Los que no están

Desaparecidos y dictadura cívico-militar en Florencio Varela (1976 – 1983)
 

 

 

PARTE  II

 

 

 

 

     Después de presentar a las víctimas de la dictadura militar en Florencio Varela, se intentará, en este apartado, responder a esta elemental pregunta: ¿Por qué pasó esto?

 

     Lo simple de la pregunta hace compleja su respuesta, algo que se abordará desde distintas perspectivas y explicando su contexto histórico.

 

     Es claro que lo sucedido no fue exclusividad de Florencio Varela; este distrito fue una fracción más de un plan de exterminio que abarcó todo el territorio nacional y que respondía a una política para Latinoamérica, apoyada por EEUU y aceptada (e impulsada) por la clase dominante argentina. Esto hace necesario comenzar por una explicación más abarcadora, para luego mostrar cómo se reprodujo y qué características tuvo la represión en Florencio Varela.

 

     El 24 de Marzo de 1976 asume un nuevo gobierno militar, aunque las persecuciones y los asesinatos políticos ya habían comenzado un tiempo antes, fundamentalmente de la mano de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), conducida por el brujo, José López Rega. Pero la nueva Junta Militar en el gobierno profundizó, llegando al límite del genocidio, un proceso que persiguió a quienes planteaban cambios, o significaban un obstáculo para el giro económico y político que se quería dar.

 

     Las luchas políticas entre posturas irreconciliables no eran nuevas en la Argentina. Es más, siempre fueron protagonistas en el escenario local, desde los lejanos tiempos de la formación de nuestro Estado Nacional. En la década de 1970 se llega a un período de madurez, en la organización, en la lucha y en el compromiso social. La política (en su sentido más amplio) atravesaba toda la sociedad; se hacía política y se creía en ella como un factor de transformación. El clima que se respiraba era de cambio, todos veían un nuevo mundo en el cercano porvenir, y pocos estaban dispuestos a perderse la posibilidad de ser protagonistas.

 

     Rescatamos tres procesos históricos como fundamentales en la gestación de esta coyuntura y del clima social de la época. Uno, a nivel mundial, La Guerra Fría; otro, latinoamericano, La Revolución Cubana de 1959; y el otro, nacional, la proscripción del peronismo. Claro que no fueron los únicos pero, a su manera, los tres procesos históricos influyeron considerablemente en la conciencia del pueblo y en las mentes de las clases dirigentes. De ahí que el origen de los movimientos sociales del ‘70 tenga sus raíces en las décadas de 1950 y 1960.

 

     En la segunda posguerra, el mundo quedó dividido en dos grandes polos de poder. El denominado mundo bipolar se caracterizaba por la presencia hegemónica de dos superpotencias: EEUU y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Ambos países representaban, a su vez, la concreción de dos sistemas económicos, políticos y sociales opuestos: el capitalismo y el comunismo. Si bien ambas potencias integraron conjuntamente el grupo de las naciones aliadas que enfrentaron al régimen nazi-fascista en la 2º Guerra Mundial, una vez terminado ésta, el objetivo pasó a ser la expansión ideológica de estas dos superpotencias sobre el resto del mundo. A este conflicto, que duró hasta fines de la década de 1980, se lo conoció como Guerra Fría, y su principal característica fue el enfrentamiento indirecto de ambos países, apoyando facciones opuestas en guerras que se daban en todo el mundo.

 

      En este marco de Guerra fría es que se produce la Revolución Cubana de 1959. Fidel Castro y el argentino Ernesto ‘Che’ Guevara fueron los líderes destacados de un movimiento que se enfrentó al gobierno del dictador Batista, logrando finalmente la toma del poder. Al poco tiempo de consumada la revolución, sus dirigentes se radicalizan, esto es, se proclaman marxistas. Este episodio fue visto con entusiasmo por todas las organizaciones guerrilleras que existían en Latinoamérica, y, a su vez, generó el temor de los EEUU, que veía cómo el comunismo se le infiltraba en una región que, hasta ese momento, había estado bajo su estricta vigilancia.

 

     “La revolución Cubana marcó a la izquierda latinoamericana como ningún otro acontecimiento. Se trataba verdaderamente de una ‘revolución en la revolución’. Por primera vez en la historia de la región, tuvieron lugar tres procesos a la vez. Un régimen revolucionario, que perseguía profundas reformas sociales y económicas, desde la distribución de la tierra hasta la expropiación de recursos naturales; desde la reforma urbana hasta una política de masas de educación y salud, tomó el poder, se consolidó en el gobierno y perduró. En segundo lugar, de 1961 en adelante, el régimen abrazó abiertamente el ‘marxismo-leninismo’, adhiriéndose no geopolítica, sino ideológicamente, al bloque soviético, y autodesignándose el enemigo principal de los Estados Unidos en el hemisferio. (Por supuesto que Washington hizo lo recíproco.). Cuba representaba una amenaza para los intereses norteamericanos, no solo en la isla sino, por su efecto de demostración, en toda la región. Por último, y sobre todo desde esta perspectiva, la Revolución Cubana nació con una ambición latinoamericana. Proclamó desenfadadamente su intención de atizar el fuego de la revolución en todo el continente, contemplando la repetición de la experiencia cubana en otras partes de la región como uno de sus deberes principales y como su esperanza de sobrevivencia”1. Prueba de ello son los primeros desembarcos cubanos en Venezuela y la República Dominicana, y la experiencia del ‘Che’ Guevara en Bolivia.

 

      Frente a esta evidencia histórica, y para que el ejemplo revolucionario no se propagara por América Latina, Estados Unidos impuso la denominada ‘Doctrina de Seguridad Nacional’. Desde mediados de los años ‘60, dicha doctrina difundía que el enemigo principal era el Comunismo, al que se debía combatir internamente. De este modo, proponía la aniquilación de los opositores; es decir, de aquellos que, inspirados en la ola revolucionaria, intentaban la transformación del sistema político y social  (a los que se  denominaba ‘subversivos’) y cuestionaban el orden establecido tanto por los partidos políticos tradicionales como por las Fuerzas Armadas que se alternaban en el poder.

 

     Debido a que el enemigo no era externo, el Ejército debía, además de garantizar la seguridad de las fronteras,  vigilar las actividades políticas de los ciudadanos. Por ello, debía desplegarse hacia adentro y reprimir  todo elemento político que obstaculizara o desafiara el normal desarrollo del capitalismo en beneficio de los países centrales.

 

     La represión hacia los nuevos movimientos sociales, políticos y sindicales, surgida en la mayoría de los países latinoamericanos, fue precedida por la implementación del programa llamado ‘Alianza para el Progreso’. Este programa de política exterior hemisférica, propuesto por el presidente norteamericano J. F. Kennedy, fue utilizado por  Estados Unidos para intervenir directamente en los asuntos internos de los países a los cuales, supuestamente, se los beneficiaría brindándoles ayuda económica. Esta ‘ayuda’ se promovía con dos objetivos: modernizar el aparato productivo y superar la miseria y la injusticia.

 

     El lema de este proyecto transnacional fue ‘seguridad y desarrollo’, intentando evitar el avance regional de movimientos antiimperialistas y del tan temido comunismo. La ejecución del programa incluía inversiones económicas y de índole tecnológica, tanto del Estado norteamericano como así también de empresas privadas. Esta ‘Alianza para el Progreso’ había sido aceptada por todos los gobiernos latinoamericanos, excepto por el cubano, en la reunión del Consejo Interamericano Económico y Social de la OEA (Organización de los Estados Americanos), efectuada en Punta del Este (Uruguay) en 1961. El rechazo de Cuba le valió su expulsión de la OEA.

 

     En 1969 el presidente norteamericano, Richard Nixon, reconoció públicamente el fracaso de este programa transnacional. En realidad, había fracasado sólo si se tomaban en cuenta las intenciones discursivas y formales en cuanto a modernización y ayuda económica hacia Latinoamérica; lo cierto es que había aumentado el poderío de los inversionistas pertenecientes a las corporaciones multinacionales, y había recrudecido el conflicto social, perfilándose la ‘solución final’ a través de la represión propuesta por la Doctrina de Seguridad Nacional. Es así que, inspirado en esta Doctrina, EEUU impulsa el Golpe de Estado del Mariscal Branco en Brasil (Marzo de 1964), derrocando al presidente Joao Goulart. Asimismo, interviene militarmente República Dominicana (1965), alegando que el gobierno  de Francisco Caamaño simpatizaba con Cuba, y apoya el Golpe de Estado del General Onganía en la Argentina (1966), cuando éste se autoproclama presidente de la Nación para poner en práctica los fundamentos de la mentada Doctrina de Seguridad Nacional.

 

     En nuestro país, el gobierno de Onganía (1966-1969) se propuso, entre otras cosas, suspender la política partidaria. El eje central de este control autoritario de la vida nacional estaba orientado principalmente a mantener la proscripción del peronismo, además de limitar aún más la participación política de la ciudadanía. Los gobiernos anteriores, tanto civiles como militares, no habían podido resolver los conflictos que generaba la exclusión  de la política partidaria de la mayoría de la población desde el golpe de Estado de 1955. Por otra parte, estos sectores populares, enrolados mayoritariamente en el peronismo, tenían, en el sindicalismo, un reducido pero importante canal de participación. La creación de la CGT de los Argentinos, liderada por Raimundo Ongaro, significó la conformación de un frente sindical combativo, que se proponía enfrentar, al mismo tiempo, la proscripción del peronismo y la dictadura de Onganía. Esta posición antidictatorial era compartida por amplios sectores de la población, aunque no todos lo manifestaban abiertamente ni de la misma manera.

 

       “El 29 de mayo de 1969 en Córdoba la movilización de los trabajadores industriales, acompañados no solo por estudiantes sino por los más amplios sectores medios, derrotó a la policía, ocupó la ciudad y forzó la intervención del Ejército. Para las organizaciones populares, el Cordobazo marcaba un camino: oponer a la violencia reaccionaria de los explotadores y de la dictadura, la violencia revolucionaria y liberadora de los explotados. El nacimiento, al año siguiente, del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), así como el rápido desarrollo de las organizaciones armadas peronistas (FAP y Montoneros), entroncaban con este proceso y demostraban de modo elocuente que la dictadura había agravado los peligros que deseaba conjurar. Convertido en mito político, el Cordobazo fue un punto de inflexión en las luchas sociales”2.

 

     La dictadura de Onganía actuó como precipitadora para que muchas agrupaciones eligieran las armas como medio de expresar sus ideas políticas y llevarlas adelante. Tanto dentro del peronismo como en las agrupaciones de izquierda surgen los ‘brazos armados’, en apoyo a esta acción política.

 

     La caída de Onganía marcó un nuevo fracaso de ‘desperonizar’ la sociedad. Iniciada la década de 1970, las organizaciones armadas hacían sentir su influencia. Los militares comenzaron, resignados, a pensar que el único capaz de controlar la situación era Juan Perón; la dirigencia peronista comenzó a preparar el ‘operativo retorno’ y, finalmente, luego de 18 años de exilio obligado, Perón regresó  a la Argentina a finales de 1972.

 

     La ansiada solución no fue tal; Perón volvió, pero eso no bastó para contener las protestas y los reclamos sociales. El peronismo, al igual que la sociedad, se dividía entre la derecha conservadora y la izquierda revolucionaria. Los Montoneros deciden, luego de su ruptura con Perón, pasar a la clandestinidad; la guerrilla optaba por el foco revolucionario en el norte del país, mientras continuaban, también, sus trabajos de base en las zonas más urbanizadas.

 

     La muerte de Juan Perón el 1 de Julio de 1974 agudizó el conflicto. Eran varios los sectores que pretendían ser los herederos y liderar el movimiento peronista. Gobernaba su esposa, María Estela Martínez de Perón, y su política apuntó a la consolidación de la derecha peronista, al exterminio del ala izquierda y a la subordinación del sector sindical, el gran adversario que aún se mantenía en pie.

 

     Entre los años 1974 y 1976 fue ganando espacio, dentro de la Fuerzas Armadas, la idea de volver a intervenir directamente en la política. Un nuevo Golpe de Estado estaba madurando y, en esta oportunidad, los militares estaban dispuestos a no cometer los errores que en el pasado habían cometido sus camaradas: esta vez el bisturí iba a llegar a lo más profundo.

 


 

Notas


 

1 Castaneda, Jorge, La utopía desarmada, Buenos Aires, Ariel, 1997.

2 Tcach, César, “Golpes proscripciones y partidos políticos”, en Violencia Proscripción y Autoritarismo (1955-1976), Nueva Historia Argentina, Tomo IX, dirigido por Daniel James, Buenos Aires, Sudamericana, 2003

 

 

 

 
   
Indice  general  del  libro  

 

 


 

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