49. El Chancho

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

El Ñato, el rosarino, pasó por toda la secuencia.

Un día pasaron con una lista y lo trasladaron de pabellón. Lo llevaron al Cinco, el de los más pesados. Le tocó ir con un compañero peronista de Entre Ríos que le decían Isidorito y la segunda noche en el nuevo domicilio, cuando estaban hablando cosas de presos, los enganchó la guardia.

Lo sacaron al pasillo y un oficialito nuevo, jovencito pero bien educado por los militares, los quiso hacer correr al trote hasta el baño.  No afloje Isidorito, tranquilo Ñato, no corran que no pasa nada escuchó que le gritaban desde las celdas. El guardia se sintió tocado y quiso hacer valer su autoridad.

-A correr he dicho, gritó.

-No corran compañeros, gritaron los presos.  Y ninguno de los dos se movió.

El tipo empezó a los golpes y a gritar.  -Corran y una patada. -Corran y una piña en el estómago.  -Corran carajo, y un empujón hasta que llegó el jefe de la guardia y los metió adentro de la celda.

Pero a la mañana lo llevaron al “chancho”. Ahí, aislado de todos, empujado al límite de la condición humana, resolverá que está bien hecho lo que ha hecho. Que la única manera de sobrevivir es resistir políticamente.

Bucea en sus recuerdos y concluye que su rebeldía es bastante anterior a la política y muchísimo antes que su afiliación al Partido. Se regocija acordándose de la vez aquella en que un patrón le faltó el respeto a un viejo correntino y él lo vengó poniéndole la horquilla en el cuello al desgraciado, y no se la sacó hasta que le pidió perdón al pobre viejo.

O del  día en que lo detuvieron porque le puso una 45 en la cabeza a ese hijo de puta que había denunciado los compañeros al ejército porque habían pedido que se respete lo de la seguridad laboral. Y con el Partido había comprendido algunas de las razones: por qué esos patrones eran tan inhumanos, por qué la policía siempre cerraba con ellos, por qué hacía falta la unidad para juntar fuerzas y poder cambiar las cosas.

Se quedó más tranquilo, le dolía un poco la rodilla que se había lastimado cuando el guardia lo empujó, y le molestaba esa picazón que no se iba de la piel ni siquiera tomando los antihistamínicos que los compañeros le recomendaron y el almacenero médico le había recetado, pero se sentía bien.

No era lo mismo ponerle una horquilla en la garganta a un fabricante de mosaicos de Villa Banana que quedarse quieto ante una orden de un guardiacárcel en Coronda, era mucho más duro bancarse esto pero en el fondo sentía que era la misma pelea, y eso era lo que lo ponía bien.

 

   

 

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