51. Ricardo 58

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

En pleno centro de Rosario, entre Rioja y San Luis, desde Mitre a Corrientes,  hay  una cortada que se llama Ricardone.

Allí, a pocos metros de Mitre, en el número 58, en los altos de una vieja edificación, durante la dictadura funcionaba el local de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, y es allí donde se fueron agrupando los familiares de los detenidos; que luego fueron asumiendo distintos nombres y posturas y abriendo nuevos locales.

Pero cuando yo llegué a Rosario, a principios de 1978, era el único lugar donde se recogían denuncias, se recibía y distribuía solidaridad, se contenía psicológicamente a los familiares, y se organizaba un combate sin tregua por la aparición y la libertad de todos los detenidos y/o secuestrados por razones políticas, sociales, sindicales.

Allí conocí a algunas de las almas más puras y nobles que conocí en mi vida.

Gente a las que el dolor había transformado, y de tanto morir y renacer con cada momento de certeza de la muerte del que buscaban para luego ilusionarse de nuevo en que seguía vivo y próximo a aparecer, se habían convertido en otros, mejores.

Hombres y mujeres como los que soñaba el Che, que se fueron despojando de la más minúscula porción de egoísmo para sentir verdaderamente que la vida de cualquiera de los recuperados era tan valiosa como la de su hijo, o la de su compañera,  su madre, o la de su abuelo.

Uno de ellos era Fidel.

Tenía el hijo desaparecido y  fue uno de los primeros en decidirse al combate colectivo; y es que Fidel no había nacido a la lucha con la desaparición de su hijo.  En 1955, poco antes del golpe gorila del 16 de septiembre, fue detenido en un  bar de nombre más que sospechoso mientras hablaba de política con sus amigos anarquistas, comunistas, socialistas, españoles republicanos e italianos antifascistas.

Aquella tarde, Fidel estaba en el bar García Lorca de Avellaneda -como casi todas las tardes en que no trabajaba- cuando entraron policías de civil y lo detuvieron sin más trámite.

A él solo, porque era el más novato y se quedó esperando sentado que los policías llegaran a su mesa pidiendo documentos. De distraído, casi ni se dio cuenta que sus amigos saltaron como resortes de los asientos y desaparecieron como por arte de magia.

Pero no lo dejaron solo en la cárcel.

Esa misma noche, sin que él llamara a nadie, apareció un abogado en la policía preguntando por él y haciéndose cargo de su caso hasta lograr su libertad a las pocas semanas. Fidel, hombre agradecido, decidió esperar el cobro de la quincena para comprar una botellita de vino y llevársela al abogado. Pero entre una cosa y otra, ocurrió que los militares voltearon a Perón y cambió la dirección de la onda represiva. Ahora se dirigía fundamentalmente contra los trabajadores y activistas de empresa que sostenían el sindicalismo peronista oficialista.

Por eso, cuando Fidel llegó, por fin, al bufete del abogado que lo había sacado de la policía peronista, encontró una larga fila de mujeres esperando su turno de hablar con el abogado.

Con la botella envuelta en un discreto envoltorio de papel, Fidel espero hasta poder hablar con el hombre, quien le reprochó el regalo, aunque lo guardó convenientemente en un la gran biblioteca  que tenía a sus espaldas, y pasó a explicarle que las mujeres que esperaban afuera eran mujeres de activistas peronistas, que él defendía. Del mismo modo que lo había defendido a Fidel unas semanas antes.

Primero a los de izquierda de la policía peronista, y ahora a los sindicalistas de la misma policía peronista, que ahora se ponía la camiseta gorila y la emprendía con los peronistas.

Y la Liga defendiendo a todo aquel que sufriera la represión, no importa el color de su camiseta.

Y Fidel se enamoró de la Liga, de la cual aquel abogado era su referente en la zona sur del conurbano bonaerense, pasando a ser desde entonces uno de sus más consecuentes militantes.

Por pura conciencia, sin ningún interés personal directo en los asuntos que por veinte años tuvo que afrontar: la represión a la Resistencia Peronista que -obviamente- no se conformó con reprimir peronistas, la aplicación del Plan Conintes por parte de Frondizi en lo que era una especie de estado de sitio permanente y “legal” hasta la ley 17.401 de represión de las actividades comunistas de la dictadura de Onganía que sancionaba por primera vez el delito de pensar y todo lo que vino con ella aparejada.

Pero cuando le secuestraron el hijo, fue distinto. 

Todo su cuerpo se conmovió y Fidel invirtió las proporciones: ya no militaba para darle sentido a la vida, sino que se esforzaba por vivir para poder sostener mejor la lucha por la aparición y libertad de su hijo. Y de todos. Porque él fue uno de los primeros que se instaló en Ricardone 58 para agrupar a los familiares, y fue justamente él quien me recibió en febrero de 1978 cuando hice mi primera incursión por aquella casa.

Incursiones que eran, al principio, dificilísimas.

Allí conocí a la madre del Ñato, a la del Chinche, a la Gallega, y a tantas otras que daban lecciones de optimismo y entereza.

Mujeres con las cuales uno levantaba el ánimo no más al verlas en aquella casa que era como un oasis de dignidad y humanismo en medio del desierto del terror y la resignación impuesta por la dictadura.

En serio, que en aquellos días, era una de las tareas más reconfortantes tener que ir tarde por medio a Ricardone 58 a pesar del riesgo, obvio, calculado, asumido, que implicaba salir del mundo del anonimato para subir las escaleras de una casa de familiares de presos políticos.

Estaba todo muy lindo, pero lo que no pude nunca soportar es que me agarren las manos y me pregunten fijando sus ojos en los míos: -vos que estuviste adentro, ¿no lo viste a mi hijo?. 

No tengo cara para decirle que si hace dos años que no sabe nada de su hijo no lo verá más; que si no aparece en las listas del Poder Ejecutivo debe estar en algún campo de concentración, mugriento, encapuchado, encadenado a una pared, cagado encima o sin bañar por meses, comiendo una vez al día las sobras de la comida de los perros, esperando la nada o vuelto a torturar hasta que en una de esas se muera por su cuenta, o lo fusilen, o lo tiren vivo de un avión, o qué sé yo.

Prefiero explicarle que sólo conozco los nombres de los que salían conmigo al recreo y que además, cosa que es cierta, una extraña amnesia me domina desde entonces: puedo acordarme de mil rostros pero de ningún nombre.

Ni de compañeros viejos ni nuevos, simplemente mi mente se niega a saber cosas por las que puede volver a sufrir.

Voy a ver a un neurólogo del Partido pero es inútil, nadie puede borrarme el sueño de esa nube en que quedo encerrado, y que cuando salgo siempre encuentro al mismo hombre de saco y corbata.

 

   

 

Indice de "Los laberintos..."

   

  

Página Inicial del Sitio