52. La Identidad Bifronte

Los laberintos de la memoria, por José Ernesto Schulman

 

 

También para mí, las Madres fueron una especie de energía vital renovadora.  Junto a ellas impulsamos las primeras iniciativas contra la represión: las solicitadas, las colectas, la presentación de hábeas corpus colectivos.

Yo, un ateo de cierto lejano origen judío, me fui transformando en una especie de experto en Iglesias y sacerdotes. Una de las primeras iniciativas que tomamos para ampliar el reclamo fue organizar misas por la libertad de los presos. Creo recordar que los curas que primero se decidieron a colaborar fueron los de la iglesia que está al lado del Colegio San José, en la calle Presidente Roca y Salta de Rosario. Y por ello, fueron castigados por esa decisión, tan cristiana, de compartir el reclamo de justicia.

Para el Día de la Madre del ’78, habíamos arreglado que en la misa el sacerdote hiciera referencias bien concretas a las madres que no podían encontrarse con sus hijos por que estaban presos, o peor, desaparecidos.

Pero al llegar, el lugar estaba inhabitable: habían tirado bombitas de olor -esas con un terrible olor a huevo podrido- que obligaron a suspender la misa y nos hicieron volver con las manos vacías.

Fui uno de los pocos presos liberados que se incorporaron al trabajo de los organismos de derechos humanos, pero ello fue por estrictas razones políticas.

Lo que quiero es relativizar el valor personal del hecho, ya que la decisión de incorporarme a esa labor solidaria  fue resultado de una discusión colectiva de una fuerza política que a pesar de los golpes recibidos pudo sacarme de Santa Fe, mudarme a Rosario y darme la seguridad -la que se podía tener en aquellos años- mínima como para desplazarme y moverme por allí.

Rápidamente formamos una Comisión Juvenil de la Liga y con los contactos que fuimos haciendo en el ámbito religioso, sumados a los que fuimos reconstruyendo con las Juventudes Políticas que sobrevivieron la represión y lo poquito que quedaba del movimiento estudiantil universitario, aportamos a la creación de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de Rosario.

En eso nos ayudó mucho toda la labor realizada hacia el Festival Mundial de la Juventud en La Habana, Cuba, en 1978 (al que no pude ir por no conseguir el pasaporte): retomamos contactos con varias juventudes políticas: los radicales, los socialistas populares, los socialistas unificados, los demócrata cristianos, los desarrollistas y otros.

También retomamos contactos con la Federación Universitaria de Rosario y los jóvenes de la Federación Agraria; todo ese conjunto de relaciones las volcamos a la formación del Seminario Juvenil de la Asamblea Permanente.

En realidad, en Rosario se había intentado fundar la Asamblea antes, en diciembre del ’76, pero el intento se frustró por la irrupción de la policía en el restaurante donde se había planificado la cena/reunión yendo a parar pastores, sindicalistas y políticos por unas horas a la Jefatura.

La segunda vez, en la que participamos todos los de la Comisión Juvenil de la Liga y varios de nuestros amigos, nos reunimos en el salón del Centro Gallego de la calle Entre Ríos y todo salió bien.

¿Qué es lo que buscábamos? 

Que todo el mundo se pronunciara por la libertad de los presos y el esclarecimiento de los secuestros así sea con un lenguaje que hoy parece (por lo menos a me parece) demasiado complaciente con la dictadura, pero en aquellos tiempos sonaba como una búsqueda legítima de espacios por donde colar las denuncias que nos venían de adentro de las cárceles.

En la medida que fue pasando el tiempo ocurrieron dos procesos que resultaron convergentes, uno: los presos fueron ganando en organización y claridad sobre lo que se podía hacer para mejorar su propia situación; y también se fueron organizando los familiares. Algunos de la mano de los organismos tradicionales y otros junto a los nuevos que fueron surgiendo entonces: el Medh, impulsado por las Iglesias; el Cels, surgido de la mano de un hombre que había sido funcionario de la dictadura de Onganía y que tenía un perfil demasiado identificado con la activa Embajada norteamericana de aquellos años. Así se fueron dando su propia organización Madres, Abuelas, Comisión de Familiares, etc. Y se fue estableciendo una relación cada vez más fluida entre el adentro y el afuera.

Y el exterior. Porque también habría que incorporar al análisis de las fuerzas puestas en movimiento a los exiliados políticos que se fueron organizando y generando redes de solidaridad internacional que llegaron a ser muy eficaces.

Y generosas.

Enrique Gigena, un histórico dirigente ferroviario rosarino de los Talleres de Pérez, fue mandado por el Partido en 1977 a España por tres meses y se quedó tres años aportando en la organización de la solidaridad efectiva con la lucha que nosotros librábamos acá. 

Volvió en el ‘80 y dio una charla en el local de Ricardone. 

Cuenta cómo, a pesar de las diferencias indisimulables entre los compañeros de las organizaciones armadas y los de nuestro Partido, se fue logrando un clima de tolerancia y ayuda mutua que estaba impulsado por el objetivo común de lograr pronunciamientos y fondos. 

Y que el papel de los comunistas argentinos fue inestimable.

No por lo que pudiera lograr en los llamados países socialistas, que no jugaron casi ningún papel en la solidaridad con la lucha del pueblo argentino, sino porque nosotros aportábamos, al menos, dos cosas. Una era el sistema de relaciones que nos daba la pertenencia a un movimiento, el comunista mundial, que todavía existía y en Europa tenía posiciones legislativas y de gobierno en países claves como España, Italia e incluso los países nórdicos. Justamente esos países fueron los que más dinero dieron. 

Enrique cuenta que llegó a tener una entrevista con el Primer Ministro de Suecia a quien, a pesar del horror y la oposición de todos quienes lo acompañaban en la entrevista, le pidió un aporte de medio millón de dólares. El tipo dijo que lo iba a pensar, que volvieran en 96 horas, y al volver se encontraron con un cheque en un sobre. Al año, Enrique redobló la apuesta y pidió un millón de dólares, y le volvieron a conceder el pedido.

Claro que Enrique ni tocaba el dinero destinado a la solidaridad con los presos y los familiares de los desaparecidos, ni siquiera aceptaba un cheque ya que había armado un mecanismo por el cual los suecos depositaban el dinero en un banco en Nueva York que luego retiraba en Buenos Aires un importante industrial que prestaba su nombre. Y que cada tres meses, religiosamente, la Liga presentaba un balance meticuloso de cada peso gastado, con su correspondiente comprobante. Y eso impresionaba a los suecos.

La otra cosa que aportaba el Partido -y eso en polémica con otras fuerzas- era la idea de ayudar también a los que quedaban luchando en la Argentina, dado que la resistencia no había cesado y la batalla principal, como siempre sucede, se libraba al interior del país.

Puede ser que tales ideas estuvieran condicionadas por el enfoque más general, incorrecto y reprochable, de que había espacio para la diferenciación de los militares: fascistas y democráticos, pero visto desde el hoy, esa línea de traer la solidaridad para quienes luchaban aquí, resultó un aporte interesante.

Y también, sin que ninguno de nosotros lo imagine o planifique, una forma de resistencia de la identidad militante comunista que iba trazando una línea de coherencia entre la resistencia de los presos políticos en los campos de concentración y las cárceles, la actividad de sus familiares en los organismos de derechos humanos, y lo que hacía la representación del Partido en Europa Occidental.

En aquellos años donde aquella identidad corrió peligro de sucumbir ahogada por el reformismo y el oportunismo, esa conducta militante que necesitaba de la unidad de los revolucionarios como el pez del agua se transformó acaso en la última línea de resistencia del sentido revolucionario de la identidad comunista.

Treinta años después, compartiendo con Enrique la dirección del Partido de Santa Fe luego del XVI Congreso (79)  -él fue electo secretario provincial del Partido por la Conferencia que comenzó el viraje, y yo secretario de organización- me cuenta un episodio más que simbólico de como actuaba esa práctica como un límite objetivo al oportunismo.

En Europa él había armado una red de comunistas y amigos que vivían en diferentes países. Entre todos editaban un periódico de denuncia de los crímenes de la dictadura. Como se editaba con el aporte de todos, Enrique no podía acceder a los materiales hasta que la revista ya estaba editada. En una oportunidad, se edita el periódico con una tapa contundente: Fuera la dictadura fascista de Videla.

Cuando la vio ya impresa, no dijo nada pero imaginó al instante que tal título no iba a caer bien en la Argentina. Disciplinado, procedió como de costumbre y envió los dos ejemplares correspondientes a la dirección nacional del Partido por el mecanismo habitual.

Y por el mecanismo habitual recibió a vuelta de correo una misiva terrible con acusaciones de irresponsabilidad política y falta de comprensión de la línea poniendo en duda la conveniencia de su permanencia al frente de tan importante misión partidaria. Pero a las dos semanas el mismísimo Arnedo Alvarez (80) pasó por España, y fue a saludarlo.

Enrique lo llevó a cenar a una taberna gallega que hacía el pulpo como pocas, con la cocción justa y el exacto toque de pimentón picante que mezclado con el aceite de oliva convertía al sencillo plato marinero en una exquisitez de fama internacional. Charlaron animadamente, a solas y Arnedo parecía ignorar totalmente el entredicho; por las dudas que la discusión se pusiera dura Enrique había insistido en que su compañera se quedara resolviendo cuestiones “impostergables” de un expediente abierto ante el gobierno de Italia. Arnedo le pidió un informe minucioso de las tareas y, especialmente, sobre la posición que los comunistas españoles e italianos tenían sobre la dictadura, y contra el propio posicionamiento del Pece argentino al que ayudaban a pesar de las diferencias políticas que tenían con nuestra caracterización de Videla y Cía.

Escuchó con atención y no preguntó mucho, parecía saber perfectamente las posiciones en juego. Después le transmitió los debates del Central, la información con que contaban, intercambiaron noticias familiares y pidieron el postre. 

Cuando se levantaban, Arnedo -como al pasar- le dijo que había leído la última revista editada en Europa y que le había gustado bastante.

Cierto que a algunos no les había gustado la tapa, pero que él les dijo que nadie lee una revista por la tapa sino por las notas. Y que las notas estaban bastante bien.

Y le guiñó un ojo, acaso el gesto que no se animaba a hacer en la Argentina.

 


Notas 

(79) Noviembre de 1986.

(80) Arnedo Alvarez fue secretario general del Partido Comunista desde 1937 hasta su muerte en 1980.

 

  

 

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