46. El Mundialito y la C.I.D.H.

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

Me doy vuelta en la cama y la luz me despierta.

Me levanto de un salto, el despertador no ha sonado o no lo escuché.

Es la primera vez que me duermo y pierdo un pasaje a Buenos Aires.

Me pongo mal porque alguno puede pensar que preferí ver el partido de fútbol a ir a hacer la denuncia.

Y además yo tenía que acompañar al chico de San Nicolás.

Corriendo salgo a la calle y me tomo un taxi.

El clima en las calles es extraño, como si de golpe la dictadura se hubiera evaporado, y con ella el miedo de la gente.

En el ’79, en medio del Mundial Juvenil de fútbol que se jugaba en Japón, llegó la delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a hacer una inspección in situ.

Alrededor de ella se dio una de las mayores pulseadas de aquellos años. La dictadura, las revistas de editorial Atlántida, especialmente Gente y Para Ti, el gordo Muñoz (71) y casi todos los que podían hablar en esos años por radio o mostrarse en la tele, largaron una campaña feroz invirtiendo la imagen: las víctimas pasamos a ser los hijos de puta que ensuciábamos el nombre del país, lo desprestigiábamos y le hacíamos perder negocios, y por ende trabajo y dinero a la gente sencilla.

Es la época de los famosos cartelitos “Somos derechos y humanos” que los taxistas y los comerciantes pegaban con bastante entusiasmo en las ventanillas y vidrieras.

Por suerte Jorgito ha viajado solo y me espera disciplinadamente en el bar que habíamos acordado de encuentro por si nos perdíamos. Digamos la ver dad: yo le había dado esa segunda cita por si él no llegaba a tiempo o se perdía, pero al final ese exceso de paternalismo salvó al que se durmió, que no fue él, sino yo. Bueno, no importa, el caso es que nos encontramos, tomamos un taxi, llegamos al lugar y nos ponemos en la cola que se extiende por Avenida de Mayo. De a poco voy reconociendo gente: este es de la Fede, aquel es de Coronda, aquella madre es de Santa Fe y aquella otra de Rosario. El trámite es rápido, entrás, te dan un formulario, lo llenás y un empleado de la OEA lo lee delante tuyo para ver si entendiste las consignas. En cinco minutos salgo, pero me quedo a esperar a Jorgito que tiene que explicar lo de Sergio.

Aunque hayamos logrado que una parte de la delegación vaya a Rosario, igual hay que denunciar en todos lados.

A Jorge y a Sergio los detuvieron justo en estos días. A Jorge le pegaron más o menos normal, pero a Sergio lo destruyeron. Lo tiraron agonizante y lo salvó la guardia del Clemente Alvarez, pero igual después hubo que meterlo en terapia.

Le pusimos una guardia de la Fede día y noche porque temíamos que lo vengan a rematar, y es que el caso se había puesto al rojo vivo.

Alguien se equivocó o alguien quiso provocar al gobierno matando un comunista justo cuando llegaba la CIDH. Y nos agarraron a nosotros de punto. Pero el escándalo que hicimos rompió la cerrazón y salió hasta en La Capital, nadie quería quedar pegado al  tema delante de los de la OEA y se pasaban la pelota uno a otro.

La noche que a Sergio le dio un paro cardíaco yo no estaba de guardia pero sí estaba en el sanatorio cuando los enfermeros entraron corriendo a terapia. Yo bajé a la vereda, agarré unas piedras y me puse a tirar ladrillazos a los autos hasta que me pararon y me metieron un calmante. Me parece que fue la primera vez que me dio un ataque de nervios como ése.

Como la Comisión ya estaba por llegar, había un equipo preparando la inspección que llegó al otro día y nos creó ciertas condiciones que permitieron la supervivencia de Sergio. Además prometieron que a Rosario iba a venir el jefe de la delegación, y cumplieron.

Sigo esperando pero el ambiente se pone más espeso.

Para colmo la final la juegan Argentina y la Unión Soviética. Este es un día para cobrar, ya la veo venir. Pasa un viejo trajeado y me grita algo, me pierdo y de la bronca lo insulto a los gritos. Jorgito me convence que nos vayamos.

Salimos caminando, las calles están llenas de papelitos.

Me acuerdo de diciembre del ‘75 cuando los vecinos explicaban a los que preguntaban el porqué de la bomba que éramos comunistas y ninguno de ellos, después de treinta años de conocer a mi vieja, tuvo el decoro de venir a saludarla.

Ahora los taxistas que pasan nos putean, y una barrita de pibes con banderas argentinas nos señalan con el dedo y cantan algo. No se entiende bien pero intuyo que es una invitación a irnos a Moscú o a La Habana, que los argentinos somos derechos y humanos.

Nunca me sentí más derrotado que en aquellos días.

 


Notas 

(71) Un popular periodista deportivo, siempre dispuesto a complacer los requerimientos del poder. Azuzaba a la gente contra los testigos que concurrían a la sede local de la C.I.D.H..

 

  

 

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