36. La mudanza a Rosario

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

En diciembre del ‘77 vino el Kali a discutir que me vaya a vivir a Rosario para reforzar el trabajo de derechos humanos de la Fede.

Todos sabíamos que era para que no me maten pero decirlo así parecía que vulneraba la fortaleza del Partido así que todos hicimos de cuenta que era una promoción normal. Para fortalecer el trabajo de derechos humanos y todo eso. La Fede de Santa Fe me organizó una despedida en un club.

Conseguimos un brasileño que cocinó para nosotros una feijoada lo que es toda una novedad. Todavía no había llegado el tiempo de la “plata dulce” y casi nadie salía del barrio.

Juntamos como cincuenta o sesenta compañeros en una comida. Yo decido ir a ver el clásico de Colón y Unión antes de irme aunque sé que es una exposición al pedo, pero tengo la intuición que es el último clásico de mi vida. Empatamos uno a uno en la cancha de Unión, buen resultado aunque pésimo partido. Mi hermano Pablo, que se fue a vivir a Rosario después de Coronda, vino a ver el partido conmigo. Nunca más volví a una cancha de fútbol en Santa Fe, y pocas veces volví a verlo jugar a Colón. Una de las pérdidas que más he sentido, casi como una mutilación, es la de perder el entusiasmo por el fútbol. Y dejar de ver a Colón jugar en el Cementerio de Elefantes.

Armamos todo un operativo para la mudanza.

Aunque se supone que la casa sigue segura, utilizamos dos camiones para la mudanza. El del viejo Nadalutti va a sacar los muebles de la casa y los va a llevar a la puerta de la casa de un compañero poco conocido, de allí los va a sacar otro camioncito que es el que me va a llevar a Rosario.

En Rosario está toda mi familia, mi vieja y mis dos hermanos.

La casa de Santa Fe la perdimos y la poca guita alcanzó para un departamento de pasillo bastante malo. Lo único bueno que tiene es que una tía vive cerca y la vieja tiene compañía. Toda su vida ha quedado en Santa Fe, allí quedaron las amigas del club Peretz, su actividad en los clubes de Madres, su escuela de artesanías. Está más desarraigada que ninguno de nosotros, porque al menos nosotros tenemos la militancia.

El camión pasa por delante de Coronda, miro con atención la torre de agua de la cárcel pero la autopista pasa lejos y no alcanzo a ubicar geográficamente los pabellones. El viaje es sin problemas, descargamos y nos vamos a la cama. Duermo tranquilo, con la sensación de estar más seguro, lejos de Rebechi y el Curro Ramos.

Me despierto temprano y me pongo a acomodar la cocina, pienso en preparar algo rico para festejar la nueva libertad.

Tocan el timbre, camino el pasillo con la Mechi ladrando, abro la puerta y me da un ataque. Un camión del Ejercito está parado en la puerta y un atento zumbo está tocando el timbre. Abro la puerta como muerto, el tipo pregunta si soy del departamento A  y cuando estoy por decir algo, no sé qué,  de atrás mío, acomodándose la pistola en la cartuchera del muslo un gendarme grita qué boludos, tocaron mal el timbre y despertaron a esta gente que se acaba de mudar anoche. Me quiero morir, tanto quilombo para venir a mudarme justo al lado de un milico.

El gendarme me tiene obsesionado. 

Para colmo en una de las primeras charlas, la mujer le cuenta a Graciela que vienen de Coronda donde el tipo era oficial de guardia. Se me entra en el bocho que el tipo me tiene junado y que simplemente se está haciendo el boludo para seguirme y agarrar más compañeros

Me reúno con el Chocho y armamos un plan de seguridad. Tengo que inventar una leyenda y cumplirla al pie de la letra: decido que trabajo de vendedor de muebles de oficina. Hasta me hago una tarjetita con datos falsos y el teléfono verdadero de un compañero que tiene un pequeño comercio y sabe lo que tiene que decir si alguien pregunta por mí.

Todas las mañanas me visto con saco y corbata y salgo a la misma hora, como si tuviera una rutina laboral.

No me importa que el gendarme se vaya a las seis y la mujer antes de las ocho, igual yo salgo siempre alrededor de las  nueve y media de la mañana.

La mayoría de las veces no tengo nada que hacer temprano y entonces me voy a leer el diario a una plaza, después paso a saludar a mi vieja y me vuelvo caminando despacio.

La mujer del gendarme es bastante ingenua, casi medio boluda, y cuenta todo: que estuvieron en Coronda, que a ella no le gustan los militares, que son de Buenos Aires y están solos así que se viene a ver televisión a casa y el gendarme la viene a buscar cuando vuelve de la guardia.

Todo es medio loco porque la tarea que me dieron es la de coordinar la labor de la Fede en los movimientos de derechos humanos, así que tengo que ir seguido a Ricardone 58. Una casa antigua de altos donde la Liga ha establecido su local, el primero que funcionó en Rosario, y donde se reunían los familiares de los desaparecidos y de los presos políticos.

 

   

 

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