50. La consumación de la traición

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

Estaba en el laburo y me llamaron del diario.

-Asume hoy

No  hacían falta más palabras.

A pesar de las denuncias en La Capital y de la columna en Rosario/12 (73), a pesar de las declaraciones de los organismos de los derechos humanos y de aquel acto en la Plaza del Soldado de Santa Fe junto con la Hebe y las Madres en que lo denunciamos con toda la voz, el torturador Víctor Hermes Brusa se preparaba para asumir como juez federal de la Nación, a cargo del Juzgado Federal Número Uno de la ciudad de Santa Fe.

Aproveché que tenía una cobranza pendiente que hacer para pedir permiso para resolverla, y así poder salir a la calle, pero mi jefe se demoró un rato largo, así que cuando pude salir ya era casi la hora de la ceremonia.

Al  único que alcancé a avisarle fue al Beto (74) después me subí a mi Pumita (75) y salí corriendo para el sitio de la jura, en un edificio la Justicia Federal del Boulevard Oroño.

Llegamos casi juntos, el Beto y yo, pero había un vallado de policías que nos impedía pasar.

El nuevo Juez Federal de Santa Fe debía asumir con la pompa y la tranquilidad que su cargo merecía. Y así fue.

Todos fingieron en el acto no saber el pasado del Juez, y pretendían que con la ceremonia se borrarían las acusaciones y las dudas. Si la Comisión de Acuerdos del Senado había considerado sus antecedentes y las acusaciones y lo había considerado apto... argumentó la Corte Suprema de Justicia casi diez años después como justificativo de su complicidad indisimulable.

Anoto en un cuaderno la fecha de la infamia: es el 5 de septiembre de 1992.

La democracia argentina se ha sacado un velo más y avanza, paso a paso, hacia la desnudez total con que se presentaría, horrible y repugnante, en diciembre del 2001 a matar muchachos en la Plaza de Mayo que la enfrentaban armados con piedras y cacerolas.

Por eso, no olviden de que aquellos vientos trajeron estas tempestades.

De la rabia que tenía no volví al laburo, me fui a casa y escribí unas líneas para publicar en Rosario/12. Allí estampé una aseveración que entonces sólo era deseo: “La memoria es más larga que la traición”.

Pero ocurrió que los dos términos de la ecuación resultaron mucho más complejos que la aparente transparencia de aquella afirmación; voluntarista sin duda, pero cargada de sano odio contra los asesinos.

Primero la memoria.

Ni yo mismo me acordaba quién carajo era el tal Víctor  Brusa. Aquella tarde de agosto de 1992 en el departamentito de la calle Corrientes, en Rosario, tuve que escuchar varias veces la noticia de que alguien se preguntaba si el candidato a juez cumplía todos los requisitos que el cargo exige para que algo me hiciera click en el cerebro y me llevara a buscar entre mis carpetas de recortes y papeles viejos para asegurarme que Víctor Hermes Brusa fuera el nombre de la infamia de 1977.

Una infamia que duró por mucho tiempo, porque de aquel episodio de noviembre del ´77 quedó abierta una causa y un pedido de captura que casi me liquida del todo una mañana del ´79 en que intenté renovar mi pasaporte en el edificio central de la Policía Federal, el de la calle Belgrano y Virrey Cevallos en la Capital, y me invitaron a pasar a una oficina del primer piso.

Habíamos trabajado duro para armar una buena delegación al Festival Mundial de las Juventudes que se realizaba en La Habana, y yo tenía unas ganas bárbaras de participar, y  por supuesto muchas más, de conocer Cuba.

Pero me avisaron tarde que yo era uno de los designados para viajar, casi sin tiempo para renovar el documento. Esa fue la razón que me había decidido a arriesgarme a hacer el tramite de urgencia, yendo al Departamento Central de Policía, la misma boca del lobo. Suerte que los compañeros me habían advertido que si recibía cualquier sugerencia de ir a otra oficina, dijera que sí, que por favor, pero que  me las arreglara para salir volando del edificio.

Y así hice.

Sin preguntar nada a nadie, con el corazón en la boca  fui adivinando los pasillos hasta que logré acercarme a una de las puertas de salida y con decisión encaré para afuera poniendo la mejor cara de felicidad por haber conseguido el documento que permitía acceder al Primer Mundo que me salió. Pero en realidad, salí puteando bajito, sin pasaporte y con las ilusiones de conocer Cuba postergadas quien sabe para cuando.

Sería recién en 1985, cuando buscando, otra vez, revalidar el pasaporte vencido, me enteré que había sobrevivido todos esos años con una orden de captura dictada por el Juzgado Federal Número Uno de Santa Fe en la famosa causa por la que me interrogó Brusa en la Cuarta, cuando me torturaron y el hijoeputa pretendió que firmara lo que él había preparado.

Tuve que viajar a Santa Fe y gestionar un “libre culpa” ante al Juzgado Federal. Recién ahí pude acceder al expediente y enterarme que poco antes de aquella mañana en la Cuarta, en noviembre de 1977, habían capturado un grupo de militantes de la Fede del barrio Guadalupe de la ciudad de Santa Fe, y que uno de ellos firmó sin leer  un papel en que me acusaban de poner una bomba en la Plaza España de Santa Fe, la que está cerca de la Terminal de Ómnibus, en enero de 1977, cuando yo todavía estaba en la cárcel de Coronda.

Ahí sí que me acordé de Brusa, de Facino, de Rebechi y de toda la banda; pero después del incidente me volví a olvidar. Por meses ni me acordaba que alguna vez había estado preso, y si me acordaba de algo era muy difuso, sin contornos precisos, sin colores, sin nombres.

La última acción contra la impunidad en que había participado fue un pedido colectivo de ex presos políticos al Estado argentino de resarcimiento por lo sufrido, que impulsó la Liga en 1983, mientras todavía estaba en la Fede.

Después me pasaron al Partido de Villa Constitución, luego a la dirección provincial en los inicios del viraje, también estuve un tiempo en Cuba y al final, como resultado de la crisis partidaria del ’90, prácticamente había quedado fuera del Partido.

Y en ese transito había ido perdiendo mi identidad militante personal para ser “el secretario de Villa Constitución”, “el dirigente provincial”, “el representante ante los cubanos” y después nada.

Nada institucional en el Partido, y nada de la identidad militante personal.

Hasta que reapareció Brusa y comencé a recuperar la memoria de mi historia  militante personal, más allá de las internas y las locuras por las que pasamos tras la caída del Muro de Berlín y la desaparición de lo que parecía el socialismo real.

Aquel domingo de agosto del ’92, cuando decidí recuperar mi identidad militante personal por afuera del Partido al que pertenecía desde los quince años, me acordé de un salvadoreño que actuaba como representante del Partido Comunista Salvadoreño en La Habana, en el ’90.

Nos habíamos conocido porque las respectivas direcciones partidarias nos habían encargado aprovechar nuestra presencia en la isla por tratamiento médico (él se reponía de heridas recibidas en la ofensiva general del Farabundo, de noviembre del ’98 y yo de un injerto de córneas, recibido en el Hospital Almeijeras de La Habana) para  impulsar la difusión de la llamada Carta de los Cinco.

Un documento de resistencia cultural revolucionaria -acaso el único escrito por esos días en el espacio del movimiento comunista internacional- elaborado por Shafik, Patricio y los cubanos del Departamento de América que dirigía Piñeyro.

Hubo desde el principio como una sintonía que se hizo amistad;  enseguida surgió una relación que superaba lo formal. Un día me preguntó si quería conocer a Shafik, que iba a pasar por La Habana y si yo quería, armaba un encuentro con él.  Para mí era como conocer a Fidel o al Che; o a Lenin.

Para los que nos enamoramos del viraje, Shafik era el ejemplo más convincente de que un comunista como nosotros, podía ser un revolucionario consecuente, un comandante guerrillero, un tipo respetado por el pueblo y por los que pelean. Shafik había sido secretario del Partido Comunista Salvadoreño, había estudiado en las mismas escuelas que nosotros, había leído lo mismo que nosotros, y si él había podido, ¿por qué pensar que nosotros no?

Corriendo le dije que sí e hicimos planes: como yo vivía cerca de la Plaza de la Revolución y del edificio gubernamental donde Shafik tenía que concurrir, planeamos que a la salida lo traerían a casa por un par de horas. Liquidamos los últimos dólares que teníamos, Mary cocinó todo lo que sabía y compramos bastante ron del bueno.

Pero se desató una tormenta de esas caribeñas, el vuelo de Shafik se atrasó y los planes de conocerlo fracasaron.

Mauricio vino a  avisarnos y se quedó con nosotros, llovía como nunca y teníamos toda la comida  y todo el ron que habíamos acumulado para la ocasión. Primero Mauricio me habló de Marcelo (76), de que él había dirigido la escuela política militar donde Marcelo había completado su preparación, y había estado con él, la noche antes del combate en que perdió la vida. También me explicó como nos veían los salvadoreños a los argentinos: rubios, grandotes que comen mucha carne, y de cómo Marcelo pudo cambiar esa imagen gracias a su esfuerzo y su humildad.

Y después me contó que la crisis del Muro había afectado a todos.

Que algunos de sus oficiales se bajaron de la montaña y pusieron un kiosco. Sí, un kiosco; igual que cuando el comandante montonero santafesino Jorge Obeid se quebró y puso un kiosco en un pueblito del norte de la provincia antes de iniciar su destellante carrera política que terminó en el cargo de gobernador de la provincia y fugaz ministro del presidente Rodríguez Saa.

Y que no era cierto que los problemas de un Partido se debieran a la malicie o impericia de un compañero u otro. Que estaba en crisis una cultura política, y  había que renovarla. Y para hacer eso el arma principal era la ética, la dignidad, la identidad militante.

Que me olvidara de los cargos y los honores, que para reconstruir el ideal no eran imprescindibles y que hasta podían llegar a confundir la tarea.

Yo no lo sabía, pero aquel domingo de agosto del ’92 cuando emprendí la lucha contra la impunidad de Brusa estaba, así sea de un modo muy  modesto, aportando a reconstruir el ideal.

La lucha por la memoria iba a terminar reconstruyendo mi propia identidad militante y aportando a recuperar el ideal colectivo de la generación de los ’70, el de mi Partido y el de la izquierda.

Porque, entre otras cosas, uno es lo que fue y por ello sólo se puede ser uno mismo si se sabe de donde viene.

Pero en la medida que avancé tuve que enfrentarme a la dura realidad: la memoria es caprichosa. Se acuerda de lo que ella quiere, y de igual modo, se olvida de  lo que ella quiere. Y, como corresponde, casi siempre funciona al revés de lo que uno quiere: se acuerda de lo que quisiéramos olvidar y olvida aquello que buscamos recordar.

Hasta ahora, hasta este preciso momento en que escribo para poner la memoria en el lugar de la memoria y el olvido en el suyo me ocurre que siento que me olvido lo principal y que recuerdo lo secundario, y no al revés como quisiera y no puedo.

Porque la memoria no es sólo el relato de lo que fue, sino ayudar a imaginar el por qué.

No se trata sólo de hacer saber sobre una generación que se jugó por la revolución y fue castigada con el genocidio. Se trata de entender que esa generación caminaba hacia un horizonte al que imaginaba socialista. 

Cierto es que ese horizonte no existía, y de hecho no llegó el socialismo sino la dictadura asesina; pero el horizonte humano siempre es el que el hombre imagina; mejor dicho, el horizonte humano es aquel imaginado por los hombres y las mujeres de una generación.

Entonces, la memoria es contar cómo, por qué, cuáles fueron las causas que llevaron a una generación entera a vincular su proyecto de vida, sus sueños, sus ilusiones en una vida mejor, con el cambio social, con la lucha, con los esfuerzos colectivos y solidarios.

De cómo fue que se inventó un horizonte socialista.

Hacer memoria de los ’70 es comprender los tres anchos carriles por los cuales se forjó la voluntad popular de cambios.

Uno fue el de la experiencia práctica de las luchas libradas desde la caída de Perón en 1955 hasta la irrupción obrera, estudiantil y popular de mayo de 1969.

Ese lento y duro aprendizaje de que se podía mejorar la vida, de que eso no dependía de la magnanimidad de algún dirigente sino del propio esfuerzo organizativo y combativo de ellos mismos hasta que en el sentido común se afirmó la idea de que se podía aumentar el sueldo con la huelga general, de que se podían mejorar las condiciones de trabajo con el sindicato, de que se podían lograr facilidades para estudiar con el centro de estudiantes, y así de seguido.

Los estudiantes secundarios apoyaron las primeras movilizaciones de 1969 por razones humanitarias, por sentimientos solidarios, por la conmoción general que vivía la sociedad argentina; pero cuando vieron que con su lucha podían conseguir el medio boleto estudiantil o formas solidarias de comprar los útiles internalizaron en su sentido común que era bueno organizarse, y los Centros se masificaron.

El segundo carril fue el del impacto de los portentosos cambios internacionales a favor de la izquierda y los pueblos que buscaban librarse del dominio imperial.  Y sobre todo del ejemplo victorioso de Cuba, que mostraba en castellano, con mulatas, ron y palmeras, un socialismo alegre, vital; que daba ganas de vivirlo.

Y Cuba nos había dado al Che.

Se necesitaría todo un libro para tratar de explicar lo que el Che significaba para nosotros. Y no lo voy a intentar resolverlo en dos párrafos.

Así que menciono el tercer carril, el del proceso de diferenciaciones y selección de los mejores proyectos políticos y de los mejores compañeros y compañeras para impulsarlos estrictamente en relación a los sentimientos y decisiones que provocaban los hechos inscriptos en los carriles uno y dos.

Por ese proceso surgieron nuevas fuerzas de izquierda, y corrientes de izquierda en todos los espacios organizados de la sociedad.  Y en el medio de ese torrente una generación que dejaba atrás la mojigatería y la resignación de una vida de sufrimientos para buscar experimentar en sí misma lo que era la felicidad.

Todas las formas de la felicidad, incluyendo la de luchar y vencer juntos. Termino diciendo que la razón más poderosa de la lucha popular que gestó el Cordobazo fue la búsqueda de la felicidad, como estado colectivo.

Y entonces paso a la traición.

La traición en su significado más directo y obvio.

La traición de Reutemann (77) que ignoró las denuncias de sus propios operadores políticos que resistían avalar el ascenso a juez de un tipo como Brusa al que todos sabían partícipe de la represión y el terrorismo de estado.

La traición de los senadores Rubeo y Gurdulich que operaron en la Comisión de Acuerdos del Senado para que se aprobara el pliego mandado por Menem.

La traición de los radicales y demócrata progresistas que silenciaron las denuncias y volvieron a sellar la famosa continuidad jurídica que borra las fronteras entre dictaduras y gobiernos democráticos.

La traición de buena parte de la sociedad santafesina y particularmente del diario El Litoral que rápidamente silenciaron las voces de denuncia para fingir una normalidad que les iba a estallar en las manos ocho años después cuando Brusa fue finalmente depuesto, con la excusa del  caso Pedernera, pero con la convicción popular de que sin la lucha contra la impunidad del Brusa torturador no hubiera habido Jury, ni destitución.

Pero también la traición de los de este lado.

De los que estaban comprometidos con la lucha por los derechos humanos y le sacaron el cuerpo porque podía acumular el Pece y  aún más doloroso, de los que estaban entonces en el Pece -después se fueron al Frente Grande, después al Frepaso, después del triunfo de la Alianza al Gobierno y después, con la rebelión popular de diciembre de 2002, al basurero de la política- y descalificaron la lucha porque podía acumular el sector ortodoxo del Partido.

La primera conferencia de prensa de denuncia, las primeras acciones colectivas, los primeros actos no contaron con la participación de los que -por entonces- eran la dirección oficial de mi Partido en la provincia de Santa Fe. Y en eso sí que fueron consecuentes, jamás se movieron de esa posición de principios que estaba anticipando la que tomarían dos años después cuando se subordinaron al Chacho Álvarez y pretendieron arrastrarnos a la componenda que terminaría en el gobierno de la Alianza y la masacre de diciembre del 2001.

Claro que la inmensa mayoría de los organismos de derechos humanos, la inmensa mayoría de la militancia de izquierda y del Partido Comunista, tomaron la lucha como propia, sin importarle quién era la víctima si no quién era el agresor; cómo había sido la práctica corriente durante la dictadura a pesar de las confusiones y errores ya reconocidos.

Hacer la lista sería interminable y soberbio de mi parte.

Valga con recordarme de Rubén Naranjo, entonces de la Apdh local, que estuvo siempre presto a ponerle el cuerpo; Beto Olivares, que acompañó en todas desde la Liga argentina por los derechos del hombre rosarina, del flaco Luis Canalis del Partido de Santa Fe, y de la carta de Patricio (78).

Porque en aquel septiembre del ’92, casi fuera del Partido/institución, hostigado por los que temían que el Partido se aprovechara de la lucha y de los que dentro del Partido calculaban a quienes beneficiaba en la interna aquella denuncia, cuando me sentía más fuera que adentro, recibí de Patricio una carta conmovedora, que aún conservo, como la única medalla obtenida en treinta años de militancia.

Patricio me alentaba a luchar contra la impunidad porque ese era una tarea propia de nuestra generación. Porque es lo que habíamos aprendido de nuestro Partido, a luchar contra la impunidad de los genocidas y combatir la violación de los derechos humanos sin mirar el color de la camiseta de la víctima.

Así habíamos procedido cuando lo de Tablada; a pesar de todas las presiones de adentro y de afuera. En aquel verano del ´89, Patricio puso al Partido en la defensa de los presos. Y de los que habían podido salvarse de la matanza. No sólo puso los abogados de la causa, también puso todo lo que teníamos para ayudar a los compañeros que necesitaban refugio y ayuda  para salir al exterior.

También me hablaba de que era ésa la práctica de la Coordinadora de las Juventudes Políticas, que la lucha consecuente contra el enemigo era la condición para la unidad de la izquierda que buscábamos, porque en la cancha se ven los pingos.

Y terminaba con una comparación, seguro exagerada, pero no por ello menos estimulante.

Decía que la lucha contra la impunidad de Brusa tenía el sello de aquella batalla histórica, por lo difícil y porque la ganamos, contra los asesinos de Ingalinella en el ’55 cuando Florindo se puso el Partido  de la provincia al hombro y se largó contra el aparato represivo hasta lograr encarcelar a algunos de los policías asesinos.

La comparación era más que fuerte y definitoria, pero la carta tenía  -al menos para mí- un mensaje más profundo: no importa qué pasara en el Partido/institución y lo que tuviéramos que hacer para sostenerlo aun desde lugares tan distintos, nuestra identidad ya no era un símbolo o un papel.

Patricio, secretario general de un Partido que prácticamente me había expulsado de sus filas, me alentaba a sostener esa batalla contra la impunidad porque no sólo era justa, también porque era parte de la lucha por recuperar la verdadera identidad del Partido, la que sobrevivió a todo. A la política de convergencia cívico militar, al voto a Luder, a las componendas con Zanola, Rodríguez y otros perversos burócratas sindicales.

No importa lo que dijeran o hiciera no importa quien; hasta podría ser cierto que no tuviera Partido, pero tenía conducción política que me llamaba a seguir la batalla hasta el fin. De repente me di cuenta que éramos como un ejército en retroceso, que a duras penas mantenía algún orden y que los avatares de la pelea me habían alejado del contingente principal; y había quedado aislado.

Pero igual que un combatiente  perdido, separado de sus compañeros que, incluso no confiaban mucho en él, debía sostener el combate y ganarlo.

Una batalla por la memoria histórica, por el viraje partidario y por mi propia identidad militante personal.

Ésa era la misión que me daba Patricio, y era lo que yo necesitaba para ponerle estrategia a una batalla que había empezado casi solo por vergüenza, por la sagrada palabra empeñada en los días del terror cotidiano, por ese sofocante sentimiento de “culpa del sobreviviente” que me perseguía día y noche.

Si antes soñaba con aquella nube de humo fuera de la cual me esperaba Rebechi y la banda terrorista, ahora despertaba bañado en sudor frío cuando la viuda de Alberto me encontraban en una marcha por el 24 de Marzo que caminaba en medio de la nada, y me preguntaba el por qué.

-¿Por qué vos estás acá y Alberto está desaparecido?.

 


Notas 

(73) Rosario/12 es un suplemento de Pagina/12 dedicado a Rosario, acompañó el caso y estuvo siempre presto para la difusión de nuestras opiniones sobre la lucha contra la impunidad.

(74) El Beto es el Dr. Norberto Olivares, abogado de la Liga rosarina que ha patrocinado todas y cada una de las acciones que emprendí en todos estos años aunque a veces no estuviera de acuerdo con el enfoque político de la acción que yo emprendía; lo que habla muy bien de él.

(75) Una moto de baja cilindrada de industria nacional, económica y muy pequeña. Obviamente desproporcionada para mi figura y peso.

(76) Marcelo Feito, militante de la Fede que cayó peleando en las filas del Frente Farabundo Martí poco antes de la ofensiva general del ’89. El mismo Mauricio hace un relato de su muerte en el libro Canción para una bala (ver nota 23).

(77) En 1992 Carlos Reutemann ejercía su primera gobernación y tenía todo el poder político para ordenar a los senadores justicialistas el modo de proceder ante las denuncias que sus propios legisladores provinciales habían avalado.

(78) Patricio es Patricio Echegaray, más que secretario general del Partido, fue el inspirador y conductor del viraje que sacó la fuerza del reformismo y la colocó en la senda de los revolucionarios del siglo XXI.

 

  

 

Indice de "Los laberintos..."

   

  

Página Inicial del Sitio