atendiendo llamados solidarios de sus colegas y otras personalidades del gobierno provincial y nacional.

Exactamente lo que habían planeado los amigos de Brusa al armar la operación: darle promoción como un hombre jugado por el proceso y por eso blanco del terrorismo apátrida. Digamos, alguien merecedor de un ascenso en la carrera judicial que tan bien servía. O se servía, como gusten.

De la bronca que agarró, Brusa olvidó sus deberes cívicos y se fue a chupar al bar del Club del Orden. -Que las causas las terminé el juez, qué mierda. Ya que tuvo tanta suerte para estar justo en el momento y el lugar exacto para cagarme la operación, que se las arregle solo. Y seguía protestando contra la fatalidad frente a sus compinches: Como si el guacho necesitara de esta bomba para acumular más puntos de los que tiene...

La banda de Rebechi se puso en marcha, ahora había que encontrar los culpables del atentado y -al menos- acumular puntos por la eficiencia de su labor de inteligencia y operativa. Había que apurarse, todos los grupos que actuaban en la ciudad, y eran muchos: los de la Side, los del ejército, los de la marina, los de la federal, se habían dado el mismo objetivo con la diferencia que esos tenían que empezar de cero, hacer hipótesis, chupar gente, interrogarla hasta que saltara alguna pista digna de seguirse.

Los de Rebechi simplemente tenían que elegir a quien tirarle el fardo y listo.  Decidieron hacer una muy simple: volver a detener a un grupito de adolescentes de la UES que hacía poco había salido en libertad y que ellos tenían vigilados.  Sabían donde vivían, con quiénes se veían, lo que decían por teléfono y hasta lo que le contaban a los familiares de los que aún seguían presos en la Guardia o en Coronda.

Primero la levantaron a Patricia, después a Raúl, después a Viviana y por último a José Luis; cuando los tuvieron a todos arriba del celular los llevaron de vuelta a la Guardia pero, como no eran los únicos que recolectaban “sospechosos”, cuando llegaron los tuvieron que amontonar a todos en la cuadra grande. Eran como treinta, muchos perejiles, varios liberados bajo control y algunos nuevos que rondaban las casas de los que estaban marcados. Cada cual interrogaba a los suyos, por turno. 

El Curro Ramos reconoció para sí lo bien que habían acondicionado esa cuadra de la Guardia. Una joyita. Ocho boxes de un lado, cada uno separado del otro por un tabique de madera aglomerada toda pintadita de blanco marfil, y otros ocho del otro lado. Ahí adentro se podía tirar a un terro (62) encapuchado, con las esposas a la espalda y tenerlo a mano, controladito, y todo fácil de desarmar y hacer desaparecer cualquier pista si volvían a romper las bolas los de la Cruz Roja o los de la CIDH.

No entendía por qué mierda les daban bola a los familiares de los presos que andaban llorando por ahí. ¿Que querían, que los alojen en un hotel, como si a él la vez que le había tocado perder, no lo habían tratado también para la mierda?

A la primera que se llevó para interrogar era a la flaca Patricia. Le tenía ganas desde que se la había cogido cuando era bien pendejita y estaba bastante mejor que ahora. La piba tenía una cara de terror y una pesadez en todo el cuerpo que le molestaba un poquito. Está bien que ya sabía bien lo que le iba a pasar, pero bueno, por qué mierdas no colaboraba de una vez por todas.

Le empezó a pegar en las tetas y le preguntaba quien había puesto la bomba al juzgado, pero al rato -en un alarde de su omnipotencia-  se puso a contarle con lujo de detalles en qué auto habían ido, cuántos gramos de trotil habían puesto al caño y cuánto habían tenido que poner (bueno, la guita no la pusieron ellos sino el degenerado de Brusa) a los custodios del juzgado para que los dejaran trabajar tranquilos.

Los de la Escuela de Policía eran de ellos, así que los arreglaron con chauchas y palitos. Estaba interrogando a la Vivi, cuando Rebechi le dijo que la cortara.

Que había estado en una reunión de coordinación y los del Side informaron que ellos ya habían resuelto el caso: que tenían al grupo identificado y los delincuentes ya habían firmado la confesión. Y que ya habían informado a Buenos Aires con lujo de detalles.

Que se le va a hacer, dijo el Curro, no se pueden ganar todas.

 


Notas 

(62) Alguno de los apodos con que la patota nombraba a los militantes populares, no importa la organización a que perteneciera.

 

  

 

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