41. El Peón Cuatro Rey

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

Peón cuatro rey.

Alfil tres dama.

-No burro, cómo vas a mover el alfil, no ves que te queda debilitada la reina.

-Tendrías que haber jugado la torre, torre 6 dama, y te comías un peón.

-Pero loco, quien juega, yo o ustedes.

Creo que no jugaba al ajedrez desde la primaria en que el maestro de gimnasia nos enseñó lo rudimentario y jugábamos en casa con mi hermano Pablo, él sí se había aprendido algunas jugadas de esas que salían en las revistas. Yo en realidad nunca aprendí mucho más que los movimientos y dos o tres jugadas tipo enroque o jaque pastor. Pero en la Guardia, y después en Coronda, cuando había oportunidad, trataba de jugar todo lo que podía.

En la Guardia había un par de juegos de ajedrez, de esos de madera con las fichas grandes y lo usábamos bastante; y en Coronda nos fabricábamos el juego con la miga de pan amasada y luego modelada. Las fichas de color negro se hacían con un poco de cenizas de papel higiénico mezclado con la miga del pan fresco amasada y el tablero lo hacíamos trazando líneas con un pedacito de ladrillo en el banquito.

Ahora estábamos jugando por la ventana tipo ajedrez a distancia y los vecinos del barrio se metían como si fuera una partida colectiva.

Si el día tiene 24 horas las cuentas son sencillas: se dormía de doce de la noche a seis de la mañana; entre desayuno, almuerzo, merienda y cena se podía ocupar -a lo máximo- dos horas y media a tres; además podías tener un recreo de una hora, si no estabas castigado; así que te quedaban no menos de quince horas libres. Bueno, no quince horas libres, sino quince horas presos.

La apuesta del sistema era que esas quince horas fueran las que te destruyeran, que te deprimieras hasta el punto de enfermarte y que la pérdida de esperanzas en un horizonte mejor te llevara a abjurar del pasado. De que te arrepientas de tu militancia.

En un poema de sus días finales, Pablo Neruda se pregunta qué les pasa a los dictadores cuando se quedan solos, definitiva y efectivamente solos. Cuando se quedan sin guardaespaldas ni alcahuetes, sin serviles secretarios ni jóvenes prostitutas. Solos, dice Neruda, cuando los tipos se quedan solos, ¿cómo mierda se aguantan lo mierda que son?.

¿Y nosotros?

¿Qué pasa cuando somos nosotros los que nos quedamos solos, pero realmente solos, sin Partido ni compañeros, sin mujer ni familia, sin amigos ni vecinos?  Solos, totalmente solo frente a un enemigo que se te muestra omnipotente. Que te puede matar o torturar, o cagarte de hambre, o matarte de frío, o de calor, o lo que quiera.

Solos, cuando todo parece derrotado y el que hasta ayer era tu referente se quebró en la tortura y te cantó. O cantó a la novia. O a la hermana de la novia.

Solo, digo solo como cuando estás en la parrilla y te pasan la maquina (65) por el cuerpo y deseás con todas las fuerzas que eso se termine como sea. Aunque sepas que en ese como sea, se juega tu propia vida.

Por eso la primera estrategia de supervivencia es romper la soledad del preso, romper la estrategia del enemigo de aislarte para quebrarte. Y por eso la boludez del ajedrez, o de los cursos, o el negarse a hacer lo que se les canta las bolas y también por que sí.

Porque sí, cantar cuando está prohibido.

Porque sí, caminar juntos aunque ellos digan que hay que hacerlo de a uno en la fila del recreo.

Y porque sí, transformar a ese grupo de presos aislados, solos en su terrible derrota, en un colectivo que resista como pueda. Así aprendimos a valorar los puntos de unidad y a dejar de lado las diferencias secundarias. Un aprendizaje forzado por el enemigo, y que, lamentablemente, pocos mantuvieron al volver.  

Costó mucho internalizar que lo que nos unía era mucho más que lo que nos separaba. Pero cuando lo aprendimos, transformamos las cárceles en puntos de resistencia, en trincheras avanzadas en territorio enemigo.

Y por eso los carceleros odiaban tanto a los “barrios”, a esas comunas de presos políticos que de un modo casi absurdo se concentraba en organizar un curso de instalación eléctrica o de historia de la revolución rusa o de estrategias ofensivas en el básquet.

Porque en esos años, aunque ninguno de nosotros sabía mucho de Gramsci o de Tony Negri, todos habíamos aprendido con el cuero que la fortaleza nuestra era la debilidad de ellos. Que si conseguíamos algún poder, ese poder se lo restábamos al de ellos.

Y que lo que estaba en el medio de ese juego de poderes, era nada menos que nuestras propias vidas.

 


Notas 

(65) La picana eléctrica.

 

  

 

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