40. El ciego en Cuba
Los laberintos de la memoria,
por José Ernesto Schulman
-¿Y usted compañero, que dijo qué quería hacer en Cuba? preguntó el mulato vestido con guayabera.
Estaban en una residencia de protocolo por la zona de Miramar, en una de esas casas formidables que la burguesía cubana había construido con un buen gusto y un confort casi increíble para los años en que se edificaron: entre los ‘30 y los ‘50, y que la Revolución hizo suya cuando la mayoría de los burgueses de La Habana huyó a Miami creyendo que a Fidel lo tumbaban en unos meses. Ésta, hasta pileta tenía, y el Ciego estaba molestísimo con la situación. El confort excesivo le molestaba.
-Bueno
compañero, no es lo que yo quiera o no quiera sino lo que la dirección del
Partido argentino discutió con ustedes; que yo pueda preparame en Cuba como un
cubano normal y corriente, sin ningún privilegio.
-Pero
es que normalmente ningún extranjero se prepara en Cuba como tu quieres. Menos
que menos alguien de un Partido que
está bajo dictadura militar y proclama
que no va a practicar la
resistencia armada.
-Bueno,
pero es que yo algo tengo que hacer hasta que pueda volver, y claro que en la
Argentina no me van a dejar entrar a la Escuela de Oficiales, ¿o usted no sabe
en que país vivimos nosotros?.
-Bueno
chico, no te sulfures y no comas mierda que yo conozco la Argentina mucho más
de lo que tú te imaginas; que yo estuve en la primera misión diplomática de
la Revolución, que yo soy uno de los que echo Frondizi cuando los yanquis se lo
impusieron, recuerdas después que el Che lo visitó de incógnito luego de lo
de Punta del Este.
Después el Ciego se dio cuenta que el mulato lo estaba tanteando, que ya tenían la decisión tomada y no era cierto eso de que no había ningún extranjero en el Centro, porque esos muchachos del segundo pisos no eran cubanos, se notaba de sobra que eran todos chilenos.
Y al cabo de unos meses, cuando empezaron a visitarse, se fue enterando de por qué estaban allí. En realidad el que desentonaba era él.
Después que le mataron gente suya de la Embajada en Buenos Aires, los cubanos empezaron a disimular menos su disgusto con la dirección del Partido argentino, a pesar de que el trato con él seguía siendo excelente y a la Mechi le habían dado todas las posibilidades de terminar la carrera de medicina.
Una
tarde los chilenos le llaman a su casa y le confían algo fabuloso: los
sandinistas están a punto de tumbar a Somoza y aceptan una brigada del Partido
chileno que vaya a pelear con ellos, -y si nos apuramos hasta es posible que
nosotros mismos entremos a Managua, le dice el Roto.
El Ciego volvió como borracho al Centro y estuvo toda la tarde volando, sin darle bola a ningún instructor. A la noche lo consultó con la Mechi, bah, le informó que él se iba a Nicaragua y que le parecía que ella tenía que terminar la carrera, y además recién había nacido el Colo, y alguien tenía que cuidarlo, ¿no? La Mechi lo único que le dijo era que no se podía ir sin avisar al Partido, que no podía ser toda la vida un anarco, que él no estaba allí por la suya, que aprovechara que iba a pasar uno de la dirección de la Fede de paso para Europa y que consultara.
El de la Fede dijo que a él le gustaba la idea, que todas las Juventudes Comunistas estaban preparándose para ayudar al sandinismo, pero que la última palabra la tenía el Partido. Que se preparara y que si llegaba el acuerdo se iba con los chilenos, y si no ya verían la forma de engancharlo con alguna otra brigada que fuera para Nicaragua.
Faltaban tres meses para partir y decidieron realizar una preparación especial bajo el mando de los propios sandinistas que estaban allí. Pero la respuesta del Partido no llegaba y los días pasaban. El Ciego tomó una decisión, si no llega ninguna directiva en contra, me voy con los chilenos a Nicaragua. El día del viaje se levantó a las cinco, se puso a jugar con el bebe hasta que se levantó la Mechi, tomaron mate, hicieron el bolso juntos y arrancaron para el aeropuerto.
Estaban
ya en la sala de espera cuando llegó el Mulato casi corriendo. Lo siento Ciego,
llegó una comunicación oficial del Partido, no quieren que vayas. Que
terminés los estudios que viniste a hacer, que ya va a haber tiempo más
adelante.
El
Ciego protestó, alegaba que debía haber un error y se resistía a bajarse del
avión hasta que el Mulato se enojó y le dijo Oye niño, que la carta es del
mismo Arnedo, que si ustedes no quieren pelear contra nadie, qué culpa tengo
yo. Me parece que el que está equivocado eres tú, niño.
Fue como un mazazo en la cabeza. Agarró su mochila y se bajó despacito, casi sin hacer ruido para que no se notara que se estaba bajando. Como si los otros compañeros no hubieran escuchado, estupefactos, el diálogo con el Mulato.
Uno de los chilenos, se arrancó el cinturón de seguridad y corrió detrás de él hasta alcanzarlo. Le puso el brazo en el hombro, lo dio vuelta suavemente y le pegó uno de esos abrazos que dicen todo. El Ciego se sacó los lentes, se secó las lagrimas y siguió caminando para la salida.
Ni siquiera esperó que el avión despegara, se tomó un taxi y huyó con la Mechi. Esa noche no durmió, puteó todo el tiempo y se decidió a la madrugada: se sentó en la cocina, agarró un papel y escribió su renuncia al Partido.
Cuando la Mechi se levantó a la mañana y vio la carta, la rompió en pedacitos, le dijo vos estás loco; ese Partido es nuestro y si hay que cambiarlo, lo vamos a cambiar. Pero no podemos irnos porque es nuestra vida, boludo. Y de nuestra vida no nos podemos ir.